SALTO

EL DÍA ES CALUROSO y lleno de nubes sobre el mar de Bismarck cuando Goto Dengo pierde la guerra. Los bombarderos norteamericanos llegan volando bajos e igualados. Por casualidad, Goto Dengo está en cubierta haciendo calistenia al aire fresco. Respirar aire que no huele a mierda ni a vómitos le hace sentir eufórico e invulnerable. Todos deben sentirse igual, porque él mismo observa los aeroplanos durante un buen rato antes de oír las bocinas de alarma.

Se supone que los soldados del emperador deben sentirse eufóricos e invulnerables todo el tiempo, porque ese es el resultado de un espíritu indomable. El que Goto Dengo sólo se sienta así en cubierta, cuando respira aire limpio, le avergüenza. Los soldados más veteranos nunca dudan, o al menos no lo manifiestan. Se pregunta dónde empezó a ir mal. Quizá fue el periodo que pasó en Shanghai, donde las ideas extranjeras le contaminaron. O quizá fue desde el principio: la antigua maldición familiar.

Los transportes de tropas son lentos; no se pretende que sean algo más que cajas de aire. Sólo disponen del armamento más patético. Los destructores que los escoltan hacen sonar alerta general. Goto Dengo permanece junto a la barandilla y observa cómo la tripulación de los destructores ocupa posiciones. Los cañones de las armas escupen humo negro y luz azul, y mucho más tarde oye los estampidos.

Los bombarderos norteamericanos deben de tener sus propios problemas. En principio supone que debe de faltarles combustible, están perdidos hasta la desesperación, o los Zeros les han dado caza hasta obligarles a descender por debajo de la cubierta de nubes. Cualesquiera que sea la razón, sabe que no han llegado hasta allí para atacar el convoy, porque los bombarderos norteamericanos atacan volando a gran altitud, dejando llover las bombas. Las bombas fallan siempre, porque las miras norteamericanas son malas y los tripulantes unos ineptos. No, la llegada allí de aviones norteamericanos no es más que uno de esos grotescos accidentes de la guerra; desde primera hora de ayer el convoy ha estado protegido por una cubierta espesa de nubes. Las tropas que rodean a Goto Dengo lanzan vítores. ¡Qué buena fortuna que esos norteamericanos perdidos se hayan metido directamente en las miras de la escolta de destructores! Y también es una buena señal para la villa de Kulu, porque resulta que la mitad de los jóvenes del pueblecito están en cubierta para disfrutar del espectáculo. Crecieron juntos, fueron juntos a la escuela, a los veinte años pasaron el chequeo médico militar juntos, se alistaron juntos y entrenaron juntos. Ahora van juntos de camino a Nueva Guinea. Juntos se reunieron en la cubierta del transporte hace apenas cinco minutos. Juntos disfrutarán del espectáculo de los aviones norteamericanos convertidos en ruedas de fuego.

Goto Dengo, de veintiséis años, es uno de los más veteranos —regresó de Shanghai para convertirse en su líder y su ejemplo— y mira sus caras, caras que conoce desde que eran niños, nunca más felices que en este momento, reluciendo como pétalos de cerezos en un mundo gris de nubes, océano y acero pintado.

Una nueva oleada de placer recorre los rostros. Se da la vuelta para mirar. Aparentemente, uno de los bombarderos ha decidido aligerar la carga dejando caer una bomba en medio del océano. Los muchachos de Kulu lanzan un canto de burla. El avión norteamericano, habiéndose desecho de media tonelada de explosivos inútiles, sube directamente, autocastrado, sin más valor que como blanco para prácticas de tiro. Los muchachos de Kulu aullan su desprecio al piloto. ¡Un piloto nipón al menos hubiese estrellado el avión contra el destructor!

