CEREALES
EL CONDENADO SE
DUCHA, se afeita, se pone la mayor parte de un traje y se
da cuenta de que va por delante del horario. Enciende la
televisión, saca una San Miguel de la nevera para calmar los
nervios, y luego se dirige al armario para sacar el material de su
última comida. El apartamento sólo tiene un armario y cuando tiene
la puerta abierta parece haber sido tapiado con ladrillos, al
estilo de Un Barril de Amontillado, con grandes oblongos rojos,
cada uno de ellos impreso con la imagen de un venerable y
extrañamente alegre, y sin embargo de alguna forma curiosamente
triste, oficial naval. Toda la carga fue enviada hasta allí hace
varias semanas por Avi, en un intento de animar el espíritu de
Randy. Por lo que sabe Randy, hay otro cargamento esperando en una
dársena de Manila rodeado de guardias armados y gigantescas trampas
para ratas dispuestas a dispararse, cada una con el señuelo de una
pepita de oro.
Randy elige uno de los ladrillos de esa pared, creando un hueco en la formación, pero hay otro, idéntico, justo detrás, otra imagen del mismo oficial naval. Parecen marchar saliendo del armario formando una falange entusiasta.
—Parte de un desayuno completo —dice Randy.
Luego les cierra la puerta en la cara y se dirige con paso tranquilo y mesurado hasta el salón donde cena la mayor parte de las veces, normalmente mirando el televisor de treinta y seis pulgadas. Dispone la San Miguel, un cuenco vacío, una cuchara sopera excepcionalmente grande, tan grande que la mayoría de las culturas europeas la identificarían como una cuchara de servir y la mayoría de las asiáticas como un instrumento de horticultura. Obtiene un montón de servilletas de papel, no las marrones recicladas que no pueden humedecerse ni siquiera por inmersión en agua, sino las flagrantemente imperfectas desde el punto de vista ambiental, de un blanco brillante, mullidas como el algodón y desesperadamente higroscópicas. Va a la cocina, abre el refrigerador, mete la mano hasta el fondo y encuentra una unidad caja-bolsa-vaina de leche UHT.
Técnicamente la leche UHT no necesita refrigeración, pero es muy importante, en lo que va a hacer a continuación, que la leche se encuentre sólo a unos microgrados por encima del punto de congelación. El refrigerador del apartamento de Randy tiene rejillas al fondo por donde entra el aire frío, directamente desde los serpentines freón. Randy siempre almacena los briks de leche en el fondo de la nevera. No demasiado cerca, o bloquearían el flujo de aire, pero tampoco demasiado lejos. El aire frío se vuelve visible al salir a toda prisa y condensarse en vaho, así que es muy simple sentarse con la puerta de la nevera abierta y observar sus características de flujo, como un ingeniero probando un monovolumen experimental en un túnel de viento de River Rouge. Lo que a Randy le gustaría ver, idealmente, sería a todo el brik rodeado en un flujo uniforme para producir un mejor intercambio de calor a través de la piel multicapa de plásticos y papel de aluminio del recipiente. Le gustaría que la leche estuviese tan fría que cuando fuese a cogerla sintiese el recipiente flexible y blando endurecerse entre sus dedos al formarse de súbito cristales de hielo, invocados desde la nada simplemente por la alteración de sufrir un apretón en el contenedor.
Hoy la leche está casi, pero no del todo, así de fría. Randy se dirige con ella al salón. La tiene que envolver en una toalla porque el frío le hace daño en los dedos. Pone una cinta de vídeo y luego se sienta. Todo está listo.
Es uno de los vídeos de una serie grabada en una cancha de basketball vacía, de suelo de arce abrillantado y un sistema de ventilación rugiente y despiadado. Muestran a un joven y una joven, los dos atractivos, esbeltos, y vestidos como los miembros principales de un espectáculo sobre hielo, realizando sencillos pasos de baile de salón acompañados por la música ahogada que sale de un tremendo aparato portátil situado en la línea de tiro libre. Queda tristemente claro que un tercer conspirador ha grabado el vídeo empleando una cámara normal y corriente y que se tambalea por culpa de una enfermedad del oído interior que a él o ella le gustaría compartir con otros. Los bailarines realizan los pasos más simples con una determinación autística. El operador de la cámara comienza en cada caso con una toma del rostro, luego, como un desperado atormentando a un cobardica, apunta el arma a sus pies y les hace bailar, bailar, bailar. En un momento dado, suena el busca metido en la cinturilla elástica del hombre y es preciso cortar antes de tiempo la escena. No es de extrañar: se trata de uno de los profesores de baile más solicitados de Manila. Su compañera también lo sería, si hubiese más hombres en la ciudad interesados en aprender a bailar. Tal y como están las cosas, debe conformarse con ganar como una décima parte de lo que se embolsa el profesor, dando lecciones a un número reducido de torpes confusos y calzonazos como Randy Waterhouse.
