La expiación de los pecados
Muchos agoreros se han apresurado a decir que ya habían avisado de que esto podía ocurrir. Una unión monetaria que engloba Estados independientes, cada uno con sus propios intereses económicos y políticos, sus diferentes historias, sus propias normas culturales, leyes y sistemas fiscales, estaba destinada a desembocar en la crisis actual. Ahora el presidente del Consejo Europeo, Herman van Rompuy, no tiene más remedio que admitir que «no podemos financiar nuestro modelo social».
Los países económicamente más sólidos de la zona euro pueden aprobar medidas de emergencia tales como aumentar el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera, como ha sucedido recientemente. Pero cuando se trata de temas políticamente más escabrosos, como ceder parte de la soberanía nacional y dar aún más control sobre sus economías a Bruselas con el fin de encontrar una solución a largo plazo a los problemas estructurales que aquejan las economías de la Eurozona, la cosa cambia. Como dice el economista Robert Samuelson, «la parálisis política concuerda a la perfección con la deriva económica».
Así las cosas, no es de extrañar que todos los implicados juren y perjuren que la moneda única es tan inmutable como las pirámides de Egipto. «El euro no va a desaparecer», pregona Herman van Rompuy. «El euro es irreversible», asegura Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo. El presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, no parece tan optimista a primera vista y conmina a «hacer todo lo posible para salvar el euro». Angela Merkel ha convertido en uno de sus mantras personales aquello de que «si el euro fracasa, fracasa Europa», que viene a querer decir que si el euro se va al garete, nos iremos al garete todos, incluidos los alemanes, que experimentarían en propia carne lo de que cuanto más alto se ha subido, más dura es la caída. Tal vez consciente de ello, el presidente francés, Nicolas Sarkozy, advirtió en tono apocalíptico que «no habrá una segunda oportunidad» para salvar el euro.
Este alud de proclamas revela mejor que ningún otro análisis la gravísima tesitura en que se encuentra el euro. La posibilidad de ruptura, de una implosión de la Eurozona, ha dejado de ser ciencia ficción. La situación es tan sumamente desesperada que incluso los más reacios a ceder soberanía nacional no tienen más remedio que admitir que la causa de los males que nos afligen no es otra que el tener una moneda común que no es regida por una política económica y presupuestaria común: en medio de la Gran Recesión esa debilidad ha dejado a Europa muy rezagada, a la intemperie. La crisis proporcionó una opción para solventar esta circunstancia sin que nadie protestara demasiado, pero en lugar de ello parece que se opta por otras soluciones que parece que, lejos de sacarnos del abismo, nos hunden más aún en el hoyo: el palo de la austeridad, pero sin nada de zanahoria. Berlín está en desacuerdo con el resto del mundo en su temor a que se dispare la inflación, viendo en la recesión un mal menor. La memoria histórica hace mucho y los alemanes no olvidan, por mucho tiempo que pase, que ellos tuvieron una inflación que llegó al punto de que la impresión de los billetes era mucho más cara que los millones de marcos de valor facial que tenían. Por otro lado, y como señalábamos antes, hay que alejar al elector alemán lo más posible de la idea de que sean ellos quienes paguen los platos rotos del resto de Europa. «Berlín quiere que los demás paguen por sus pecados. Incluso los mejores economistas alemanes han sucumbido a este cuento moralista. Sin esa fuerza motriz que ha sido Alemania durante años, la integración europea está en punto muerto», explica Paul de Grauwe, del Centre for European Policy Studies (CEPS).