Terapia de urgencia: Ovidio
Ovidio, el cámara norteamericano que Alicia había conocido en Puebla, era un buen técnico audiovisual. No podía colmar en modo alguno el vacío interminable cuya visión se perdía, hoy por hoy, hasta el final de la vida que le quedaba a Alicia por delante, pero servía perfectamente para acompañarla en su primer itinerario lejano y desacostumbrado. Era el amigo ideal: con una inteligencia inferior a la suya, resentido por el éxito de los demás, obcecado con ideologías anticuadas que lo explicaban todo sin dejar resquicio alguno a las emociones. En su caso, todo tenía una explicación que arrancaba de la injusticia social creada por la lucha de clases. Casi todas las preguntas tenían respuesta.
A ella ni se le ocurría, pero él comulgaba, paradójicamente, con un antiamericanismo militante; de todo lo malo que había en el mundo tenían la culpa las multinacionales, el capital o el Gobierno de Estados Unidos. No se resignaba a admitir que hay más preguntas sin respuesta que con respuesta, y que, cuando no la tiene, la gente tiende a buscar soluciones conspirativas tipo la CIA o el destino. Tampoco podía faltar, ni faltaba nunca, cuando se superaban las horas de trabajo, la aseveración peregrina de que cualquier persona necesitaba tiempo privado para ocuparse de su vida propia y particular:
—O un trabajo me deja suficiente tiempo libre para mis cosas, como estudiar triángulos o recordar números de teléfono, o no me interesa —solía decir Ovidio de manera insistente. Y ella le contestaba invariablemente:
—Esto es una señal inconfundible de que no te interesa nada, empezando por lo que estás haciendo. Lo que tú mencionas lo pueden hacer el resto de los animales. Frente a tus cábalas está la expresión de lo que interesa a los demás y a su relación conmigo. No se puede comparar el fruto exaltado de una emoción con un deseo de ordenar las piezas de un mecano de modo distinto —le sugirió a su compañero.
Alicia estaba apuntando sin saberlo que la inteligencia social, que el grupo social, es lo que nos distingue del resto de los animales, porque permite experimentar situaciones fantásticas; la inteligencia que emana de la interacción social no la pueden repetir el resto de los animales. ¿Cuál es la diferencia con ellos, si no?
Recordaba perfectamente lo que Luis le había desmenuzado en el curso de su primer encuentro nocturno en el autobús: a pesar de la pobreza y desprotección de sus años mozos, el siglo XX se había propuesto y logrado redistribuir la riqueza —¿cómo habrían podido sobrevivir sus padres de otro modo hasta los sesenta?—, y el siglo que le había tocado a ella vivir ahora sería el de la redistribución del trabajo. La realidad que se avecinaba no reflejaría para nada el dilema al que se enfrentaba Ovidio de trabajo o descanso, sino de placer en el trabajo, aprendizaje después, saltos a otros universos luego, vuelta al trabajo, y al final, muy al final, jubilación y retiro.
Pero para ella sólo contaba lo que le pasaba a uno por dentro, tuviera o no tiempo para medirlo. En la canción Tres veces te engañé, lo que más le intrigaba era el rugir de satisfacción del público, en su mayor parte femenino, al repetir el estribillo: