Explorando con Gero Miesenböck los laberintos neuronales
Al científico de origen austríaco se le había concedido en el departamento de Optogenética de Oxford todo el espacio necesario y el personal especializado para poder experimentar con sus miles de moscas de la fruta los impactos de las interferencias en las neuronas, sus circuitos y la conducta del organismo elegido. Y Luis sentía curiosidad por saber en qué punto de su investigación se encontraba. La charla arrancó con suma cordialidad y pronto se adentró en caminos que a Alicia le parecieron fascinantes.
—¿Hay alguna probabilidad de que en el futuro utilicemos luz para generar en el cerebro la sensación de satisfacción, de recompensa?
—De hecho, estos experimentos ya se han hecho. Hace tres años experimentamos con moscas, y otros grupos han experimentado con otros animales. El caso es que pudimos manipular los sistemas neuronales que señalizan la recompensa o su opuesto, el castigo. Activar las recompensas mediante control remoto óptico generó en los animales la sensación ilusoria de que ciertas conductas estaban asociadas con resultados positivos o negativos. Como resultado de ello, los individuos modificaron permanentemente su conducta: aprendieron de un error que jamás habían cometido, o de una recompensa que jamás habían recibido… Es decir, logramos programar artificialmente recuerdos nuevos en su cerebro, y luego medimos cómo actuaban según los contenidos de esos recuerdos que habíamos creado artificialmente.
—Es increíble, ¿no? Lo único que sé sobre las moscas de la fruta es que la naturaleza suele repetir patrones en todas partes… Cuando la naturaleza encuentra la solución para un problema, no es muy extraño que la repita, así que me pregunto qué tienen las moscas de la fruta que pueda servir para entender nuestro cerebro.
—A diferencia del cerebro humano, compuesto por trillones de células nerviosas, el de la mosca sólo tiene cien mil células, lo cual es de gran ayuda porque permite simplificar el tema. Por otra parte, uno de los grandes shocks de la secuenciación del genoma fue descubrir que la mosca de la fruta tiene quince o dieciséis mil genes, mientras que el ser humano tiene apenas veintitrés mil, unos poquitos más. Todo el mundo esperaba que en nosotros hubiera muchísima más información genética, pero no es así. Lo mismo sucede con los circuitos elementales del cerebro que se encargan de las operaciones fundamentales necesarias. Probablemente se necesitan circuitos específicos para comparar señales, circuitos para amplificarlas, circuitos para integrar la información en el tiempo, sistemas para los cálculos de campos intermedios, y también necesitamos relojes para medir el tiempo y memoria en la que almacenar y desde la que recuperar la información… Todo ello está presente en el cerebro de una mosca de la fruta; creo que al estudiar este animal relativamente simple y manejable podemos esclarecer los principios fundamentales del funcionamiento del cerebro.
—Hombre, habrá quien piense que comparar el cerebro de una mosca con el de un hombre quizá sea excesivo…
—Evidentemente, las moscas no pueden hacer todo lo que hacemos nosotros, pero pueden aprender, tomar decisiones, buscar parejas para aparearse, comunicarse con ellas, elegir a la más adecuada… Pueden orientarse en lugares extremadamente difíciles, realizar hazañas de locomoción que los ingenieros de los laboratorios más punteros son incapaces de imitar…, y todo eso con un cerebro del tamaño de la cabeza de un alfiler. Estudiando un organismo así de simple podemos desentrañar principios fundamentales sobre cómo funciona el cerebro, aplicables a animales más complejos, como nosotros. Creo que, al estudiar este animal relativamente simple y manejable, podemos esclarecer los principios fundamentales del funcionamiento del cerebro.
—¿Y qué haces para extraer conclusiones sobre la conducta de la mosca de la fruta o de las personas?
—Normalmente trabajamos de un modo descendente, de arriba abajo, es decir, empezamos planteándole al animal una tarea conductual: por ejemplo, le pedimos que aprenda y recuerde algo o le pedimos que tome una decisión. Luego vemos cómo podemos interferir en el sistema de un modo controlado, ya sea para recrear la conducta mediante estimulación óptica directa de las neuronas relevantes, o para interrumpir la conducta mediante ciertas conexiones neuronales. Partimos de la conducta del organismo para analizar después los mecanismos celulares y moleculares subyacentes.
