Eran siete hermanos y todos distintos
Los ratones que no se dejan amedrentar en la prueba del laberinto viven más tiempo que los que desisten a la primera.
¿Cómo fue posible que casi nunca hablaran unos con otros los siete hermanos nacidos en aquel mismo lugar? No fue por el miedo. Sólo el recuerdo de sus voces pervivía en la memoria de Alicia. Aunque podía recordar con precisión los pájaros y el resto de animales (escondidos la mayoría), apenas si recordaba a la familia: los siete hermanos, la madre y el padre. Aquí la memoria era amnésica, apenas compuesta por cubos que iban colocándose en el fondo de la pantalla. Hasta casi los trece años, ése fue el paisaje que les había visto crecer. No había más. Ni Pedro ni João ni Antônio ni Magdalena ni Gustavo ni Laise le habían enseñado nada, o muy poco.
—Vamos a ver, Pedro, no es un reproche, pero no consigo acordarme de nada de lo tuyo; tal vez fuera por la edad. Me llevabas diez años, tú ya tenías catorce cuando yo empezaba a distinguir el tiempo pasado del futuro. Estaba en plena amnesia infantil; como el resto de la humanidad, nunca pude escarbar entre los recuerdos vividos los primeros tres años de mi vida. Tal vez en mi sueño de ahora podría.
Los siete hermanos, incluida Alicia, flotaban en un mar apenas estremecido por olas que se movían desde la derecha a la izquierda, sin soltar espuma más que muy de vez en cuando. Era un mar plácido el de sus sueños. No necesariamente natural, porque a unos dos kilómetros flotaba un cuerpo extraño, de color rojo, en un movimiento eterno alimentado por la fuerza de las olas, pero sin desplazarse nunca. Aquel pilón rojo era el centro del universo en el que, por primera vez, podían codearse, hablarse, hasta quererse los siete hermanos.
—A esa edad —le aclaró Pedro enseguida— yo vivía a caballo entre la hacienda y el pueblo más cercano de Cerro Corá. Lo que empezó siendo una manera de buscar lo esencial que todos necesitabais, acabó transformándose en una especie de vigilancia de que las matas no ocultaran el camino. No me extraña que no me recordaras; yo estaba siempre yendo y viniendo. No hace falta recurrir al misterio del blanco en la pizarra, que es la memoria infantil antes de los cuatro años. Volví a casa la única vez que tenía algo importante que deciros, como la muerte de los dueños cuando chocaron contra el autobús.
—¿Y Laise? —dijo Alicia cambiando de tercio—. La más pequeña de todos, con sus cabellos rizados y su sonrisa… ¡Era tan creativa y soñadora!
—Era la gran excepción —recordó Pedro—, una especie de equivocación en aquel páramo. En cuanto oscurecía, se iba a dormir y era la primera en despertarse. A veces me preguntaba a mí mismo qué la distinguía de una planta.
—Nada, salvo la sonrisa; nunca he visto a nadie que personificara mejor la frontera entre la infancia y la adolescencia, antes de que los mayores le prohibiéramos pensar en voz alta o gestionar sus emociones. —Alicia señaló el final de su reflexión con una expresión todavía más meditabunda de lo que le era habitual.
—Ya tenía doce años cuando vinimos a México.
—Fue la primera en descubrir a los soperos en el colegio; lo contaba sin el menor disimulo ni humillación —terció Gustavo, al que no le pesaba nada incorporarse con sus dieciséis años a la conversación—. Ella nos relataba entre sonrisas, como si fuera una obra de teatro, la convocatoria estrafalaria de todos los alumnos que no eran internos en un comedor distinto y contiguo al principal: les daban un plato de sopa y una cuchara, vinieran de donde vinieran. Algunos traían una tortilla francesa de un huevo como segundo plato; otros, un huevo crudo en el que hacían dos agujeros con una aguja y lo chupaban hasta no dejar ni rastro.
¿Cómo no acordarse de la tragedia inexplicable de la triste muerte de Laise a los dos años de su llegada a México? Antes y durante el traslado desde Brasil a México, el núcleo familiar se había desestructurado, como se dice ahora. El padre se esfumó. El João solitario e indómito desapareció para siempre; nunca jamás nadie supo nada de él. La madre creyó encontrar un segundo refugio familiar en la figura de un soltero mayor y enigmático, vestido siempre con un traje oscuro y corbata de seda de la marca Chiefs:
—Sí, quiero —contestó sin dudarlo en la ceremonia nupcial que la unió a él.