Randy coge la caja roja y la sostiene con seguridad entre las rodillas con la muy útil lengüeta de cierre apuntando en dirección opuesta. Empleando ambas manos al unísono coloca con cuidado las puntas de los dedos bajo la solapa, intentando obtener igual presión a cada lado, prestando atención especial a esos lugares donde la máquina depositó excesivo pegamento. Durante unos momentos largos y tensos no sucede nada en absoluto, y un observador ignorante o impaciente podría llegar a la conclusión de que Randy no consigue nada. Pero luego toda la solapa se abre de un golpe y toda la parte superior se separa. Randy odia que se doble o, peor aún, se rasgue. La solapa inferior está sujeta con un par de puntos de pegamento y Randy la retira para revelar un saco traslúcido e inflado. La luz halógena bien hundida en el techo atraviesa el material neblinoso del saco para revelar oro, por todas partes el brillo del oro. Randy gira la caja noventa grados y la sostiene entre las rodillas de forma que el eje largo apunte al televisor, luego agarra la parte alta del saco y separa cuidadosamente la costura sellada con calor, que ronronea al ceder. La retirada de la algo lechosa barrera plástica hace que las pepitas individuales de Cap’n Crunch se definan, bajo la luz halógena, con una especie de claridad y nitidez sobrenaturales que hace que el cielo de la boca de Randy reluzca y palpite por la turbación.
En la televisión, los profesores de baile han terminado de mostrar los pasos básicos. Es casi doloroso verles ejecutarlos, porque cuando lo hacen, deben olvidar conscientemente todo lo que saben sobre el baile de salón avanzado, y bailar como personas que han sufrido embolias o importantes daños cerebrales, que han borrado no sólo las partes del cerebro responsables de las habilidades motoras precisas sino también han volado todo elemento del módulo de discreción estética. Deben, en otras palabras, bailar en la forma en que bailan sus alumnos novatos como Randy.
Las pepitas de oro de Cap’n Crunch cubren el fondo del cuenco produciendo un sonido similar al de barras de vidrio partiéndose por la mitad. Diminutos fragmentos se escapan de sus esquinas y rebotan por la superficie de porcelana blanca. Comer cereales correctamente es un baile de pequeños compromisos. Un cuenco enorme cargado de cereales empapados cubiertos de leche es la marca de un novato. Idealmente, uno desea que los cereales completamente secos y la leche criogénica entren en la boca con el mínimo contacto y que la reacción entre ellos tenga lugar en la boca. Randy ha creado un conjunto de planos mentales para la cuchara perfecta para comer cereales que tendría un pequeño tubo corriendo por el medio y una pequeña bomba para la leche, de forma que puedas tomar cereales secos del cuenco, apretar un botón con el pulgar y lanzar leche sobre la cuchara mientras la introduces en la boca. A falta de esa cuchara, lo mejor es actuar con pequeños incrementos, poniendo sólo una pequeña cantidad de Cap’n Crunch en el cuenco y comérselo todo antes de que se convierta en un pozo de asqueroso cieno, lo que, en el caso de Cap’n Crunch, lleva unos treinta segundos.
En este punto de la cinta siempre se pregunta si no habrá dejado por descuido la cerveza sobre el botón de avance rápido, o algo, porque los bailarines pasan directamente de su cruel parodia de Randy a algo que se puede calificar evidentemente como baile avanzado. Randy sabe que los pasos que ejecutan son nominalmente los mismos que los pasos básicos que han demostrado antes, pero que le jodan si puede distinguirlos una vez que se vuelven creativos. No se produce ninguna transición reconocible, y eso es lo que cabrea a Randy con respecto a las lecciones de baile. Cualquier idiota puede aprender a ejecutar más o menos los pasos básicos. Eso lleva como media hora. Pero cuando ha pasado la media hora, los profesores de baile siempre esperan que te eches a volar y realices una de esas milagrosas transiciones temporales que sólo suceden en los musicales de Broadway, y que empieces a bailar con brillantez. Randy supone que la gente a la que no se le dan bien las matemáticas se siente igual: el profesor escribe algunas ecuaciones simples en la pizarra, y diez minutos después está derivando la velocidad de la luz en el vacío.