Por alguna razón, Goto Dengo sigue a la bomba en lugar de al avión. No da un tumbo desde el vientre del avión sino que dibuja una parábola plana sobre las olas, como un torpedo aéreo. Contiene la respiración por un momento, temiendo que no caiga jamás en el océano, que rozará la superficie hasta golpear al destructor que tiene en su camino. Pero una vez más las buenaventuras de la guerra sonríen a las fuerzas del emperador; la bomba pierde la batalla con la gravedad y entra en el agua. Goto Dengo aparta la vista.

Luego vuelve a mirar, siguiendo un fantasma que ocupa el límite de su visión. Las alas de espuma que la bomba lanzó al aire siguen colapsando el agua, pero tras ellas acelera una mota negra, quizá una segunda bomba arrojada por el mismo avión. En esta ocasión Goto Dengo la sigue con todo cuidado. Parece elevarse en lugar de caer, quizá sea un espejismo. No, no, está equivocado, ahora pierde altitud muy lentamente, y cae al agua y produce otro par de alas.

Y entonces la bomba vuelve a salir del agua. Goto Dengo, estudiante de ingeniería, implora porque las leyes de la física controlen esa cosa y la hagan caer y hundirse, que es lo que se supone que deben hacer esos estúpidos trozos de metal. Vuelve a caer… pero luego se eleva de nuevo.

Salta sobre el agua como una de las piedrecillas planas que los muchachos de Kulu lanzaban sobre el estanque de peces cercano al poblado. Goto Dengo, totalmente fascinado, la ve saltar varias veces más. De nuevo, las buenaventuras de la guerra han ofrecido otro espectáculo grotesco, aparentemente sin más razón que entretenerle a él. Lo saborea como si fuese un cigarrillo descubierto en el fondo de un bolsillo. Salto, salto, salto.

Justo hasta el flanco de uno de los destructores de escolta. Una torreta salta directamente al aire, dando volteretas una y otra vez. Cuando está a punto de llegar a su apogeo, queda completamente envuelta en un geiser de llamas que salen de la sala de máquinas del barco.

Los muchachos de Kulu siguen cantando, negándose a aceptar los hechos que tienen ante sus propios ojos. Algo destella en la visión periférica de Goto Dengo; se vuelve para ver que otro destructor se parte por la mitad como una ramita seca cuando estalla la santabárbara. Diminutas cosas negras saltan, saltan, saltan por todo el océano, como pulgas sobre las sábanas arrugadas de un burdel de Shanghai. El canto vacila. Todos miran en silencio.

Los norteamericanos han inventado una nueva táctica de bombardeo en medio de una guerra y la han puesto en práctica a la perfección. La mente de Goto Dengo se tambalea como un borracho en el pasillo de un tren que se estrella. Comprendieron que se habían equivocado, admitieron sus errores, se les ocurrió una idea nueva. La idea nueva fue aceptada y aprobada por toda la cadena de mando. Y ahora la usan para matar a sus enemigos.

Ningún guerrero con el más mínimo concepto del honor hubiese sido tan cobarde. Tan flexible. Qué vergüenza debe haber sido para los oficiales que entrenaron a sus hombres para bombardear desde grandes altitudes. ¿Qué ha sido de esos hombres? Deben haberse suicidado, o quizá hayan acabado en prisión.

Los marines norteamericanos de Shanghai tampoco eran guerreros decentes. Cambiaban constantemente de métodos. Como Shaftoe.

Shaftoe intentó luchar en la calle con soldados nipones y fracasó. Habiendo fracasado, decidió aprender tácticas nuevas… de la mano de Goto Dengo. «Los norteamericanos no son guerreros», decían todos. «Quizá empresarios. No guerreros.»

Bajo cubierta, los soldados vitorean y cantan. No tienen ni la más mínima idea de lo que está sucediendo. Durante un momento, Goto Dengo aparta la mirada con esfuerzo del mar lleno de destructores que estallan y se hunden. Se centra en un armario lleno de salvavidas.

Parece que los aviones ya han desaparecido. Examina el convoy y no encuentra destructores en funcionamiento.

