Los amigos no pagan, los enemigos no cobran
Reagan anunció en 1981 su voluntad de hacer caer a los sandinistas. La aviación de los Estados Unidos minó varios puertos nicaragüenses. Frente a esta abierta hostilidad, que incluso hacía presagiar una acción armada directa, la política del gobierno de mayoría sandinista se radicalizó. En las elecciones de 1984, que se desarrollaron de forma democrática por primera vez desde hacía medio siglo, el sandinista Daniel Ortega fue elegido presidente con el 67 por ciento de los votos. Al año siguiente los Estados Unidos decretaron un embargo comercial contra Nicaragua que aislaría al país en relación a los inversores extranjeros. Por supuesto, el Banco Mundial frenó los préstamos de los que se beneficiaba el Gobierno de Nicaragua a partir de la victoria sandinista en las elecciones presidenciales. Ingenuamente los sandinistas intentaron convencer al banco de que reanudara los créditos con argumentos económicos, sin comprender que, hicieran lo que hicieran, no iban a volver a recibir un dólar de la institución. Estaban dispuestos a aplicar un plan de ajuste estructural draconiano y a plegarse a muchas más exigencias de las que hubieran sido en principio tolerables para su ideario revolucionario. El banco no volvió a conceder ningún préstamo hasta 1990, con la victoria de Violeta Barrios de Chamorro, candidata conservadora que contaba con el beneplácito de los Estados Unidos.
En 1982 un miembro calificado del FMI, Erwin Blumenthal, banquero alemán, realizó un informe demoledor sobre la gestión del Zaire de Mobutu en el que advertía a los acreedores extranjeros de que no debían esperar ser reembolsados mientras Mobutu estuviera en el poder. Entre 1965 y 1981 el gobierno zaireño había pedido prestados 5.000 millones de dólares en el extranjero, y entre 1976 y 1981 su deuda externa fue objeto de cuatro reestructuraciones por una cantidad de 2.250 millones de dólares. La muy mala gestión económica y el desvío sistemático por Mobutu de una parte de los préstamos no condujeron al Banco Mundial, tan celoso de sus intereses para con otros acreedores, a frenar la ayuda al régimen dictatorial. Es llamativo constatar que tras el informe de Blumenthal, inapelable y documentado, los desembolsos efectuados por el banco no solo no disminuyeron, sino que aumentaron. La conclusión que se extrae de ello es que, a pesar del celo que suele mostrar, las decisiones del banco no están siempre determinadas por el criterio de la buena gestión económica. Tras esta peculiar bula crediticia se encontraba la circunstancia de que el régimen de Mobutu era un aliado estratégico de los Estados Unidos y de otras potencias influyentes en el seno de las instituciones de Bretton Woods (como Francia y Bélgica) durante toda la Guerra Fría. Pero todo lo bueno se acaba algún día. Con la caída del Muro de Berlín el régimen de Mobutu perdió todo su encanto para los aliados occidentales, que ya no estaban tan dispuestos a financiar a fondo perdido al dictador al que, para colmo, le estaba empezando a crecer en el país una fuerte oposición democrática. A mediados de la década de 1990 el Banco Mundial le cerró el grifo a Zaire.
Un caso diferente es el de Rumanía, que en 1972 se convierte en el primer país del bloque soviético en entrar en el Banco Mundial. Ceaucescu no era ni mucho menos el dirigente más dócil con Moscú. De hecho, en 1968 se había atrevido a criticar abiertamente la intervención de la URSS en Checoslovaquia. Esta toma de distancia decidió al banco a plantearse unas relaciones más estrechas con el régimen rumano.
El banco empezó en 1973 a negociar con Bucarest una serie de préstamos que alcanzaron muy rápidamente un volumen importante, tanto que en 1980 Rumanía se convirtió en el octavo país en importancia en la lista de deudores del Banco Mundial. Como en los casos anteriores, no existían criterios económicos convincentes que justificasen este apoyo. Para empezar el banco tuvo que saltarse una de sus propias reglas, que le impedía prestar a un país que no hubiera pagado antiguas deudas. Por otro lado, todo el mundo sabía, aunque nadie se atrevía a decirlo, que era virtualmente imposible que Rumanía pagase, ya que su comercio exterior se circunscribía a los países del COMECON y era en divisas inconvertibles. ¿De dónde sacaría Rumanía los dólares para reembolsar sus préstamos? Nadie lo sabía y, en el fondo, nadie quería saberlo. Para colmo Rumanía, haciendo gala del providencial secretismo del Telón de Acero, se negaba a aportar las informaciones económicas requeridas por el banco. Sin embargo, a pesar de ser sobre el papel el peor cliente posible, el banco daba a Rumanía cuanto pedía. Por mucho que costase en términos económicos, la jugada era muy rentable en el ámbito geopolítico: desestabilizar al bloque soviético.
Rumanía se convirtió en uno de los mayores clientes del banco y este financió grandes proyectos (minas de carbón a cielo abierto, centrales eléctricas térmicas) con unos costes ecológicos y humanos altísimos. Para la explotación de las minas de carbón a cielo abierto las autoridades rumanas desplazaron a poblaciones que hasta entonces se dedicaban a la agricultura. El banco, además, decidió olvidar en este caso sus convicciones liberales y apoyó la política de planificación de los nacimientos que intentaba aumentar la tasa de natalidad.