Armas de destrucción masiva
Es muy posible que en el caso particular de Citron la base de su defensa ante los tribunales, «no entendí lo que me estaban vendiendo», sea cierta. Una característica de los derivados es su complejidad. Lo que comenzaron siendo sencillas estimaciones ha alcanzado una complejidad tal que, no ya los compradores, sino muchos de los vendedores, en el fondo, no tienen la menor idea de con qué están comerciando. Si, como todo parece indicar, la situación actual es el escenario de la muerte de la economía tal como la conocemos, en la lápida se podría leer: «Descanse en paz. Murió de complejidad». Derivados de formas desconcertantes e incomprensibles se encuentran en el corazón de la crisis financiera global.
La filosofía que sustenta el éxito y el desmedido crecimiento de los derivados es la idea de que los riesgos pueden ser transferidos a instituciones más capaces de soportar el esfuerzo. La práctica es muy diferente, como ya avisó en 2002 el financiero Warren Buffett, que calificó los derivados como «armas financieras de destrucción masiva». El genio de los derivados está ahora fuera de la botella, y estos instrumentos se multiplicarán casi con seguridad en variedad y número hasta que algún acontecimiento ponga de manifiesto su toxicidad. El conocimiento de lo peligrosos que son ya se ha hecho presente en las empresas de electricidad y de gas, en las que el estallido de importantes problemas provocó una espectacular disminución del uso de derivados. Sin embargo, en todas partes el negocio de los derivados continúa expandiéndose de forma descontrolada. Los bancos centrales y los gobiernos no han encontrado hasta ahora una manera eficaz de controlar los riesgos que plantean estos contratos, ni siquiera de seguir su evolución.
Uno podría preguntarse: ¿ha sido todo siempre tan complejo? Y la verdad es que no. Se trata de un fenómeno relativamente reciente debido a la «matematización» del mundo financiero, que llevó a que cientos de matemáticos y físicos aterrizasen en Wall Street en la década de 1990 para hacer lo que a sus empleadores les parecía magia. Esta nueva generación de alquimistas de Wall Street recibió incluso un nombre genérico: los quants.
Intentando simplificar mucho los terriblemente complejos manejos de estos personajes, se podría decir que los quants de Wall Street pretendían hacer algo que desde hacía mucho se venía haciendo, a una escala infinitamente menor, en el mundo de las apuestas deportivas: las apuestas compensadas. Es decir, apuestas cruzadas que, sea cual sea el resultado final del evento deportivo, terminan dando un beneficio.
A pesar de los dictados del sentido común, que nos dice que a mayor complejidad de un sistema, mayores son las probabilidades de que ocurra un fallo mínimo que dé al traste con todo, la cosa parecía funcionar a las mil maravillas. ¿Qué fue entonces lo que falló? Algo que en el mundo de los servicios de inteligencia se conoce como el «Maldito Inconveniente Imprevisto» (MII). Estas tres letras hacen que aparezcan sudores fríos en las frentes de los espías más experimentados y consiguen que los responsables de las operaciones más sofisticadas pierdan el sueño. El MII, el «Maldito Inconveniente Imprevisto», esa pequeña cosa impensable con la que no se podía contar, que era prácticamente imposible que ocurriera y que, sin embargo, ocurre. Los matemáticos financieros pueden plantear modelos como verdaderas catedrales de números en las que está contemplado casi cualquier riesgo expresado en probabilidades. Pero el mundo real es el reino de la incertidumbre donde, de tarde en tarde, ocurre lo impensable, donde todas las semanas le toca la lotería a alguien que tenía una posibilidad entre un millón de ser el afortunado, donde se dan maremotos de nivel 9 en la escala de Richter frente a centrales nucleares preparadas para resistir un seísmo de 8,9.
