A FLOTE
UN
MIASMA marrón ha cubierto el mar de Bismarck, que huele a
combustible y barbacoa. Las torpederas norteamericanas salen de
esta niebla apestosa, las proas gruesas apenas tocando el agua, los
gigantescos motores abriendo cicatrices blancas en el mar mientras
buscan los blancos: los pocos barcos que quedan del convoy de Goto
Dengo, cuyas cubiertas están a estas alturas cubiertas de una
espesa alfombra de hombres, como el moho sobre una piedra. Los
torpedos saltan al aire como disparados por ballestas, impulsados
por el gas comprimido en los tubos de los barcos. Caen de barriga
sobre el agua, se ajustan a una cómoda profundidad donde el agua
siempre está en calma, tejen rastros de burbujas sobre la
superficie, corriendo directamente hacia los barcos. Las multitudes
en las cubiertas fluyen y chorrean sobre los bordes. Goto Dengo se
da la vuelta y oye pero no ve las explosiones. Apenas algún soldado
japonés sabe nadar.
Más tarde, los aviones regresan para acabar con algunos más. Los nadadores que tienen el ingenio y la habilidad para sumergirse son invulnerables. Los que no, mueren pronto. Los aviones se van. Goto Dengo le quita un salvavidas a un cadáver destrozado. Tiene las peores quemaduras de sol de su vida y es sólo media tarde, así que también hurta una camisa y se la ata alrededor de la cabeza como una capucha.
Los que siguen vivos y pueden nadar, intentan acercarse unos a otros. Se encuentran en un estrecho difícil entre Nueva Guinea y Nueva Bretaña, y las corrientes de marea que lo atraviesan tienden a separarlos. Algunos hombres se alejan lentamente, gritando por sus compañeros. Goto Dengo acaba en el borde de un archipiélago en disolución de quizá un centenar de nadadores. Muchos de ellos se aferran a chalecos salvavidas o trozos de madera para permanecer a flote. Los olas están muy por encima de sus cabezas, por lo que no pueden ver muy lejos.
Antes de la puesta de sol, la neblina se retira durante una hora. Goto Dengo puede establecer con claridad la posición del sol, de forma que, por primera vez en todo el día, sabe distinguir el oeste del este, el norte del sur. Mejor aún, sobre el horizonte sur puede ver picos elevándose de los que caen glaciares blanco azulados.
—Voy a nadar hasta Nueva Guinea —grita, e inicia la natación.
No tiene sentido discutirlo con los demás. Los que están inclinados a seguirle, lo hacen: quizá una docena en total. El momento es perfecto, el mar se ha quedado milagrosamente en calma. Goto Dengo se adapta a un ritmo de natación lento y cómodo. En su mayoría los demás se mueven nadando como si fuesen perros. Si están haciendo progresos es totalmente imperceptible. Cuando empiezan a aparecer las estrellas, comienza a nadar de espaldas y comprueba la posición de la estrella polar. Siempre que nade alejándose de ella, es físicamente imposible que no llegue a Nueva Guinea.
Cae la noche. Hay una luz tenue causada por las estrellas y la media luna. Los hombres se llaman entre sí, intentando mantenerse juntos. Algunos se pierden; se les puede oír, pero no ver, y los que están en el grupo principal no pueden hacer más que escuchar como se apagan sus súplicas.
Debe ser alrededor de la medianoche cuando llegan los tiburones. La primera víctima es un hombre que se cortó la frente con una escotilla al huir del barco que se hundía, y que lleva sangrando desde entonces, dibujando una delgada línea rosa sobre el mar, sirviendo de guía para los tiburones. Los tiburones no saben todavía a qué se enfrentan, por lo que lo matan lentamente, causándole la muerte a pequeños mordiscos. Cuando resulta que es una presa fácil, explotan en una especie de furia asesina que es todavía más fantástica por quedar oculta bajo las aguas negras. Las voces de los hombres se cortan en medio de un grito cuando tiran de ellos para hundirlos. En ocasiones en la superficie aparece una pierna o una cabeza. El agua que choca contra la boca de Goto Dengo comienza a saberle a hierro.
