REGRESO

«VOLVERÉ», escribió Randy en su primer mensaje de correo a Amy cuando llegó a Tokio. Regresar a Filipinas no es en absoluto una buena idea, y probablemente no es el tipo de cosa que el antiguo y sereno Randy hubiese siquiera considerado. Pero aquí está, en una playa del Sultanato de Kinakuta, a la sombra de la ciudadela de Tom Howard, cubierto de protector solar y lleno de dramamina hasta las orejas, preparándose para regresar. Al considerar que la perilla le haría fácil de identificar, se la afeitó, y suponiendo que allí a donde va (siendo la jungla, la cárcel y el fondo del mar las tres posibilidades más probables) el pelo es inútil, se pasó la maquinilla por la cabeza y se lo dejó parejo a un octavo de pulgada. Eso a su vez ha hecho necesario encontrar un sombrero, para evitar las quemaduras en el cráneo por radiación, y el único sombrero en la casa de Tom Howard que le entra a Randy es uno australiano que algún contratista cefalomegálico de Australia se dejó abandonado, evidentemente debido a que su olor había empezado a atraer a roedores nocturnos con tendencia a mascar lo que se les pusiese por delante.

Sobre la playa hay un pamboat, y niños badjaos, como para llenar dos familias, juegan por los alrededores, exactamente como los niños en un área de descanso de la interestatal cuando saben que en diez minutos tendrán que volver a subirse a la camioneta. El casco principal del barco ha sido tallado a partir de un único árbol de bosque tropical, sin exagerar, de cincuenta pies de largo, lo suficientemente estrecho en el punto más ancho como para que Randy pueda sentarse en medio y tocar los bordes con las manos extendidas. La mayor parte del casco está cubierta por un techado de palmas, casi por completo gris marrón debido a la edad y la sal marina, aunque una mujer anciana está remendando una zona con hojas frescas e hilo de plástico. A cada lado, un estabilizador estrecho de bambú está conectado al casco por varas de bambú. Hay una especie de puente que sobresale mucho de la proa, pintado de rojo y verde brillantes y con fiorituras amarillas, como cadenas de remolinos lanzadas a la estela del barco y que reflejasen los colores de la puesta de sol tropical.

Hablando de la cual, el sol se está poniendo ahora mismo, y se están preparando para sacar el último cargamento de oro del casco del pamboat. El terreno desciende de forma tan precipitada hacia la playa que no hay acceso por carretera, lo que probablemente sea positivo porque desean que esa operación sea lo más privada posible. Pero Tom Howard, cuando estaba construyendo su casa, hizo que trajesen un montón de materiales bastante pesados, así que ya hay colocada una pequeña sección de raíles. Suena más impresionante de lo que es: un par de vigas de acero, ya oxidadas, sostenidas por ligaduras de cemento medio enterradas, suben una pendiente de cuarenta y cinco grados durante cincuenta yardas hasta una pequeña meseta accesible por una carretera privada. Allí tiene un cabestrante diesel que se puede usar para subir cosas por los raíles. Es más que suficiente para la labor de hoy, que es mover un par de cientos de kilogramos de lingotes —el oro restante del submarino hundido— desde la playa hasta la cámara acorazada en la casa. Mañana, él y los otros lo llevarán con tranquilidad en el camión al centro de Kinakuta y lo convertirán en cadenas de bits que indicarán números muy grandes con importantes propiedades criptológicas.

Los badjao comparten la misma exasperante negativa a ser exóticos que Randy ha encontrado en todos los lugares a los que ha viajado: el tipo que lleva todo el circo insiste en que su nombre es Leon, y los chicos en la playa adoptan continuamente poses estereotipadas de artes marciales y gritan «¡hi-yaaa!» que Randy sabe que es algo relacionado con los Power Rangers, porque los chicos de Avi hacían lo mismo hasta que su padre prohibió todas las emulaciones de los Power Rangers en el interior de la casa. Cuando Leon descarga el primer cajón de oro del puente alto del pamboat, y medio se entierra por sí solo en la blanda arena, Avi se acerca e intenta emitir una especie de plegaria solemne en hebreo en honor a los muertos, y consigue emitir como media docena de fonemas antes de que dos de los chicos badjaos, habiéndole identificado como un objeto estacionario permanente, deciden emplearle como pantalla táctica, y toman posiciones a ambos lados de su cuerpo gritándose el uno al otro. Avi no está tan pagado de sí mismo como para no apreciar el humor de la situación, pero tampoco es tan sentimental como para que no se le note que desea estrangularlos.

John Wayne patrulla la playa con un cigarrillo y una escopeta de repetición. Douglas MacArthur Shaftoe considera que la probabilidad de un ataque de submarinistas es muy baja porque el oro del pamboat sólo vale dos millones y medio de dólares, una cantidad que apenas justifica nada tan complejo, y caro, como un asalto por mar. John Wayne necesita estar aquí en caso de que alguien tenga la impresión equivocada de que de alguna forma han conseguido meter en el pamboat diez o veinte veces esa cantidad de oro. Parece bastante improbable desde un punto de vista hidrodinámico. Pero Doug dice que sobreestimar la inteligencia del enemigo es, en cualquier caso, más peligroso que infravalorarla. Él, Tom Howard y Jackie Woo están en lo alto de la colina protegiendo la carretera con rifles de asalto. Tom ha estado pavoneándose de verdad. Todas sus fantasías se están haciendo realidad en ese pequeño retablo.