Vierte la leche con una mano mientras hunde la cuchara con la otra, sin querer malgastar ni un momento del tiempo glorioso y mágico en el que la leche fría y el Cap’n Crunch están juntos pero todavía no han contaminado la naturaleza esencial de cada uno de ellos: dos ideales platónicos separados por una frontera de una molécula de espesor. Allí donde los vapores de leche salpican sobre el mango de la cuchara, el acero inoxidable pulido se cubre de vaho. Randy, por supuesto, usa leche entera, porque en caso contrario ¿para qué tomarla? Cualquier otra cosa es indistinguible del agua, y además cree que la grasa de la leche entera actúa como una especie de retardante que reduce la velocidad de la conversión en cieno. La gigantesca cuchara entra en la boca incluso antes de que la leche del cuenco haya tenido tiempo de alcanzar su nivel. Unas pocas gotas escapan del fondo y quedan atrapadas en una perilla recién lavada (todavía intentando alcanzar el equilibrio correcto entre una barba y la vulnerabilidad, Randy ha permitido que le crezca una de ellas). Randy deja el bote de leche, coge una servilleta algodonosa, se la lleva a la barbilla y ejecuta un movimiento de pinzamiento para sacar las gotas de leche de los pelos en lugar de apretar y restregárselas por toda la barba. Mientras tanto, toda su concentración está fija en el interior de la boca, que naturalmente no puede ver, pero que puede imaginar en tres dimensiones como si se moviese por ella en una exhibición de realidad virtual. Allí es donde un novato perdería la calma y mordería. Algunas de las pepitas explotarían entre sus muelas, pero luego su mandíbula se cerraría del todo y empujaría todas las pepitas sin romper hacia el paladar donde sus armaduras de afilados cristales de dextrosa inflingirían importantes daños colaterales, convirtiendo el resto de la comida en una marcha mortal de dolor y dejándole mudo por la novocaína durante tres días. Pero Randy ha desarrollado, con el paso del tiempo, una estrategia realmente diabólica para comer Cap’n Crunch que gira alrededor de la idea de enfrentar las características más peligrosas de las pepitas unas contra otras. Las pepitas en sí tienen forma de almohada y están ligeramente estriadas en una forma que recuerda vagamente a los cofres del tesoro de los piratas. Ahora bien, con un cereal en láminas, la estrategia de Randy jamás funcionaría. Pero claro, Cap’n Crunch en forma de láminas sería una locura suicida; duraría sumergido en leche tanto como un copito de nieve en una sartén caliente. No, los ingenieros de cereales de General Mills tuvieron que encontrar una forma que minimizase el área de superficie y algún compromiso entre la esfera, como dicta la geometría euclidea, y la forma de tesoros hundidos que probablemente exigían los estetas de los cereales, y se les ocurrió la difícil de clasificar formación de almohada estriada. Lo importante, para los propósitos de Randy, es que las piezas individuales de Cap’n Crunch tienen, en una primera aproximación, la forma de una muela. La estrategia es, por tanto, hacer que Cap’n Crunch se mastique a sí mismo triturando las pepitas entre sí en el centro de la cavidad oral, como piedras en una centrifugadora. Como en el baile de salón avanzado, las explicaciones verbales (o mirar cintas de vídeo) sólo sirven para empezar y luego tu cuerpo es el que debe aprender los movimientos.
Para cuando ha comido una cantidad satisfactoria de Cap’n Crunch (como un tercio de una caja de 25 onzas) y ha llegado al fondo de la botella de cerveza, Randy ha conseguido convencerse de que todo el asunto del baile no es más que una broma. Cuando llegue al hotel, Amy y Doug Shaftoe le estarán esperando con sonrisas malévolas. Le dirán que sólo se burlaban de él y luego le llevarán a un bar para conversar y calmarle.
Randy se pone los últimos elementos del traje. Cualquier táctica dilatoria es aceptable en este punto, así que comprueba su email.
A: randy@epiphyte.com
De: root@eruditorum.org
Asunto: La Transformación Pontifex, como has pedido.
