Miedo, tanto miedo
Una de las corazas contra la tristeza son los amigos, y Alicia no siempre los tuvo. Se había encontrado sola en las noches de calor, tendida en su hamaca, soñando lo que le iba a deparar la mañana. Años después de haberlos soñado, se preguntaba por los procesos que le habían llevado a pensar en realidades que no estaban a la vuelta de la esquina, en la realidad sólo percibida. ¿Cómo podía el cerebro crear información nueva o interrumpir por sí solo la vida de un niño, de su quinto hermano, de Gustavo? ¿Cómo se podía sentir tanto miedo de repente, sin motivo aparente? No tuvo ningún reparo, pues, en iniciar la búsqueda para ayudar a Blanca, Jimena, Guadalupe, Arco —el marido de ésta—, Maggie, a ella misma, hasta nutrirse todos del conocimiento que Luis les podía aportar.
Cuando Alicia era joven nadie sabía nada sobre el comportamiento emocional. Su miedo a la soledad era enfermizo y, efectivamente, entonces se ponía a llorar como Blanca ahora al pensar que un día podía quedarse sola. «Tú acabarás estando sola», le espetaba con cierta crueldad su hermana, sabedora del terror y las lágrimas que esa amenaza iba a desatar. Recordaba que en la hacienda, cuando niña, se sentía confortada por la noche al dormir todos los hermanos juntos, repartidos por el suelo encima de una manta y en varias hamacas. La única cama estaba en el cuarto de los padres; el presupuesto no daba para otra.
Cuando los niveles de renta permitieron a europeos y americanos aislar a todos los durmientes, lo hicieron sin consideración alguna del desgarro emocional que supuso para millones de niñas y niños dormir aislados, solos, cada uno en dormitorios separados. Dormir acompañados no sólo estaba en las redes sociales, sino en el genoma humano. ¿Quién decidió que, a medida que aumentaba la renta, se seguiría formando parte de la manada durante el día, pero se aislaría en la oscuridad más impenetrable a los niños durante toda la noche?
Esos sueños no dejaron huella en la mente de Alicia, salvo el recuerdo de la belleza de volar; siempre que soñaba sobrevolaba la hacienda, el río, el amago de bosque, los socavones del terreno, y con ellos los trilobites petrificados desde hacía cuatrocientos millones de años, con toda seguridad, las caracolas fosilizadas eran el testimonio innegable de que el mar había inundado otrora aquellos parajes. Hacía algo menos, unos doscientos veinte millones de años, aseguraba Ignacio Morgado, catedrático de Psicobiología en el Instituto de Neurociencia de la Universidad Autónoma de Barcelona, que la amígdala había iniciado su perfeccionamiento evolutivo.
Alicia bajaba de las nubes para acariciar casi a ras de suelo a los animales queridos, remontando enseguida el vuelo. Eran los momentos más felices de su vida, en los que el ánimo prescindía del mundo de los objetos y personas a los que, durante el día, debía obedecer sin faltarles al respeto. Sin ser consciente de ello, intuía que su ánimo influía en el color y la textura de la realidad. Cuando se sentía feliz sobrevolando en sueños el mundo que la rodeaba, sólo sentía un sosiego tierno y un esplendor sin fin. El mundo que contemplaba en sueños no tenía nada que ver con el mundo cotidiano.
¿Cómo no sacar entonces la conclusión de que las emociones de uno influencian en un sentido u otro la visión que se tiene de la naturaleza? Faltaban años todavía para que científicos como Joe Forgas, de la Universidad de New South Wales (Australia), demostraran mediante un experimento algo que dio la vuelta al mundo: nuestra manera de evaluar lo que vemos depende del estado de ánimo.
Se habían entregado a doscientos estudiantes unas cuantas fotografías de parejas, bien acopladas las unas y discordantes las otras; previamente, la mitad de los concursantes habían visto una película triste y la otra mitad una comedia divertida. La reacción de estos últimos al contemplar las parejas disonantes fue mucho más positiva que la reacción de los que acababan de ver la película triste.
Menos de treinta años de reflexión sobre las emociones han desembocado en su definición primero y en el conocimiento de su impacto después. Faltaba por descubrir la complejidad del mecanismo para gestionarlas. Luis había sabido resumir el principio rector de esa gestión y Alicia estaba dispuesta a que el primer contacto de los que vinieron de tan lejos para escucharle versara, precisamente, sobre los cambios más recientes y revolucionarios en las terapias emocionales.