La salida elegante de Rato

Cuando en el año 2007 Rodrigo Rato anunció su renuncia como director del FMI, efectiva en octubre de ese mismo año, alegando razones personales, fueron muchos los que pensaron que en realidad había caído víctima de la guerra desatada en el seno de la organización a raíz de la reforma interna que había puesto en marcha. Rato informó a la junta ejecutiva del FMI que no podría completar su mandato de cinco años como director. «Mis circunstancias y responsabilidades familiares, especialmente con respecto a la educación de mis hijos, son la razón de renunciar antes de lo esperado a mis responsabilidades en el Fondo», dijo Rato.

Rodrigo Rato, de cincuenta y ocho años de edad por aquel entonces, separado y padre de tres niños, tenía un inmejorable currículum y eran muchos los que le adjudicaban la autoría del milagro económico español. Otros, en cambio, habían cuestionado muy seriamente su idoneidad para estar al timón de la poderosa agencia.

A lo largo de los ocho años que estuvo al frente del Ministerio de Economía siguió una política económica neoliberal ortodoxa dirigida a la reducción del déficit presupuestario (el famoso déficit cero), al control de los precios y a la liberalización de sectores clave de la economía, como las telecomunicaciones, la electricidad o los hidrocarburos. Hasta ahí ninguna pega para el ideario del FMI. El problema venía con los detalles, por ejemplo del proceso de privatización, ya que a nadie se le escapaba que en la renovación de las cúpulas directivas de las nuevas multinacionales españolas estas se llenaron de amigos del PP o, como decía The Financial Times, de «Rodrigo Rato’s friends».

Y es que, si algo es innegable, es que Rato es un gran amigo de sus amigos. En 1998, cuando ya era ministro de Economía y Hacienda y vicepresidente económico del primer gobierno del PP, intercedía a favor de Emilio Botín, acusado como presidente del Santander Central Hispano por delitos fiscales, evasión de 48 millones de euros y falsedad continuada en documento oficial. Un rumor que circuló mucho por aquella época fue que Rato consiguió que la investigación sobre Botín no llegara a buen puerto a cambio de que Banesto, banco controlado por el Santander, comprara a la familia Rato Aguas de Fuensanta, una empresa embotelladora que tenía una deuda impagada con Banesto por valor de 6 millones de euros.

El mismo año 1998 Rodrigo Rato hace uso una vez más de sus amistades en el lucrativo negocio de la banca y consigue que Ibercaja conceda un préstamo a Muinmo (también del holding de empresas controladas por la familia Rato), por valor de 100 millones de pesetas. En aquel momento el presidente de Ibercaja no es otro que Manuel Pizarro Moreno, al que su amistad con Rato le sirvió para colocarse como vicepresidente de Endesa y también para llegar hasta el puesto de presidente. La concesión de un préstamo por parte de un banco a una empresa no es un hecho que tuviera que extrañar o causar indignación, pero en este caso resulta que Muinmo no era precisamente en aquel momento una empresa muy prometedora, ni entonces ni cuando en el año 2000 se le concedió un préstamo de 525 millones de pesetas por parte del HSBC (Hong-Kong and Shangai Banking Corporation).

En cuanto a su estancia en la cúpula del FMI, los conocedores de aquella casa afirman que no lo tuvo precisamente fácil y que fue la oposición interna y no las razones familiares las que más tuvieron que ver con su precipitada salida del organismo. Organizador nato, se cuenta que Rato no daba crédito ante la cadena de despropósitos que se encontró en el FMI y, sobre todo, ante el tremendo poder que acumulaban los funcionarios del Fondo. Según estas mismas fuentes planteó un ambicioso plan de reformas que chocó de lleno con los intereses de los burócratas de la organización, que se dedicaron sistemáticamente a sabotear su tarea al frente del organismo, llegando las cosas a un punto en el que solo cabía una salida elegante, como la que finalmente se produjo.

A nadie le cabe duda de que las principales causas del estallido de las revueltas en Egipto fue la represión durísima y constante ejercida por el régimen contra disidentes, críticos, blogueros y opositores políticos. El pueblo estaba bastante harto de la «dictablanda» —a ratos no tan blanda— de Mubarak, pero existen además otros actores que colmaron el vaso y son los relacionados con asuntos mucho más mundanos que tienen que ver con el bolsillo de los ciudadanos, la situación económica del país árabe y las prácticas de corrupción ejercidas por la flor y nata de la sociedad egipcia, que el pueblo percibía como instalada en el latrocinio constante, incluyendo a buena parte de los integrantes del gobierno y al propio Mubarak.

Los activistas acusan a Mubarak y a su camarilla de tratar a Egipto como si fuera su finca privada, saqueando sus recursos y acumulando riquezas que escondían en cuentas en el exterior. Las agencias anticorrupción egipcias se volvieron ineficaces debido a una legislación que las sometió al control del presidente. El derrocamiento de Mubarak dio a esas agencias una mayor independencia, pero la mala coordinación entre estas, casi media docena, y la presencia de leales al antiguo régimen entre sus filas entorpecen las investigaciones. Por otro lado, no se sabe hasta qué punto los militares, que gobiernan transitoriamente el país, están dispuestos a permitir que se investigue una red de corrupción en la que ellos mismos podrían estar envueltos.

La organización anticorrupción Global Financial Integrity, con sede en Washington, estima que 57.000 millones de dólares obtenidos ilegalmente por funcionarios egipcios han salido del país entre 2000 y 2008. Algunos de estos abusos, que han agrandado más aún la brecha social entre ricos y pobres, se cometieron en el marco de la llamada reforma económica egipcia que, como suele suceder, reformó la economía de unos pocos para bien y de la mayoría para mal. Este proceso se inició en la década de 1990 y a través de él se impulsó un proceso de privatización de empresas públicas con el asesoramiento del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, instituciones ambas que, en aplicación de su doctrina, se encontraban encantadas ante la perspectiva de liquidar los bienes públicos del país al mejor postor.