Una caja de plástico grande cae a la arena, se abre y suena una masa de coral roto. Randy se acerca y ve hojas de oro dentro del caparazón de coral, con pequeños agujeritos. Para él, los agujeros son más interesantes que el oro.

Pero cada uno reacciona de forma diferente. Doug Shaftoe se muestra siempre conscientemente tranquilo y algo pensativo en presencia de una gran cantidad de oro, como si siempre hubiese sabido que estaba allí, pero tocarlo le hace pensar de dónde salió y lo que se hizo para mantenerlo donde estaba. La visión de un único lingote hizo que Goto Dengo casi vomitase su ternera de Kobe. Para Eberhard Föhr, que está en la cala dando unas brazadas, es la encarnación física del valor monetario, que para él, y el resto de Epiphyte, ha sido en su mayoría una abstracción matemática, una aplicación práctica de una sub-sub-sub-rama en particular de la teoría de números. Así que para él tiene la atracción intelectual pura de una roca lunar o un diente de dinosaurio. Tom Howard lo ve como la manifestación de algunos principios políticos que son casi tan puros, y están tan alejados de la realidad humana, como la teoría de números. Mezclado con todo está su sensación de vindicación personal. Para Leön el Gitano del Mar, no es más que una carga a llevar desde el punto A al punto B, por lo que se le compensará con algo más útil. Para Avi, es una mezcla inextricable de lo sagrado y lo satánico. Para Randy —y si cualquiera lo descubriese, se sentiría terriblemente avergonzado, y admitiría con total libertad que es empalagoso— es lo más cercano que tiene ahora mismo a una conexión física con su amada, ya que ella misma estaba sacando esos lingotes del submarino no hace ni unos días. Y la verdad, ahora mismo es lo único que realmente le importa de ese oro. De hecho, desde los días en que decidió contratar a Leon para llevarle por el mar de Sulu hasta la zona sur de Luzón, ha tenido que recordarse una y otra vez que el propósito nominal del viaje es abrir el Gólgota.

Después de descargar el oro, y de que Leon haya recogido algunos suministros, Tom Howard saca una botella de whisky de malta, contestando al fin a la pregunta de Randy de quién compra en la tiendas libres de impuestos de los aeropuertos. Todos se reúnen en la playa para brindar. Randy se siente un poco inquieto al unirse al círculo, porque no sabe sobre qué proponer un brindis si le cae encima esa responsabilidad. ¿Desenterrar el Gólgota? En realidad no puede beber por eso. La unión de mentes entre Avi y Goto Dengo fue una chispa que atravesó el aire —súbita, deslumbrante y algo aterradora— y depende de su entendimiento compartido de que todo ese oro es dinero manchado de sangre, de que el Gólgota es una tumba que están a punto de profanar. Así que no es precisamente algo por lo que brindar. Entonces, ¿qué tal un brindis por algún elevado principio abstracto?

Aquí Randy tiene otro problemilla, una idea que se le ha estado metiendo en la cabeza mientras se encontraba en la playa bajo la casa de cemento de Tom Howard: la libertad perfecta que Tom ha encontrado en Kinakuta es una flor cortada en un jarrón de cristal. Es preciosa, pero está muerta, y la razón de que esté muerta es que se la ha separado de la tierra en la que germinó. ¿Y cuál es exactamente esa tierra? En una primera aproximación podría decirse que es «América», pero es un poco más complicado; América no es más que la manifestación más difícil de ignorar de un sistema filosófico y cultural que puede verse en muy pocos lugares. No en muchos. Ciertamente no en Kinakuta. La avanzada más cercana no está muy lejos: los filipinos, con todas sus limitaciones en lo que a derechos humanos se refiere, han asimilado hasta la médula todo el concepto occidental de la libertad, de tal forma que podría argumentarse que eso les ha retrasado en el frente económico en comparación con otros países asiáticos donde a nadie le importan una mierda los derechos humanos.

Al final no tiene mayor importancia; Douglas MacArthur Shaftoe pretende brindar por una buena travesía. Hace dos años a Randy le hubiese parecido un gesto banal y simplón. Ahora comprende que es el reconocimiento implícito de Doug de la ambigüedad moral del mundo, y un golpe preventivo bastante inteligente contra cualquier otra retórica más inflamada. Randy se traga el whisky de un trago y dice:

—Vamos a ello. —Lo que también es increíblemente trillado, pero la verdad es que esto de reunirse-en-un-círculo-en-la-playa ya le pone nervioso; firmó para unirse a una aventura empresarial, no para unirse a un conciliábulo.