Todo el mundo sabía, salvo ella misma, que ésa fue la única ocasión en la que el candidato a marido pronunciaba una palabra inteligible; había logrado no haber pronunciado jamás una palabra sin haber enmudecido.
La sua mâe querida apareció al poco tiempo con el primer morado propinado en pleno rostro por el asesino disfrazado de marido. En contra de lo que cabía esperar de la naturaleza de Laise, arraigó en su cuerpo el inicio de un proceso demoledor: la soledad. Donde antes se dibujaban sonrisas, ahora arrancaba la raíz de la soledad en el rictus diseñado por su boca, ojos y mirada.
—No puedo soportar que hagan daño a mi madre —decía Laise llorando a los catorce años.
Si alguien tenía alguna duda, la conducta de Laise demostraba con sencillez la conexión que la ciencia estaba aportando entre condición social y emoción individual. La relativa incapacidad de los mamíferos recién nacidos, que no pueden valerse por sí mismos, determina que para sobrevivir la especie tenga que haber generado un vínculo entre ellos y los seres que los han cuidado. Los mismos circuitos neurológicos implicados en la generación del placer y el dolor son los encargados de suscitar sentimientos tan abstractos como el amor filial.
El mundo se le derrumbaba a Laise cuando, sin mediar explicación alguna, su madre acumulaba lágrimas y morados. Esta última perdió para siempre su capacidad de sonreír, mientras que Laise había renunciado a vivir. Ni Alicia ni los que quedaban de aquel amago de grupo incubado en una hacienda lejana olvidaron jamás el cuerpo delicado y sin vida de Laise.
Alicia supo años más tarde —en aquel sueño todo era comprensible y transparente, tanto el pasado como el futuro— que la madre atormentada había conseguido huir del monstruo machista y psicópata con Antônio, uno de los hijos que aún le quedaban. Bastaba escucharle dos minutos para darse cuenta de que Antônio era un escritor nato, aunque apenas conociera el alfabeto. Ya tenía veinte años cuando le sacaron de la hacienda, pero aprendió pronto a coleccionar primero acuarelas y luego óleos para venderlos después en la calle; pintaba a personajes por la espalda que eran perfectamente reconocibles. Nadie sabía, ni él mismo, cómo había aprendido a dibujar; tal vez porque, al contrario de la gente de su edad, sabía que no se podía pintar sin haber aprendido a dibujar previamente.
La ciencia de los sentimientos estaba ahora descubriendo que los pájaros son dueños de un olfato prodigioso, de un sentido magnético que les impide perderse y les permite llegar a donde se hayan propuesto, y que, al igual que los humanos, pueden desplegar una intensa vida emocional.
—Eres como los pájaros —se atrevió a recordarle su hermana Alicia, siete años menor que él.
Se había quedado obnubilada leyendo su esbozo de cuento titulado Las niñas del olmo. Lo había escrito con motivo de su quince cumpleaños; la propia Alicia tenía apenas ocho años entonces, pero se acordaba muy bien de aquel manuscrito manoseado y escondido sin límites de tiempo.
—Empezabas diciendo que en tiempos de Maricastaña había tres niñas a las que encantaba gastar bromas a los demás y que todo el mundo las conocía como «las niñas del olmo».
—Sí —asintió Antônio—. Le hacían creer a una señora de cierta edad que les pedía ayuda que eran perversas y que no pensaban ayudarla. «¡Oooohhh!, niñas bonitas, ¿me podéis dar cobijo mientras me repongo?», les dijo.
—No estabas en la comitiva familiar cuando huimos a México —añadió Alicia dirigiéndose a Antônio y dirigiendo así la conversación hacia donde ella necesitaba.
—No fuimos juntos; nuestros padres nos llevaron a escondidas, cada uno por su lado, y nunca más de dos o tres a un tiempo. Lo siento, pero lo único que me quedó grabado en la memoria son las mariposas monarca a nuestra llegada… ¿Recuerdas sus colores?, ¿aquella manera de volar a tientas, como dudando a cada instante, tan seguras en cambio de la flor sobre la que se iban a posar?
Pero Antônio quería volver sobre su relato.
—Ahora bien, la señora en cuestión era una hechicera que no dudó ni un momento en convertirlas a las tres en árbol. Les dijo a las niñas que cada vez que se acercaran a un olmo se convertirían en uno durante las siguientes veinticuatro horas. Yo sabía que había un pajarito muy pequeño en la hacienda que podía olfatear y descubrir los gusanos de los que vivía a quince centímetros de profundidad en la tierra; lo único que podrían ver ellas convertidas en árbol eran las nubes de gusanos que vivían de sus raíces.
—¿Y qué pasó después? —inquirió Alicia.