Wall Street vivía completamente de espaldas al MII. Con relativa frecuencia los equipos de banqueros celebraban un ritual tribal, el off-site weekend, que consistía en reunirse en algún lugar soleado para celebrar sus éxitos con yates, prostitutas de lujo, champán de a mil dólares la botella… Una de estas reuniones, celebrada en 1994 por un grupo de banqueros de J. P. Morgan en el Boca Raton Resort & Club de Florida, se convirtió en un episodio legendario en la intrahistoria de la meca de las finanzas. Pero no fue porque las prostitutas fueran más bellas o más dispuestas, los excesos de comida y bebida más caros y extravagantes o la fiesta más ruidosa y divertida. Nada de eso. De hecho, como fiesta fue bastante decepcionante en comparación con la media de las que se celebraban aquellos días. En realidad los banqueros de J. P. Morgan pasaron la mayor parte del fin de semana enclaustrados en una sala de conferencias dándole vueltas a una cuestión tan vieja como la banca misma: ¿cómo mitigar el riesgo cuando se le presta dinero a alguien? Por aquella época en los libros de J. P. Morgan figuraban columnas interminables de préstamos a empresas grandes y pequeñas y a gobiernos extranjeros por valor de decenas de miles de millones de dólares. Las leyes federales les obligaban a mantener grandes cantidades de capital en reserva, enormes recursos financieros desaprovechados, tan solo por si se daba la circunstancia de que alguna de esas operaciones saliese mal. Pero ¿y si ellos diseñaban un dispositivo que protegiese los préstamos y, de esta manera, poder liberar ese capital?
Tendría que ser una especie de póliza de seguro: un tercero asume el riesgo de la deuda y, a cambio, recibiría los pagos regulares del banco. Así nació el «swap de incumplimiento crediticio» y J. P. Morgan fue el primer banco en aplicarlo. Contrató a quants procedentes del MIT (Massachusetts Institute of Technology) y Cambridge para crear estos productos: «He conocido a personas que trabajaron en el Proyecto Manhattan —dice Mark Brickell, que en ese momento era director gerente de J. P. Morgan— y nosotros teníamos el mismo tipo de sensación de estar presentes en la creación de algo muy importante». La analogía con el Proyecto Manhattan no deja de ser llamativa, ya que lo que estaban creando era, precisamente, el arma de destrucción masiva a la que se refería Warren Buffett.
En poco tiempo los credit default swaps se convirtieron en una herramienta extraordinariamente popular. Luego vino el auge de la vivienda en Estados Unidos y, con él, la locura. A medida que la Reserva Federal bajaba los tipos de interés, los estadounidenses comenzaron a comprar casas en cantidades crecientes y los valores respaldados por hipotecas se convirtieron en la nueva inversión caliente. Las hipotecas se empaquetaron en bonos que fueron comprados por casi todas las instituciones financieras imaginables: bancos de inversión, bancos comerciales, fondos de cobertura, fondos de pensiones… Y con estos valores respaldados por hipotecas aparecieron los correspondientes credit default swaps para proteger a los inversores contra el incumplimiento.
Empresas aseguradoras como AIG también se emplearon con entusiasmo en la emisión de credit default swaps. En el momento en que AIG fue rescatada tenía 440.000 millones de dólares en credit default swaps. En AIG creyeron cándidamente que un swap era un seguro de toda la vida con un nombre molón. Y se equivocaron. La diferencia fundamental es que si alguien tiene un accidente de tráfico eso no aumenta en absoluto el riesgo de que se produzcan más. Pero los bonos son otra historia. De hecho, las compañías de seguros son sumamente reacias a asegurar contra catástrofes naturales y eso es precisamente lo que ocurrió con las hipotecas que respaldaban esos bonos, una catástrofe global. Cuando los valores respaldados por hipotecas empezaron a ir mal, AIG tuvo que hacer frente a miles de millones de dólares de swaps de incumplimiento crediticio. Pronto se hizo evidente que no iba a ser capaz de cubrir sus pérdidas. La consecuente caída de sus acciones y sus efectos en el Dow Jones no contribuyeron más que a extender el pánico.