Percepción de la realidad y peripecias emocionales
Volvamos a los recuerdos de infancia de Luis. Ahora le tocaba a Jean Martin, envuelto en su sobrepeso, tímido y con la voz sorprendentemente frágil. Él era el protagonista indiscutible de aquel atardecer que la memoria devolvió a Luis.
—¡Eyaculo! Ja tinc llet! —afirmó en su lengua materna una tarde, muy seguro de sí mismo.
—¿Seguro que ya te sale leche de la polla? —preguntó algo incrédulo George.
Jean Martin no contestó, enfrascado como estaba masturbándose a la vista de todo el grupo para demostrar a sus amigos incrédulos que, con diez años, había alcanzado la mayoría de edad.
En esa etapa evolutiva, justo a un paso de la adolescencia, el resto de los homínidos definen la mayoría de edad por el cumpleaños, a los dieciocho o a los veintiún años, o, según los países, por el matrimonio o el primer trabajo.
Ninguno de los tres aniversarios interesaba lo más mínimo a aquellos chicos de la Vilella Baixa, hartos de que en el colegio las niñas de su edad estuvieran dos o tres años por delante. El semen, en cambio, era indiscutible reafirmando la hombría del supuesto protagonista, que era tanto como garantizar su capacidad para reproducirse. El torrente de conexiones cerebrales batía su pleno poco antes de que se iniciara la poda gigantesca de la adolescencia; sobraban conexiones cerebrales por doquier.
Ahora bien, Jean Martin no pudo demostrar demasiado aquel atardecer. Llegó un momento en que el pene no dio más de sí, a pesar de la prueba rigurosa a que se le sometía. Paulatinamente, el protagonista se iba desencajando, agotado por la inutilidad de sus esfuerzos, los ojos en blanco, fruncido el rostro por la ausencia total del placer esperado.
—No ha salido nada, Jean Martin —zanjó George ante la evidencia.
Alicia escuchaba, atenta, los recuerdos que fluían de la memoria de Luis.
—¿Me estás diciendo que todo ese montaje increíble de la panda para consagrar la victoria sobre la niñez terminó como si nada, regresando el pajarito de Jean Martin a su nido en la bragueta y al corral la cabra más las dos ovejas? Dime que Jean Martin se hundió para siempre o que, por lo menos, jamás pudo olvidar el descalabro que representó el inicio de su vida sexual… Alguna huella le dejaría en su ánimo, ¿no? —interrumpió Alicia.
—Recuerdo sólo vagamente su cara compungida, no haberle visto llorar. Lo que estaba fuera de toda duda era que, tanto para él como para el resto de la pandilla, aquella sesión de marionetas controladas a distancia pero sin hilos podría haber sido el disparo que marcara el comienzo de su vida sexual. Sin embargo, aquel experimento terminó, efectivamente, en nada.
Jean Martin regresaba mentalmente a la infancia cuando, presionado por su madre, escrutaba sin parar, de derecha a izquierda, de arriba abajo, el plato que estaba en la mesa, que vaciaba por entero antes de morder el trozo de pechuga de pollo casero.
—En lugar de tragar las patatas primero deberías comerte el pollo antes de que se enfríe —le repetía su madre al verle siempre empeñado en vaciar el medio plato de verduras con patatas.
Era la única imagen que activaba el cerebro de Jean Martin, después del malogrado experimento: la mitad del plato vacío donde no había nada de nada.
Pero volvamos al ejercicio onanista de Jean Martin. Una cierta inconsciencia, diríase incluso que crueldad, marcó la forma con que George zanjó la prueba de la pubertad. Ésa y otras señales anticiparon su desarreglo mental, que conmocionó a sus amigos y motivó su ingreso en el asilo para enajenados y alienados.
Los psiquiatras del centro lo recordarían siempre como el paciente de la pedreta, pues iba todo el día con una piedrecilla entre su dedo pulgar y el índice repitiendo sin cesar «pedreta», «pedreta», «pedreta», desde que salía el sol en la madrugada hasta su puesta. Se le recordaba también por ser siempre el primero en prestarse a ordenar a los pacientes en la fila indispensable que se formaba cuando llegaba la sesión de electroshock y por su labor de auxiliar, trasladando el cuerpo medio desmayado de los demás pacientes hasta la habitación, una vez finalizado el tratamiento.
Es curiosa la relación de los médicos y psiquiatras con esa terapia. Era despiadada, y lo sigue siendo, porque, en definitiva, se trataba de descomponer las conexiones establecidas entre las neuronas con la esperanza azarosa e improbable de que, esta vez, la recomposición fuera la acertada. Normalmente no lo era, pero algunas veces sí funcionaba, y por ello se ha proseguido hasta hoy, ahora con una práctica más humanizada y razonada. Porque, ¿cómo explicarle entonces a George que ese proceso alambicado al que se le sometía para que sus células nerviosas se asentaran tenía una base científica? ¿Habría él entendido una palabra de la plasticidad cerebral?
