New Deal

Lo realmente curioso es que ambos planteamientos tenían propósitos que se alejaban mucho de la idea altruista de procurar la prosperidad mundial y tenían más que ver con los intereses del gran imperio en decadencia (el británico) y los de la nueva superpotencia emergente tras la Segunda Guerra Mundial (los Estados Unidos). La obsesión de Keynes, británico como era, consistía en permitir que la libra siguiese teniendo una existencia propia e independiente. White, que también arrimaba el ascua a su sardina, quería exactamente lo contrario: elevar el dólar al Olimpo monetario como activo de referencia mundial. Y así es como llegamos a Bretton Woods, donde, como no podía ser menos, ganaron White y sus tesis.

No es de extrañar. Los Estados Unidos habían salido victoriosos de la Segunda Guerra Mundial no solo en lo militar, sino también como la economía más dinámica del mundo, experimentando un rápido crecimiento industrial y una fuerte acumulación de capital. Los Estados Unidos no habían padecido en su territorio la destrucción de la Segunda Guerra Mundial, cuyas cicatrices eran bien visibles en el resto de los países implicados. Tenían una industria manufacturera poderosa y sus empresarios se enriquecieron vendiendo armas y prestando dinero a los otros países en conflicto. Un simple dato nos puede dar una idea muy exacta de esta pujanza: la industria norteamericana, tan solo en 1945, alcanzó más del doble de la producción de los años 1935 a 1939.

Sin embargo, había un hombre que sabía que, si se quería mantener esa prosperidad y evitar que se convirtiera en un espejismo que fuera el prólogo de una nueva gran recesión, había que hacer algo. Y su trabajo como presidente de los Estados Unidos era precisamente ese. Franklin D. Roosevelt accedió a la Casa Blanca en el peor momento de la Gran Depresión. El panorama que se dibujaba ante él no podía ser más desolador. Millones de personas sin dinero, sin empleo, sin hogar, sin comida en su plato. La delincuencia, la marginación y la mendicidad se elevaban hasta niveles nunca antes vistos en aquella nación.

La Gran Depresión tuvo efectos devastadores prácticamente en todo el planeta, tanto en los países desarrollados como en desarrollo. El comercio internacional prácticamente se detuvo, los stocks se acumulaban en los almacenes y nadie consumía porque los ingresos personales se habían reducido drásticamente en compañía de los ingresos fiscales, los precios y los beneficios empresariales. Ciudades de todo el mundo, en especial las que dependían de la industria pesada, cambiaron su fisonomía para albergar espectáculos dantescos de miseria que nadie creía posibles tan solo unos meses antes. La construcción prácticamente se detuvo en muchos países. La agricultura, con una disminución de los precios agrícolas de un 60 por ciento, pasó a convertirse en una actividad ruinosa. El mundo, y muy especialmente los Estados Unidos, por primera vez en la historia desde la Revolución Industrial se enfrentaba a una situación en la que parecía no haber futuro.

Ante semejante panorama Roosevelt decidió emprender una serie de medidas de urgencia implementadas durante los primeros cien días de su mandato y que tuvieron continuidad a lo largo de varios años. Recibieron el nombre genérico de New Deal («nuevo acuerdo»). Se trataba de medidas que, ante todo, buscaban aliviar el sufrimiento de los sectores más castigados de la sociedad (los más de doce millones de parados) y reactivar la economía, arrebatando de paso su control a los especuladores de Wall Street.

En el ámbito financiero se potenció un mayor control del Estado sobre los bancos con la promulgación de la Ley de Emergencia Bancaria de 1933. La ley formulaba un plan según el cual se clausuraban definitivamente todos los bancos que fueran insolventes o se encontraran en peligro de serlo, permitiendo operar solamente a aquellos que demostraran ser lo suficientemente solventes para sostenerse. Solo estos últimos podrían abrir de nuevo sus puertas tras las «vacaciones bancarias» (National Bank Holiday) de cuatro días decretadas por el presidente del 9 al 13 de marzo de 1933.

Se exigió un aumento de las reservas bancarias a fin de garantizar su solvencia y proteger a los clientes frente a posibles quiebras. Se estimuló la concesión de créditos destinados a la inversión empresarial. Se promulgó además la Ley de Obligaciones Federales con el fin de proteger a los inversores de posibles fraudes.

En el ámbito industrial, la National Industrial Recovery Act de 1933 potenció las subvenciones a la industria con el propósito de mantener los puestos de trabajo existentes, recuperar los perdidos y poner los fundamentos para la recuperación del sector. También se impulsaron gigantescos proyectos de obras públicas (carreteras, pantanos, etc.) a través de la Public Works Administration, cuyo más ambicioso proyecto de aquella época fue la colonización e industrialización del valle del río Tennessee, iniciativa que trajo consigo la construcción de embalses y centrales hidroeléctricas, y la reforestación de extensas áreas, dando empleo a más de tres millones de trabajadores.

La troika y los 40 ladrones
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