NOVUS ORDO SEDORITM
LOS FILIPINOS son
personas afectuosas, amables, cariñosas y desprendidas —dice Avi—,
de lo cual hay que alegrarse, teniendo en cuenta que muchos de
ellos llevan armas ocultas.
Randy se encuentra en el aeropuerto de Tokio, recorriendo el vestíbulo con una lentitud que enfurece a los otros viajeros. Todos ellos han pasado el último medio día sujetos a asientos malos y apretujados en un tubo de aluminio cargado de combustible de reactor. Sobre las protuberancias de seguridad del suelo a la salida del avión, las maletas con redecillas resuenan como aviones de combate. Las maletas le rozan las rodillas mientras esquivan su largo y fornido cuerpo en forma de columna. Randy sostiene su nuevo teléfono GSM a un lado de la cabeza. Se supone que funciona en cualquier parte del mundo, menos en Estados Unidos. Se trata de su primera oportunidad para ponerlo a prueba.
—Se te oye claro como una campana —dice Avi—. ¿Cómo ha sido el vuelo?
—Bien —dice Randy—. En la pantalla de vídeo tenían uno de esos mapas animados.
Avi lanza un suspiro.
—Ahora los tienen en todas las compañías aéreas —señala con voz monótona.
—Lo único que había entre San Francisco y Tokio era la isla Midway.
—¿Y?
—Permaneció en medio de la pantalla durante horas. MIDWAY. Con un vacío embarazoso a su alrededor.
Randy llega a la puerta de salida para Manila y se detiene para admirar un aparato de televisión de metro y medio de ancho y alta definición que muestra el logotipo de una importante compañía de electrónica de consumo nipona. Emite un vídeo en el que un alocado profesor de dibujos animados y su adorable ayudante canino señalan las tres rutas de transmisión del virus del sida.
—Tengo una huella para ti —dice Randy.
—Dispara.
Randy se mira la palma de la mano, sobre la que ha escrito una serie de números y letras con bolígrafo.
—AF 10 06 E9 99 BA 11 07 64 C1 89 E3 40 8C 72 55.
—La tengo —dice Avi—. Es de Ordo, ¿no? —Exacto. Te envié por e-mail la clave desde SFO.
—Lo del apartamento sigue sin resolverse —dice Avi—. Así que te he reservado una suite en el hotel Manila.
—¿Qué quieres decir con que sigue sin resolverse?
—Filipinas es uno de esos países post españoles que carecen de una clara distinción entre los asuntos de negocios y las relaciones personales —dice Avi—. No creo que puedas encontrar un alojamiento seguro sin casarte con una familia que tenga como apellido el nombre de una calle importante.
Randy se sienta en la sala de espera. El desenvuelto personal de tierra, ataviado con sombreritos chillones e inverosímiles, se centra en los filipinos que llevan demasiado equipaje de mano y los someten al ritual público de rellenar pequeñas etiquetas y entregar sus posesiones. Los filipinos alzan la vista y miran con ansia por los ventanales. Pero la mayor parte de los pasajeros que aguardan son nipones: algunos hombres de negocios, pero en su mayoría turistas. Miran un vídeo educativo que enseña cómo dejar que te roben en un país extranjero.
—Vaya —dice Randy, mirando por el ventanal—, tienen otro 747 para Manila.
—En Asia, ninguna compañía aérea decente se molesta en mover nada más pequeño que un 747 —responde Avi—. Si alguien intenta meterte en un 737 o, Dios no lo quiera, un Airbus, corre, no te molestes en caminar, aléjate de la puerta de embarque, llámame al Sky Pager y enviaré un helicóptero a evacuarte.
Randy ríe.
Avi sigue hablando.
—Ahora escúchame bien. El hotel al que vas es muy antiguo e impresionante, pero está en medio de ninguna parte.
—¿Cómo se les ocurrió construir un hotel en medio de ninguna parte?
—Hace tiempo fue una zona concurrida… está en el paseo marítimo, justo en el límite de Intramuros.
Randy recuerda el suficiente español de instituto para comprender el nombre.
—Pero Intramuros fue arrasado por los nipones en 1945 —siguió diciendo Avi—. De forma sistemática. Todos los hoteles de negocios y los edificios de oficinas están en un nuevo distrito llamado Makati, mucho más cerca del aeropuerto.
—Así que quieres que nuestra oficina esté en Intramuros.