«¡Ave María Purísima!…», era el grito matutino de las enfermeras encargadas de despertar a todo el sanatorio, aunque los pacientes se murieran de sueño o aún yacieran deslumbrados por la perplejidad de las corrientes eléctricas la noche anterior. «¡Sin pecado concebida!», era la respuesta soñolienta de los desvalidos mentales mientras saltaban de la cama y corrían a los lavabos. A veces, justo después del desayuno, los internos se convertían en testigos de las contadas y apoteósicas despedidas de aquellos a quienes la suerte había elegido, sin que ellos lo pidieran. Ocurría de vez en cuando que la familia de alguno de los pacientes, o podríamos llamarlos reclusos, resultaba ser pudiente, es decir, podía de sobras sufragar los gastos de su familiar ingresado, y entonces se enviaba al paciente en cuestión al sanatorio de pago del doctor Lartigau, a unos diez kilómetros de aquel medio rural. También sucedía que los parientes de algún loco adinerado perdido en el fragor de la guerra civil daban con él en el asilo para enajenados y alienados, y de inmediato ordenaban su traslado al centro privado.
Lo que más intrigaba a Luis, que se apuntaba de vez en cuando al viaje redentor de un centro a otro con motivo de sus visitas de compañía al asilo, no consistía en el gozo inexistente del hallazgo o el cambio de fortuna ignorado, sino en las murallas impasibles e impenetrables del pensamiento de George, que seguía inalterable con su pedreta arriba y abajo. ¿Qué neuronas habían trastocado la visión, el sentimiento, la percepción de la realidad de su amigo, que seguían siendo iguales antes de acostarse en la camilla del electroshock, después de la terapia y antes de ir a dormir que al despertarse? Ésas y otras vivencias espolearían en el futuro la necesidad de saber y divulgar del entonces apenas adolescente Luis.
Las confidencias en torno al pasado proseguían en aquella estancia, entre aquella pareja singular. Luis le comentó a Alicia:
—Es curioso que de toda la infancia, quiero decir de mis primeros diez años, sólo haya guardado los recuerdos de otras dos sorpresas, referida la una también al sexo y la otra al resto de los animales.
—¿Quieres decir que nadie os leía cuentos de niños? ¿Que sólo contaban el sexo y la vida del resto de los animales? —suspiró Alicia llena de extrañeza.
—Quiero decir exactamente esto. Si hubieras conocido el envelat no lo habrías olvidado nunca… El envelat era el verdadero centro cultural y sexual de la comarca. Allí los párvulos aprendimos a distinguir una roca calcárea de una pizarra y a sentirnos arrebatados por el primer baile con las hijas de un anarquista que habían conservado en secreto sus nombres originales, Ilusión, Primavera o Libertad. En él, la Naturaleza había reducido a su mínima expresión el principio de que no vale la pena inventar lo que ya está inventado, recreando la belleza recurriendo a cuatro enredaderas plantadas en círculos concéntricos. La primera fila de sillas estaba reservada a las jóvenes, petrificadas por la visión de los chicos, de los que esperaban que las sacaran a bailar.
—¿Y quién estaba en la segunda hilera de sillas?
—¿Quién iba a estar? Los padres de las chicas, claro, para vigilar que todo transcurriera pacíficamente. Los pretendientes nos ocultábamos en el tercer círculo concéntrico, formado por la parte posterior de la enredadera y la pared del envelat que daba al río.
Nunca se había esfumado en el olvido aquella representación teatral de un grupo de chicos, excitados por la perspectiva de poder arrimarse a las chicas más jóvenes, que pedían a sus amigos que palparan el aumento del volumen experimentado por su pene activado por el deseo.
—Toca, toca —le decía George a Charles.
Alicia lo miraba sorprendida y suspiró:
—No me puedo creer que ese relato sea lo único que haya perdurado de tu infancia en esa cabecita de sabio.
—Ay, Alicia, nuestros recuerdos están ligados a nuestro ser más profundo. Nos hablan de lo que hemos sido, pero muy especialmente de lo que somos. Piénsalo. Además —le dijo él con una sonrisa pícara que rebajó de golpe su edad en unos cuantos años—, tus sentimientos me recuerdan el nacimiento de la física cuántica, a comienzos del siglo XX. Hasta principios del siglo XX, el mundo de los homínidos solía ser bastante asimilable, comprensible; la gente se comportaba conforme a lo esperado y nada parecía inexplicable. Hasta que llegó la física cuántica, sugiriendo que la misma partícula podía estar en dos sitios distintos a la vez, que podía desplazarse en dos direcciones opuestas y, sobre todo, que los átomos y las moléculas podían sentirse y afectarse mutuamente aunque estuvieran en distintos hemisferios. Sin olvidar la afirmación de que las partículas elementales ignoran el espacio-tiempo… Un desafío para la razón.
—Me imagino que algo parecido nos debe de pasar a nosotros —se atrevió a sugerir Alicia.
—Cierto, igual que tú y yo. No es de extrañar que a Einstein le costara aceptar este indeterminismo o, como decía él con cierta sorna, esa versión cuántica de la telepatía. Pero el hecho es que desde entonces no se puede estar seguro de que la realidad que se percibe sea la realidad.
—Yo siempre lo percibí así, y ésa era la forma de pensar de mis padres y hermanos. ¿Cómo pudisteis afirmar los sabios que lo que vemos ahí fuera y lo que sentimos por dentro es lo mismo? Ahora resulta que esos amigos a los que llamas cuánticos no se fían de lo que llamas la realidad que nosotros nunca nos hemos creído.