El presentimiento de la despedida
Pasaron los años sobre el cabello blanco y la mirada intensa de Luis. Alicia supo que la creciente intensidad de sus contactos era en realidad el principio de su despedida. Incluso se había enterado de que él mismo había insistido en hablar con el alcalde de Soulacsur-Mer, donde ahora residía, para cerciorarse de que le reservaban una columna de cuatro nichos cuando volviera incinerado del lugar donde lo pillara el último sueño.
Los nichos formaban la tercera columna del lugar más encrespado del cementerio. La puerta estaba abierta y desde los nichos se percibía en su totalidad la estampa del pueblo: la parada del autobús, el puente y el camino que habían trillado los peregrinos de Santiago. Probablemente Jean Martin había iniciado idéntico sendero, pero, de momento, con sus setenta y siete años a cuestas, seguía allí. Ni Luis querría olvidar sus dientes carcomidos por los años ni Jean Martin renunciar a la alegría íntima de encontrarse de nuevo con su amigo de la infancia y del recuerdo de sus dos ovejas y la cabra. Dio la casualidad —¿era en verdad una casualidad?— de que celebraban en la Vilella Baixa el centenario del envelat.
Pero volvamos a la conversación, una de tantas entre Luis y su dilecta Kalmikia.
—Lo que estamos anunciando al resto del mundo es que la vida cambiará radicalmente cuando se den cuenta de que emoción y pensamiento se confunden porque, absolutamente, todas las regiones cerebrales están impregnadas por la emoción sin límite alguno.
—Si eso es verdad —replicó Alicia—, ya nadie podrá negar, sobre todo los jueces, que la emoción altera nuestras percepciones y pensamientos; en realidad, las altera tanto que en los juicios es una broma intentar separarlas.
—Razón de más para acostumbrarnos poco a poco a que nuestra conducta no es el subproducto del libre albedrío, sino de la dirección e intensidad de nuestras redes neurales.
—Déjame recordarte de qué estamos hablando —sugirió Alicia—. Ya hemos trastocado el conocimiento heredado, mezclando procesos cognitivos y emociones. Aceptado que no existe una línea divisoria entre ambos. Es un cuento todo lo que nos habían dicho de que por un lado estaba el pensamiento racional y por el otro el mundo de las emociones. De acuerdo: estamos hablando de un mar con olas movidas por vientos distintos y que se mezclan continuamente.
—Es correcto —confirmó él.
—Como te conozco algo —añadió Alicia con sorna—, ahora me temo que con tu hablar suave vas a derribar otra catedral del conocimiento: vas a tomar todo el saber heredado y me vas a sugerir que no sólo no se anquilosa en el cerebro, sino que puedo cambiarlo y trascenderlo mediante la experiencia individual.
—Sí, así es. Ahora sabemos que la interacción con el medio esculpe nuestra mente y nuestro ADN.
—¿Cómo es posible que una experiencia vital se quede marcada en el ADN? Y siendo así, ¿cuál es su importancia? —inquirió Alicia totalmente atónita.
—Existe un nivel de control de la expresión génica denominado epigenética que influye sobre la disponibilidad que tienen los genes para expresarse en proteínas. No somos exclusivamente lo que está escrito en nuestros genes, y la epigenética explica por qué el hombre y el chimpancé son tan distintos pese a compartir el 99 por ciento de los genes. Por ejemplo, un tipo de modificación epigenética son las metilaciones: un clúster de átomos de carbono e hidrógeno que se añaden a la molécula de citosina del ADN, e impiden la expresión de los genes. El ambiente puede actuar metilando o desmetilando, y estos cambios en la expresión génica pueden ser transmitidos a la descendencia.
»Te voy a explicar el trabajo de Michael Meaney, experto en psiquiatría biológica y neurología de la Universidad McGill, para que lo comprendas. Michael Meaney investiga la relación entre el cuidado materno y la expresión de ciertos genes involucrados en el comportamiento de crías de rata. Su trabajo es de vital importancia para comprender que el cariño que se transfiere de madre a hijo queda grabado a nivel molecular en el ADN de los hijos.
»Meaney y sus colaboradores se dieron cuenta de que algunas madres prestaban mucha atención a sus crías, lamiéndolas, acicalándolas, proporcionándoles calor y cuidados, mientras que otras ignoraban a su progenie. Con el tiempo, las crías que recibieron atención durante la primera semana de su vida crecieron felices y en calma; mientras que, por el contrario, el otro grupo mostró comportamientos agresivos, estrés, e incluso se mostraron más proclives a sufrir enfermedades. Pero hay más: las crías de madres desatentas se comportaron como tales cuando a su vez fueron madres.
»Cuando el equipo de Meaney investigó en el cerebro de las ratas la causa de esta diferencia en el comportamiento, descubrió que las que habían sido atendidas cariñosamente por sus madres presentaban en el hipocampo un número más elevado de receptores de glucocorticoides, péptidos fundamentales para regular el estrés, que las que habían sido tratadas con indiferencia. De este modo Meaney demostró que la relación de apego positivo (lamer, acicalar) eliminaba la metilación del gen del receptor, favoreciendo su expresión, y por ello los animales que habían sido tratados con cariño podían enfrentarse a situaciones de estrés con seguridad y mayor facilidad que el otro grupo. Estas ratas y su descendencia crecieron felices y no desarrollaron agresividad.
»Ahora está claro que la experiencia individual puede repercutir en el ADN de cualquier animal, activándolo o silenciándolo. La gente no es como las ratas, lo que no impide que nuestro ADN pueda ser silenciado por un grupo de metilos. De hecho, Meaney extendió sus investigaciones a los humanos, y en un trabajo publicado en 2009 demostró que el hipocampo de suicidas que habían sufrido episodios graves de maltrato durante su infancia mostraban un número más bajo de receptores de glucocorticoides (mayor metilación en el gen) que el hipocampo de suicidas sin historia de maltrato infantil o personas que murieron por causas naturales. Estos resultados demuestran que, como en el caso de las ratas, las anomalías en el comportamiento de los padres impactan en los hijos, llegando incluso a modificar la expresión de sus genes.
»De manera que, una vez más, la ciencia nos enseña por qué el cariño es fundamental para fortalecer emocionalmente a nuestros hijos, y por lo tanto a nuestra sociedad. Además, por primera vez, quedaba probado el poder de la experiencia individual para alterar la estructura cerebral y genética del grupo. Puede parecer sorprendente, pero los humanos han necesitado más de un millón de años para comprobar que su aprendizaje individual podía con todo, incluso con estructuras cerebrales o genéticas.
—Lo que me estás diciendo es muy importante. —El tono de la voz de Alicia era casi un susurro—. Lo decisivo, lo que cuenta, es la experiencia individual; no el origen.
—Sí, es una situación totalmente distinta de lo que ha sido hasta ahora —confirmó Luis—. Para decirlo en pocas palabras, dado que la interacción con lo que nos rodea es tan decisiva, deberíamos prestarle mucha más atención a las cicatrices que puede dejar el abuso infantil en el ADN; esa expresión anormalmente alterada dificultaría enormemente la capacidad para hacer frente a la adversidad. La incapacidad de lidiar con la adversidad deja a la persona mucho más indefensa o vulnerable al suicidio. Es así de sencillo, aunque a la gente le cueste creerlo.
—Ahora bien: ¡cómo cuesta conseguir que la gente abandone viejos dogmas! ¡Es increíble constatar cómo se aferran a las viejas creencias! —soltó Alicia.