El resultado son cuatro días en el pamboat. Navega a diez kilómetros por hora día y noche, y no se aparta de las aguas costeras poco profundas del mar de Sulu. Tienen suerte con el tiempo. Se detienen dos veces en Palawan y una vez en Mindoro para recoger diesel e intercambiar bienes sin especificar. La carga va en el casco, y la gente en la cubierta, que no es más que unos tablones tendidos de un lado a otro. Randy se siente más redomadamente solitario que desde que era un adolescente rarito, pero no se siente triste. Duerme mucho, perspira, bebe agua, lee un par de libros y juega con su nuevo receptor GPS. Su característica más destacable es una antena externa en forma de champiñón que puede recibir señales débiles, lo que debería venirle bien en medio de una jungla tupida. Randy ha grabado la latitud y longitud del Gólgota en la memoria del aparato, así que pulsando un par de botones puede comprobar instantáneamente a qué distancia está, y en qué dirección. Desde la playa de Tom Howard son casi mil kilómetros. Cuando el pamboat entierra por fin la nariz en una marisma al sur de Luzón, y Randy chapotea hasta la orilla a pleno estilo MacArthur, la distancia es sólo de cuarenta kilómetros. Pero frente a él se alzan volcanes ruinosos, negros y cubiertos de niebla, y sabe por experiencia que cuarenta kilómetros en esa zona serán mucho más difíciles que los primeros novecientos sesenta.

El campanario de una vieja iglesia española se eleva, a no mucha distancia, sobre las palmas de los cocoteros, tallado con bloques de material volcánico que comienzan relucir bajo la suave luz de otra maravillosamente alucinante puesta de sol tropical. Después de cargar con algunas botellas extras de agua y decir adiós a León y su familia, Randy camina en dirección al campanario. Durante el trayecto, borra de la memoria del GPS la posición del Gólgota, por si se lo confiscan o se lo roban.

La siguiente idea que le viene a la cabeza dice algo sobre su estado mental general: que los frutos son los genitales de los árboles es totalmente evidente cuando miras a un conjunto de jóvenes cocos hinchados cobijados en las ingles oscuras y peludas de una palmera. Es sorprendente que los misioneros españoles no erradicasen la especie. En todo caso, para cuando ha conseguido llegar a la iglesia, ha pillado un séquito de pequeños niños filipinos que aparentemente no están acostumbrados a ver cómo los hombres blancos se materializan de la nada. No es que a Randy le parezca una alegría genial, pero se conforma con que nadie llame a la policía.

Un vehículo todo terreno nipón de estilo adorable y de la escuela alarmante de alto-centro-de-gravedad está aparcado frente a la iglesia, rodeado por aldeanos impresionados. Randy se pregunta si podrían llamar más la atención. Un chófer de unos cincuenta años está inclinado contra el parachoques delantero fumando un cigarrillo y charlando con algunos dignatarios locales: un sacerdote y, por amor de Dios, un policía con un puto rifle. Parece que todos los presentes están fumando Marlboro, cigarrillos que aparentemente ha distribuido como gesto de buena voluntad. Randy tiene que volver a la forma de pensar de Filipinas: la forma de entrar con sigilo en un país no es montar una operación secreta, arrastrándose en medio de la noche hasta una playa aislada vestido con un traje de submarinista negro mate, sino limitarse a pasearse por allí y hacerse amigo de todos los que te ven. Porque no son imbéciles: van a verte.

Randy fuma un cigarrillo. No lo había hecho nunca hasta hace unos meses, cuando se le metió en la cabeza que se trataba de un gesto social, que algunas personas se toman como un insulto si rechazas el cigarrillo que te ofrecen, y que en cualquier caso fumar un par de veces no iba a matarle. Ninguna de estas personas, exceptuando al chófer y el sacerdote, hablan ni una palabra de inglés, y por tanto esa es la única forma en que puede comunicarse con ellos. En cualquier caso, considerando todos los cambios que ha sufrido, ya que está ¿por qué coño no iba a convertirse en fumador? Quizá la próxima semana se esté chutando heroína. Para ser nocivos y letales, los cigarrillos son asombrosamente agradables.

El nombre del chófer es Matthew, y realmente resulta no tanto ser un chófer como un carismático negociador/solucionador, un facilitador, un nivelador de carreteras humano. Randy se limita a permanecer allí pasivo, mientras Matthew con alegría y de forma divertida consigue que puedan liberarse de esa reunión ciudadana improvisada, una labor que sería probablemente casi imposible si el sacerdote no fuese claramente cómplice. El policía mira al sacerdote para que le indique lo que debe hacer, y el sacerdote le dice algo complicado con una serie de miradas y gestos, y en cierta forma, de algún modo, Randy llega a colocarse en el asiento de pasajeros del vehículo y Matthew se sitúa tras el volante. Bien pasada la puesta de sol salen rodando del pueblecito recorriendo la execrable carretera de un solo carril, seguidos por niños que corren junto a ellos con las manos en el coche, como si fuesen agentes del Servicio Secreto. Pueden hacerlo durante un buen rato porque deben recorrer algunos kilómetros antes de que la carretera mejore lo suficiente para que Matthew pueda abandonar la primera.

Esta no es una parte del mundo donde tenga sentido conducir de noche, pero está claro que a Matthew no le interesaba pasar la noche en el pueblecito. Randy tiene una idea bastante razonable sobre lo que va a suceder ahora: muchas horas de conducir lentamente por carreteras tortuosas, medio bloqueadas por montones recién recogidos de cocos, entorpecidas por pedazos de troncos arrojados siguiendo los pasos de peatones para obligar a reducir la velocidad y evitar que los niños y los perros sean atropellados. Echa el asiento hacia atrás.

