Alicia y el Gran Sabio, una relación intensa
¿Cómo es posible una relación tan especial entre una joven de apenas dieciocho años y un hombre mucho mayor que ella? ¿Era quizá amor ese intenso vínculo emocional e intelectual que los fusionaba en un solo ser? Podemos especular acerca de sus motivos, acertar o equivocarnos. El reflejo de una figura paterna, el deslumbramiento por la sabiduría de él, por su conversación sugerente, una suerte de intenso vínculo pedagógico… La necesidad de acariciar la fuerza imparable de la juventud por parte de él, la belleza de una piel suave pegada a sus arrugas y a su mirada. Quizá los ojos de Alicia, entregados a la intensidad del Gran Sabio —un alias que Luis aceptaba resignado aunque siempre con cierta chanza—, acabaron por rozar el interior de aquel hombre bregado. Porque él admiraba el modo que tenía ella de barajar ideas tan peregrinas, de plantear preguntas que un adulto quizá no haría, esa forma de jugar con la mente, con las ideas. ¿Quién puede saberlo? La única realidad era que ese extraño amor, tan singular, inundaba de ternura y de palabras la habitación escuálida en la que se compartían lejos del mundo, de su posible extrañeza e incluso incomprensión.
El entrelazamiento entre los dos sistemas nerviosos era cálido, asombroso: el de una joven mestiza nacida en la meseta brasileña y el de un hombre que había superado los cincuenta, al que su curiosidad insaciable por conocer lo que les pasaba a los demás por dentro había convertido en un icono, particularmente entre los jóvenes. Él a veces la llamaba Kalmikia, en recuerdo del lugar de origen de sus ancestros y como una forma de complicidad, de guiño, en especial cuando ella desplegaba esa curiosidad innata que la caracterizaba.
La búsqueda del reconocimiento, el intelectual y el emocional, se había detenido para ellos dos en esa estancia, sin que la diferencia de edad, el idioma o el origen de ambos supusiera ningún impedimento para la corriente de admiración mutua que fluía entre ellos.