Capítulo 10
SOBRE LA AUSTERIDAD Y LA INDIGNACIÓN

Nos encontramos en una etapa histórica curiosa. Curiosa de un modo dramático y poco común. Las políticas neoliberales aplicadas sin reparo y la codicia de unos pocos nos han conducido a una crisis económica de la que nadie parece saber cómo escapar. Sin embargo, por mucho que se haya convertido en uno de los argumentos tópicos del movimiento de los indignados que se manifiestan en las plazas de medio mundo, lo cierto es que son los ciudadanos de a pie, aquellos que no han tenido culpa de todo este entuerto, los que menos se han beneficiado y los que más están padeciendo, los que tienen que pagar las consecuencias, no solo de un modo indirecto a través del deterioro de su calidad de vida, del miedo que se ha instalado como compañero perpetuo de viaje, de la desaparición de puestos de trabajo, de la dificultad para obtener crédito y, en los peores casos, del desahucio y la ruina, sino también financiando con el dinero de sus impuestos a los mismos bancos que nos han conducido a todos a esta lamentable situación. Y, como resulta obvio, los presupuestos del Estado no se pueden estirar, hay el dinero que hay y, si se dedican miles de millones a financiar a los bancos, hay otras partidas, las de los servicios públicos y sociales, que tendrán que sufrir severos recortes. Así nos encontramos con la amarga paradoja de que una crisis provocada por la liberalización se convierte, como por arte de magia, en la excusa perfecta para que las políticas avancen más radicalmente aún hacia el liberalismo despiadado, una inexplicable huida hacia adelante, apretando el acelerador para despeñarse con estilo por el precipicio de la realidad. Nos encontramos en una época de paro masivo, en vez de reanimar los esfuerzos públicos por crear empleo; se recita cada vez con más convicción el mantra de la austeridad, en la cual el gasto gubernamental y los programas sociales se recortan hasta dejarlos en lo mínimo que puede tolerar la población antes de llegar a la revuelta.

Para justificarlo se nos cuenta que el extraordinario esfuerzo público realizado durante la primera parte de la crisis, en efecto, sirvió para evitar, o al menos mitigar, el desastre económico y financiero, pero creó un grave desequilibrio de las arcas públicas que ha obligado a adoptar las actuales medidas de austeridad, sobre todo en la Unión Europea. Mantener las políticas de austeridad, aun a costa de padecer los problemas que se pueden generar a corto plazo —sobre todo el retraso en la reactivación económica—, es la única vía de asegurar a largo plazo una salida de la crisis sólida y duradera. Dicho sea en descargo de los defensores de esta teoría, el planteamiento, al menos sobre el papel, es impecable. Es la siempre obstinada realidad la que ha terminado poniendo, sin embargo, las cosas en su sitio. Las economías en crisis se encuentran aún lejos de haber tomado la senda del crecimiento y establecer una política de repliegue y austeridad del gasto y la inversión pública ha sido un nuevo golpe, en el mismo suelo, para las economías que pugnaban por levantarse.

Nos vendieron esta doctrina afirmando que no había ninguna alternativa —que tanto los rescates como los recortes del gasto eran necesarios para satisfacer a los mercados financieros— y también afirmando que la austeridad fiscal en realidad crearía empleo. Pero lo cierto es que esta ha sido una patraña más de toda esta historia. En los lugares donde han practicado las políticas de austeridad presupuestaria, la crisis no solo no ha remitido, sino que se ha agravado con tasas de paro mayores y un notable atasco del crecimiento. La austeridad presupuestaria ha sido defendida tanto por los republicanos del Congreso estadounidense, que se lo pusieron bien difícil a Obama en materia de incrementar el gasto público, como por el Banco Central Europeo, que el año pasado instaba a todos los gobiernos europeos —no solo a los que tenían dificultades fiscales— a emprender la «consolidación fiscal». El remedio ha sido peor que la enfermedad y la contumacia en el error de muchos gobiernos no presagia nada bueno. Cuando David Cameron se convirtió en primer ministro de Reino Unido, se embarcó inmediatamente en un programa de recortes del gasto, en la creencia de que esto impulsaría la economía (una decisión que muchos expertos estadounidenses acogieron con elogios aduladores). Y vaya si la impulsó: hacia abajo.33

Grecia se ha visto empujada por sus medidas de austeridad a una depresión cada vez más profunda; y esa depresión, no la falta de esfuerzo por parte del gobierno griego, ha sido el motivo de que en un informe secreto enviado a los dirigentes europeos se llegase a la conclusión de que el programa puesto en práctica en este país es inviable. En la última evaluación financiera realizada por la Comisión Europea y el FMI, un documento «confidencial» fue divulgado por The Financial Times, donde se puede leer que «la situación en Grecia dio un giro para peor» y que los «desarrollos recientes exigen una reevaluación». La contracción de la economía, consecuencia natural de la brutal disminución del consumo interno, ha superado de tal forma las metas establecidas que, de acuerdo con el documento entregado a los gobiernos de los veintisiete países de la Unión Europea, la reestructuración de la deuda deberá ser del 60 por ciento, muy lejos del 21 por ciento previsto en el Consejo Europeo del 21 de julio de 2011.

La troika y los 40 ladrones
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