Una luz brillante entra en torrente en el coche y piensa: bloqueo, policías, luces. La luz está bloqueada por una silueta. Se produce un ruido en la ventanilla. Randy mira a un lado y ve que el asiento del conductor está vacío, y que la llave no está en el contacto. El vehículo está frío y dormido. Se sienta derecho y se frota la cara, en parte porque necesita que la froten y en parte porque probablemente sea inteligente mantener las manos a la vista. Más golpecitos en el parabrisas, cada vez más impacientes. Las lunas están cubiertas de vaho y sólo puede ver formas. La luz tiene un tono rojizo. Tiene una erección totalmente inapropiada. Randy busca el control de la ventanilla, pero los elevalunas son eléctricos y no funcionan a menos que esté en marcha. Busca por la portezuela hasta que descubre cómo quitarle el seguro, y casi de inmediato se abre de golpe y alguien entra con él.

Acaba sobre el regazo de Randy, tendida de lado sobre su cuerpo, con la cabeza sobre su pecho.

—Cierra la puerta —dice Amy, y Randy lo hace.

Luego ella se retuerce hasta estar cara a cara con él, y su centro de gravedad pélvico se roza sin piedad contra la enorme zona generalizada entre su ombligo y sus muslos que, en los últimos meses, se ha convertido en un enorme órgano sexual. Amy le agarra el cuello entre los antebrazos y sostiene el apoyacabezas. Randy está atrapado. Ahora lo evidente sería un beso, y ella se mueve en esa dirección, pero luego se lo piensa mejor, porque parece que en esta ocasión es preciso mirarse fijamente durante un buen rato. Así que se miran durante probablemente un minuto. No es una mirada edulcorada la que comparten, nada romántico en absoluto, más bien una mirada de «en qué coño nos hemos metido». Como si fuese realmente importante para los dos que aprecien mutuamente la importancia de todo. Emocionalmente, sí, pero también desde un punto de vista legal y, a falta de un término mejor, desde el militar. Pero una vez que Amy se convence de que su chico realmente lo comprende, se permite una sonrisilla vagamente incrédula que florece para convertirse en una sonrisa en toda regla, y luego emite lo que en una mujer menos armada podría caracterizarse como una risita tonta, y a continuación, sólo por parar, tira fuerte del apoyacabezas y une su rostro con el de Randy, y después de diez latidos de olisqueos exploratorios y caricias con el hocico, le besa. Es un beso casto que requiere mucho tiempo para abrirse, que es totalmente consistente con la aproximación cautelosa y sardónica que Amy manifiesta ante todo, y también con la hipótesis, comentada en una ocasión cuando conducían hacia Whitman, de que sea efectivamente virgen.

En este momento la vida de Randy está esencialmente completa. Ha llegado a comprender durante toda la operación que la luz que penetra por las ventanillas es efectivamente la luz del amanecer, e intenta contener la idea de que «es un buen día para morir» porque tiene claro que aunque es posible que a partir de ese momento llegue a vivir para ganar mucho dinero, volverse famoso o lo que sea, nada va a ser mejor que esto. Amy también lo sabe, y hace que el beso dure mucho tiempo antes de apartarse para respirar, inclinando la cabeza para apoyar la frente sobre el esternón de Randy, la curva de su cabeza siguiendo la de su garganta, como las líneas costeras de América del Sur y África. Randy casi no puede soportar la presión en su entrepierna. Aprieta con firmeza los pies contra el suelo del vehículo y se retuerce.

Amy se mueve con rapidez y decisión, agarrándole el dobladillo de la pernera izquierda de los shorts y tirando de ella casi hasta el ombligo, llevándose también los calzoncillos. Randy se libera y apunta, subiendo, agitándose ligeramente con cada latido del corazón, reluciente de salud (piensa con modestia) bajo la luz del amanecer. Amy lleva una especie de falda larga ligera, que de pronto ella lanza sobre Randy, produciendo momentáneamente el efecto de una tienda de campaña. Pero ella está en marcha, quitándose la ropa interior, y luego, antes de que Randy tenga tiempo de creérselo, se sienta encima de él, con fuerza, produciendo una descarga casi eléctrica. Luego deja de moverse desafiándole.

Los dedos de los pies de Randy producen un ruido audible. Levanta su cuerpo y el de Amy en el aire, experimenta una especie de alucinación sinestética muy similar a la famosa escena del «salto al hiperespacio» de Star Wars. ¿O quizás ha saltado el airbag por accidente? A continuación emite como una pinta imperial de semen —es una serie aparentemente sin fin de eyaculaciones, cada una relacionada con la siguiente por nada más que el salto de fe de que otra está por venir— y al final, como todas las cosas construidas sobre la fe y la esperanza, deja de suceder, y a continuación Randy se queda sentado completamente quieto hasta que su cuerpo se da cuenta de que lleva un rato sin respirar. Llena los pulmones por completo, extendiéndolos, lo que le sienta casi tan bien como el orgasmo, y luego abre los ojos, ella le está mirando perpleja, pero (¡gracias a Dios!) no parece estar horrorizada o indignada. Randy se sienta bien, lo que fuerza su culo en un gesto no del todo desagradable. Entre eso, y los muslos de Amy, y otras penetraciones, no va a ir a ningún sitio durante un buen rato, y teme ligeramente lo que Amy vaya a decir, ella dispone de un amplio menú de posibles respuestas a todo eso, la mayoría de ellas a costa de Randy. Amy planta una rodilla, se levanta, le agarra la camisa hawaiana y se limpia un poco. Luego abre la puerta, le da un par de golpecitos en las mejillas peludas, y dice:

—Aféitate. —Y sale del escenario por la izquierda. Randy puede ahora comprobar que, efectivamente, el airbag no se ha disparado. Y sin embargo tiene la misma sensación de cambio súbito en su vida que podría tener después de sobrevivir a un accidente de coche.