Randy,
Tienes toda la razón, evidentemente, como descubrieron los alemanes por el camino más difícil, no puede confiarse en ningún sistema criptográfico que no se haya publicado, de forma que gente como tus amigos los Adeptos al Secreto puedan tener oportunidad de romperlo. Estaría en deuda contigo si lo hiciesen con Pontifex.
La transformación que es el núcleo de Pontifex posee varias asimetrías y casos especiales que hacen difícil expresarla en unas pocas lineas claras y elegantes de matemáticas. Casi hay que escribirla en seudocódigo. Pero ¿por qué conformarse con el seudocódigo cuando puedes hacerlo de verdad? Lo que sigue es Pontifex escrito como código Perl. La variable $D contiene la permutación de 54 elementos. La subrutina e genera los siguientes valores del flujo de clave mientras hace evolucionar a $D.
#!/usr/bin/perl-s
$f=$d?-l:l;$D=pack('C*',33..86);$p=shift;
$p=~y/a-z/A-Z/; $U='$D=~s/(.*)U$/U$1/;
$D=~ s/U(.)/$lU/;';($V-$U)-s/U/V/g;
$p=~ s/[A-Z]/$k=ord($&)-64,$e/eg;$k=0;
while(O) {y/a-z/A-Z/;y/A-Z//dc;$o.-$_}$o.='X'
while length($o)%5&&!$d;
$o=~s/./chr(($f*&e+ord($&)-13)%26+65)/eg;
$o=~s/X*$// if $d;$o=~s/.{5}/$&/g;
print«$o\n»;sub v{$v=ord(substr(ÍD,$_[0]) )-32;
$v>53?53:$v]
sub w{$D=~s/(.{$_[0]))(.*)(.)/$2$l$3/]
sub e{eval«$U$V$V»;$D=~s/( .*)([UV].*[UV])(.*)/$3$2$l/;
&w(&v(53));$k?(&w($k)):($c=&v(&v(0)),$O52?&e:$c)]
También hay un mensaje de su abogado de divorcios en California, que imprime y se mete en el bolsillo de la camisa para saborearlo mientras esté atrapado en el tráfico. Baja en el ascensor y coge un taxi hasta el Hotel Manila. Eso (atravesar Manila en taxi) sería una de las experiencias más memorables de su vida si fuese la primera vez que lo hace, pero es la enésima vez, así que no registra nada. Por ejemplo, ve dos coches que han chocado entre sí bajo una gigantesca señal de carretera que dice NO VIRAJE BRUSCO, pero realmente no se da cuenta.
Estimado Randy,
Lo peor ha pasado, ¡Charlene y (lo que es más importante) su abogado parecen haber aceptado, por fin, que no estás sentado sobre un montón de oro en Filipinas! Ahora que tus millones imaginarios ya no confunden la situación, podemos decidir cómo disponer de los elementos valiosos que si posees: principalmente, la casa. Seria mucho más complicado si Charlene quisiese permanecer allí; sin embargo, parece que ha conseguido un trabajo en Yale, lo que significa que ella está tan deseosa de vender la casa como tú. La duda seria, entonces, cómo deberían dividirse las ganancias. Su posición parece ser (y no me sorprende) que el inmenso incremento del valor de la casa desde que la compraste es consecuencia del cambio en el mercado inmobiliario, no importan para nada el cuarto de millón de dólares que gastaste apuntalando los cimientos, reemplazando la fontanería, etc., etc.
Doy por supuesto que conservas todos los recibos, cheques cobrados y demás pruebas de todo el dinero que invertiste en mejoras, porque eres ese tipo de hombre. Me ayudarla mucho si pudieses buscar todo eso y entregármelo para poder esgrimirlos en mis siguientes conversaciones con el abogado de Charlene. ¿Puedes? Comprendo que te resultará inconveniente. Sin embargo, como has invertido la mayor parte de tu dinero en esa casa, hay mucho en juego.
Randy se mete la página en el bolsillo de la camisa y comienza a planear un viaje a California.
