Introducción (en el buen sentido)
¿Se han fijado en la portada? Pues sí. Se trata de un servidor. Decidí que ya era hora de aparecer dibujado, dado que cada vez salgo peor en las fotos. (Hay tantas fotos mías por ahí que podrían ordenarse por días y apreciar el paso del tiempo. Más que «paso» es un atropello porque cuando te das cuenta ya tienes cuarenta años y no sabes cómo ha sido. Quizá sí lo sepas, pero haces como que no y que vas de joven y esas cosas).
«Es que la fotografía saca lo que hay —gritaba el retratista mientras le precipitaba escalera abajo—. Y devuélveme la cámara», añadía el muy posesivo. Le respondí entonando a grito pelado Devuélveme la vida de Antonio Orozco, vestido con mi pijama de «South Park». «Estás loco, Andreu. Todos los humoristas estáis locos». Fue lo único razonable que dijo durante toda la tarde. Sí, los humoristas estamos locos; y a mucha honra, oiga. Nos creemos que con nuestras puyas, quejas, parodias y cuchufletas podemos cambiar el mundo. No es cierto, pero nos gusta creérnoslo. Y además nos pagan. ¿Dónde está el problema?
La realidad supera la ficción, pero no me negarán que la ficción es más divertida y manipulable. Por eso acepté la propuesta de los diseñadores para aparecer como un superhéroe. Pedí que omitieran los michelines y las entradas. No querían, pero les recordé quién pagaba y aceptaron encantados. Qué gente más maja. La verdad es que, pensándolo bien, los presentadores de programas nocturnos tenemos algo de superhéroes. A ver si me explico. Los dos colectivos aparecemos cuando se va el sol. Vestimos trajes oscuros y la gente (espectadores) cree que podemos con todo gracias a nuestras super-armas. En mi caso, serían los chistes, y más que un poder es una necesidad vital. Así como otros «compañeros» lanzan sus telarañas desde la muñeca (nunca lo entendí), a mí me toca sacar mi artillería del cachondeo para combatir tanta seriedad, tanta impostación y tanta tontería que anda suelta por el mundo. Así que durante unos minutos voy a creerme que soy un superhéroe.
Naturalmente, eso es sólo un paralelismo o una ilusión óptica porque ya habrán deducido que soy una persona normal y corriente. Me cabreo, me pica la espalda, no entiendo a David Lynch, me río con Zaplana, como demasiado, duermo mal y siempre pienso en un año sabático que nunca me tomaré. Como todo el mundo, vamos. Reconozco, eso sí, que a veces me siento un privilegiado. Tengo un programa donde digo lo que me da la gana, trabajo con amigos que además saben de televisión y de humor y, por si fuera poco, el último salto mortal hacia delante nos ha salido razonablemente bien. Después de diez años trabajando sólo para el público catalán, nos hemos tirado a la piscina de esta España asimétrica que sigue buscándose a sí misma, pero que no ha perdido ni un ápice de su sentido del humor. Y ahí seguimos de momento. Todo gracias a gente como usted (que hojea el libro pensando: «¿Me lo compro o no?»). Gente buena y optimista que se ríe cuando me ve por la calle. Que me manda correos cariñosos y sinceros donde agradecen que pintemos una sonrisa después de un día duro o rutinario.
Es una tradición del equipo la publicación del libro de monólogos. Son tantas las líneas escritas que se evaporan por la tele que decidimos dejarlas por escrito para que dentro de algunos siglos comprueben lo gilipollas que éramos. No creo que ellos sean mejores, porque es bien sabido que el ser humano involuciona. No aprende de sus errores ni a patadas. Espero que este libro sirva para apreciar, otra vez, una parte del trabajo del programa y que responda, por fin, a la típica pregunta: «¿Pero eso que dices te viene así a la cabeza?». Pues mire, no. Me vienen cosas (no todas confesables), pero no soy ningún genio. Cada monólogo es un delicado y minucioso proceso de artesanía humorística que culmina ante la cámara. No negaré que tengo por costumbre irme de la bola (lo hemos registrado en este libro) y que, de lo escrito a lo dicho, a veces hay un pequeño mundo. Se llama improvisación y debo confesarles que es adictiva. Hasta la noche.
ANDREU BUENAFUENTE