Un atisbo de senectud

La mayoría de los nacidos en la primera década del siglo XXI morirán tranquilamente avanzado el siglo XXII, con más de cien años de andanzas, emociones y recuerdos a sus espaldas. Alicia no había caído nunca en este modesto dato de las previsiones biológicas pero, por primera vez en su vida, resbaló en la bañera del hotel, con tan mala suerte que la consiguiente ruptura de tibia y peroné la tuvo inmovilizada nada menos que durante seis meses.

Sentada en la silla de ruedas durante horas interminables se acordaba de la meseta brasileña y de que, cuando brotaban las mimosas, no era la culpa del sol sino de la propia planta. Debía de tener diez años cuando aprendió esta obviedad, cubriendo con una manta a la mimosa durante el día para que no brotara todavía, siguiendo un consejo de su hermano mayor; lo probaba dos o tres días seguidos, pero siempre resultaba que era la mimosa la que mandaba y no el sol. El reloj circadiano estaba dentro y a su hora brotaban las flores, hubiera o no hubiese luz.

Recordaba bien archivadas en la memoria a largo plazo las estampas de ancianos con lesiones espectaculares en los brazos o las piernas, cojos, mancos y tullidos, en las contadas ocasiones en las que alguno de sus hermanos la sacaban de la hacienda, cerca del pueblo, de Cerro Corá, cuando contaba con menos de trece años. Los muy jóvenes atosigaban, torturaban a los lisiados y se reían de ellos, convirtiéndolos en el hazmerreír del grupo; a veces, alguno de los más ancianos conseguía ahuyentarlos a golpe de muleta carcomida por los años. ¿De dónde les venía a los jóvenes el placer inexplicable de mear en el recodo de agua ya turbia de por sí, preservada por los ancianos para condimentar sus escasos alimentos?

Con la fractura de su tibia y peroné, Alicia estaba descubriendo que el juego no consistía en efectuar un esfuerzo incongruente y desorbitado, que acarreaba la ruptura de un hueso determinado; a partir de su edad era exactamente al revés: se rompían los huesos con gran facilidad y los músculos se adaptaban a lo ocurrido. De niña nunca habría imaginado la cantidad de soledad, tristeza y estrés generados por la falta de movilidad impuesta por la rotura de un hueso; alguien convencido de que podía viajar de un confín al otro del universo o al pueblo vecino se veía, repentinamente, arrinconado en un piso, o debajo de un puente. ¿Quién se había entretenido en medir la cantidad de dolor y frustración así generada? Eran los primeros sentimientos que surgían del atisbo de la senectud.

Era necesario intentar aprender los pasos evolutivos del nacimiento de los organismos vivos, su sistema inmunitario y la muerte inevitable. «¿Cómo se ha sobrevivido más de dos millones de años, al constatar que la vida del cuerpo se podía estar agotando, sin tener ni idea sobre los marcadores para medir el grado de envejecimiento? ¿Hay alguna señal que no nos engañe sobre lo que está ocurriendo dentro de nosotros mismos?», eran las preguntas que se le ocurrían a misma Alicia desde su inmóvil convalecencia.

«La única manera consiste en medir con mucha atención el estado de tu sistema inmunitario —se replicó a sí misma sumida en un sueño interminable—. Mis amigos no tienen ni idea de lo que es eso, y mucho menos del secreto para medirlo —añadió con cierta tribulación en su sueño—. Un sistema inmunológico mal regulado dispara la posibilidad de sufrir infecciones que oxidan los tejidos, provocando su deterioro. Lo fascinante es que esta autocapacidad protectora no está vinculada a la edad cronológica, sino a saber conservar intacto, o casi, el sistema inmunológico. Los individuos que viven más años son lo que consiguen mantener joven por más tiempo su sistema inmunológico.»

Entre la bruma del sueño y el recuerdo le venían a la mente la voz siempre calmosa de Luis y la suya propia, en una conversación sobre el tema que mantuvieron años atrás:

—La pregunta siguiente está cantada: ¿y eso cómo se consigue? Me tendrás que demostrar cómo preservas la juventud del sistema inmunológico mejor o más fácilmente que la edad marcada por el calendario.

Dulcemente, se despertaba. O por lo menos eso creía.

—Lo extraño es que hayamos tardado tanto tiempo en descubrir el sistema que nos protege —le resonó la voz de Luis—. Yo mismo me pregunto todos los días cómo es posible que a la gente le haya costado tanto aceptar las cuatro reglas absolutamente indispensables para sobrevivir. Son cuatro, nada más que cuatro. Cuidar la dieta en primer lugar. La salud física en segundo lugar, mediante ejercicios frecuentes y regulados. Evitar las drogadicciones y las sustancias tóxicas en tercer lugar. Cuidar la salud mental, de la que no sabíamos nada. Antes preocupaban las grandes anomalías como la esquizofrenia, pero nadie pensaba en la necesidad de gestionar normalmente las emociones negativas como la ira, la rabia, el desprecio o la falta de empatía.

Era difícil un pensamiento más profundo con tan pocas palabras.

Era inevitable que la muerte previsible de Luis afectara al estado anímico de Alicia. Habían transcurrido años enteros sin verse, pero nunca dudó de que él seguía allí. La idea de su muerte le carcomía. Sus pensamientos sobre ello la acosaban.

«Sólo pensarlo me estremece. La idea de su muerte me hace sentir una angustia espantosa y pierdo la noción de la realidad. Me da miedo perder la razón y cometer una locura, porque yo sé que después de él ya no hay nada que me ate a este mundo. Llevo un tiempo pensando que tener un hijo tal vez podría ayudarme a tener otro objetivo paralelo a la vida. La mayor parte de mi tiempo lo utilizaría cuidándolo y dándole de comer. O lo llenaría de besos.» Pero lo desechaba enseguida por varias y muy diversas razones: por la presión de su propia edad y por su posible falta de instinto materno real: «Hasta los chimpancés tienen que aprender el oficio materno; no está nada claro que los homínidos lleguemos al mundo con ese aprendizaje empaquetado en la memoria. ¿Y si fuera verdad que el sentimiento maternal no es innato y que requiere un aprendizaje doloroso, que apenas deja tiempo para otros quehaceres?». Como hacía siempre, Alicia intentaba explorar todos los recodos y posibilidades. Y la madurez y el inicio de la senectud estaban ahí, a un paso.

El sueño de Alicia
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