—Así que se basa en el control, intentáis controlarlo…
—Muchos no se dan cuenta de que el control es una parte esencial de la investigación científica… La mayoría opina que, en la ciencia, la observación es lo más importante. Y sin duda es cierto, al menos en las fases iniciales, pero, a medida que adquirimos una comprensión cada vez mayor de cómo funciona la naturaleza, es importante poder interferir y descubrir si nuestras ideas son correctas o incorrectas. Debemos poder realizar experimentos controlados para comprobar si lo que creíamos es acertado o fuera de lugar. Muchos me dicen: «Claro, quieres controlar el sistema nervioso para sacarle el máximo partido o para cambiarlo con ingeniería, para mejorarlo». No es el caso; es un mero mecanismo para comprender mejor cómo funciona el cerebro.
—Es fascinante, porque lo que sugieres es que tal vez podamos controlar, por ejemplo, la depresión o la enfermedad de Parkinson… Ahora hablamos, ya lo sé, del futuro, pero quizá, en lugar de tomar un fármaco, en lugar de tragarse una pastilla, se abra la posibilidad de simplemente utilizar la luz para influir en la conducta de las personas.
—Sí, es una posibilidad, aunque remota. No creo que vaya a materializarse el año que viene ni en los próximos diez años; no olvides que, para que la luz surta efecto en el cerebro, hay que haberlo modificado genéticamente antes, mediante una especie de genoterapia, para que el sistema nervioso humano responda de forma específica a la luz en el momento deseado, y eso me parece que todavía queda lejos. Aun así, debemos recordar que nuestro sistema nervioso es un sistema físico que trabaja con señales eléctricas y químicas y que, hasta ahora, hemos modificado con éxito algunas funciones del sistema nervioso con medios químicos. Has mencionado los fármacos… Pero lo que se ha utilizado relativamente poco (con contadas excepciones, como la estimulación cerebral profunda) es la interferencia física en el cerebro. Y se podría esgrimir el argumento de que los medios físicos probablemente sean más precisos que las pastillas a la hora de corregir el mal funcionamiento del sistema nervioso, si fuera necesario.
—¿Crees que en el futuro habrá alguna posibilidad de desactivar ciertos deseos o sentimientos del cerebro? Si alguien está siempre enfadado o es violento, ¿crees que lograremos desembarazarnos de algunas de estas sensaciones?
—Hay una larga historia de esfuerzos por controlar, por ejemplo, la depresión o las dificultades conductuales mediante un amplio abanico de medios, desde las intervenciones de neurocirugía de la década de 1950 (que eran increíblemente toscas) hasta las intervenciones farmacológicas. Por supuesto, también existe la posibilidad de que podamos interferir en las neuronas que participan en los estados anímicos y emocionales. Sin embargo, creo que ahora mismo simplemente no conocemos lo bastante qué son y qué hacen estas neuronas como para que ninguna de esas posibilidades sea realista.
—Somos muy afortunados, en cierto modo, al saber que las neuronas son entidades eléctricas, y que las neuronas se comunican entre sí por impulsos eléctricos, como has mencionado. Y, por supuesto, cuando una neurona se comunica con otra a veces algo cambia, hay un aumento o disminución de voltaje.
—Siempre digo que, en realidad, todos nos engañamos pensando que hay alguien ahí dentro, en nuestras células, ¿no? Que hay un Luis y un Gero ahí dentro. Sin embargo, lo más probable es que no haya nadie ahí, solamente neuronas enviando impulsos eléctricos. Del concierto de impulsos eléctricos surge todo aquello que nos hace ser quienes somos. Nuestras percepciones y el mundo que discernimos no son más que la representación de la realidad en el lenguaje de impulsos eléctricos en miles de millones de neuronas. Almacenamos y rememoramos recuerdos mediante impulsos eléctricos… Y los impulsos eléctricos también controlan nuestros movimientos y determinan nuestras emociones.
—¿Por qué va todo esto a producir un cambio real en la vida? —quiso saber Luis.
