Una pasión desgarradora: a vueltas con el mariachi
Hubo un mañana para ellos, desde luego. Asentado en el impulso ancestral de la búsqueda del otro. En las feromonas y el cortejo sexual, en un impulso físico que desconcertaba a Alicia por su intensidad. Recién salida de su matrimonio con Julio, un hombre tranquilo, los arrebatos de Benjamín Alberto la tenían rendida. A pesar de la violencia que empezó a dominar en su relación al poco de iniciarse ésta. A pesar de los abusos y de la dominancia extrema de él.
Pero más allá de todo lo anterior, que generó en Alicia mil rencores y aún más angustias, aquella relación estaba herida al poco tiempo de iniciarse. En primer lugar, por la falta de comunicación, más allá del sexo, que no es poca cosa. Y en segundo, por la intensidad de los celos. Benjamín Alberto no era un hombre de una sola mujer, pero es que además estaba convencido, erróneamente, de que ella lo engañaba. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que tras esa fachada de gran macho se agazapaba todavía un niño inseguro. Sin embargo, en esos momentos, dominada por las pasiones, su intelecto reducido a mínimos, Alicia no era capaz de racionalizar todo lo que le estaba ocurriendo.
María, la guardesa de la hacienda en Valle de Bravo, fue su gran confidente. Ella supo antes que nadie las razones últimas de aquella pasión a punto de truncarse.
—Llevo dos años con Benjamín Alberto. Pero lo que me pasa es horrible. Y estoy enamorada de él con locura… —Así arrancó la confesión de Alicia entre sollozos—. De nada me sirve la razón, de nada me sirve la experiencia… ¿Qué puedo hacer, María?
Su amiga la abrazó y se dispuso a consolarla, a intentar que la palabra y la sensatez prevalecieran sobre los instintos. A pesar de ser una mujer de origen sencillo, María había vivido una vida azarosa, quizá demasiado, que al final la había llevado a la tranquilidad buscada del Valle de Bravo. Allí, en contacto con la naturaleza, con la libertad, vivía entre libros y simplicidad. Una buena opción.
—Alicia, tienes que esforzarte y aprender a distinguir entre lo esencial y lo importante; lo esencial es tu vida y lo importante puede que siga siendo tu amor. Primero eres tú, y el respeto que te debes a ti misma, como mujer y como persona. No puedes seguir permitiendo tanta dominación, tanta violencia. No te lo mereces.
Alicia se agitaba en brazos de María mientras proseguía su desahogo:
—Ya no sé qué hacer después de tantos insultos, palizas…, violaciones y abusos que, al principio, pasaban desapercibidos porque mi cuerpo y mi alma, estremecidos, los confundían con el amor… Pero después, cuando todo ha pasado, sólo quedan los moratones infames, que me obligan a cubrirme como una infiel. En realidad, estoy destrozada, y me siento completamente sola en un universo ajeno, donde no veo ninguna salida…
Alicia se tomó unos segundos para sollozar sin control, dejando luego que su alma desgarrada siguiera expresándose:
—Le ruego a Dios que me ayude. Mi sufrimiento no es más llevadero por estar sola; quiero decir, que no tener hijos hace que mi sufrimiento sea peor aún. ¡Hoy por hoy soy mi única familia! El dolor en mi interior me consume, la infelicidad se ha instalado en mi interior, me siento muy frágil y sin fuerza. ¡A veces tengo ganas de acabar con mi vida!
—Tal vez tú no has querido nunca… No te has querido nunca. Buscabas a alguien que te quisiera para que pudieras amarte a ti misma, porque cuando eras niña jamás te quisieron, o al menos así lo percibiste tú, por lo que me has contado. Y ahí la única responsabilidad es de los adultos que no te colmaron de afecto, los que ni siquiera te ayudaron con la mirada —terminó María su sorprendente reflexión.
—Mi vida no vale nada —repetía Alicia casi como una autómata—. Con la cantidad de gente que ansía vivir, que podría disfrutar con mi vida, y a mí me sobra…
—De acuerdo —admitió María—, hay muchas personas invadidas por una tristeza inexplicable. Se levantan con la cara compungida por un mal sueño, no saben qué hacer consigo mismas, no les quedan ganas de atisbar el futuro, ni que sea lejos de lo que les provoca esa infelicidad… Pero tú no formas parte de este grupo, y además tienes recursos para superar todo esto: eres una mujer bien formada, admirablemente autodidacta, diría yo; hasta conocer a Benjamín Alberto, eras una persona con la cabeza muy bien amueblada, autosuficiente… Tienes que ser fuerte, Alicia, hacer que tu sensatez y tu mente se impongan a las emociones que ese hombre despierta en ti… ¿Y tu amigo, ese al que llamas el Gran Sabio? ¿Por qué no hablas con él?