La mayor parte de los locos del baile de salón de esta ciudad pertenecen a la clase social que se puede permitir coches y chóferes. Los coches están alineados por toda la entrada del hotel y en la calle, esperando a descargar a sus pasajeros, cuyos relucientes vestidos largos son visibles incluso a través de las lunas tintadas. Los encargados hacen soplar los silbatos y realizan gestos con los guantes blancos, dirigiendo los coches hacia el aparcamiento, donde se solidifican formando un mosaico ajustado. Algunos de los chóferes ni se molestan en salir, limitándose a reclinar los asientos para echar un sueñecito. Otros se reúnen bajo un árbol en un extremo del aparcamiento para fumar, contar chistes y agitar las cabezas en aturdida diversión ante el mundo en la forma en que sólo pueden agitarlas los miembros endurecidos del Tercer Mundo que sufren de shock del futuro.
Como ha temido tanto esta situación, podría pensarse que Randy se limitaría a recostarse y saborear el retraso. Pero al igual que arrancarse un esparadrapo de una zona peluda del cuerpo, es una operación que es mejor hacer con rapidez y de golpe. Mientras se detienen al final de la línea de limusinas, le larga dinero al sorprendido taxista, abre la puerta y recorre a pie la última manzana hasta el hotel. Puede sentir los ojos de las filipinas perfumadas con vestidos largos recorriendo su espalda como las miras láser de rifles de comando.
Filipinas avejentadas con trajes de gala han recorrido de un lado a otro el vestíbulo del Hotel Manila desde que Randy conoce el lugar. Apenas las notaba los primeros meses que pasó viviendo allí. La primera vez que aparecieron asumió que se estaba realizando alguna función en el gran salón de baile: quizá una boda, quizá se estaba presentando una demanda colectiva por parte de las participantes avejentadas en concursos de belleza contra la industria de la fibra sintética. Hasta ahí llegó antes de dejar de quemar su circuitería mental en intentar comprenderlo todo. Buscar una explicación a todo lo extraño que puedas ver en Filipinas es como intentar sacar hasta la última gota de agua de lluvia de una rueda deshinchada.
Los Shaftoe no le esperan en la puerta para contarle que todo ha sido una broma, así que Randy cuadra los hombros y atraviesa con terquedad el amplio vestíbulo, totalmente solo, como un soldado confederado en la Carga del general Picket en Gettysburg, el último hombre de su regimiento. Frente a la puerta del gran salón de baile hay plantado un fotógrafo con un tupé a lo Ronald Reagan y un esmoquin blanco, sacando fotografías a los que entran, con la esperanza que al salir le paguen por las copias. Randy le dirige tal mirada cruel que el dedo del hombre se retira del botón. Luego no queda más que atravesar las grandes puertas para llegar al salón de baile, donde, bajo luces giratorias de colores, cientos de filipinas bailan, en su mayoría con hombres mucho más jóvenes, bajo la tensión de la música reprocesada de los Carpenters generada por una pequeña orquesta situada en una esquina. Randy intercambia unos pesos por un ramillete de flores de sampaguita. Sosteniéndolo con el brazo totalmente extendido para no caer en un coma diabético por sus olores, inicia una circunnavegación magallánica de la pista de baile, que está rodeada por un atolón de mesas redondas adornadas con manteles de hilo blanco, velas y ceniceros de vidrio. En una de las mesas se encuentra sentado un hombre con un fino bigote, con la espalda a la pared, un teléfono móvil pegado a la cabeza, y un lado del rostro iluminado fluoroscópicamente por la misteriosa luz verde del teclado. Del puño le sobresale un cigarrillo.
La abuela Waterhouse insistió en que el Randy de siete años tomase clases de baile de salón porque era seguro que algún día le sería útil. Él no estaba de acuerdo. El acento australiano de la abuela se había vuelto altivo y británico en las décadas que habían pasado desde su llegada a Estados Unidos, o quizá no fuese más que su imaginación. Se sentaba allí, perfectamente tiesa como siempre, sobre el sofá tapizado de cretona floreada comprado en Gomer Bolstrood, visibles a su espalda las resecas colinas de Palouse a través de las cortinas de encaje, bebiendo té de una taza de porcelana decorada con, ¿qué era, rosas lavanda? Cuando inclinaba la taza, el Randy de siete años debía de ser capaz de leer el nombre de la compañía en el fondo. La información debe estar almacenada en algún sitio de su memoria inconsciente. Quizá un hipnotizador pudiese extraerla.