—¡Poneos los chalecos salvavidas! —grita. No parece que ninguno de los hombres le escuche, así que se acerca al armario—. ¡Eh! ¡Poneos los chalecos salvavidas! —Saca uno y lo levanta, por si no pueden oírle. Pueden oírle perfectamente. Le miran como si lo que estuviese haciendo fuese lo peor que han presenciado en los últimos cinco minutos. ¿De qué podrían servir los chalecos salvavidas?

—¡Por si acaso! —grita—. Así podremos luchar otro día más por el emperador. —Dice esto último sin convicción.

Uno de los hombres, un muchacho que vivía a unas pocas puertas de su casa cuando eran niños, se acerca a él, le arranca el chaleco salvavidas de entre las manos y lo arroja al océano. Mira a Goto de arriba abajo, con desprecio, luego se da la vuelta y se aleja.

Otro hombre grita y señala: se acerca una segunda oleada de aviones. Goto Dengo se acerca a la baranda para estar junto a sus compañeros, pero estos se alejan sigilosos. Los aviones norteamericanos cargan sin oposición y viran para alejarse, dejando tras ellos más bombas saltarinas. Goto Dengo contempla durante unos segundos una bomba que viene directamente hacia él, hasta que puede leer el mensaje que tiene escrito en la punta: ¡INCLÍNATE, TOJO!

—¡Por aquí! —grita. Da la espalda a la bomba y regresa al armario lleno de salvavidas. En esta ocasión, le siguen algunos hombres. Los que no, quizá un cinco por ciento de la población de la villa de Kulu, caen catapultados al océano cuando la bomba estalla bajo sus pies. La cubierta de madera se dobla. Uno de los muchachos de Kulu cae con una astilla de cuatro pies de largo atravesándole las vísceras. Goto Dengo y quizá una docena más llegan hasta el armario apoyándose sobre las manos y las rodillas y cogen los salvavidas.

No se comportaría así si, en su alma, la guerra no estuviese ya perdida. Un guerrero mantendría su posición y moriría. Sus hombres le siguen simplemente porque él se lo ha dicho.

Estallan dos bombas más mientras cogen los salvavidas y regresan a la baranda. Los hombres de abajo debe estar muertos en su mayoría. Goto Dengo casi no consigue llegar a la baranda porque se está elevando en el aire; acaba elevándose con las manos y pasa una pierna por encima de un lateral, que ahora está casi completamente horizontal. ¡El barco está dándose la vuelta! Otros cuatro consiguen agarrarse a la baranda, los demás se deslizan impotentes por la cubierta y se pierden en un pozo de humo. Goto Dengo ignora lo que sus ojos le dicen e intenta escuchar a su oído interno. Ahora se encuentra en el costado del barco, y mirando a popa puede ver que una de las hélices gira inútilmente en el aire. Comienza a correr hacia arriba. Los otros cuatro le siguen. Aparece un caza norteamericano. Él ni siquiera sabe que les están atacando hasta que mira atrás y ve que las balas han partido a un hombre por la mitad y han destrozado la rodilla de otro, de forma que la pantorrilla y el pie cuelgan de unos jirones de cartílago. Goto Dengo se echa el hombre al hombro como un saco de arroz y sigue corriendo, pero descubre que ya no hay hacia dónde correr.

Ahora él y los otros dos se encuentran en el punto más alto del barco, un bulto de acero que sobresale del agua no más que la altura de un hombre. Se gira una vez, luego otra, buscando un lugar al que correr y no ve nada más que agua a su alrededor. El agua burbujea con furia porque se escapa el aire y el humo del interior del casco destrozado. El mar corre hacia ellos. Goto Dengo mira la burbuja de metal que le sostiene y ve que, por ahora, tiene el cuerpo perfectamente seco. Luego el mar de Bismarck converge hacia sus pies en todas direcciones y comienza a trepar por sus piernas. Un momento después la placa de acero que ha estado presionando con fuerza contra la suela de sus botas se hunde. El peso del hombre herido a hombros le empuja directamente al interior del océano. Le entra combustible por la nariz, lucha por liberarse bajo el peso del herido y sale gritando a la superficie. Su nariz, y las cavidades del cráneo, están llenas de combustible. Traga un poco y sufre convulsiones a medida que su cuerpo intenta expulsarlo simultáneamente por todos los orificios: estornudando, vomitando, carraspeando para sacárselo de los pulmones. Al palparse la cara con una mano nota la capa de combustible que se la cubre y sabe que no se atreverá a abrir los ojos. Intenta limpiarse la cara con la manga, pero la tela está completamente saturada.

