Errores y cobardía
En cualquier caso, sería mezquino no reconocer que estos años de unión monetaria han traído aparejados muchos beneficios. Posiblemente el más notorio es que el BCE ha conseguido mantener la inflación por debajo del 2 por ciento, el mejor resultado de todos los bancos centrales durante los últimos cincuenta años, incluido el Bundesbank.
Existen motivos sobrados para sacar pecho, qué duda cabe, pero también hay datos que deben mover a la reflexión y a reformar algunas taras del sistema que, hasta el momento, no habían sido percibidas como tales. A fin de cuentas la crisis europea se desató por la incapacidad de la UE para solucionar las dificultades de Atenas (que representa, no lo olvidemos, tan solo el 2 por ciento del PIB comunitario), cuando el nuevo gobierno heleno descubrió en octubre de 2009, tras ganar las elecciones, que el déficit real de ese año era del 12,7 por ciento del PIB, el triple de lo declarado por el anterior gobierno conservador. Los intereses de su deuda se dispararon. Durante meses la UE fue incapaz de encontrar una solución. Como consecuencia, el mal griego se fue contagiando a otros países como Portugal e Irlanda, que tuvieron que afrontar costes de financiación de sus deudas crecientes. Durante la primera década del euro prácticamente toda Europa pagaba lo mismo por su deuda: a partir de la crisis griega resurgieron las primas de riesgo, que reflejan el sobrecoste que pagan los países menos fiables para financiar su deuda con respecto a Alemania.
La cuestión es que el problema de un pequeño país se convirtió a partir de febrero de 2010 en algo capaz de arrastrar a la catástrofe a la Eurozona y, con ella, al resto del planeta: «Las dificultades de la Eurozona son la mayor sombra sobre la economía global. Y no tienen respuesta fácil. Una mayor integración política no es sencilla. La salida de los países más débiles es políticamente inaceptable. La única solución realista es una interpretación expansiva del mandato del BCE», aporta Kenneth Rogoff, execonomista jefe del FMI, como posible solución.
Si la Unión Europea no puede hacerse cargo de sus socios más débiles, difícilmente podrá recuperar el crédito mundial. En contrapartida, si se consigue capear este temporal, el prestigio y la solidez de la Unión estarán en cotas inéditas. En principio no existen demasiados argumentos para el optimismo. En los dos últimos años el rosario de equivocaciones es interminable, empezando por la negativa de los líderes europeos a que Grecia negociase una ayuda con el FMI, algo que no debería suponer un baldón excesivo para una economía europea, en especial si recordamos que, en su día, el Reino Unido tuvo que hacer uso de este recurso. Mientras la situación se iba pudriendo, el coste de la prima de riesgo griega se iba a cifras impensables.
El deterioro de la situación no tardó en despertar la alarma en Estados Unidos y China. La UE y el FMI acordaron conceder una línea de crédito a Grecia, cara y a muy corto plazo. A ese remiendo para Grecia se le han superpuesto varias chapuzas cuya eficacia es más que cuestionada por los expertos.
El fondo de rescate para los países con dificultades, dotado con 440.000 millones, ha sido otro fracaso. Primero se comprobó que su capacidad real era inferior a la estimada, en parte debido a la dificultad para captar recursos en los mercados. El remate fue la situación de peligro de Italia y España que, en caso de pasar a mayores, haría insuficiente el fondo.
Así que lo único que restaba por hacer era que el BCE comprase a toda prisa deuda de los países en dificultades. Pero ni siquiera en eso se ha actuado con firmeza. Se ha comprado relativamente poco, casi a nivel testimonial. Trichet y Draghi se han parapetado tras el tratado que prohíbe a la UE financiar deudas de los estados. Una vez más es difícil saber si la actuación timorata de la Unión se debe a la falta de voluntad, cobardía, burocracia o las limitaciones de un tratado que pide una reforma a gritos.
Los Estados, y con ellos los ciudadanos, estamos pagando los platos rotos de una crisis que, no lo olvidemos, se genera en el sector privado, desde el escándalo de las hipotecas subprime hasta la burbuja inmobiliaria española, pasando por la entronización de la economía especulativa. Si queremos que esto funcione, habrá que tomar nuevas medidas, crear nuevas instituciones reguladoras con mayor autoridad y alejarnos de los vicios del pasado. Pero eso será en el futuro. La idea de pretender que los bancos actualmente asuman la parte de la responsabilidad que les corresponde es absolutamente inviable, porque el tamaño de los agujeros contables en la banca es un enigma que, en el fondo, nadie quiere descubrir.
Así pues no habrá grandes festejos para celebrar el aniversario del euro: el único gesto será la acuñación de noventa millones de monedas conmemorativas de dos euros. No están los tiempos para celebraciones.