—¿Cómo lo has adivinado? —dice Avi, con voz de ligero asombro. Se enorgullece de ser impredecible.
—Normalmente no soy un tipo demasiado intuitivo —dice Randy—, pero he pasado trece horas en un avión y a mi cerebro le han dado la vuelta y lo han colgado para que se seque.
Avi lanza las justificaciones tradicionales: el espacio para oficinas es mucho más barato en Intramuros. Los ministerios del gobierno están mucho más cerca. Makati, el reluciente y nuevo distrito comercial, está demasiado aislado de los verdaderos filipinos. Randy no presta atención.
—Quieres actuar desde Intramuros porque fue sistemáticamente arrasado y porque te obsesiona el Holocausto —dice Randy al fin, con tranquilidad y sin rencor.
—Sí. ¿Y? —responde Avi.
Randy mira por la ventanilla del 747 en dirección a Manila, bebiendo un refresco nipón de color verde fosforescente fabricado con extractos de abeja (o, al menos, tiene el dibujo de una abeja) y mascando algo que la azafata denominó tentempié japonés. El cielo y el océano muestran el mismo color, un tono de azul que hace que se le congelen los dientes. El avión vuela tan alto que, ya mire arriba o abajo, ve imágenes escorzadas de pilas de hirvientes cúmulos. Las nubes surgen del cálido Pacífico como si inmensos barcos de guerra estuviesen explotando por toda la zona. Crecen y se mueven a una velocidad alarmante, las formas que adoptan son tan variadas y grotescas como las de los organismos de las profundidades, y todas ellas, supone Randy, son tan peligrosas para un avión como las estacas de bambú para un peatón descalzo. Se sobresalta al descubrir la albóndiga de color rojo anaranjado pintada en el ala. Se siente como si le hubiesen transportado a una vieja película bélica.
Enciende el portátil. Los correos electrónicos de Avi, cifrados en lo que externamente son mensajes de que-te-vaya-bien, se han ido acumulando en la bandeja de entrada. Es una acumulación gradual de diminutos archivos, enviados por Avi cada vez que le venía una idea a la cabeza durante los últimos tres días; sería evidente, incluso si Randy no lo supiese, que Avi posee una máquina portátil de correo electrónico que puede conectarse a Internet por radio. Randy arranca un programa que técnicamente se llama Novus Ordo Seclorum pero que todo el mundo abrevia como Ordo. Es un chiste muy forzado que se fundamenta en que la tarea de Ordo, como programa criptográfico, consiste en colocar los bits de un mensaje en un Nuevo Orden y le llevaría siglos al gobierno descifrarlo. En medio de la pantalla aparece la imagen de la Gran Pirámide, y un solitario ojo se materializa gradualmente en su ápice.
Ordo puede realizar su trabajo de dos formas. La más evidente es descifrar todos los mensajes y convertirlos en archivos de texto en el disco duro, que Randy podría leer en cualquier momento. El problema (si eres un paranoico) es que cualquiera podría apropiarse del disco duro y leer los archivos. Quién sabe, a los agentes de aduanas de Manila podría ocurrírseles requisar el ordenador por pornografía infantil. O, atontado por el desajuste horario, podría dejarse el portátil en un taxi. Por tanto, en lugar de eso, activa Ordo en modo de flujo, que descifrará los mensajes lo justo para que él pueda leerlos y luego, cuando cierre las ventanas, borrará los archivos descifrados de la memoria y del disco duro.
El asunto del primer mensaje de Avi es: «Directriz 1.»
Buscamos sitios donde las matemáticas sean favorables. ¿Qué significa eso? Significa que buscamos lugares en los que la población esté a punto de explotar —podemos predecirlo simplemente echando un vistazo al histograma de edades— y la renta per cápita esté a punto de dispararse como sucedió en Nipón, Taiwán, Singapur. Multiplica esos dos factores y obtendrás el crecimiento exponencial que nos hará asquerosamente ricos antes de cumplir los cuarenta.
Se trata de una alusión a una conversación entre Randy y Avi de hacía dos años, durante la cual Avi calculó el valor numérico específico de ser asquerosamente ricos. Sin embargo, no se trataba de una constante fija sino de una celda en una hoja de cálculo enlazada con varios indicadores económicos que variaban continuamente. En ocasiones, cuando Avi trabaja frente al ordenador deja la hoja de cálculo corriendo en una pequeña ventana para poder echar un vistazo al valor actual de «ser asquerosamente rico».
