PRÓLOGO

Dos ruedas vuelan

Boscaje de bambú

Cantos de guerra

ES LO MEJOR QUE SE LE OCURRE AL CABO Bobby Shaftoe dadas las circunstancias… está de pie sobre el estribo del camión, agarrando su Springfield con una mano y el espejo retrovisor con la otra, así que no tiene sentido plantearse contar las sílabas con los dedos. ¿«Rueda» tiene dos sílabas o tres? ¿Qué hay de «vuelan»? El camión finalmente decide no volcar y vuelve a apoyarse sobre las cuatro ruedas. El chirrido y la inspiración desaparecen. Bobby todavía puede oír como cantan los coolies, a lo que ahora hay que añadir el tijeretazo de la transmisión del camión cuando el soldado Wiley reduce la marcha. ¿Podría ser que Wiley estuviese perdiendo los nervios? Y, en la parte de atrás, bajo las lonas, tonelada y media de archivadores que chocan entre sí, libros de códigos que saltan al suelo, el combustible agitándose en los tanques de los generadores eléctricos de la Estación Alfa. El mundo moderno es un infierno para el autor de haikus: «Generadores eléctricos» tiene, ¿cuántas?, ¿nueve sílabas? ¡Ni siquiera podría encajarlo en la segunda línea!

—¿Nos está permitido atropellar a la gente? —pregunta el soldado raso Wiley, y machaca el botón de la bocina antes de que Bobby Shaftoe pueda responder. Un policía sij les cierra el paso con una carretilla de fertilizante compuesto de excrementos humanos. La reacción instintiva de Shaftoe es decir: «Claro, ¿qué iban a hacer, declararnos la guerra?», pero como hombre de mayor graduación del camión probablemente se supone que debe usar la cabeza o similar, así que no contesta inmediatamente. Examina la situación:

Shanghai, 16.45 horas, viernes, 28 de noviembre de 1941. Bobby Shaftoe, y la otra media docena de marines del camión, miran a todo lo largo de Kiukiang Road, a la que acaban de acceder doblando una esquina a gran velocidad. La catedral está a la derecha, lo que significa que está a, ¿cuánto?, dos calles del Bund. Allí aguarda amarrada una cañonera de la Patrulla Fluvial del Yangtzé, esperando el material que llevan en el camión. El único problema serio es que esas dos calles en particular están habitadas como por cinco millones de chinos.

Y bien, esos chinos son sofisticados urbanitas, no rústicos quemados por el sol que no han visto nunca un coche… se apartan si vas lo suficientemente deprisa y le das a la bocina. Y de hecho, muchos de ellos huyen hacia uno u otro lado de la calle, creando la ilusión de que el camión se mueve más rápido que las cuarenta y tres millas que marca el velocímetro.

Pero el bosquecillo de bambú del haiku de Bobby Shaftoe no ha sido incluido simplemente para añadir un poco de sabor oriental al poema y entusiasmar a los parientes allá en Oconomowoc. Hay «mucho» bambú frente al camión, docenas de autopistas improvisadas que bloquean el camino hasta el río, porque los oficiales de la Flota Asiática de la Marina de Estados Unidos, y el Cuarto de Marines, que concibieron esta pequeña operación olvidaron tener en cuenta el factor Tarde del Viernes en sus cálculos. Como Bobby Shaftoe podría haberles explicado, si se hubiesen molestado en preguntarle a un pobre tonto como él, la ruta asignada les llevaba justo por el corazón del distrito bancario. Ahí tienes, claro está, el Banco de Hong Kong y Shanghai, el City Bank, el Chase Manhattan, el Banco de América, el BBME y el Banco Agrícola de China y un montón de pequeños bancos provinciales de mierda, y muchos de esos bancos tienen contratos con lo que queda del gobierno chino para imprimir moneda. Debe ser un negocio muy competitivo porque reducen costes imprimiéndola sobre viejos periódicos, y si sabes chino puedes leer las últimas noticias del año pasado y los resultados de polo por entre los números y las imágenes de colores que transforman esos trozos de papel en moneda de curso legal.

Como sabe todo vendedor de pollos y operador de rickshaw en Shanghai, el contrato de impresión de dinero estipula que todos los billetes que esos bancos imprimen deben estar respaldados por cierta cantidad de plata; por ejemplo: cualquiera debería poder entrar en uno de los bancos situados al final de Kiukiang Road, soltar un fajo de billetes y (si están impresos por ese mismo banco) recibir a cambio plata de verdad.

Si China no estuviese siendo sistemáticamente destrozada por el imperio de Nipón, probablemente enviaría contables oficiales para controlar la cantidad de plata presente en las cámaras acorazadas de los bancos, y todo se realizaría con tranquilidad y de forma ordenada. Pero tal y como están las cosas, lo único que mantiene la honradez de un banco son los otros bancos.