Está hecho un asco. Por suerte tiene la bolsa en el asiento trasero, con otra camisa.

Unos minutos después sale por fin del vehículo y da un vistazo a lo que le rodea. Se encuentra en una comunidad construida sobre una meseta inclinada con algunos cocoteros muy espaciados y muy altos dispersos por ahí. Hacia abajo, lo que parece ser más o menos el sur, hay un patrón de vegetación que Randy reconoce como una plantación a tres niveles: piñas en el suelo, cacao y café a nivel de la cabeza, cocos y plátanos por encima. Las hojas amarillo verdosas de los plataneros son especialmente atractivas, en apariencia lo suficientemente grandes como para extenderlas y tomar el sol encima. Hacia el norte, y colina arriba, una jungla intenta derribar una montaña.

El lugar en el que se encuentra es evidentemente reciente, medido por un topógrafo de verdad, diseñado por gente con educación, pagado por alguien que se puede permitir láminas de estaño corrugado totalmente nuevas, tubos de desagüe y cableado eléctrico. Tiene algo en común con un pueblo normal de Filipinas en que está construido alrededor de una iglesia. En este caso la iglesia es pequeña —Enoch la llamó una capilla—, pero que fue diseñada por estudiantes finlandeses de arquitectura le quedaría claro a Randy incluso si Root no lo hubiese divulgado. Tiene un poco de esa tensión de Bucky Fuller, muchos cables expuestos y en tensión radiando de los extremos de puntales tubulares, todos colocados para soportar un tejado que no es una única superficie sino un sistema de fragmentos curvos. A Randy le parece terriblemente bien diseñado, porque ahora juzga los edificios únicamente por el criterio de su capacidad para soportar los terremotos. Root le dijo que fue construida por los hermanos de la orden misionera y por voluntarios locales, empleando materiales donados por una fundación nipona que todavía intenta enmendar la guerra.

De la iglesia sale música. Randy mira la hora y descubre que es domingo por la mañana. Evita participar en la misa, con la excusa de que ya ha empezado y no quiere interrumpirla, y se dirige hacia el pabellón cercano —un tejado corrugado protegiendo un suelo de cemento cubierto de mesas de plástico— donde se sirve el desayuno. Provoca una violenta controversia en una bandada de gallinas que se le cruza por el camino, ninguna de las cuales parece capaz de saber cómo apartarse de su camino; están asustadas de su presencia, pero no tienen la organización mental suficiente para traducir ese miedo en un plan coherente de acción. A varias millas de distancia, un helicóptero vuela sobre el mar, perdiendo altitud a medida que se acerca a algún punto de aterrizaje en la jungla. Es un helicóptero de carga enorme y gratuitamente ruidoso de un modelo desconocido, y Randy sospecha vagamente que lo construyeron en Rusia para clientes chinos y que es parte de las operaciones de Wing.

Reconoce a Jackie Woo sentado frente a una de las mesas, bebiendo té y leyendo una revista. Amy está en la cocina adyacente, enzarzada en una charla de chicas en tagalo con un par de damas de mediana edad que se encargan de preparar la comida. Ese lugar parece bastante seguro, y por tanto Randy se detiene bajo cielo abierto, teclea los dígitos que sólo él y Goto Dengo conocen y toma una medida GPS. Según la máquina, no están a más de cuatro mil quinientos metros de distancia del túnel principal del Gólgota. Randy comprueba la dirección y determina que es colina arriba desde aquí. Aunque la jungla difumina la superficie de la tierra, cree que estará situado en el valle de un río cercano.

Cuatro mil quinientos metros parece ser imposiblemente cerca, y sigue ahí de pie, intentando convencerse de que su memoria funciona bien, cuando las voces irregulares de los creyentes llenan de pronto el poblado al abrirse las puertas de la iglesia. Enoch Root sale, vistiendo lo que (inevitablemente) Randy describiría como un traje de mago. Pero al caminar se lo quita para mostrar que debajo viste, como es razonable, de caqui, y le pasa la túnica a un joven acólito filipino que vuelve adentro con ella. Termina la canción y luego sale Douglas MacArthur Shaftoe, seguido de John Wayne y varias personas que parecen ser del pueblo. Todos se dirigen al pabellón. El estado de alerta producido por estar en un lugar nuevo combinado con las consecuencias neurológicas de un orgasmo asombrosamente intenso y largo, han dejado a Randy con sentidos más agudos, y una mente más clara de lo que ha estado nunca, y se siente impaciente por ponerse en marcha. Pero no puede negar la inteligencia de tomar primero un buen desayuno, así que les da la mano a todos y se sienta con los otros. Se produce una pequeña charla sobre su viaje en pamboat.