El segundo mensaje, enviado un par de horas más tarde, se llama «Directriz 2».
Dos: elegir un campo tecnológico en el que nadie pueda competir con nosotros. Ahora mismo, el único es redes. Damos mil vueltas a cualquier otro en todo el mundo cuando se trata de redes. Ni siquiera es divertido.
Al día siguiente, Avi había enviado un mensaje llamado, simplemente, «Más». Quizá ya no se acordaba de cuántas directrices había establecido hasta ese momento.
Otro principio: esta vez mantenemos el control de la corporación. Eso significa que conservamos al menos un cincuenta por ciento de las acciones… lo que implica poca o ninguna inversión externa hasta que hayamos ganado algo de valor.
—No tienes que convencerme de eso —murmura Randy para sí, al leer lo siguiente.
Ese principio limita el tipo de negocio en el que podemos meternos. Olvida cualquier cosa que exija una gran inversión inicial.
Luzón es un conjunto de montañas de exuberante jungla verde oscuro surcadas por ríos que podrían pasar por avalanchas de cieno. A medida que el océano azul oscuro se encuentra con sus playas caqui, el agua adopta el tono chocante de una piscina suburbana. Más al sur, las montañas están quemadas para dejar paso a la agricultura. La tierra es de un color rojo brillante, por lo que esas partes tienen el aspecto de heridas recientes, pero en su mayor parte está cubierta de follaje que se parece al material verde que los fanáticos de los trenes en miniatura ponen en sus colinas de papel maché, y en amplias zonas de las montañas no hay señales de que los seres humanos hayan existido alguna vez. Más cerca de Manila, algunas de las vertientes están deforestadas, salpicadas de estructuras, tejidas con líneas de alta tensión. Campos de arroz bordean las cuencas. Los pueblos son aglutinaciones de chabolas dispuestas alrededor de enormes iglesias con forma de cruz y buenos tejados.
La visión se vuelve nebulosa a medida que penetran en la cortina de contaminación que cubre la ciudad. El avión comienza a sudar como un enorme vaso de té helado. El agua fluye y cae como una cortina, se acumula en los huecos, y salta con fuerza desde los bordes de los alerones.
De pronto descienden sobre la bahía de Manila, que está marcada por interminables vetas de rojo brillante, algún tipo de explosión de algas. Los superpetroleros dejan a su paso largos arco iris. Todas las calas están abarrotadas de botes delgados y alargados, con doble estabilizador, con aspecto de chinches acuáticas de brillantes colores.
Y al final se encuentran sobre la pista del AINA, Aeropuerto Internacional Nino y Aquino. Guardias y policías de todo pelaje se pasean portando M-16 o escopetas, cubiertos por túnicas hechas con pañuelos sujetos a la cabeza por medio de gorras de béisbol americanas. Un hombre ataviado con un radiante uniforme blanco se encuentra bajo la boca del túnel de salida de pasajeros, sosteniendo en las manos barras naranjas fosforescentes, como un Cristo que dispensase perdón a un mundo de pecadores. Un aire sulfuroso y tropical comienza a meterse por el sistema de ventilación del jumbo. Todo se empapa y languidece.
Está en Manila. Saca el pasaporte del bolsillo de la camisa. El nombre es RANDALL LAWRENCE WATERHOUSE.
Así es como nació la corporación Epiphyte:
—¡Estoy canalizando mierda! —dijo Avi.
El número llegó al busca de Randy mientras estaba sentado a la mesa en un restaurante de la costa con los amigos de su novia. Un sitio en el que, cada día, imprimían un menú nuevo con láser sobre una imitación de pergamino cien por cien reciclado, en el que los platos estaban recubiertos de trazos osciloscópicos con salsas color neón, y los entrantes eran altas pilas arquitectónicas de extraños ingredientes tallados como prismas relucientes. Randy había pasado toda la comida resistiéndose a la tentación de invitar a uno de los amigos de Charlene (a uno cualquiera, no importaba) a salir a la calle y darse de puñetazos.
Miró el busca esperando ver el número del Centro de Computación de las Tres Hermanas, donde trabajaba (técnicamente, sigue trabajando allí). Los dígitos del número de teléfono de Avi penetraron en su ser como lo hubiese hecho el 666 en un fundamentalista.