—Se trata de utilizar la luz, específicamente, para conectar o desconectar neuronas y descubrir de esta manera algo más acerca de su misterio, lo que hacen y por qué. También interesa, y mucho, averiguar si podemos conseguir que hagan otra cosa. La verdad es que, hasta ahora, habíamos mirado el cerebro exclusivamente, pero ¿te puedes imaginar lo que habríamos aprendido del sudoku, por ejemplo, si nos hubiéramos limitado a mirar lo que era, en lugar de empezar a jugar con sus diferentes casillas e intentar definir y descubrir los procesos que comportaba?
—Parece un cambio ciertamente radical, ¿no es cierto?
—Sí que es un cambio radical. El campo que ahora denominamos optogenética empezó hace diez años, cuando mi equipo y yo realizamos los primeros experimentos para trasplantar una proteína fotosensible, parecida a las proteínas que tenemos en los ojos, a algunas neuronas; demostramos que era posible activar dichas neuronas simplemente exponiéndolas a luz. En el transcurso de la historia de la neurociencia, por supuesto, muchos investigadores han estudiado el cerebro a través de intervenciones, como los famosos estudios de lesiones con pacientes que sufrían daños en algunas partes del cerebro.
—Me imagino que de ese modo lograsteis pistas importantes sobre qué partes del cerebro, por ejemplo, intervienen a la hora de ver, hablar o moverse; pero creo que todos esos intentos eran bastante rudimentarios comparados con lo que podemos hacer ahora. Es increíble. Mientras hablabas, pensaba que, hasta ahora, todas las maneras de interferir en el cerebro han sido muy invasivas, porque usaban electrodos o métodos agresivos… Recuerdo una anécdota que me contaste un día acerca del profesor Delgado…
—Sí, el neurocientífico español José Delgado, que fue profesor en la Universidad de Yale, en Estados Unidos, donde llegó en la década de los cincuenta. Yo también era profesor, aunque no supe de la existencia de Delgado hasta que realicé mis propios experimentos, en los que modificábamos por control remoto el comportamiento de un animal. En nuestro caso, la mosca de la fruta; en el caso de Delgado, mira este libro…
—Cada loco con su tema. Es fantástico… —exclamó Luis ante las imágenes que le mostraba su colega.
—Como era español, el animal que eligió fue un toro. Como ves, aquí está el matador, que en lugar de blandir una espada sostiene un pequeño radiotransmisor. Al toro se le implantaron previamente electrodos en el cerebro. Al activar el control remoto, se estimuló la parte del cerebro que disminuye el comportamiento agresivo. El experimento funcionó: aquí puedes ver a Delgado arriesgando la vida, pero el toro se detuvo y no arremetió contra él.
—Se detuvo por esa interferencia…
—En efecto, se paró a medio ataque, porque se le estaba instando, mediante la utilización de ondas de radio, a detenerse. Cuando ya habíamos publicado nuestros primeros experimentos, recuerdo que, en un vuelo a Los Ángeles, leí una novela de Tom Wolfe que hablaba sobre los experimentos de Delgado, diciendo que habían marcado un punto de inflexión en la historia del estudio del cerebro, porque habían demostrado que el cerebro y la mente eran lo mismo. Mientras leía el libro, me preguntaba si Delgado era un personaje de ficción o si era real, así que cuando aterricé en Los Ángeles lo primero que hice fue buscar su nombre en un buscador; y ahí estaba, con fotografías y todo.
—Una vez más, la realidad supera la ficción. Estas elucubraciones nos sitúan en una especie de teatro de marionetas donde, en lugar de mover las cuerdas de un modo u otro para controlar el movimiento de los actores, ya no hay cuerdas, sino que se utiliza la luz…
—Rayos de luz, sí.
—Aplicáis luz al cerebro para modificar sus reacciones… ¿Eso cómo se hace?
—Hay dos ingredientes. El primero, como dices, es aplicar la luz. Si trabajas con un animal pequeño, como nosotros, que experimentamos con moscas de la fruta, simplemente arrojamos luz sobre todo el animal hasta que suficientes fotones alcanzan las neuronas que nos interesan y las activan. Y el segundo ingrediente es que hay que cambiar la función de dichas neuronas para que contengan una proteína que responda a la luz: lo logramos con ingeniería genética.
—A pesar de mi edad, Gero, me sorprendo una y otra vez. Es fantástico, ¿no?