—Tus amigos deberían haber venido por ese método —dice Doug Shaftoe, y luego le explica que Avi y los dos Goto se suponía que llegarían aquí ayer, pero fueron retenidos en el aeropuerto durante varias horas y luego tuvieron que volver a Tokio mientras se aclaraba un misterioso problema inmigratorio.

—¿Por qué no fueron a Taipei o Hong Kong? —se pregunta Randy en voz alta, ya que ambas ciudades están mucho más cerca de Manila. Doug le mira con expresión vacía y comenta que esas dos son ciudades chinas, y le recuerda que el supuesto adversario es ahora el general Wing, quien tiene mucho poder en sitios así.

Ya hay preparadas varias mochilas, cargadas en su mayoría con agua embotellada. Después de que todos hayan tenido su oportunidad de tragar el desayuno, Douglas MacArthur Shaftoe, Jackie Woo, John Wayne, Enoch Root, America Shaftoe y Randall Lawrence Waterhouse cargan con ellas. Comienzan a caminar colina arriba, saliendo del poblado y llegando a una zona de transición ocupada por palmas del viajero de grandes hojas y gigantescos grupos de bambú: troncos de diez centímetros de grueso saliendo de unas raíces centrales, como explosiones congeladas, hasta alturas de al menos diez metros, los palos verdes y marrones allí donde pierden las hojas fornidas. La cubierta de la jungla queda cada vez más alta, acentuada por el hecho de que está colina arriba, y emite fantásticos ruidos silbantes, como disparos de faser. Al entrar en la sombra de la cubierta arbórea a esos sonidos se añade el barullo de los grillos. Suena como si hubiese millones de grillos y millones de lo que sea produciendo los sonidos, pero de vez en cuando el sonido se detiene de súbito y luego se inicia de nuevo, así que si hay muchos, todos siguen la misma partitura.

El lugar está lleno de plantas que en Estados Unidos sólo se ven en las macetas, pero que aquí crecen hasta el tamaño de un roble, tan grandes que la mente de Randy no las puede reconocer, por ejemplo, como el mismo tipo de Diefenbachia que la abuela Waterhouse solía tener en el baño de abajo. Hay una variedad increíble de mariposas, a las que parece encantar el ambiente libre de viento, y vuelan entre enormes telas de araña que traen a la mente el diseño de la capilla de Enoch Root. Pero está claro que las dueñas absolutas de ese lugar son las hormigas; de hecho, tiene sentido considerar la jungla como un tejido vivo de hormigas con pequeñas infecciones de árboles, pájaros y humanos. Algunas son tan pequeñas que son, para las otras hormigas, lo que esas hormigas son para las personas; se ocupan de sus actividades de hormigas en el mismo espacio físico pero sin interferir, como muchas señales de frecuencias diferentes que comparten el mismo medio. Pero hay un buen montón de hormigas cargando con otras hormigas, y Randy asume que no lo hacen por razones altruistas.

Allí donde la jungla es densa, es intransitable, pero hay un buen número de lugares donde los árboles se espacian unos metros y la maleza sólo llega hasta las rodillas, y hay luz. Moviéndose de un lugar así a otro van progresando lentamente en la dirección general indicada por el GPS de Randy. Jackie Woo y John Nguyen han desaparecido, parecen moverse en paralelo a ellos pero mucho más en silencio. La jungla es un bonito sitio para ir de visita, pero no querrías vivir, o dejar de moverte, allí. Al igual que los mendigos de Intramuros te ven como un cajero automático bípedo, los insectos de la jungla te ven como grandes trozos de comida animada pero no muy bien defendida. La capacidad de moverse, lejos de ser disuasoria, sirve como garantía perfecta de frescura. Los soportes de la cubierta son árboles enormes —«Octomelis sumatrana», dice Enoch Root— con estrechas raíces de apoyo extendidas en todas direcciones, tan delgadas y afiladas como machetes hundidos en la tierra. Algunos de ellos quedan casi completamente ocultos por colosales filodendros que trepan por sus troncos.

Llegan a una amplia y suave cresta rocosa; Randy había olvidado que se movían colina arriba. De pronto el aire se hace más frío y la humedad se condensa sobre la piel. Cuando el ruido de los grillos se detiene es posible oír el murmullo de una corriente de agua. La siguiente hora se dedica a descender lentamente la inclinación para llegar a la corriente. Cubren un total de cien metros; a ese ritmo, piensa Randy, les llevará dos días, caminando continuamente, llegar al Gólgota. Pero no se lo dice a nadie. A medida que descienden, es consciente, y le aterra un poco, la cantidad increíble de biomasa que tienen sobre la cabeza a cuarenta o cincuenta metros en algunos casos. Le hace sentirse como si estuviese al fondo de la cadena alimenticia.

Entran en una zona más soleada que en consecuencia está cubierta de maleza mucho más espesa, y se ven obligados a sacar los machetes y abrirse paso hasta el río. Enoch Root explica que ese es el lugar donde un pequeño lahar, que se había visto obligado a correr por entre las altas paredes, corriente arriba del río, se extendió y eliminó algunas hectáreas de árboles antiguos, dejando el camino libre para vegetación más pequeña y oportunista. Eso les resulta fascinante como durante diez segundos y luego de vuelta a trabajar con el machete. Con el tiempo llegan al borde del río, todos ellos pegajosos y verdosos, y picajosos por la savia, jugos y pulpa de toda la vegetación que han tenido que asaltar para llegar hasta allí. El lecho fluvial es bajo y rocoso, sin ribera discernible. Se sientan y beben agua durante un rato.

