TRAJE
LA POSTURA
DE RANDY es de rectitud y alerta: todo se
debe al traje.
Es algo trillado comentar que a los hackers no les gustan las prendas elegantes. Avi ha descubierto que la ropa buena puede llegar a ser cómoda; los pantalones de los trajes de negocios son en realidad mucho más cómodos que los téjanos. Y ha pasado tiempo suficiente entre los hackers como para haber descubierto que no es a llevar trajes a lo que se oponen, sino a ponérselos. Lo que no sólo incluye el proceso de vestirse per se sino también elegirlos, mantenerlos y preocuparse de si todavía están a la moda; esto último es especialmente difícil para hombres que se ponen un traje una vez cada cinco años.
Así que la cosa se resuelve así: Avi tiene una hoja de cálculo en uno de sus ordenadores, en la que aparecen los cuellos, perneras y otras medidas vitales de cada uno de los hombres con los que trabaja. Un par de semanas antes de una reunión importante, se limita a enviar un fax a un sastre de Shanghái. Luego, en una demostración clásica del sistema de entrega justo-a-tiempo iniciado por Toyota, los trajes llegan por Federal Express veinticuatro horas antes de la reunión, de forma que puedan pasar automáticamente a la lavandería del hotel. Esa mañana, mientras salía de la ducha, Randy oyó una llamada a la puerta y la abrió para encontrarse a un ayuda de cámara sosteniendo un traje recién limpiado y planchado, acompañado de camisa y corbata. Se lo pone todo (se ha incluido convenientemente una fotocopia de décima generación que ilustra con un mal diagrama cómo hacerse el nudo medio Windsor). Le sienta a la perfección. Ahora se encuentra en el pasillo del Foote Mansión, viendo cómo van reduciéndose los números en los visores electrónicos de los ascensores y mirándose ocasionalmente en un espejo enorme. La cabeza de Randy sobresaliendo de un traje es un chiste visual que al menos producirá sonrisas durante el almuerzo.
Medita sobre el correo de la mañana.
A: enano@siblings.net
De: root@eruditorum.org
Asunto: Re: ¿Por qué?
Estimado Randy,
Espero que no te moleste que te llame Randy, ya que es bastante evidente que eres tú, a pesar del uso de una fachada anónima. Por cierto, es buena idea. Aplaudo tu prudencia.
En cuanto a la posibilidad de que yo sea «un viejo enemigo», me consterna que alguien tan joven pueda tener ya viejos enemigos. ¿O quizá te refieres a un enemigo recientemente adquirido pero de avanzada edad? Se me ocurren varios candidatos. Pero sospecho que te refieres a Andrew Loeb. No soy él. Eso te resultarla evidente si hubieses visitado recientemente su sitio web.
¿Por qué estáis construyendo la Cripta?
Firmado,
—COMIENZO DEL BLOQUE DE FIRMA ORDO—
(etc., etc.)
—FIN DEL BLOQUE DE FIRMA ORDO—
No es tan interesante mirar los números de los ascensores e intentar predecir cuál llegará primero, pero ciertamente es más interesante que limitarse a quedarse ahí plantado. Uno de ellos lleva al menos un minuto atascado en el piso justo por encima del de Randy; puede oírlo zumbar. En Asia, muchos hombres de negocios —especialmente algunos de los chinos en el extranjero— no vacilarían ni un segundo en requisar uno de los ascensores continuamente para su uso personal, estacionando lacayos, en turnos de ocho horas, para mantener apretado el botón de ABRIR PUERTA, ignorando la petulante sirena de alarma.
Ding. Randy gira sobre sus zapatos (¡prueba a hacer eso con un par de zapatillas!). Una vez más ha apostado al caballo equivocado: el ganador es un ascensor que se encontraba en lo más alto del hotel la última vez que miró. Se trata de un ascensor con resolución, un ascensor de carreras. Se dirige hacia la luz verde. Las puertas se abren. Randy mira directamente el rostro del doctor Hubert (el Dentista) Kepler. Doctor en Cirugía Dental.
«¿O quizá se refiere a un enemigo recientemente adquirido pero de avanzada edad?»
—¡Buenos días, señor Waterhouse! Cuando se queda con la boca abierta, me recuerda a uno de mis pacientes.