El ataque se prolonga durante varias horas. Parece que el ruido y el olor han atraído a algunos grupos de tiburones rivales, porque en ocasiones hay un momento de calma seguido de una ferocidad renovada. Una cola cortada de tiburón choca contra la cara de Goto Dengo; se agarra a ella. Los tiburones se los están comiendo; ¿por qué no iba él a hacer lo mismo? En los restaurantes de Tokio piden mucho dinero por el sashimi de tiburón. La piel de la cola del tiburón es dura, pero hay trozos de músculo colgando del trozo partido. Hunde la cara en la carne y se alimenta de ella.
Cuando Goto Dengo era joven, su padre tenía un sombrero fedora con un texto en inglés en el forro interior de seda, y una pipa de brezo, y tabaco que compraba por correo a Estados Unidos. Se sentaba en una roca en lo alto de las colinas y se ponía el fedora para evitar que el aire frío alcanzase el punto calvo en lo alto de la cabeza, fumaba en pipa y se limitaba a mirar el mundo.
—¿Qué haces? —preguntaría Dengo.
—Observar —contestaría su padre.
—Pero ¿durante cuánto tiempo puedes observar lo mismo?
—Siempre. Mira hacia allí. —Su padre señalaría con la boquilla de su pipa. Un hilillo de humo blanco saldría de la boquilla, como un hilo de seda desenredado de un capullo—. Esa banda de piedra oscura contiene minerales. Podrías sacar cobre de allí, probablemente algo de zinc y también plomo. Podríamos tender un tren de cremallera valle arriba hasta ese punto llano de allí, luego cavar un pozo paralelo al depósito… —A continuación, Dengo se metería en faena y decidiría dónde vivirían los obreros, dónde se construiría la escuela para los niños, donde estaría el campo de juego. Para cuando terminaran, ya habrían poblado todo el valle con una ciudad imaginaria.
Esta noche Goto Dengo tiene tiempo de sobra para observar. Observa que las partes cortadas del cuerpo casi nunca son atacadas. Los hombres que nadan con mayor violencia son los primeros en caer. Por tanto, cuando llegan los tiburones, intenta flotar de espaldas y no mover ni un músculo, incluso cuando las costillas cortadas de alguien le golpean en la cara.
Llega el amanecer, cien o doscientas horas después de la puesta de sol anterior. Nunca antes se ha quedado despierto toda la noche, y le resulta chocante ver que algo tan grande como el sol desciende por un lado del planeta y sale por el opuesto. Él es un virus, un germen que vive sobre la superficie de cuerpos insondablemente gigantescos en movimiento violento.
Y, asombrosamente, todavía no está solo: otros tres hombres han sobrevivido a la noche de los tiburones. Se acercan unos a otros y se vuelven para ver las montañas cubiertas de hielo de Nueva Guinea, de color salmón por la luz del amanecer.
—No nos hemos acercado nada —dice uno de los hombres.
—Están muy en el interior —dice Goto Dengo—. No nadamos hasta las montañas, sólo hasta la orilla, que está mucho más cerca. ¡Vamos, antes de que muramos de deshidratación! —Y empieza a nadar.
Uno de los otros, un muchacho que habla con acento de Okinawa, es un excelente nadador. Él y Goto Dengo pueden adelantarse con facilidad a los demás. En todo caso, durante la mayor parte del día intentan permanecer junto a los otros. Aumentan las olas lo que dificulta la natación incluso para los buenos nadadores.
Uno de los nadadores más lentos ha estado luchando con la diarrea desde antes de que se hundiese su barco y probablemente ya estaba deshidratado al empezar. Hacia mediodía, cuando el sol pega como si fuese un lanzallamas, empieza a sufrir convulsiones, el agua entra en sus pulmones y desaparece.
El otro nadador lento es de Tokio. Se encuentra en unas condiciones físicas mucho mejores, pero simplemente no sabe nadar.