—Quizá sí. Pero me siento indigna, me doy pena a mí misma, María. Sé que debo reponerme y, cuando lo haga, llamaré a Luis. Él sabrá hacerme entender lo que me pasa, seguro.
Ya más calmada después de su balsámico desahogo, Alicia reflexionó acerca de lo que le ocurría, apoyada por su amiga.
—La soledad no ha tenido la culpa de mi desgracia. Ni de mi tristeza. Ni de mi enfermizo vínculo con Benjamín Alberto. Con el tiempo, he aprendido que la tristeza no es la expresión de que nadie nos quiera, sino el impacto negativo de no quererse uno mismo; en la adolescencia y en la mayoría de edad, la tristeza es el resultado de odiarse a sí mismo sin saberlo, y no la falta de cariño de los demás. Estamos tristes y sin ganas de hablar porque los demás no comprenden lo que nos pasa por dentro, no entienden nada de lo que queremos decir; cuando les contamos algo es para acosarles, intimidarles, asustarles y reprocharles. En definitiva, que no nos entienden, no nos quieren y, en el fondo, nos odian o desprecian. Lo que hemos descubierto es, sencillamente, que el origen de nuestra tristeza no es el odio de los demás, sino el desprecio de uno mismo. No nos queremos nada, nos despreciamos, eso es lo que nos pasa. La gran suerte es que ahora sabemos lo que nos sucede por dentro.
Alicia estaba acertando en el blanco. Es increíble que una reflexión tan obvia no forme parte del patrimonio del conocimiento universal. En la mayoría de los casos, el origen de este mundo atormentado hay que buscarlo en la ausencia de cuidado, de afecto y de amor en los primeros años de la vida. Basta dar un paseo por la calle para ver ejemplos de situaciones radicalmente opuestas: es fascinante ver cómo la cantidad de amor y sonrisas derrochados sobre los pequeños hacen que en ellos arrecie la autoestima necesaria para consolidar en el futuro su curiosidad. La curiosidad suficiente para proseguir en la aventura del amor a los demás.
Arruga los sentimientos y destroza el corazón, en cambio, contemplar los ejemplos interminables de gritos, esperas sin resultado, palizas inmerecidas de niñas y niños violentados, abandonos en muchos casos, sin que los pequeños hayan tenido tiempo ni ganas de cometer un delito. Hoy se sabe que la mala gestión de las emociones durante la infancia es el germen abonado para la droga y el comportamiento desvariado durante la juventud.
Lo curioso es que los sabedores de que esto ocurre así no se manifiesten en la calle reclamando que se aplique una solución. La existencia del problema está comprobada. Durante años se ha investigado con acierto la solución. Se ha experimentado en muestras piloto para que los gobernantes y los educandos pudieran enterarse. Pero todos están, o parece que están, ocupados en asuntos supuestamente más importantes.
Una mayoría desconcertante de los centros de decisión no acaban de creerse uno de los descubrimientos más importantes de la neurología moderna. Hasta ayer mismo, como quien dice, continuaba el debate infructuoso entre los que pensaban que los genes determinaban la conducta del promedio y aquellos que, por el contrario, creían que sólo la experiencia individual contaba. Fundamental fue el hallazgo de que la interacción con el ambiente puede alterar la expresión de los genes, haciendo que ésta se encienda o apague en función de nuestra experiencia individual, algo impensable hasta hace pocos años.
Aquel maltrato soez y desenfrenado había hundido sin remisión la voluntad de Alicia de sobrevivir. Una y otra vez, respondía a la humillación y a los golpes con nuevas muestras de connivencia y perdón. En el aislamiento de su claustro, en el que sólo se medio entendían los dibujos y las palabras, pero en modo alguno las cuerdas, faltaba la música. ¿Sería verdad, como le había intentado explicar Julio en una ocasión, que su agnosticismo musical le vedaba la compañía del resto, sobre todo si eran músicos, el uno bueno, como Julio, malo el otro, como el mariachi?
Hoy caben pocas dudas, debido a experimentos mil veces comprobados: los pájaros en busca de una hembra cantan con más fuerza que los condicionados por otros motivos. Por ello, Darwin pensó que el origen de la música estaba vinculado a la estrategia sexual y que, sobre todo, como apuntó el psiquiatra, escritor y músico Anthony Storr, era una fuente asombrosa de reconciliación y esperanza que nunca falla. Alicia no contaba con esa seguridad, al contrario del resto de los mortales. Y un universo oscuro da miedo, pero silencioso daría pavor. La ciencia descubrió más tarde que, efectivamente, la relación entre sonido y entramado emocional es más intensa que entre visión y despertar emotivo.
