La búsqueda de George el Loco, Charles el Violinista y Jean Martin, el que nunca tuvo a nadie
¿Dónde y cuándo se había perdido la manera previa de ser? Ya lo había entrevisto soñando con sus hermanos en la hacienda brasileña, formulándoles las preguntas que nunca había podido hacerles en vida. Se estremecía Alicia sólo de pensar que pudiera hacer algo parecido con los que de niño convivieron con Luis. ¿Cómo fueron de mayores el loco George, el artista Charles y Jean Martin, el que nunca tuvo a nadie?
George era marcadamente más moreno que el promedio de los humanos. La verdad es que en cuanto adoptó, a raíz de su desvarío mental, la pedreta colocada entre sus dedos índice y pulgar de la mano derecha, nadie se acordaba muy bien de cómo era antes de aquello. Sus amigos le recordaban netamente más alto que cualquiera del grupo; era el más guapo, sin lugar a dudas. El físico de George y su cerebro no eran nada parecidos: el primero era armonioso y bello; sorprendía, eso sí, su vocabulario agresivo y rayano en lo soez. Su mentalidad, sencillamente, no era de este mundo; su desvarío no era una variedad insólita o sorprendente del resto, sino la manera cotidiana de ser. No se sabía nunca por dónde iba a salir.
Charles se había, afortunadamente, topado pronto con su novia, artista como él. Estaban los dos en un universo aparte. De la misma manera que a sus células no les importaba nada lo que pensaban los demás del organismo que las sustentaba, a ellos dos no les afectaba para nada lo que los demás pensaban de sí mismos. Vivían en un mundo separado. Él tenía el pelo rizado y rubio, los ojos verdes como una caja de pastillas de eucalipto. ¡Qué extraño! Miraba las cosas fija y continuamente, como queriendo explorar todo el rato no lo que se veía por fuera sino lo que les pasaba por dentro. De pronto, cogidos de la mano los dos, él y su novia, daban el salto al vacío. Desaparecían.
Muy distinto era Jean Martin. La fragilidad de su voz era lo más chocante, saliendo como salía de un cuerpo que rayaba la gordura. Siempre se le descubría arremolinado en un pequeño grupo, donde siempre pasaba desapercibido hasta que se notaba, por azar, su existencia. Nunca se le recordó por lo que dijo, sino por su pinta y sus rarezas aposentadas en el más común, rozando lo vulgar, de los mortales.
Alicia estaba a punto de entregarse al sueño voluptuoso del mundo al revés. Ahora sabía que lo único que contaba era la línea germinal, y no el cuerpo carcomido por los mosquitos y gusanos.
La reproducción genética de George seguía alterada a ojos de los demás, pero nada había cambiado en su osamenta y mente. En la mitad de su vida, la única brújula que no le fallaba nunca era la pedreta, que seguía abriéndole los caminos de siempre, sin fallarle nunca cuando la necesitaba. Estaba insensibilizado a lo que los demás consideraban la vida del cuerpo: jamás padeció hambre o sed, ni sintió, como Jean Martin, el frenesí de la lujuria. Lo suyo consistía en seguir profundizando en el camino sugerido por la pedreta; ir abriendo vericuetos hasta que pudiera llegar un día al final de todos ellos. En los genes figuraba la explicación de casi todo, pero por lo menos en el caso de George no resultaba difícil olvidarse del universo ausente de la vida corporal. Los genes se empeñaban en guardar su secreto y el cuerpo de George permanecía mudo o hablando un idioma incomprensible.
La genética de Charles es la visión de su vida; era mucho más comprensible porque estaba obviamente vinculada a su cuerpo. En su caso, era una búsqueda desenfrenada de lo que algunas de sus fibras neurálgicas habían descrito como creatividad. Sólo le importaba eso. Sentir cómo el esqueleto se conmovía en su elemento. El ruido, luego la nota, después la melodía y, al final, la música que afloraba en su violín ensordecían hasta la visión. Sólo quedaba el tono y su capacidad para activar el resto del cuerpo, incomparablemente mayor que cualquier otro efecto visual. Su línea genética seguía esfumándose al calor de los sentimientos. Nunca había olvidado las últimas palabras de su gran amor de juventud a su petición de volver a encontrarse: «Qué difícil respuesta a tu deseo, más cuando pido al universo que no nos lleve a otra dimensión sin despedirnos. Sabes que estoy casada y tendría que ir a la cita con Felipe».
Jean Martin era una reproducción exacta de un cuerpo y plasma genético casi idénticos; era muy difícil olvidar sus dientes semiderretidos y las grasas que los años habían acumulado en su cuerpo. Pero daba igual. El cuerpo de Jean Martin hubiera podido ser otro y nadie lo habría notado. En su caso era sencillamente imposible jugar entre su estampa genética y la corporal. Había salido tal y como estaba diseñado. La fecha memorable en su vida fue la ocasión forzada en que pudo acariciar los senos de una mujer que pasaba. Se galvanizaron hasta las partes más minúsculas de su cuerpo, del que era imposible olvidarse porque era muy parecido a su marca de nacimiento. Estaba claro que a Jean Martin le había dado por volar en el espacio primero, asumiendo el rol de ave, y luego atender, sin entenderlas, las clases del maestro Quimet en la Vilella Baixa.