—Buenos días, doctor Kepler. —Randy oye sus propias palabras como si saliesen de un tubo de papel higiénico de una milla de largo, y de inmediato las repasa en su mente para asegurarse de que no ha revelado ninguna información corporativa privada o le ha dado al doctor Kepler ninguna razón para presentar una demanda.
Las puertas empiezan a cerrarse y Randy tiene que abrirlas de un golpe con el maletín del portátil.
—¡Cuidado! Yo diría que ese equipo es muy caro —dice el Dentista.
Randy está a punto de decir «cambio de portátiles como un travestido cambia de medias» aunque quizá «como los dentistas cambian de taladros» sería más temáticamente apropiado, pero en lugar de eso se calla y no dice nada, ya que se encuentra en territorio peligroso: lleva información privada de AVCLA en el portátil y si el Dentista tiene la impresión de que Randy no tiene el suficiente cuidado, podría empezar a lanzar un torrente de demandas, como Linda Blair con el puré de guisantes.
—Es, eh, una agradable sorpresa verle en Kinakuta —dice Randy tartamudeando.
El doctor Kepler lleva gafas del tamaño del parabrisas de un Cadillac del 59. Son gafas especiales de dentista, tan pulidas como un espejo de Palomar, cubiertas de un material ultrarreflectante de forma que siempre puedes ver en ellas el reflejo de tu boca abierta, empalada en un asta de luz caliente. Los ojos del Dentista se limitan a existir de fondo como un recuerdo de infancia. Son ojos de color gris azulado bizqueantes, caídos en los bordes como si estuviesen cansados del mundo, con pupilas estigias. En los labios secos siempre parece jugar el fantasma de una sonrisa. Es la sonrisa de un hombre que se preocupa de cómo realizar el próximo pago del seguro de negligencia médica mientras mueve pacientemente la punta de la palanca de acero quirúrgico bajo el borde de tu bicúspide muerto, pero que ha leído en una revista profesional que es más probable que los pacientes regresen, y es menos probable que le denuncies, si les sonríes.
—Una cosa —dice—, me preguntaba si podría tener un encuentro rápido con usted algo más tarde.
«Escupa, por favor.»
¡Salvado por la campana! Han llegado a la planta baja. Las puertas del ascensor se abren para mostrar el vestíbulo de mármol en peligro del Foote Mansión. Los botones, disfrazados de pasteles de boda, se deslizan de un lado a otro como si estuviesen montados sobre posavasos. A menos de diez pies se encuentra Avi, y acompañándoles se encuentran dos bonitos trajes de los que sobresalen las cabezas de Eb y John. Las tres cabezas se vuelven hacia él. Al ver al Dentista, Eb y John adoptan las expresiones faciales de actores de serie B cuyos personajes acabasen de recibir sendas balas en medio de la frente. Avi, al contrario, se endereza como un hombre que hubiese pisado un clavo oxidado hace una semana y ahora empezase a sentir los primeros síntomas del tétanos que con el tiempo le romperá la médula espinal.
—Tenemos por delante un día ajetreado —dice Randy—. Supongo que mi respuesta es sí, según disponibilidad.
—Bien. Me comunicaré con usted —dice el doctor Kepler, y sale del ascensor—. Buenos días, señor Halaby. Buenos días, doctor Fóhr. Buenos días, señor Cantrell. Me alegra verles con aspecto de caballeros.
«Me alegra verles actuar como tales.»
—El placer es nuestro —dice Avi—. Asumo que le veremos más tarde.
—Oh, sí —dice el Dentista—, me verá durante todo el día. «Me temo que este procedimiento llevará todo el día». Les da la espalda y atraviesa el vestíbulo sin más cumplidos. Se dirige hacia un grupo de sillones de cuero ocultos por una explosión de extrañas flores tropicales. Los ocupantes de esos sillones son en su mayoría jóvenes y van elegantemente vestidos. Se ponen en marcha cuando su jefe se acerca a ellos. Randy cuenta tres mujeres y dos hombres. Es evidente que uno de los hombres es un gorila, pero las mujeres —a las que se las califica inevitablemente de parcas, furias, gracias, nornas o harpías— se rumorea que tienen entrenamiento de guardaespaldas y que también llevan armas.
—¿Quiénes son esas? —pregunta Cantrell—. ¿Sus higienistas?