Se sumerge en el agua y se limpia para poder ver de nuevo, pero el combustible de la ropa le hace flotar. Por fin tiene los pulmones limpios y empieza a respirar. Huele a petróleo, pero al menos puede respirarlo. Pero los elementos volátiles del combustible ya han penetrado en su sangre y siente que se extienden por su cuerpo. Siente como si le estuviesen clavando una espátula caliente entre el cuero cabelludo y el cráneo. Los demás hombres están aullando y comprende que él también lo hace. Algunos obreros chinos de Shanghai respiraban gasolina para colocarse, y ese era el ruido que hacían.

Uno de los hombres que tiene cerca grita. Oye un ruido que se aproxima, como una sábana que se rasga por la mitad para hacer vendas. Le golpea el calor en la cara, justo antes de que vuelva a sumergirse. El movimiento deja expuesta una banda de carne alrededor de la pantorrilla, entre la bota y la pernera del pantalón, y en el momento en que está justo fuera del agua queda chamuscada.

Nada a ciegas por un océano de combustible. Se produce un cambio en la temperatura y la viscosidad del fluido que fluye sobre su cara. De pronto el salvavidas empieza a tirar de él hacia arriba; ahora debe estar sumergido en agua. Nada un poco más para limpiarse los ojos. La presión en los oídos le indica que no está a mucha profundidad, quizá a un par de metros por debajo de la superficie. Por fin se atreve a abrir los ojos. Una luz parpadeante y fantasmal le ilumina las manos, haciéndolas relucir con un tono verde brillante; debe haber salido el sol tras las nubes. Se pone de espaldas y mira directamente hacia arriba. Encima de él hay un lago de fuego ondulante.

Se quita el salvavidas sobre la cabeza y lo deja ir. Salta disparado hacia la superficie, ardiendo como un cometa. La ropa manchada de petróleo tira de él sin remisión, así que se quita la camisa y la deja ir hacia la superficie. Sus botas tiran de él hacia abajo, los pantalones manchados hacia arriba, y consigue una especie de equilibrio.

Creció en una mina.

Kulu se encuentra cerca de la costa norte de Hokkaido, en la orilla de un lago de agua salada en el que convergen los ríos de las colinas del interior para mezclar sus aguas antes de descargarse en el mar de Ojotsk. Las colinas se elevan abruptamente desde un extremo del lago, alzándose sobre un riachuelo frío y plateado que fluye desde un bosque habitado sólo por monos y demonios. En esa parte del lago hay pequeñas islas. Si excavas mucho en una de esas islas, o en las colinas, encontrarás vetas de cobre, y en ocasiones zinc, plomo e incluso plata. Eso es lo que los hombres de Kulu han hecho durante muchas generaciones. Su monumento es un laberinto de túneles que serpentea bajo las colinas, sin seguir líneas rectas, sino rastreando las venas más ricas.

En ocasiones los túneles descienden por debajo del nivel del lago. Cuando las minas estaban activas, el agua de esos túneles se bombeaba, pero ahora que están agotadas, se ha dejado al agua buscar su nivel y se han formado sumideros. En las colinas hay túneles y cavidades a los que sólo pueden llegar muchachos con valor suficiente para sumergirse en aguas frías y negras y nadar en la oscuridad durante diez, veinte o treinta metros.

