La camisa en los calzoncillos

Afortunadamente las medidas de la OMC, que no olvidemos que en el fondo son las imposiciones arbitrarias de un organismo no electo, deben ser aprobadas por los parlamentos locales y los políticos pueden sufrir, al menos en los países democráticos, un fuerte castigo por parte de los electores si las medidas aplicadas son excesivamente impopulares. La OMC, que piensa en todo, ha ideado argumentos para que los políticos locales maquillen las medidas de manera que puedan resultar aceptables al menos para las capas de la población no afectadas directamente. «Todos somos consumidores», por lo que nos beneficiaríamos de las ventajas del libre comercio a través de mayores ingresos personales, más variedad de productos, reducción de los precios y muchas otras cosas. Es un planteamiento bonito y populista, pero que no termina de aclarar de dónde salen los ingresos para comprar todos esos maravillosos productos en un país cuya columna vertebral industrial ha quedado fracturada y a merced de la dictadura de las multinacionales.

Por si aún no había quedado suficientemente claro, hay que añadir que la OMC no practica la neutralidad de una mera organización burocrática, sino que defiende con fuerza una determinada posición ideológica basada en el libre comercio.

El sentido común nos indica que el libre comercio, lejos de ser una panacea, puede traer incontables complicaciones a muchos países, en especial a los de economías frágiles e industrias nacientes. En este tipo de Estados mantener las barreras aduaneras no es fruto del capricho, la codicia o la ideología, sino una necesidad para proteger su economía. Sin embargo, a día de hoy, por muy perentoria que sea esa necesidad, ningún país tiene la posibilidad real de oponerse a las políticas de la OMC, Estados Unidos, Canadá, Japón y la Unión Europea controlan el 80 por ciento del comercio mundial. En contrapartida, la parte del comercio correspondiente a los cuarenta y nueve países más pobres del mundo es un ridículo 0,5 por ciento del total según los estudios de la Conferencia de la ONU sobre el Comercio y el Desarrollo, CNUCED.

Resistirse a las políticas de la OMC equivale, de facto, a un embargo comercial. Podemos vislumbrar este sesgo ideológico en la elección de Michael Moore como director general de la OMC entre 1999 y 2002. En su libro Una breve historia del futuro, Moore afirmaba que «el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional se ganaron durante la Guerra Fría la reputación de ser “antipobres” y “antipaíses en desarrollo”. [Pero] ya nadie cree eso, salvo unos pocos locos inadaptados en los arrabales de las más oscuras universidades, la gente que se mete la camisa dentro de los calzoncillos, restos de grupos de presión y unos pocos individuos, carne de geriátrico, que afirman que el marxismo, como el cristianismo, no ha sido probado aún». Ante semejante diatriba no es de extrañar que Moore fuera participante activo en los debates internacionales sobre la liberalización del comercio. El 1 de septiembre de 1999 Moore se convirtió en director general de la OMC, justo a tiempo para que le estallara en la cara la protesta de Seattle, una buena muestra de lo que puede hacer la gente a pesar de tener la camisa metida dentro de los calzoncillos.

La pregunta a la que la organización parece no haber respondido satisfactoriamente aún es: ¿por qué los países en desarrollo, en efecto, comercian actualmente más que nunca (un gran éxito para la OMC), pero cada vez ganan menos? El volumen del comercio en los países en desarrollo ha crecido a una velocidad fulgurante, muchas veces muy a su pesar. El comercio se ha liberalizado, pero a la larga los tratos acaban beneficiando siempre a los mismos. Bueno, no siempre, pero casi siempre… En algunas ocasiones se ha logrado que ciertos acuerdos puedan cuajar en países africanos que necesitaban defenderse del monopolio de los cultivos transgénicos, que no permite al campesinado una práctica tan natural y antigua como guardar semillas de su cosecha para sembrar al año siguiente o defenderse del monopolio farmacéutico, que pone trabas de todo tipo para producir medicinas imprescindibles destinadas a combatir enfermedades que causan miles de muertos en esas zonas, incluso cuando esas medicinas se derivan de productos que son parte de su cultura. Un caso emblemático es la triterapia contra el sida, monopolio de grandes compañías que fijan precios imposibles de pagar para los enfermos de los países pobres.

Ha habido algunos tímidos éxitos en ese terreno, pero generalmente estas iniciativas han fracasado. Una de esas victorias pírricas fue el acuerdo sobre medicinas en el Consejo General de la Organización Mundial del Comercio de 2003, que fue presentado por la OMC como una victoria para los países más pobres. Una victoria habría sido que con ese acuerdo la población tuviera un acceso más fácil a medicinas, cuando en realidad ocurrió lo contrario al establecer regulaciones que van muy por detrás de las excepciones que ya existían dentro de la OMC. El tema de fondo es que las farmacéuticas luchan denodadamente por extender en todo el mundo la vigencia de sus patentes monopolísticas, eliminando así el derecho de los países a producir sus propias medicinas o a comprarlas al que las produzca más barato, amparándose en los acuerdos sobre Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC). El argumento para defender sus patentes es que deben recuperar los gastos de investigación y desarrollo de los medicamentos. Sin embargo, un estudio de la Oficina de Evaluación Tecnológica de Estados Unidos, que abarcó veinticinco años de producción farmacéutica, mostró que el 97 por ciento de los productos lanzados al mercado no eran más que copias de medicinas ya existentes a las que se hicieron arreglos cosméticos para prolongar el monopolio de la patente cuando la original estaba a punto de expirar. De las medicinas realmente nuevas, la mitad tuvieron que ser retiradas del mercado debido a efectos secundarios que no habían sido estudiados antes de ponerlas a la venta.7

El reconocido lingüista y profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts, Noam Chomsky, subraya: «Si estas propuestas se hubieran aplicado durante los últimos doscientos años, entonces los poderes industriales y comerciales del mundo hoy probablemente serían India y China». Los británicos protegieron sus industrias y emplearon tecnologías esencialmente robadas de India para desarrollar su imperio; más tarde Estados Unidos también usó aranceles para cubrir sus nacientes industrias y pirateó tecnología de los ingleses para desarrollar la economía más rica del mundo.

La troika y los 40 ladrones
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