El dueño de tu destino no es el sol, sino tu reloj interno

Al comienzo del siglo XVIII, el astrónomo Jean Jacques d´Ortous de Mairan observó que las hojas de la planta conocida como mimosa púdica se abrían o plegaban según la hora del día, cerrándose al atardecer y abriéndose por la mañana con una periodicidad próxima a las veinticuatro horas. De Mairan sabía que las hojas de las plantas se orientan siguiendo la luz del sol, y por ello intuyó que este proceso también estaría regulado por la luz. A pesar de saberse en lo cierto, se propuso probar su hipótesis con un sencillo experimento. ¿Podría la planta abrir y cerrar sus hojas en continua oscuridad? El científico encerró su planta favorita en una habitación oscura y, para su sorpresa, después de varios días en penumbra, ésta siguió abriendo y cerrando las hojas con su horario habitual.

Jean Jacques corrió para escribir en sus cuadernos de notas que el dueño de la vida de la planta no era el sol, como había creído hasta entonces, sino la propia mimosa, que decidía de acuerdo con un reloj interno cuándo había llegado el momento de un nuevo atardecer o amanecer.

Aunque De Mairan fue el primero en documentar de forma escrita que las plantas tienen relojes circadianos —«circadiano» quiere decir «alrededor del día»—, se equivocó al pensar que el sol no tenía nada que ver. Ahora se conoce bien que los movimientos de las hojas y las flores, dependientes de cambios regulares ambientales de temperatura y luz, se denominan nictinastias, y son un ejemplo de un ritmo circadiano vegetal regulado por la luz.

Los relojes circadianos son mecanismos moleculares, existentes en la mayoría de los seres vivos, que se sincronizan con los ciclos de luz y temperatura originados por la rotación diaria de la Tierra. Estos cronómetros moleculares dirigen y controlan la expresión cíclica, cada veinticuatro horas, de ciertos genes involucrados en el metabolismo y fisiología del individuo.

Los relojes circadianos están presentes a lo largo y ancho de la vida en la Tierra, desde los microorganismos, como ciertas bacterias, a los humanos, y todos nosotros estamos sujetos a su sabio control. En las plantas, los relojes circadianos están situados en las células de hojas, tallos y raíces, en las babosas, en la base del ojo, y en las aves, en su glándula pineal, allí donde Descartes predijo que los científicos del futuro podrían por fin hallar el alma humana.

En los mamíferos existe un reloj central «maestro» localizado en una estructura hipotalámica denominada núcleo supraquiasmático (NSQ), formado por un pequeño grupo de veinte mil células nerviosas… Nos referimos a él como «pequeño» porque el cerebro está compuesto por cien mil millones de neuronas. Este reloj se sincroniza con los ciclos de luz solar gracias a su comunicación con un fotorreceptor ocular denominado melanopsina. Según la información que reciben, las neuronas del NSQ actúan localmente sobre el hipotálamo y jerárquicamente sobre otros osciladores circadianos localizados en tejidos periféricos. Gracias a este sistema de detección lumínica, nuestro cuerpo sabe cuándo es de día o de noche, y de acuerdo con ello realiza los ajustes oportunos. A su vez, existen relojes circadianos periféricos cuya actividad depende de los ciclos alimentarios, y que ejercen su función reguladora en el esófago, pulmones, hígado, bazo, timo, células sanguíneas o células dérmicas.

En su conjunto, los ritmos circadianos regulan muchas de las funciones de nuestro organismo, tales como los patrones de sueño, la alimentación, la temperatura corporal, los niveles de hormonas, la actividad cerebral, el sistema inmune o la regeneración celular. De ahí es fácil deducir que comprendiendo y respetando nuestro «tiempo interno» podríamos vivir mejor.

El considerado mejor cronobiólogo, o conocedor de los relojes circadianos, es el biólogo Till Roenneberg, de la Universidad de Múnich. Cuando en una ocasión se le pidió que expusiera las posibles vinculaciones de su especialidad con las políticas de prevención afirmó lo siguiente: «Las futuras políticas de prevención pasan por un intercambio mucho más intenso que en el pasado entre nosotros y los médicos. Dejando de lado pruebas singulares como las realizadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre los efectos de los horarios disruptivos del ordenamiento circadiano como causa de enfermedades cancerígenas, no podemos olvidar que el horario interno controla el metabolismo, la fisiología, la conducta y los procesos cognitivos de todos los animales, incluido los humanos. Es evidente que un conocimiento menos superficial del reloj circadiano podría evitarnos muchos problemas y, sobre todo, dinero».

Según Roenneberg, existe un condicionante importantísimo que deberíamos tener en cuenta. Los seres humanos competimos con el tiempo, con el horario establecido por nuestros cuerpos, con el horario establecido por el sol, pero a diferencia de las mimosas y de las demás criaturas de la Tierra, también competimos con los horarios que nos impone la sociedad en la que vivimos. La cultura y la sociedad, el llamado social jet lag, complica nuestra relación con el tiempo y nos vuelve en contra de la salud, la felicidad, la naturaleza y contra nosotros mismos.

Los social jet lags son crónicos, y conocerlos nos permitiría ahorrarnos mucho gasto en médicos y medicinas. Los jet lags que sufrimos agudamente cuando realizamos largos viajes en avión pueden ser todo lo molestos que se quiera, pero son transitorios. Un porcentaje muy elevado de las políticas de prevención en el futuro pasará por un mayor entendimiento de los ritmos circadianos y su relación con las inevitables políticas de prevención.

Mientras tanto, Till Roenneberg nos recomienda que la mejor manera para sincronizar nuestro tiempo interno es respetar horarios y tomar un poco más el sol.

Alicia recordó de pronto lo que había dicho y escrito Daniel Dennett, un gran filósofo norteamericano: «Ninguna de tus células tiene ni idea de quién eres, ni le importa». Pues bien, resulta que eran las únicas en saberlo. Y que sí les importaba.

El sueño de Alicia
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