—¿Qué sentido tiene esto? —pregunta de pronto Enoch Root—. No pretendo parecer desanimado por estas barreras físicas, porque no lo estoy. Pero me pregunto si en tu mente sabes cuál es el fin.

—Búsqueda de datos. Nada más —dice Randy.

—Pero no tiene mayor sentido buscar datos sin guía a menos que seas un científico puro o un historiador. Aquí representas un interés empresarial. ¿Cierto?

—Sí.

—Y por tanto, si yo fuese accionista en tu compañía exigiría una explicación de por qué ahora mismo estás sentado al borde de un río en lugar de hacer lo que sea que hace tu empresa.

—Dando por supuesto que fueses un accionista inteligente, sí, eso es lo que harías.

—¿Y cuál sería tu explicación, Randy?

—Bien…

—Sé adonde vamos, Randy. —Y Enoch cita una ristra de dígitos.

—¿Cómo lo sabes? —pregunta Randy algo alterado.

—Lo sé desde hace cincuenta años —dice Enoch—. Goto Dengo me lo dijo.

Todo lo que Randy puede hacer durante un rato es echar humo. Doug Shaftoe está riéndose. Amy sólo parece distraída. Enoch medita durante unos momentos y finalmente dice:

—Originalmente, el plan era comprar esta tierra con la pequeña reserva de oro que se desenterró y se cargó en cierto submarino. Entonces aguardaríamos el momento adecuado y desenterraríamos el resto. Pero el submarino se hundió, y el oro con él. Durante muchos años no hice nada con lo que sabía. Pero entonces la gente empezó a comprar tierras en los alrededores… gente que evidente esperaba encontrar el Primario. Si hubiese tenido el dinero, yo mismo habría comprado la tierra. Pero no lo tenía. Así que me aseguré de que la Iglesia la compraba.

—Todavía no has respondido a la pregunta de Enoch, Randy: ¿qué bien estás haciendo aquí para tus accionistas? —pregunta Doug.

Una libélula roja sobrevuela la corriente, moviendo las alas con tal rapidez que los ojos no ven las alas sino una distribución de probabilidad de dónde podrían estar las alas, como los orbitales electrónicos: un efecto mecano-cuántico que quizás explique por qué el insecto es aparentemente capaz de teletransportarse de un lugar a otro, desapareciendo en un punto y reapareciendo a un par de metros de distancia, aparentemente sin pasar por el espacio intermedio. Hay muchas cosas coloristas en la jungla. Randy supone que, en el mundo natural, algo que tiene colores tan evidentes debe ser un importante cabrón evolutivo.

—Cogimos el oro que recuperamos del submarino y lo convertimos en dinero electrónico, ¿no? —dice Randy.

—Eso dices. En realidad no he gastado todavía nada de ese dinero electrónico —dice Doug.

—Queremos hacer lo mismo por la Iglesia, o Wing, o quien acabe en posesión del oro. Queremos depositarlo en la Cripta y convertirlo en moneda electrónica.

—¿Comprendes que para sacar el oro de aquí será necesario atravesar el territorio controlado por Wing? —pregunta Amy.

—¿Quién dice que tenemos que moverlo?

Silencio durante un minuto, o lo que en la jungla pasa por silencio.

—Tienes razón. Si la mitad de las historias son ciertas, esta instalación es mucho más segura que cualquier cámara acorazada —dice Douglas Shaftoe.

—Las historias son del todo ciertas… y un poco más —dice Randy—. El hombre que diseñó y construyó el Gólgota fue Goto Dengo en persona.

—¡Mierda!

—Nos dibujó los planos. Y aquí no es problema la seguridad local o nacional —añade Randy—. Claro que en ocasiones el gobierno ha sido inestable. Pero cualquier invasor que quisiese hacerse con la posesión física del oro tendría que abrirse paso por esta jungla con diez millones de filipinos bien armados impidiéndoles el paso.

—Todos saben lo que los Huks hicieron frente a los nipos —dice Doug, asintiendo con vigor—. O los VC contra nosotros, ya que estamos. Nadie sería tan estúpido como para intentarlo.

—Especialmente si te pusiésemos al mando, Doug. Amy ha estado ausente durante la mayor parte de la conversación, pero al oírlo se gira y le sonríe a su padre.

—Acepto —dice Doug.

Randy está siendo lentamente consciente de que aquí los pájaros y los bichos se mueven tan rápido que ni siquiera puedes mover la cabeza a la velocidad suficiente para centrar en ellos la vista. Existen sólo como porciones de movimiento en tu visión periférica. La única excepción parece ser una especie de mosquito que ha evolucionado en el nicho ecológico específico de lanzarse contra el ojo izquierdo de un ser humano a poco menos que la velocidad del sonido. Randy ya ha recibido cuatro impactos en el ojo izquierdo, y ninguno en el derecho. Ahora recibe otro más, y mientras se recupera, la tierra salta bajo sus pies. Es un poco como un terremoto en su efecto psicológico: una sensación de incredulidad, y luego de traición, ante el hecho de que el suelo sólido esté mostrando la temeridad de moverse. Pero todo termina antes de que esa sensación pueda trepar por la columna vertebral hasta el cerebro.