Así es como lo hacen: durante el curso normal de su actividad, mucho papel moneda pasará por las ventanillas de (digamos) el banco Chase Manhattan. Lo llevarán a una habitación trasera y lo ordenarán, arrojando en grandes cajas de dinero (de como medio metro de área y un metro de profundidad, con cuerdas en las cuatro esquinas) todos los billetes impresos por (digamos) el Banco de América, en una de ellas, todos los de City Bank, en otra. Después, el viernes por la tarde, aparecerán los coolies. Cada coolie, o pareja de coolies, tendrá su gigantescamente larga caña de bambú —un coolie sin su bambú sería como un marine chino sin su bayoneta brillante— e introducirán sus cañas entre las cuerdas de las esquinas de las cajas. Luego un coolie se colocará bajo cada uno de los extremos de la caña, elevando la caja en el aire. Tienen que moverse al unísono, porque si no la caja empezaría a agitarse y las cosas se irían al carajo. Así que mientras se dirigen a su destino —el banco cuyo nombre esté impreso en los billetes de la caja— cantan y plantan los pies en el suelo siguiendo la música. La caña es muy larga, así que están muy separados, y tienen que cantar muy alto para oírse, y por supuesto, cada par de coolies en la calle está cantando su canción particular, intentado ahogar a todos los demás para no perder el paso.

Por tanto, diez minutos antes de la hora del cierre el viernes por la tarde, las puertas de muchos bancos se abren de par en par y varias parejas de coolies entran desfilando y cantando, como si fuesen los teloneros de un jodido musical de Broadway, dejan caer sus enormes cajas de gastado papel moneda y exigen plata a cambio. Todos los bancos se lo hacen los unos a los otros. En ocasiones, todos lo hacen el mismo viernes, especialmente en un momento como el 28 de noviembre de 1941, cuando incluso un soldado común como Bobby puede entender que es mejor tener plata que un montón de recortes de periódico. Y es por eso que, una vez que los peatones normales, los carritos de comida y los furiosos policías sij se han apartado y pegado a los clubes, tiendas y burdeles de Kiukiang Road, Bobby Shaftoe y los otros marines del camión no pueden ver todavía la cañonera que es su destino, debido al bosque horizontal de poderosos bastones de bambú. Ni siquiera pueden oír la bocina de su propio camión debido a la salvaje y vibrante cacofonía pentatónica de los coolies cantando. No es la típica carrera monetaria del distrito bancario de Shanghai un viernes después del mediodía. Es el ajuste de cuentas definitivo antes de que todo el hemisferio oriental arda en llamas. Todos los millones de promesas impresas en esos trozos de papel higiénico se mantendrán o romperán en los próximos diez minutos; se moverá plata u oro de verdad, o no se hará. Era una especie de Día del Juicio fiduciario.

—Dios mío, no puedo… —ruge el soldado Wiley.

—El capitán dijo que no debíamos detenernos por ninguna puñetera razón —le recuerda Shaftoe. No le ha dicho a Wiley que atropelle a los coolies, simplemente le ha recordado que si no los atropella tendrá que explicar muchas cosas… asunto que se complica por el hecho de que el capitán está justo detrás de ellos en un coche abarrotado de marines chinos cargados de sub-fusiles. Y juzgando por la forma de comportarse del capitán con respecto al asunto de la Estación Alfa, está claro que ya ha recibido algunos azotes en el culo por adelantado, cortesía de algún almirante en Pearl Harbor o incluso (redoble de tambores) Marine Barracks, Eight and Eye Streets Southeast, Washington, D.C.

Shaftoe y los otros marines siempre habían visto Estación Alfa como un misterioso conciliábulo de escobillones de cuellos delgados como lápices que trabajaban sobre el tejado de un edificio en el Asentamiento Internacional en un barracón construido con tablones de paletas de carga llenos de nudos, con antenas sobresaliendo en todas direcciones. Si lo mirabas durante el tiempo suficiente, podías ver cómo las antenas se movían, apuntando hacia algo en el mar. Shaftoe incluso le escribió un haiku:

Antenas buscan

Perros olfateando

Secretos de éter

Aquel había sido el segundo haiku de su vida —claramente muy por debajo de los niveles de noviembre 1941— y le duele recordarlo.

Pero hasta el día de hoy los marines no habían comprendido la importancia de la Estación Alfa. Su trabajo había consistido en envolver en lona una tonelada de equipo y varias toneladas de papel y sacarlo todo por las puertas. Luego habían pasado el jueves desmontando el barracón, haciendo una hoguera con él y quemando ciertos libros y papeles.

—Eiiih —gruñe el soldado Wiley.

Pocos coolies se han apartado, o incluso les han visto. Pero entonces se produce una extraordinaria explosión desde el río, como el sonido de una caña de bambú de un kilómetro de ancho que Dios rompiese sobre su rodilla. Medio segundo después ya no hay coolies en las calles… sólo quedan las cajas, con solitarias cañas de bambú colgando de ellas, golpeando el suelo como carillones. En el aire se alza un champiñón de humo gris desde la cañonera. Wiley cambia de marcha y pisa el acelerador. Shaftoe se aprieta contra la puerta del camión y baja la cabeza, con la esperanza de que el viejo casco de la Gran Guerra sirva para algo. Las cajas de dinero se rompen y explotan cuando el camión les pasa por encima. Shaftoe mira con ojos entrecerrados a través de la ventisca de billetes y ve gigantescas cañas de bambú elevándose y girando en el aire hacia la costa.

Hojas de Shanghai

Contra el cielo acerado

Llegó el invierno