Capítulo 6
EL CONSENSO DE WASHINGTON
Tras todo lo que está ocurriendo en la actualidad se encuentra el fracaso de un concepto que ha marcado la vida económica de las últimas dos décadas: el Consenso de Washington. Se trata de una serie de políticas económicas concebidas durante la década de 1990 por el FMI, el Banco Mundial y otras instituciones económicas con sede en la capital norteamericana (de ahí su nombre). Esta doctrina fue aceptada como la más idónea para que los países en desarrollo pudieran impulsar su crecimiento. A lo largo de la década estos fundamentos económicos e ideológicos adquirieron la forma y la fuerza de una verdadera doctrina, convirtiéndose en un programa general.
Todo surgió de la resaca de entusiasmo capitalista subsiguiente a la caída del Muro de Berlín. Lo cierto es que desde hacía años el socialismo real como sistema económico iba siendo progresivamente cuestionado o abandonado en muchas partes del mundo, pero aquel acontecimiento histórico, que fue percibido como la victoria definitiva del modelo capitalista, resultó determinante para que en ciertos círculos económicos se intentara formular un listado de medidas de política económica que constituyera un paradigma único para la triunfadora economía capitalista, dotando al capitalismo liberal, que como su nombre indica se había desarrollado de una forma libre, espontánea y autorregulada, de algo parecido a un corpus doctrinal. La utilidad de una doctrina establecida consistía sobre todo en servir de orientación y guía a los gobiernos de países en desarrollo y a los organismos internacionales (sobre todo a nuestros amigos del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial) para que pudieran valorar los avances en materia de ortodoxia económica. Era el temario de examen al que los organismos someterían a los países solicitantes de ayuda. En definitiva, una forma de unificar criterios y que nadie se pudiera llamar a engaño en cuanto a la pertinencia o la ortodoxia de las medidas que se les solicitaban.
El Consenso de Washington no fue algo espontáneo, sino que tuvo un padre reconocido. Fue formulado originalmente por John Williamson en un documento de Word en noviembre de 1989 («What Washington Means by Policy Reform», que puede traducirse como «Lo que Washington quiere decir con política de reformas» o «Lo que en Washington se entiende como política de reformas»). Fue elaborado también en un documento de Excel para una conferencia organizada por el Institute for International Economics, al que pertenece John Williamson.10
Hasta entonces se aplicaba para el desarrollo de las naciones un modelo que estuvo vigente aproximadamente entre los años 1933 y 1980, conocido como «industrialización mediante la sustitución de importaciones». Su agotamiento, puesto de manifiesto por el fracaso de la experiencia comunista, sirvió como punto de partida para establecer las bases destinadas a emprender una serie de reformas estructurales que se consideraban necesarias y que permitirían cambiar el rumbo económico de los países en desarrollo, en especial en América Latina. Al tiempo que se delineaba este giro económico, algo histórico sucedió en la región entre 1982 y 1990: una quincena de países logró realizar la transición política desde la dictadura a la democracia adoptando todos el sistema de economía de mercado como modelo.
Es pues este el contexto histórico en el que se unen dos factores clave para la elaboración y difusión del programa: la necesidad y la oportunidad. Así las cosas, el propio Williamson cuenta que en su histórico borrador incluyó «una lista de diez políticas que personalmente pensaba eran más o menos aceptadas por todo el mundo en Washington». Originalmente ese paquete de medidas económicas estaba pensado para su aplicación tan solo en los países de América Latina, pero con los años alguien cayó en la cuenta de que las condiciones de este continente tampoco eran tan especiales y que, en el fondo, las mismas medidas podían servir de plantilla para todo el planeta, por lo que se convirtió en un programa general. Las medidas propuestas por Williamson eran:
- Disciplina fiscal.
- Reordenamiento de las prioridades del gasto público.
- Reforma impositiva.
- Liberalización de los tipos de interés.
- Un tipo de cambio competitivo.
- Liberalización del comercio internacional.
- Liberalización de la entrada de inversiones extranjeras directas.
- Privatización.
- Desregulación.
- Protección de la propiedad privada.
Le suena, ¿verdad? Por supuesto: son las mismas medidas que se proponen en la actualidad para combatir la crisis y, además, son los mismos conceptos que nos han llevado a esta situación.
El papel de las recetas del Consenso, y muy especialmente la desregulación, en el tsunami económico de 2008 es un hecho admitido por todos, salvo quizá por los más contumaces defensores del neoliberalismo, que en los últimos tiempos oscilan entre la decepción y el desconcierto sin saber demasiado bien qué carta quedarse. Así que la imparable hemorragia financiera que a día de hoy está secando las menguadas energías de las bolsas mundiales pese a las contundentes y costosas inyecciones de liquidez que se practican desde gobiernos e instituciones se ha cobrado como una de sus víctimas más notables al propio Consenso de Washington. La tangana que en su momento escenificaron desde sus tribunas de opinión el mismísimo John Williamson y Dani Rodrik (al que el creador del sistema llama su «hijo ilegítimo», al menos a nivel de teoría económica) supuso para los atónitos espectadores que siguieron la disputa desde las páginas salmón de los diarios la prueba más palpable del resquebrajamiento de este decálogo.
Ahora el Consenso de Washington es cualquier cosa menos consensuado. Quien más y quien menos dentro del complejo político-económico-intelectual que tiene sede en Washington (organismos financieros internacionales, el Congreso de los Estados Unidos, la Reserva Federal, los altos cargos de la administración, y los think-tanks económicos) ha reculado de su anterior apoyo incondicional a la doctrina. Hay que recordar en su honor que el propio Williamson subrayó que debería aplicarse con criterio, pero la gente tiende a simplificar, en especial cuando les ponen en la mano una presunta varita mágica. Así que la lista pronto se convirtió en lo que más o menos pensaban los economistas que era necesario para el progreso de todos los países en vías de desarrollo. La primera llamada de atención sobre la falta de validez del método fue que, en contra de lo previsto, los ciclos de auge y recesión no terminaron.