El río sigue corriendo, y la libélula sigue cazando.

—Eso ha sido exactamente como la detonación de un explosivo potente —dice Doug Shaftoe—, pero no he oído nada. ¿Alguien oyó algo?

Nadie había oído nada.

—Lo que eso significa —sigue diciendo Doug—, es que alguien está detonando explosivos en el subsuelo.

Comienzan a caminar corriente arriba. El GPS de Randy indica que el Gólgota está a menos de dos mil metros corriente arriba. El río comienza a desarrollar unas riberas como es debido, que poco a poco van haciéndose más altas y escarpadas. John Wayne sube a la ribera izquierda y Jackie Woo a la derecha, para proteger la zonas altas a cada lado, o al menos que haya alguien allá arriba. Vuelven a penetrar bajo la sombra de la cubierta arbórea. Aquí el terreno está formado por una especie de roca sedimentaria con pedruscos de granito encajados aquí y allá, como nueces mezcladas con chocolate medio derretido. Debe ser poco más que una costra de cenizas y sedimentos solidificados sobre un sustrato de roca dura. Los que están en el lecho fluvial se mueven ahora muy despacio. Parte del tiempo están en el río, luchando contra una potente corriente, y parte del tiempo pasan de pedrusco a pedrusco, o caminando sobre salientes de roca dura que sobresalen de las riberas.

Cada pocos minutos, Doug levanta la vista y establece contacto visual con Jackie Woo y John Wayne, deben de estar luchando contra desafíos propios, porque en ocasiones se retrasan con respecto al grupo principal. A medida que suben por la montaña los árboles parecen hacerse más altos, y ahora su altura queda acentuada por el hecho de estar enraizados sobre una ribera que se eleva sobre la corriente dos, cinco, diez, luego veinte y treinta metros. En realidad, ahora la ribera cuelga sobre ellos: el paso fluvial es en su mayoría un tubo hundido en la tierra, abierto al cielo sólo en una rendija estrecha en lo alto. Pero es cerca de mediodía y el sol cae casi verticalmente, iluminando todo lo que viene desde las alturas. El cadáver de un insecto muerto cae desde la cubierta como el primer copo de nieve del invierno. El agua que cae de los bordes de las riberas colgantes forma una cortina líquida, cada gota reluciendo como un diamante y haciendo que sea casi imposible ver la cavidad oscura que tiene detrás. Mariposas amarillas vuelan por entre esas gotas que caen, pero jamás reciben un impacto.

Llegan hasta una curva suave en el río y se enfrentan a una cascada de unos veinte metros de alto. En la base de la cascada hay un pozo relativamente tranquilo y poco profundo, llenando el fondo de una cavidad ancha en forma de melón formada por las riberas cóncavas. El sol vertical pega directamente sobre la nube de espuma blanca en la base de la cascada, que refleja de nuevo la luz con una potencia cegadora, formando una especie de lámpara de luz natural que ilumina todo el interior de la cavidad. Las paredes de piedra, mojadas y cubiertas de agua subterránea, relucen bajo su luz. Las partes inferiores de helechos y plantas de grandes hojas —epífitas— creciendo a partir de apoyos invisibles en las paredes brillan mortecinas bajo el extraño resplandor azulado de la espuma.

La mayor parte de las paredes de la cavidad están ocultas tras la vegetación: frágiles velos de musgo en cascada creciendo en la roca, y trepadoras agarradas de las ramas de los árboles a cientos de pies de altura y colgando hasta llegar a la mitad de la cavidad, donde se han enredado con las raíces que sobresalen formando una espaldera natural para una red más delicada de trepadoras que a su vez forma el sustrato de una alfombra mate de musgo saturado con el agua que fluye. La cuenca está viva por las mariposas que arden en colores de una pureza radioactiva, y más cerca de la superficie del agua hay caballitos del diablo, en su mayoría de cuerpos color aguamarina que destellan bajo el sol, las alas muestran tonos salmón y rojo coral por la parte de abajo a medida que orbitan unos alrededor de los otros. Pero en su mayoría el aire está lleno con el continuo y lento progreso de cosas que no sobrevivieron, recorriendo la columna de aire para llegar al agua, que se las lleva: hojas muertas y el exoesqueleto de insectos, secos y abiertos debido a algún silencioso combate a cientos de pies sobre sus cabezas.

Randy ha mantenido la vista fija en la pantalla de su GPS, que se las ha visto canutas para conectar con los satélites metido en esa gruta. Pero de pronto aparecen los números. Ha hecho que calcule la distancia desde aquí al Gólgota, y la respuesta aparece de inmediato: una larga fila de ceros con algunos dígitos insignificantes al final.

Randy dice:

—Ya estamos. —Pero lo que dice queda en su mayoría apagado por una potente explosión en lo alto de la ribera. Unos segundos más tarde, un hombre comienza a gritar.

—Que nadie se mueva —dice Doug Shaftoe—, estamos en un campo de minas.