En la actualidad algunos de los exministros del régimen y gente poderosa del entorno de Mubarak afrontan un vía crucis judicial semejante al de su antiguo jefe, acusados de haber vendido propiedades estatales a capital extranjero o a empresarios del país con influencias, relaciones familiares o, simplemente, con una buena billetera y el conocimiento de a quién sobornar, por un precio inferior a su valor real en el mercado, y de haberse lucrado con los maletines que pasaron de mano en mano para sellar dichas transacciones.

De hecho, el asunto actualmente va bastante más lejos y se habla de renacionalizar las propiedades adquiridas de manera ilegal. Para ello se han presentado en los tribunales varias demandas en las que se solicita la recuperación inmediata por parte del Estado de algunas empresas privatizadas. Es el caso de la cadena de tiendas Omar Effendi, de propiedad estatal hasta que en 2006 fue vendida a una compañía saudí. La justicia egipcia ha ordenado su renacionalización por haber dictaminado que la venta se produjo en condiciones fraudulentas, al haber sido vendida a un precio inferior a su valor real. Lo mismo sucede con otras muchas propiedades de titularidad estatal e incluso solares y terrenos estatales, como los que se vendieron a la compañía Palm Hills, presidida por personas cercanas a Gamal Mubarak, hijo del expresidente. El instigador e ideólogo de esta política de privatizaciones fue el exministro de finanzas Youssef Boutros Ghali, miembro destacado de una conocida saga familiar de políticos egipcios (es sobrino del exsecretario general de la ONU). En la década de 1980 comenzó a destacar al convertirse en uno de los negociadores de la deuda externa de su país, un proceso que desembocó, gracias a los famosos planes de ajuste, en las privatizaciones y en una amplia apertura a las inversiones extranjeras.

En 2004, ya como ministro, continuó con la misma línea en política económica. En 2008, tras una dilatada trayectoria que le acreditaba como discípulo aventajado de las doctrinas de la organización, ocupó el puesto de presidente del Comité Monetario y Financiero del Fondo Monetario Internacional (CMFI), el principal órgano asesor de la Junta de Gobernadores del FMI. El estallido de las revueltas provocó la dimisión de todos sus cargos, tanto nacionales como internacionales, y de ese modo se produjo la caída de uno de los integrantes de la cúpula del Fondo. Boutros Ghali huyó de Egipto un día después del derrocamiento de Mubarak, pero la cosa no terminó con el exilio y el antiguo ministro se vio prófugo de la justicia de su país, que cursó una orden de extradición a la Interpol. Finalmente, fue condenado en ausencia a treinta años de prisión.36

Los tentáculos del escándalo egipcio también alcanzan al Banco Mundial. Uno de los hombres cercanos a Boutros Ghali es el exministro de Inversiones Mahmoud Mohieldin, que actualmente ocupa una de las tres direcciones generales de la organización. Abogados y activistas egipcios le acusan de practicar el favoritismo y le involucran en diversos negocios turbios relacionados con la liquidación fraudulenta de bienes públicos, como la privatización de una cadena de hoteles que habría sido vendida a un precio menor de su valor real en el mercado. El propio gobierno egipcio reconoce que en los últimos años en el país árabe la pobreza y la desigualdad han alcanzado cotas inéditas en la historia moderna, aún más visibles a raíz del aumento de los precios de alimentos básicos como el pan, que han puesto muy cuesta arriba la subsistencia no solo de las clases más desfavorecidas, sino incluso de las clases medias. Esta alza de precios, que viene produciéndose desde el año 2008, se debe, entre otras razones, a la especulación de los mercados financieros internacionales. A pesar de todo lo expuesto, el Banco Mundial, haciendo gala de su característica ceguera ante los problemas que plantean las políticas promovidas por la institución, elogió la política económica egipcia en varios informes, como el «Doing Business Report» correspondiente a los años 2008 y 2009. Se trata de una publicación encargada de medir en distintos países la facilidad para hacer negocios con capital extranjero. No es de extrañar que el mismísimo ministro Mahmoud Mohieldin recibiera un premio de la institución por ello.

Para añadir ironía al escarnio de los egipcios, en octubre de 2010 Mohieldin fue nombrado director del Programa de Reducción de la Pobreza del Banco Mundial, aunque los críticos sostienen que la pobreza que mejor ha sabido reducir ha sido, sin duda, la suya propia: «Que uno de los responsables de la política económica egipcia de los últimos años, que ha fomentado la distancia entre ricos y pobres, sea director del Programa de Reducción de la Pobreza del Banco Mundial, da que pensar», han denunciado varias agrupaciones impulsoras del Movimiento 25 de Enero.

Cuando estallaron las revueltas en Egipto, el hasta hace poco director del FMI, Strauss-Kahn, no tuvo más remedio que admitir la existencia de un factor económico como una de las causas de los levantamientos, al afirmar que «lo que ocurre en el norte de África muestra que no es suficiente tener en cuenta los buenos datos macroeconómicos; tenemos que mirar mucho más allá de eso». Ante esta afirmación es inevitable preguntarse si hasta la fecha el señor Strauss-Kahn y el resto del equipo del organismo financiero que presidía no se habían dado cuenta de que el primer marcador a tener en cuenta para felicitarse o no es el referido a las condiciones de vida de los ciudadanos; de que, haciendo uso de su expresión, las personas también existen y están «más allá» de la macroeconomía.

La troika y los 40 ladrones
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