Goto Dengo fue a todos esos lugares cuando era un muchacho. Incluso descubrió algunos. Grande, gordo y flotante, era un nadador bastante bueno. No era el mejor nadador, ni el mejor aguantando la respiración. Ni siquiera era el más valiente (los más valientes se enfrentaban a la muerte como guerreros en lugar de ponerse salvavidas).

Fue a donde otros no habían llegado porque sólo él, entre todos los chicos de Kulu, no temía a los demonios. Cuando era niño, su padre, un ingeniero de minas, le llevaba de excursión a aquellas partes de las montañas donde se decía que vivían los demonios. Dormían bajo las estrellas y se despertaban para encontrar las mantas cubiertas de escarcha, y en ocasiones un oso robaba la comida. Pero nada de demonios.

Los otros chicos creían que los demonios vivían en algunos de los túneles sumergidos, y que eso explicaba por qué algunos de los chicos que nadaban allí no regresaban jamás. Pero Goto Dengo no temía a los demonios, así que penetraba allí temiendo sólo a la oscuridad, el frío y el agua. Lo que ya era bastante temer.

Ahora no tiene más que fingir que el fuego es un techo de piedra. Nada un poco más. Pero no tomó aire suficiente antes de sumergirse y ahora está muy cerca del pánico. Levanta la vista y ve que el agua sólo arde en algunas partes.

Comprende que está a mucha profundidad, y que no puede nadar bien con las botas y los pantalones. Tira de los cordones, pero están atados con un nudo doble. Se saca el cuchillo del cinturón y corta los cordones, patalea para soltar las botas, se quita los pantalones y también los calzoncillos. Desnudo, se obliga a calmarse durante diez segundos, se lleva las rodillas al pecho y las abraza. La flotabilidad natural de su cuerpo se ocupa de todo. Sabe que ahora debe estar elevándole lentamente hacia la superficie, como una burbuja. La luz es cada vez más brillante. Sólo tiene que esperar. Suelta el cuchillo, que no sirve más que para retrasarle.

Siente frío en la espalda. Explota de la posición fetal y saca la cabeza al aire, respirando por fin. Hay una zona de combustible ardiente casi tan cerca como para tocarlo, y el combustible recubre el océano casi como una superficie sólida. Llamas azules casi invisibles salen de ella, para volverse amarillas y transformarse en humo negro. Nada de espaldas para alejarse de los tentáculos que se aproximan.

Sobre él pasa una reluciente aparición plateada, tan cerca que puede sentir el calor de sus gases de escape y leer las etiquetas de advertencia en inglés del vientre. Las puntas de las armas, en las alas, centellean, lanzando rachas rojas.

Están acabando con los supervivientes. Algunos intentan sumergirse, pero el combustible que empapa los uniformes los lleva de vuelta a la superficie mientras las piernas patalean inútiles fuera del agua. Goto Dengo se asegura primero de no estar cerca de ninguna zona de combustible ardiendo, luego se mueve en el agua, girando lentamente como una antena de radar, buscando aviones. Un P-38 vuela bajo, apuntándole a él. Toma aliento y se sumerge. Se está bien bajo el agua y hay tranquilidad, y las balas que atraviesan la superficie suenan como el traqueteo de una máquina de coser. Ve unas balas que se hunden en el agua a su alrededor, dejando rastros de burbujas, deteniéndose prácticamente a un metro o dos, luego hundiéndose como bombas. Nada tras una de ellas y la agarra. Sigue caliente. La guardaría como souvenir, pero los bolsillos se han ido con la ropa y necesita las manos. Mira la bala durante unos momentos, verde plateada bajo la luz del fondo, recién salida de una fábrica en América.

¿Cómo ha llegado esta bala de América a mi mano?

Hemos perdido. La guerra ha terminado.

Debo regresar a casa y comunicárselo a todos.

Debo ser como mi padre, un hombre racional, explicándole las verdades de la vida a la gente en casa, lastrados por la superstición.

Suelta la bala, la ve caer hacia el fondo del mar, a donde también se dirigen todos los barcos y todos los jóvenes de Kulu.