Quince segundos más tarde, Randy estaba en la acera, pasando la tarjeta por un teléfono público como un asesino pasaría la hoja afilada por la garganta de un político rechoncho.
—El poder está llegando desde Lo Alto —siguió diciendo Avi—. Esta noche, simplemente, llega a través de mí… atiende, pobre cabrón.
—Qué quieres que haga? —preguntó Randy. adoptando un tono frío y casi hostil para enmascarar la enfermiza emoción que sentía.
—Compra un billete para Manila —dijo Avi.
—Primero tengo que hablarlo con Charlene —respondió Randy.
—Ni tú mismo te lo crees —dijo Avi.
—Charlene y yo tenemos una relación muy sólida…
—Han pasado diez años. Todavía no te has casado con ella. Saca tú mismo las conclusiones.
(Setenta y dos horas más tarde estaría en Manila, contemplando la Flauta de Un Solo Tono.)
—Todo el mundo en Asia se pregunta cuándo van los filipinos a tomarse las cosas en serio —dijo Avi—; es la gran pregunta de los noventa.
(La Flauta de Un Solo Tono es lo primero que ves cuando atraviesas el control de pasaportes.)
—Medité sobre esa pregunta cuando estaba en la cola del Control de Pasaportes del Aeropuerto Internacional Nino y Aquino —dijo Avi, comprimiendo el nombre completo en un único sonido articulado—. ¿Sabes que tienen diferentes filas?
—Supongo que sí —dijo Randy. Un paralelepípedo de atún rehogado dio un salto mortal en su gaznate. Sentía el perverso deseo de tomar un helado de dos bolas. No viajaba tanto como Avi, y apenas tenía una vaga idea de a qué se refería con las «filas».
—Ya sabes. Una para nacionales. Una para extranjeros. Puede que una para diplomáticos.
(Ahora, esperando para que le sellen el pasaporte, Randy puede verlo con claridad. Por una vez no le importa esperar. Se sitúa en la cola junto a la fila de los TCE y los examina. Ellos conforman el mercado de Epiphyte Corp. En su mayoría mujeres jóvenes, muchas de ellas vestidas a la moda, pero aún conservando una especie de recatamiento de escuela católica. Agotadas por los largos viajes, cansadas de la espera, se encorvan, y luego de pronto se colocan rectas y levantan las finas barbillas, como si una monja invisible estuviese recorriendo la fila golpeándoles los nudillos con una regla.)
Pero setenta y dos horas antes no había entendido de verdad lo que Avi había querido decir con filas, así que se limitó a decir:
—Sí, ya he visto la cosa de las filas.
—¡En Manila, tienen toda una fila para los TCE que regresan!
—¿TCE?
—Trabajadores Contratados en el Extranjero. Los filipinos que trabajan fuera… ya que la economía filipina está tan deteriorada. Como sirvientas y niñeras en Arabia Saudita. Enfermeras y anestesistas en Estados Unidos. Cantantes en Hong Kong, putas en Bangkok.
—¿Putas en Bangkok? —Randy al menos sí había estado allí, y su mente retrocedía ante el concepto de exportar prostitutas a Tailandia.
—Las filipinas son más hermosas —dijo Avi con calma—, y poseen una ferocidad que las hace más interesantes para el viajero de negocios inherentemente masoquista, que todas las titis tailandesas.
Ambos sabían que todo aquello eran chorradas; Avi era un hombre de familia y no tenía experiencia de primera mano en esos asuntos. Pero Randy no lo comentó. Siempre que Avi conservase su habilidad para las chorradas improvisadas, tenían muy buenas posibilidades de hacerse asquerosamente ricos.
(Ahora que está aquí, es tentador preguntarse cuáles de las chicas en la cola TCE son putas. Pero no le parece que llegue a ninguna parte, así que cuadra los hombros y se acerca a la línea amarilla.
El gobierno filipino ha dispuesto expositores de vidrio en el vestíbulo que lleva desde el control de pasaportes a la inspección de seguridad. Los expositores contienen artefactos que muestran las glorias de la cultura filipina anterior a Magallanes. El primero de ellos contiene la pièce de résistance: un instrumento musical rústico tallado a mano, de largo y complicado nombre en tagalo. Debajo de él, en letras más pequeñas, se encuentra la traducción al inglés: FLAUTA DE UN SOLO TONO.)