—No hay mejor lugar ni mejor oportunidad para aprender —dice Goto Dengo. Él y el chico de Okinawa pasan una hora enseñándole a nadar de costado y nadar de espalda, y luego vuelven a nadar hacia el sur.
Alrededor de la puesta de sol, Goto Dengo pilla al chico de Okinawa tragando agua salada. Es doloroso de ver, especialmente porque él mismo ha deseado hacerlo.
—¡No! ¡Te pondrá enfermo! —dice. La voz le suena débil. El esfuerzo de llenar sus pulmones, expandir el torso ante la insistente presión del agua, está agotándole; hasta el último músculo de su torso está rígido y dolorido.
El chico de Okinawa ya ha empezado a tener arcadas para cuando Goto Dengo llega a él. Con la ayuda del chico de Tokio, le mete los dedos al chico de Okinawa en la garganta y hace que lo vomite todo.
En todo caso, ya está muy enfermo, y hasta bien entrada la noche no puede hacer nada más que flotar de espaldas y murmurar en el delirio. Pero justo cuando Goto Dengo está a punto de abandonarle, se vuelve lúcido y pregunta:
—¿Dónde está la estrella polar?
—La noche está cubierta —dice Goto Dengo—. Pero hay un punto brillante en las nubes que podría ser la luna.
Basándose en la posición del punto brillante, hacen una suposición sobre la posición de Nueva Guinea y empiezan a nadar de nuevo. Los brazos y piernas les pesan como sacos de arcilla, y todos ellos alucinan.
Parece que el sol está saliendo. Se encuentran en una nebulosa de vapor, radiante con una luz color melocotón, como si corriesen por una parte lejana de la galaxia.
—Huelo algo podrido —dice uno de ellos. Goto Dengo no lo percibe.
—¿Gangrena? —supone otro.
Goto Dengo llena la nariz, un acto que consume como la mitad de las energías que le quedan.
—No es carne podrida —dice—. Es vegetación.
Ninguno de ellos puede seguir nadando. Si pudiesen, no sabrían qué dirección tomar, porque la niebla brilla de forma uniforme. Si eligiesen una dirección, no importaría, porque la corriente les lleva por donde quieren.
Goto Dengo duerme durante un rato, o quizá no.
Algo le golpea la pierna. Gracias a dios: los tiburones han venido a acabar con ellos.
Las olas son cada vez más agresivas. Siente otro golpe. La carne quemada de su pierna aúlla. Es algo muy duro, áspero y anguloso.
Algo sobresale del agua justo delante, algo desigual y blanco. Coral.
Una ola rompe tras ellos, los levanta y los lanza más allá del coral, casi desollándolos. Goto Dengo se rompe un dedo y se considera afortunado. El siguiente cachón le quita la poca piel que le queda y lo lanza a la laguna. Algo le obliga a levantar los pies, y como su cuerpo en ese momento es un saco flácido de mierda, se dobla metiéndole la cabeza en el agua. Su cara choca contra una capa de arena de coral afilado. Luego sus manos también están ahí. Sus miembros han olvidado cómo hacer nada excepto nadar, así que le lleva un tiempo afianzarse contra el fondo y sacar la cabeza del agua. Luego comienza a arrastrarse sobre manos y rodillas. El olor a podrido de la vegetación le resulta ahora agobiante, como si toda una división hubiese dejado los suministros al sol durante una semana.
Encuentra arena que no está cubierta por el agua, se vuelve y se sienta. El chico de Okinawa está justo detrás de él, también a cuatro patas, y el chico de Tokio está de pie y camina hacia la orilla, golpeado de un lado y otro por las olas. Se ríe.
El chico de Okinawa cae sobre la arena junto a Goto Dengo, sin siquiera intentar sentarse.
Una ola hace que el chico de Tokio pierda el equilibrio. Riendo, cae de lado sobre la espuma, lanzando una mano para detener la caída.
Deja de reírse y se pone en pie de un salto. Algo le cuelga del antebrazo: una serpiente. La agita como un látigo y vuela hacia el agua.