Pero el Randy de siete años tenía otra cosa en mente: protestar, en los términos más fuertes posibles, la afirmación de que el baile de salón pudiese llegar a serle de utilidad. Al mismo tiempo, estaba siendo condicionado. Ideas implausibles, incluso ridículas, iban empapando su cerebro, invisibles e inodoras como el monóxido de carbono: que el Palouse era un paisaje normal. Que el cielo era azul en todas partes. Que una casa debería tener ese aspecto: con cortinas de encaje, vidrieras y habitación tras habitación de mobiliario Gomer Bolstrood.
—Conocí a tu abuelo Lawrence en un baile, en Brisbane —anunció Abuela. Estaba intentando decirle que él, Randall Lawrence Waterhouse, ni siquiera existiría si no fuese por el baile de salón. Pero Randy ni siquiera sabía todavía de dónde venían los niños y probablemente no lo hubiese comprendido a pesar de haberlo sabido. Randy se puso tieso, recordando su postura, y le hizo una pregunta: ¿ese encuentro en Brisbane se produjo cuando ella tenía siete años, o, quizá, un poco más tarde?
Quizá si hubiese vivido en una caravana, el Randy adulto habría enterrado su dinero en un fondo común de inversión, en lugar de pagar diez mil dólares a un soi-disant artesano de San Francisco para que instalase vidrieras alrededor de la entrada principal, como en la casa de Abuela.
Produce grandes cantidades de diversión duradera a los Shaftoe pasando al lado de su mesa sin reconocerlos. Mira directamente a la compañera de Doug Shaftoe, una hermosa Filipina, probablemente de unos cuarenta años, que está manifestando un enérgico argumento. Sin apartar los ojos de Doug y Amy Shaftoe, la mujer alarga un brazo largo y grácil y agarra la muñeca de Randy al pasar junto a ellos, tirando de él como un perro con una correa. Luego lo retiene mientras termina la frase y después levanta la vista para dirigirle una amplia sonrisa. Randy se la devuelve respetuoso, pero no le dedica toda la atención a la que ella está acostumbrada, porque está algo preocupado por el espectáculo de America Shaftoe con un vestido.
Por suerte, Amy no ha intentado adoptar el aspecto de reina de la fiesta. Viste un modelo negro ajustado de largas mangas que ocultan sus tatuajes, y panties negros, en lugar de medias. Randy le da las flores, como un quarterback ofreciéndole el balón a un corredor. Ella las acepta con expresión torcida, como un soldado herido mordiendo la bala. Ironías aparte, tiene un brillo en los ojos que él no ha visto nunca antes. O quizá no sea más que luz de la bola de espejo, reflejando lágrimas inducidas por el humo de tabaco. Siente en las entrañas que ha hecho lo correcto al presentarse. Como todas las sensaciones en las entrañas, sólo el tiempo dirá si es algo más que un autoengaño patético. Medio temía que ella sufriera alguna transformación de película y se convirtiese en una diosa radiante, lo que tendría el mismo efecto en Randy que un hachazo en la base del cráneo. El hecho en cuestión es que ella tiene muy buen aspecto, pero posiblemente se sienta tan fuera de lugar como Randy en su traje.
Abriga la esperanza de que puedan acabar con el asunto del baile para poder huir del edificio protagonizando una fuga de Cenicienta, pero le piden que se siente. La orquesta hace una pausa, y los bailarines vuelven a las mesas. Doug Shaftoe está tendido cómodamente en su silla con la confianza masculina de un hombre que no sólo ha matado gente sino que, además, escolta a la mujer más hermosa de la sala. Su nombre es Aurora Taal, y reparte su mirada de Láncome sobre las otras filipinas con la diversión controlada de quien ha vivido en Boston, Washington y Londres y, habiéndolo visto todo, ha decidido de todas formas vivir en Manila.
—Bien, ¿has descubierto algo más sobre ese personaje Rudolf von Hacklheber? —pregunta Doug, después de unos minutos de charla insustancial.
Se entiende que Aurora debe conocer todo el secreto. Doug comentó, hace semanas, que cierto número de filipinos sabían lo que hacían y que se podía confiar en ellos.
—Era matemático. Pertenecía a una familia de Leipzig. Se encontraba en Princeton antes de la guerra. De hecho, sus años de estancia se solapan con los de mi abuelo.
—¿Qué tipo de matemáticas practicaba, Randy?
—Antes de la guerra se ocupaba de teoría de números. Que no nos dice nada sobre lo que hacía durante la guerra. No me sorprendería que hubiera acabado trabajando en la estructura criptográfica del Tercer Reich.
—Lo que no explicaría cómo acabo aquí.