Algo más sosegada, a Alicia le dio por recordar una de las pocas conversaciones serenas que antes de su ruptura había tenido con su ex marido, con Julio, acerca de la importancia de la música.
—La comunicación entre nosotros habría podido ser más fácil si la buena música hubiera sobrevivido al desorden clamoroso de la música popular, que me alborota en lugar de hacerme feliz —le había confesado Alicia.
—No seas así, mujer —había replicado Julio—. También hay buena música ligera, aunque a ti no te convenza. Músicos como Offenbach o Sullivan se pusieron de moda ya a finales del siglo XIX y cambiaron los esquemas musicales de mucha gente, hicieron llegar la buena música a todos, lo mismo que hicieron en pleno siglo XX músicos como Gershwin o Irving Berlin. Sólo después venimos nosotros, los músicos salidos de las entrañas del pueblo, con toda la pasión que a ellos les faltaba. Si a ti te disgusta nuestra música no es porque sea mala, sino porque eres incapaz de oír cuerdas o sonidos. La única manera que tienes de comprender el mundo de fuera es si te lo explican con palabras o viéndolo. Y esa, digamos, limitación es algo que debes aceptar —concluyó Julio, resignado frente a la indiferencia de su mujer por todo lo que a él le apasionaba: la música, su música.
La imaginación y la mente de Alicia regresaban instintivamente al mariachi para preguntarse cómo podía éste, siendo tan primario como era a veces, diferenciar tan sutilmente las trayectorias de la música clásica, la buena música ligera y el mamporreo de ahora. Y cómo podía un mariachi tan grosero, bruto y cruel ser su gran amor en esos momentos. A ella le faltaba exactamente lo que a él le sobraba. Y viceversa. Estaba claro que uno podía comportarse como una mula, como un verdadero animal, pero haber preservado el nexo firme y delicado a la vez entre notas y emociones, entre sonido y sensibilidad interior. Benjamín Alberto era un exponente claro de la simultaneidad potencial de un ambiente tosco, fruto de una mala educación y un entorno zafio, con resortes internos que podían sintonizar con la exaltación activada por la combinación exultante del oído y el sistema nervioso.
A Alicia le costaba entender que su comunidad andante de células funcionaba de modo distinto: no había nexo de unión entre las notas y su sensibilidad interior, sólo entre visiones o palabras y emociones. Y de nuevo recordaba ella cómo lo había discutido con Julio, catapultada la conversación por una pregunta de ella.
—¡Es verdad! Ahora que lo pienso, nunca me senté en la hacienda a escuchar música antes de los trece años; no había sonido ni notas en ninguna parte. La media hora que duraba la batería de la vieja televisión que estaba en la cocina fue siempre exclusiva de mi madre, que nunca la compartió con nosotros. Pero, Julio, yo oía el trinar de los pájaros, lo escuchaba todo el rato llevando a galo de campina en el hombro. Y su canto era más florido que el de cualquier composición musical —le desafió ella.
—Claro que sí, pero es otro tipo de música, otra especie. Ha habido ornitólogos que consideraron el cantar de los pájaros como un antecedente de la música, y hoy sabemos que esto no es cierto.
—¿Por qué estás tan seguro? Yo a veces no sé si estoy oyendo a galo de campina o una sinfonía…
—Esos cantos se parecen a la música, pero no son la música tal como yo la entiendo… Mucho me temo, Alicia, que en tu niñez jamás escuchaste música, tal y como la entendemos hoy. No pudiste aprenderla, y sin aprendizaje no hay conocimiento. Tú misma me lo has dicho muchas veces cuando hablas de tus estudios —sentenció Julio.
—¿Quieres decir, entonces, que la música es el lenguaje del despertar emocional, y que si por las razones que fuera yo no entiendo ni oigo la música no puedo tampoco sentir emocionalmente? —Alicia estaba segura de haber por fin encerrado a Julio en su propio razonamiento.
—Lo único que estoy sugiriendo es que podría ser que, en tu caso, tu incapacidad para sentir la música en profundidad te impidiese conectar con ciertos aspectos emocionales relacionados con ella. La conexión se da también entre palabras y visiones por una parte, y emociones por otra, pero con menor intensidad. Ése, pienso, es tu caso. Y, créeme, lo siento mucho.
Ese recuerdo, esa reflexión, la devolvió a su realidad. Las razones biológicas explicaban en parte la actitud de Alicia, pero a ella, por encima de todo, lo que le interesaba ahora era la razón primordial del comportamiento de Benjamín Alberto. Y esa razón no era otra que los celos.