Asustado y sobrio, recorre la media docena de pasos hasta la playa y cae de cara. Para cuando Goto Dengo llega hasta él, ya está muerto.
Goto Dengo reúne fuerzas durante un periodo de tiempo difícil de cuantificar. Puede que se haya quedado dormido sentado. El chico de Okinawa sigue tendido en la arena, desvariando. Goto Dengo consigue ponerse en pie y va en busca de agua dulce.
Realmente no se trata de una playa, más bien es una franja de arena de unos diez metros de largo y tres de ancho, con algo de vegetación alta y hierba creciendo en la parte superior. Al otro lado hay una laguna salobre que serpentea entre orillas formadas no de tierra sino por cosas vivas entremezcladas. Evidentemente, esa maraña es demasiado gruesa para penetrarla. Por tanto, a pesar de lo que le ha sucedido al chico de Tokio, Goto Dengo penetra en la laguna, con la esperanza de que lleve al interior y hacia una corriente de agua dulce.
Vaga durante un periodo de tiempo que parece una hora, pero la laguna le vuelve a llevar al borde del mar. Se rinde y bebe el agua en la que camina, con la esperanza de que sea algo menos salada. Eso le lleva a vomitar de forma extrema, pero de algún modo le hace sentir ligeramente mejor. Una vez más entra en la ciénaga, intentado dejar a la espalda el sonido de las olas, y después de más o menos una hora encuentra un arroyuelo de agua dulce. Una vez que ha terminado de beber, se siente con fuerzas suficientes para regresar y llevar hasta allí al chico de Okinawa, si es necesario.
Regresa a la playa a media tarde y descubre que el chico de Okinawa ha desaparecido. Pero la arena sigue revuelta por las pisadas. La arena está seca, por lo que es imposible aclararse con las pisadas. ¡Deben de haber encontrado a una patrulla! Seguro que sus camaradas han tenido noticias del ataque y peinan las playas en busca de supervivientes. ¡No muy lejos debe de haber un vivaque en la selva!
Goto Dengo sigue las huellas hasta la jungla. Después de haber recorrido más o menos una milla, el rastro atraviesa un pequeño y abierto llano de barro donde puede examinar con cuidado las pisadas, todas realizadas por pies descalzos de dedos enormes y monstruosamente abiertos. Pisadas de personas que jamás han llevado zapatos.
Avanza con más cuidado durante un centenar de metros más. Ya puede oír voces. El Ejército se lo enseñó todo sobre las tácticas de infiltración en la jungla, cómo atravesar las líneas enemigas en medio de la noche sin hacer ruido. Claro está, cuando lo practicaban en Nipón no estaban siendo devorados por hormigas y mosquitos. Pero ahora apenas le importa. Una hora de paciente trabajo le lleva a una posición estratégica desde la que puede ver un claro atravesado por un riachuelo estancado. Varias casas largas y oscuras están edificadas usando los árboles como pilotes para mantenerlas por encima del cieno, y están cubiertas de montones tupidos de hojas de palmera.
Antes de encontrar al chico de Okinawa, Goto Dengo debe comer algo. En medio del claro, hay gachas burbujeando en una olla sobre un fuego abierto, pero varias mujeres de aspecto duro lo atienden, desnudas excepto por unas delgadas tiras de material fibroso atadas alrededor de las cinturas y que apenas ocultan sus genitales.
De algunas de las casas también sale humo. Pero para entrar en una de ellas tendría que trepar por una escalera pesada e inclinada y deslizarse por lo que parece una entrada muy pequeña. Un niño, de pie al otro lado de una de esas entradas, podría impedir la entrada de un intruso. En el exterior de algunas de esas puertas hay sacos, improvisados con trozos de tela (¡al menos tienen productos textiles!) y llenos de masas grandes y redondas: cocos y alguna conserva de comida puesta allí para apartarla de las hormigas.
