Las fiestas sorpresa
Emitido el 14 de abril de 2005
Ayer se cumplió el primer año del gobierno ZP. Si tu-viéramos que resumirlo en un titular, estaría en la sección de sucesos y diría más o menos así: «Un soldado vuelve de Iraq y se encuentra con que su novia se ha casado con su mejor amigo y se han comprado un piso de treinta metros cuadrados». ¿Están de acuerdo? Y el tío diría: «Pero ¿qué ha pasaoo?». «¡¡¡Los socialistaaaaas!!!». Éste ha sido un año en el que se han conseguido muchas cosas. Como… Sí, hombre… la… el… Por ejemplo, a la Selección Española no la han eliminado en cuartos de final. Pues eso. Sí, no ha habido ningún mundial, pero ése es un detalle sin importancia.
Para celebrar este primer aniversario, supongo que le hicieron una fiesta de cumpleaños sorpresa a Zapatero: «Ayúdame a soplar, Bono». «Egh que… egh que no puedo». Y seguro que se quedaron cortos de pastel. Como le encargaron a la ministra de la Vivienda que lo comprara, lo trajo mini. Compró un Phoskitos para todos: «Un Phoskitos de Protección Oficial». Es que las sorpresas las carga el diablo. Y si no, que se lo digan a Ricky Martin, que desde que salió del armario no ha vuelto a desayunar tostadas con mermelada.
Confieso que a mí no me gustan las fiestas sorpresa. La última, por ejemplo. Era mi cumpleaños y los 140 miembros del equipo… Bueno, quien dice miembros del equipo, dice amigos… Pues me regalaron un futbolín. El único problema es que a mí nunca me ha gustado este juego. Ahora se pasan el día jugando ellos. Y yo contento, ¿eh? Esto es lo que yo llamo los regalos «pospamí»: «¡Felicidades! Toma, una caña de pescar». «Pero si no pesco». «Pos pa’ mí». También está el «pospamí» indirecto que es aquel regalo que te hace un amigo, diciéndote: «Te regalo este libro que es buenísimo, buenísimo. En cuanto lo termines, me lo dejas, ¿vale?». Y tú, en ese momento, te ves obligado a decir: «Pos pa’ ti tómalo ya y quédatelo».
Organizar una fiesta sorpresa no es fácil. Siempre hay quien la caga: «¿Vamos a jugar a tenis?». «No, no puedo. Tengo que preparar tu fiesta sorpresa». Y luego, claro, aunque lo sepas, intentas disimular. Entras en tu casa: «Ooohhh, no es verdad que en esta apartada orilla no me esperaba esta sorpresilla».
Lo peor de las fiestas sorpresa es que no puedes elegir a los invitados. Normalmente, el organizador te coge la agenda y el muy gilipollas (de buena fe, pero gilipollas) empieza a llamar a gente que no estás deseando ver. Me acuerdo que una vez invitaron a uno que no veía desde parvulitos, a dos exnovias mías, a mi fontanero de urgencias, a Jessica (que también me soluciona las urgencias…), al albañil que me hizo el lavabo, al policía del barrio, a un bombero… Si llega a entrar un indio con plumas, aquello parece los Village People.
En cambio, los que montan la fiesta se lo pasan de miedo. Ese momento con veinte tíos escondidos detrás del sofá, con las luces apagadas, esperando ansiosos que llegue el homenajeado. Que no siempre llega puntual. Pasa una hora y el tío que no llega. Y claro, veinte personas apretadas… Te entra la risa floja… Te vas animando… Total, que cuando el tío enciende la luz, en vez de gritarle «¡Sorpresa!», todos gritamos «¡Organización, organización!».
Las fiestas sorpresa también me crean inseguridad. Pienso: si te ha entrado un montón de gente en casa sin enterarte, ¿quién te dice que un día no te vas a encontrar montado un botellón en medio del comedor? «No, es que hemos visto luz y… ¿tienes papel?».
Desde aquí felicitamos al gobierno socialista. Pero que empiecen a espabilar, porque tres años pasan en seguida y quizá las próximas elecciones les cojan por sorpresa.
Y a mí, si quieren darme una sorpresa, por favor, avísenme antes.