—No te rías —dice Avi—. Cuando practicaba la medicina, se acostumbró a tener un equipo de mujeres para hacer las tareas rutinarias. Dio forma a su paradigma.
—¿Estás de coña? —pregunta Randy.
—Ya sabes cómo es —dice Avi—. Cuando vas al dentista, en realidad nunca ves al dentista, ¿no? Es otra persona la que te atiende. Luego está la élite de mujeres muy eficientes que raspan la placa, para que el dentista no tenga que encargarse de ella, y sacan las radiografías. El dentista en sí se sienta en algún otro sitio y mira las radiografías… trata contigo como si fueses una imagen de color gris abstracta sobre un pedacito de plástico. Si ve agujeros, se pone en marcha. Si no, sale y habla un ratito contigo antes de mandarte a casa.
—Ya, ¿y qué hace aquí? —exige saber Eberhard Fórh.
—¡Exacto! —dice Avi—. Cuando entra en la habitación, nunca sabes a qué viene… a hacerte un agujero en el cráneo, o sólo a hablar de sus vacaciones en Maui.
Todos los ojos se vuelven hacia Randy.
—¿Qué pasó en el ascensor?
—Yo… ¡nada! —suelta Randy.
—¿Hablasteis del proyecto de Filipinas?
—Se limitó a decir que quería hablarme de él.
—Bien, mierda —dice Avi—. Eso significa que nosotros tenemos que discutirlo primero.
—Eso ya lo sé —dice Randy—, así que le dije que podría hablar con él si tengo un momento libre.
—Bien, entonces será mejor que nos aseguremos de que hoy no tengas ni un momento libre —dice Avi. Piensa durante un momento y añade—: ¿En algún momento se metió la mano en el bolsillo?
—¿Por qué? ¿Esperas que saque un arma?
—No —dice Avi—, pero alguien me comentó en una ocasión que el Dentista lleva un micrófono.
—¿Cómo un informador policial? —pregunta John con incredulidad.
—Exacto —dice Avi, como si no tuviese importancia—. Tiene el hábito de llevar una grabadora digital diminuta, del tamaño de una caja de cerillas, en el bolsillo en todo momento. Quizá no. En todo caso, nunca sabes si te está grabando.
—¿No es ilegal o algo así? —pregunta Randy.
—No soy abogado —dice Avi—. Lo que es más importante, no soy un abogado de Kinakuta. Pero no tendría importancia en una demanda civil… si nos pusiese un litigio, podría presentar cualquier tipo de prueba.
Juntos atraviesan el vestíbulo. El Dentista está plantado en el mármol, con los brazos cruzados sobre el pecho, apuntando al suelo con la barbilla mientras absorbe la información de sus ayudantes.
—Puede que se llevase la mano al bolsillo. No lo recuerdo —dice Randy—. No importa. Fue extremadamente general. Y breve.
—Aún así, podría someter la narración a un análisis de estrés de voz, para descubrir si mentías —comenta John. Le encanta la paranoia de la situación. Se encuentra en su elemento.
—No hay nada de qué preocuparse —dice Randy—, la interferí.
—¿La interferiste? ¿Cómo? —pregunta Eb, sin apreciar la ironía en la voz de Randy. Eb parece sorprendido e interesado. Está claro por la expresión de su cara que Eb desea mantener una conversación que trate sobre algo esotérico y técnico.
—Es una broma —le explica Randy—. Si el Dentista analiza la grabación, sólo encontrará estrés en mi voz.
Avi y John ríen complacientes. Pero Eb parece abatido.
—Oh —dice este—. Estaba pensando que podríamos interferir ese dispositivo si quisiésemos.
—Una grabadora no usa radio —dice John—. ¿Cómo podríamos interferiría?
—Phreaking van Eck —dice Eb.
En ese momento, Tom Howard sale del café con un ejemplar completamente destrozado de South China Morning Post bajo el brazo, y Beryl sale del ascensor, preparada para el combate con un vestido y maquillaje. Los hombres apartan la vista con timidez y fingen no darse cuenta. Se producen saludos y algo de charla intrascendente. Luego Avi mira la hora y dice:
—Vamos al palacio del sultán. —Como si les estuviese proponiendo tomarse unas patatas fritas en un McDonald’s.