—¿Comprendes? Filipinas está cercada de forma natural —dijo Avi—. ¿Sabes lo raro que es encontrar una situación así? Cuando encuentras un ambiente aislado de forma natural, Randy, embistes contra él como un hurón furioso metido en una tubería llena de carne cruda.
Un comentario sobre Avi: los antepasados de su padre apenas habían salido de Praga. En lo que se refería a judíos centroeuropeos, eran bastante típicos. Lo único realmente anómalo es que siguiesen con vida. Pero los antepasados de su madre eran unos cripto judíos mexicanos increíblemente peculiares que habían estado viviendo en las mesetas, esquivando a los jesuitas, disparando a las serpientes de cascabel y comiendo hojas de estramonio durante trescientos años; tenían el aspecto de indios y hablaban como cowboys. Por tanto, cuando se relacionaba con otras personas, Avi vacilaba. En la mayor parte de las ocasiones se mostraba correcto y cortés de una forma que impresionaba profundamente a los empresarios —especialmente a los nipones—, pero de vez en cuando tenía arrebatos, como si hubiese estado probando la hierba loca. Randy había aprendido a manejar esas situaciones, razón por la que Avi lo llamaba en momentos como aquel.
—¡Oh, cálmate! —dijo Randy. Observó cómo una chica bronceada pasaba a su lado, de regreso de la playa—. ¿Aislada innata?
—Mientras Filipinas no se lo tome en serio, tendrá muchos TCE. Querrán comunicarse con sus familias… los filipinos están muy centrados en sus familias. Comparados con ellos, los judíos no son más que un grupo de solitarios alienados.
—Vale. Sabes más de esos dos grupos que yo.
—Son sentimentales y afectuosos, tanto que es fácil que nosotros les despreciemos.
—No tienes que ponerte a la defensiva —dijo Randy—. No les estoy despreciando.
—Cuando oigas en la radio las canciones que dedican, les despreciarás —dijo Avi—. Pero, francamente, en esos asuntos podríamos aprender de los Pinoys.
—Ahora mismo estás muy cerca de sonar a beato…
—Me disculpo —dijo Avi, con total sinceridad. La esposa de Avi había estado embarazada casi de forma continua en los cuatro años que llevaban casados. Cada día que pasaba él se volvía más diligente en los asuntos religiosos y no podía mantener una conversación sin mencionar el Holocausto. Randy era un soltero que estaba a punto de romper con la chica con la que había estado viviendo.
—Te creo, Avi —dijo Randy—. ¿Tienes algún problema con que coja un billete en business?
Avi no le escuchó, así que Randy asumió que era un sí.
—Siempre que la situación se mantenga, habrá un gran mercado para Pinoy-gramas.
—¿Pinoy-gramas?
—¡Por Dios santo, no lo digas a gritos! Estoy rellenando los formularios para registrar la marca mientras hablamos —dijo Avi. Randy podía oír de fondo un sonido de ametralladora, teclas de ordenador moviéndose tan rápido que parecía que Avi se limitaba a sostener el teclado entre sus manos pálidas y huesudas y lo agitaba violentamente de arriba abajo—. Pero si los filipinos se lo toman en serio, veremos un crecimiento explosivo en las telecomunicaciones, como en cualquier otra Earde.
—¿Earde?
—E-A-R-D. Economía Asiática en Rápido Desarrollo. En cualquier caso, nosotros salimos ganando.
—Asumo que quieres meterte en un negocio relacionado con las telecomunicaciones.
—Bingo. —De fondo comenzó a oírse el llanto de un niño—. Tengo que irme —dijo Avi—. El asma de Shlomo ha vuelto a dispararse. Apunta esta huella.
—¿Huella?
—Para mi clave de descifrado. Para el correo electrónico.
—¿Ordo?
—Sí.
Randy sacó un bolígrafo y, al no encontrar papel en el bolsillo, lo colocó sobre la palma de la mano.
—Dispara.
—67 81 A4 AE FF 40 25 9B 43 0E 29 8D 56 60 E3 2F. —Y a continuación, Avi colgó el teléfono.
Randy volvió al restaurante. De camino a la mesa, le pidió al camarero que le trajese media botella de un buen vino tinto. Charlene le oyó y lo miró con el ceño fruncido. Randy seguía pensando sobre la ferocidad innata, y no vio el gesto; sólo el aspecto mojigato común a todos los amigos de Charlene. ¡Dios mío! Tengo que irme de California, comprendió de inmediato.