El consenso de los ricos

Al no estar vinculada con la ONU, la OMC no está sujeta a la Declaración Universal de Derechos Humanos, ni al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, ni a la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados. Eso sí, la OMC está compuesta casi en exclusiva por países que sí son miembros de la ONU y que, como tales, están sometidos a estos documentos. Sin embargo, en ninguno de los acuerdos de la OMC figuran las palabras «derechos humanos». En dos ocasiones la Subcomisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas ha reaccionado oficialmente ante el director de la OMC para recordarle la primacía de los derechos humanos sobre las políticas y programas económicos. De momento estas iniciativas no han tenido ningún efecto.

Por otro lado, la responsabilidad ante estas decisiones y criterios se diluye en un laberinto de instituciones, órganos y normativas. Antes, cuando los damnificados por una política pública dirigían sus protestas al gobierno de su país, en esa instancia se encontraban los auténticos responsables. Ahora, sin embargo, con mucha frecuencia, cuando dirigen sus críticas al gobierno local se encuentran con que este redirige la responsabilidad a una instancia internacional más global: la Organización Mundial del Comercio, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Unión Europea… Muy raramente las protestas se globalizan. El mundo es uno, y en muchos de los laberintos en que nos encontramos solo es posible hallar la salida si es una salida global.

A pesar de todo, la OMC puede parecer a primera vista más democrática que el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional. Las decisiones se toman en el marco de lo que la organización denomina «democracia integral», esto es, de común acuerdo y por consenso de todos los miembros. En el hipotético caso de que haya que recurrir a una votación, se aplica el principio de «un país, un voto», en lugar del principio que suele imperar en el FMI de «un dólar, un voto». En la práctica, la situación está bastante lejos de cualquier planteamiento de democracia, integral o no. Hay que reconocer que efectivamente se practica la toma de decisiones por consenso, pero no un consenso de todos y cada uno de los miembros. En el plano real basta con que se llegue al común acuerdo de los países que forman el denominado «Cuadrilátero», es decir, los cuatro miembros más poderosos de la organización: Canadá, Japón, la Unión Europea y los Estados Unidos.

A continuación viene una revelación ciertamente sorprendente. Aunque los estatutos de la organización teóricamente lo permiten, nunca, ni una sola vez, se ha registrado una votación en el seno de la organización. Nunca ha hecho falta, ya que siempre se acaba llegando a un «consenso». Lo que aparentemente es un gran logro, si lo miramos de cerca, nos damos cuenta de que se trata de un ejercicio de la hipocresía más descarada. El tan cacareado consenso consiste en hacer la voluntad de las naciones industrializadas y las multinacionales, que controlan el 82 por ciento del comercio mundial. Ocupan una posición dominante sin contrapeso en la OMC y, cuando hay una reunión en Ginebra, su palabra es ley y el resto de los representantes no tienen más remedio que plegarse al «consenso». Si algún Estado de la periferia tuviera la osadía de oponerse, las presiones a las que se ve sometido son tan enormes que no tiene más remedio que doblegarse.

Por otro lado, muchos de los estados miembros ignoran lo que se cuece en una organización que no es ni mucho menos un dechado de transparencia. Resulta prácticamente imposible permanecer al corriente de todo, incluso para países que definiríamos como medianos, a no ser que se empleen una serie de recursos considerables para mantener una plantilla de expertos y una representación permanente en Ginebra. Como decía un embajador, «la OMC es como un cine multisalas. Uno tiene que saber qué película desea realmente ver porque no podrá verlas todas».

Michael Moore, refiriéndose al fracaso de la reunión ministerial de Seattle en diciembre de 1999, dijo algo muy revelador a este respecto: «La agenda era demasiado ambiciosa y los objetivos de cada país eran muy dispares. Eso exige muchas concesiones de una parte y de la otra… A esto hay que agregar que los países que no tienen misión permanente en Ginebra no pueden comprender las encrucijadas de Seattle».

Según los estatutos, el sur debe beneficiarse de un «trato especial y diferenciado» y disfrutar de derogaciones y moratorias para la aplicación de los diferentes acuerdos de manera que puedan adaptar sus economías para que el impacto de la aplicación de las medidas sea el menor posible para la población. En realidad esto no ocurre casi nunca y las medidas caen como un mazazo sobre las industrias locales. Aunque siempre se puede llegar a acuerdos particulares. De esta forma el chantaje que ejercen permanentemente los ricos contra los pobres asegura la «unanimidad» y el consenso.

Las represalias pueden ser devastadoras para un país pequeño. Pongamos como ejemplo un caso célebre en el que el afectado no es ningún país de segunda fila, sino la mismísima Unión Europea. Como ya indicamos, la UE fue condenada en apelación por su rechazo a importar carne de ternera alimentada con hormonas de Estados Unidos y Canadá, al considerar que no se habían aportado pruebas científicas que justificasen este veto. Sin embargo, la UE, poniendo en primer plano la salud de sus ciudadanos, no acató la sentencia. La organización fijó entonces que el perjuicio anual sufrido por Estados Unidos y Canadá se elevaba a 116 y 13 millones de dólares respectivamente. De este modo se autorizó a ambos países a poner aranceles del cien por cien en los productos europeos del sector que libremente eligieran (en este caso, la alimentación). Estados Unidos escogió respecto a Francia el queso roquefort, la mostaza de Dijon y el foie-gras, además de otros productos exportados por distintos países europeos como las trufas blancas de Italia o los jamones daneses. Tan solo el Reino Unido escapó a las represalias.

La troika y los 40 ladrones
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