—La hermana mayor, a la que le estaba contando la historia la hermana pequeña, ya convertida en árbol, quiso saber si era cierto; así que se fue a un olmo que había en el pueblo y mientras caminaba por la calle Mayor vio un volcán a punto de explotar, pero ya era demasiado tarde, porque se había convertido ella misma en un olmo. A la segunda hermana también le pasó lo mismo, después de ir corriendo para evitar, vanamente, convertirse en el tercer olmo. A la hechicera le dio mucha lástima dejarlas a las tres convertidas en árbol y les quitó la maldición, a cambio de que le contaran su vida.
—Si mal no recuerdo —susurró Alicia—, el segundo capítulo de tu relato se titulaba «El amor sin razón».
—Exactamente, buena memoria, hermana —confirmó Antônio—. Después de que la hechicera comprendiera la dureza de la vida de las tres niñas les dijo: «Tengo un hijo y a lo mejor os cae bien». Las hermanas estuvieron de acuerdo en conocerle. Al día siguiente vino, efectivamente, el hijo, que se llamaba Pablo, y se enamoró enseguida de Alicia, la hermana mayor, que se quedó obnubilada de amor por Pablo. Ambos se fueron a cenar y cuando Alicia volvió a casa las hermanas le dijeron: «No seas su novia, Alicia. No puedes ser su novia».
—Ahora lo recuerdo. El capítulo tres lo titulaste «Lloros y más lloros».
—Alicia estaba confusa y les preguntó a sus hermanas por qué no podía ser la novia de Pablo, y las hermanas le dijeron que porque era malo. Ella no se lo creía, pero sus hermanas nunca le habían mentido; y se fue a su cuarto a llorar y más llorar hasta que, de repente, apareció un ángel. Alicia quedó prendada del ángel pero estaba mucho mas impresionada porque el ángel se parecía mucho a…
—¿A quién?
El «Misterio del ángel» fue el capítulo cuatro. Alicia sabía quién era ese ángel pero no podía recordarlo. Cerró los ojos y, cuando se despertó, el ángel ya no estaba; empezó a buscarlo por toda la habitación hasta darse cuenta de que se trataba de un sueño, aunque seguía queriendo saber quién era ese ángel. Cuando se despertó al día siguiente vio a un demonio, un demonio que era igual que el ángel. Y de pronto recordó quién era: era Pablo…
Por eso el capítulo cinco llevaba el nombre, recordaba Alicia vagamente, de «Quiero una vida normal». Ni corta ni perezosa, decidió cruzar la frontera del norte del país e irse a Hollywood. Cuando sus hermanas se enteraron de la noticia fueron a regañarla pero era demasiado tarde: ya se había subido al avión. Habían corrido como locas hacia el aeropuerto para no dejar sola a Alicia; no les dio tiempo ni a despedirse de ella. Antônio le recordó a Alicia el relato de los últimos cinco capítulos de la novela. La protagonista estaba muy triste porque no le había ido demasiado bien por allí y no podía volver a casa puesto que no tenía dinero para pagar el billete del vuelo. «Tendré que ir andando», se dijo a sí misma. Pero había un problema, no se sabía el camino. Al día siguiente Alicia estaba paseando y vio una tienda muy bonita que quiso visitar; cuando entró, se asustó mucho al topar con una señora muy fea que, sin embargo, le ofreció un árbol que, según ella, era mágico. Alicia cerró los ojos y los abrió, pero cuando los abrió estaba en la cama. Todo había sido un sueño. Les contó a sus hermanas ese sueño; a partir de entonces, ellas se portaron bien y vivieron felices y comieron perdices.
Antônio nunca pudo o nunca quiso terminar el cuento, y nadie supo su final verdadero.
A Gustavo siempre le consideraron el más creativo del grupo en el sentido de que su cerebro era imprevisible. Paradójicamente, la ausencia de enfermedades mentales es la señal más clara de una buena salud física. A lo largo de los últimos cincuenta años, se ha demostrado que una buena salud física es el requisito indispensable para una buena salud mental. Se acabaron los tiempos en los que un buen cuerpo sólo podía conducir al deporte o la moda, mientras que el futuro académico había que buscarlo en un físico maltratado por sentidos cuanto más deficientes mejor. El estudio de los sistemas inmunitarios está poniendo de manifiesto que la tristeza, el mal carácter, las deformaciones provocadas por la malaria o la soledad, lejos de estimular la creatividad, anuncian todo lo contrario. Con una gran salvedad: se está demostrando la existencia de ciertos vínculos entre un alto nivel de creatividad y la esquizofrenia.