La soledad hunde sus raíces en el pasado
Toda la pasión, el pensamiento y la acción de Alicia seguían siendo el resultado del impulso para evadir el aislamiento causado por la disolución del clan familiar. Detrás de todo lo que hacía, pensaba o decía estaba el temor a la soledad, a la soledad no deseada. A pesar de la diversidad de culturas, religión, sexo, idiomas o edad resulta que los humanos lucen similitudes sorprendentes, como la necesidad de amor, y para recabarlo muchos rechazan de modo tajante la soledad. Los solitarios duermen menos, y por lo tanto su salud se resiente; no es de extrañar que el número de pacientes solitarios en las salas de espera de los hospitales superen en un 60 por ciento a los que no lo son.
Desde la disolución del clan familiar, Alicia había tenido varias noches idéntica pesadilla, cuyos orígenes había que buscar en el relato de Guillermo, el único español que había aparecido en Cerro Corá, su pueblo de la infancia, en el estado de Rio Grande do Norte. El sueño transcurría en Escaladei, un villorrio de Tarragona cuya población estaba dividida en dos grupos mortalmente enfrentados, diez años después de terminada la guerra civil en aquellos parajes, pero no en el corazón de la gente.
Guillermo era un maquis, un ex soldado antifranquista que había sobrevivido refugiado en las montañas hasta que lo descubrieron y apresaron los guardias. Lo mantenían preso en el calabozo del sótano del ayuntamiento, desde donde cada atardecer escuchaba compungido los gritos de la mitad del pueblo, la que seguía identificándose con los que ganaron la guerra civil:
—¡Que lo maten! ¡Que lo maten! ¡Que lo maten! —coreaban todos al unísono en la plaza.
El rostro del prisionero reflejaba el miedo atávico a la muerte reclamada por los demás, y sus ojos se teñían de sangre. Ésa era la señal para que Alicia se despertara vociferando de aquella pesadilla insoportable. Paradójicamente, lo que afloraba en su alma no era el color rojo y repugnante de los ojos, sino el recuerdo relatado por el propio prisionero de cuando le condujeron al calabozo en el pequeño coche de cuatro plazas de la marca Standard. Podía oír todos y cada uno de sus gritos sucesivos de dolor cada vez que uno de los dos secuestradores, que le vigilaban en el asiento trasero, le clavaba la bayoneta del fusil oxidado en el costado. El pinchazo era lo bastante intenso como para conseguir que sangrara la piel, pero no tan desbocado que abriera mortalmente el pulmón. Era, sencillamente, un anuncio de lo que vendría unos días después. La pesadilla de Alicia terminaba con el ruido fúnebre de la caída del cuerpo acuchillado en el cemento de la plaza, en la que los adversarios esperaban con fruición su cadáver. Al griterío le sucedía el silencio más absoluto.
Una diferenciación explicitada por muchos científicos es la que se da entre la soledad —que casi siempre genera aversión y suele ir unida a la tristeza y desesperanza— y el aislamiento momentáneo, que puede ser incluso querido y buscado. Alicia no consideró jamás la idea del suicidio, tan vinculada a la depresión, y nunca se le ocurrió, para romper el aislamiento morboso, probar los nuevos antidepresivos que estaban desarrollando las farmacéuticas para los neurotransmisores, como la serotonina, la norepinefrina y la dopamina. Tampoco había oído hablar siquiera del glutamato o de las hormonas del estrés. La inmunidad contra la enfermedad que padecía una de cada diez personas en la Tierra se la dio la tristeza.
Con los años descubrió que el sueño prolongado por la mañana tras el aprendizaje nocturno de lo que le iba a deparar el día, y el remanente de tristeza que se depositaba, casi dulcemente, en su alma, le habían conferido lo que a los demás les faltaba: se sentía algo más avispada que los demás para penetrar en la urdimbre del día a día. La tristeza como algo congénito, pero hasta cierto punto y no más, había concedido a los de su estirpe la leve superioridad necesaria para sobrevivir.