Hay como setenta personas reunidas alrededor de algo de interés en medio del claro. Cuando se mueven, Goto Dengo puede dar un vistazo ocasional a alguien, posiblemente nipón, que está sentado bajo una palmera con las manos a la espalda. Tiene mucha sangre en la cara y no se mueve. La mayoría de ellos son hombres y muchos llevan lanzas. Tienen esos trocitos de material peludo (en ocasiones teñidos de rojo o verde) ocultándoles las partes íntimas, y algunos de los mayores y más viejos van decorados con franjas de tela atadas alrededor de los brazos. Algunos se han pintado la piel con barro pálido. Se han metido objetos diversos, algunos bastante grandes, por el septum nasal.
El hombre ensangrentado parece llamar la atención de todos, y Goto Dengo llega a la conclusión de que será su única oportunidad para robar algo de comida. Elige la casa más alejada del punto donde están reunidos, sube por la escalera y llega hasta el saco que cuelga junto a la entrada. Pero la tela es muy vieja y está podrida, quizá por la humedad de la ciénaga o quizá por el ataque de los centenares de moscas que vuelan a su alrededor, así que cuando la agarra los dedos la atraviesan. Un buen trozo se rompe y el contenido cae alrededor de los pies de Goto Dengo. Son oscuros y peludos, como una especie de cocos, pero la forma es más complicada, y sabe intuitivamente que algo va mal incluso antes de reconocerlos como cráneos humanos. Quizá una media docena. Todavía tienen pegada la piel y el cuero cabelludo. Algunos de ellos tienen la piel oscura y el pelo espeso como los nativos, y otros son claramente nipones.
Algo más tarde, puede volver a pensar con coherencia. Comprende que no sabe cuánto tiempo lleva allí arriba, a la vista de todo el poblado, mirando los cráneos. Se da la vuelta para mirar, pero toda la atención sigue centrada en el hombre herido sentado en la base de la palmera.
Desde donde se encuentra, Goto Dengo puede ver que efectivamente se trata del chico de Okinawa y que tiene los brazos atados tras el tronco. Encima de él hay un niño de como doce años sosteniendo una lanza. Se adelanta con cuidado y de golpe pincha el pecho del chico de Okinawa, quien se despierta y se agita de un lado a otro. El niño evidentemente se asusta y retrocede. Luego, un hombre mayor, con la cabeza decorada por un fleco de conchas de porcelana, toma posición tras el niño y le muestra cómo sostener la lanza y le indica que se adelante. Añade su propia fuerza a la del niño y hunde la lanza directamente en el corazón del chico de Okinawa.
Goto Dengo se cae de la choza.
Los hombres se emocionan, alzan al niño a hombros y lo pasean por el claro aullando, saltando y girando, atacando desafiante el aire con las lanzas. Los siguen todos menos los niños más jóvenes. Goto Dengo, dolorido pero sin haber sufrido daños por la caída sobre el suelo lodoso, se arrastra hacia la jungla y busca un sitio para esconderse. Las mujeres del poblado llevan ollas y cuchillos hacia el chico de Okinawa y empiezan a cortarlo con la extraordinaria habilidad de un chef sushi que desmantelase un atún.
Una de ella se concentra por completo en la cabeza. De pronto da un salto en el aire y comienza a bailar por el claro agitando algo brillante y reluciente.
—¡Ulab! ¡Ulab! ¡Ulab! —grita extática.
Algunos hombres y mujeres comienzan a seguirla, intentado echar un vistazo a lo que sostiene. Finalmente se detiene y pone las manos en un rayo de luz que atraviesa los árboles. Sobre la palma de la mano sostiene un diente de oro.
—¡Ulab! —dicen las mujeres y los niños. Uno de los niños intenta quitárselo de la mano pero ella lo golpea y le hace caer de culo. Luego se acerca uno de los hombretones con lanza y ella le pasa el botín.
Varios hombres se reúnen para admirar el hallazgo.
Las mujeres vuelven a ocuparse del chico de Okinawa, y pronto las partes de su cuerpo están cociéndose en ollas sobre el fuego.