Randy se encoge de hombros.
—Quizá realizaba trabajos de ingeniería en una nueva generación de submarinos. No lo sé.
—Así que el Reich lo metió en alguna operación secreta, que al final lo mató —dice Doug—. Supongo que nosotros mismos hubiésemos podido llegar a esa conclusión.
—Entonces, ¿por qué has mencionado la criptografía? —pregunta Amy. Ella posee una especie de detector de metales emocional que se pone a rugir cuando llega a las inmediaciones de suposiciones ocultas e impulsos reprimidos con rapidez.
—Supongo que tengo la criptografía metida en el cerebro. Y, si existía alguna conexión entre Von Hacklheber y mi abuelo…
—¿Se dedicaba tu abuelo a la criptografía, Randy? —pregunta Doug.
—Nunca habló de lo que hacía durante la guerra.
—Es habitual.
—Pero tenía un arcón en el ático. Un recuerdo de guerra. En realidad me recuerda a un arcón lleno de material criptográfico nipón que vi hace poco en una cueva de Kinakuta. —Doug y Amy lo miran fijamente—. Probablemente no sea nada —concede Randy.
La orquesta inicia una melodía de Sinatra. Doug y Aurora se sonríen el uno al otro y se ponen en pie. Amy pone los ojos en blanco y aparta la vista, pero ahora toca cumplir o callarse, y Randy no puede concebir ninguna otra salida. Se pone en pie y extiende la mano a aquella que teme y ansia, y ella, sin mirar, alarga la suya y la toma.
Randy arrastra los pies, lo que no es forma de bailar bonito pero evita pisar los metatarsos de la acompañante. Esencialmente, Amy no es mejor que él, pero muestra mejor actitud. Para cuando llegan al final del primer baile, Randy al menos ha alcanzado el punto en que ya no le arde la cara, y lleva treinta segundos sin tener que disculparse por nada, y sesenta segundos sin preguntar a su compañera si precisa atención médica. Luego termina la canción, y las circunstancias dictan que debe bailar con Aurora Taal. Es menos intimidante; aunque ella está llena de glamour y es buena bailarina, su relación no es tal que permita la posibilidad de grotescos tanteos prerrománticos. Además, Aurora sonríe mucho, y tiene una sonrisa realmente espectacular, mientras que el rostro de Amy es todo preocupación. Se anuncia el siguiente baile como elección de las damas, y Randy intenta establecer contacto visual con Amy cuando se encuentra con esa diminuta filipina de mediana edad preguntándole a Aurora si le importaría mucho. Aurora lo confía a la otra dama como si fuese un contrato de futuro sobre tripas de cerdo en el mercado de materias primas, y de pronto Randy y la dama bailan el doble paso de Tejas al ritmo de una melodía de los Bee Gees anterior a la era disco.
—Bien, ¿ya ha encontrado fortuna en las Filipinas? —pregunta la dama, cuyo nombre Randy no ha acabado de pillar. Ella actúa como si esperase que él la conociese.
—Eh, mi socio y yo exploramos posibilidades mercantiles —dice Randy—. Quizá tengamos fortuna.
—Tengo entendido que es bueno con los números —dice la dama.
Ahora mismo Randy se está devanando los sesos. ¿Cómo sabe esa mujer que él se dedica a las cifras?
—Soy bueno en matemáticas —dice al fin.
—¿No es eso lo que he dicho?
—No, en realidad los matemáticos en la medida de lo posible se mantienen alejados de los números concretos. Nos gusta hablar de números sin tener que exponernos a ellos… para eso están los ordenadores.
La mujer no permitirá una negativa; tiene un guión y es fiel a él.
—Tengo un problema matemático para usted —dice la dama.
—Dispare.
—¿Cuál es el valor de la siguiente información: quince grados, diecisiete minutos, cuarenta y uno coma tres segundos norte, y ciento veintiún grados, cincuenta y siete minutos, cero coma cinco cinco segundos este?
—Eh… no lo sé. Suena a latitud y longitud. Noreste de Luzón, ¿no?
La dama asiente.
—¿Quiere que le diga el valor de esos números?
—Sí.
—Supongo que depende de lo que haya allí.
—Supongo que sí —dice la dama. Y eso es todo lo que dice durante el resto del baile. Aparte de felicitar a Randy por sus habilidades en la pista de baile, comentario cuya interpretación le resulta igualmente difícil.