MORPHIUM

SHAFTOE SIGUE VIENDO la palabra cuando cierra los ojos. Sería mucho mejor si prestase atención al asunto que tiene entre manos: poner cargas de demolición alrededor de los escudetes que unen la caja fuerte al submarino.

MORPHIUM. Así está escrito en una etiqueta amarillenta de papel. La etiqueta está pegada a una botellita de vidrio. El color del vidrio es el mismo púrpura oscuro que ves cuando una luz potente te ha deslumbrado los ojos.

Harvey, el marinero que se ha ofrecido voluntario para ayudarle, ilumina continuamente los ojos de Shaftoe con la linterna. Es inevitable; Shaftoe está metido en una posición extremadamente delicada bajo la caja fuerte, trabajando con las cargas, intentado colocar los cebadores con dedos viscosos ya desprovistos de calor y fuerza. No sería siquiera posible si no hubiesen torpedeado el submarino; antes, el camarote estaba medio lleno de aguas malolientes y la caja fuerte estaba hundida. Ahora se ha vaciado convenientemente.

Harvey no está metido en nada; ha salido disparado por el paroxismo del submarino, que se comporta como un tiburón varado que intenta de forma estúpida pero violenta liberarse del arrecife. El rayo de la linterna se cruza continuamente sobre los ojos de Shaftoe. Shaftoe parpadea y ve un cosmos púrpura: diminutas botellitas púrpura que dicen MORPHIUM.

—¡Me cago en Dios! —grita.

—¿Va todo bien, sargento? —dice Harvey.

Harvey no lo entiende. Harvey cree que Shaftoe maldice a causa de algún problema con los explosivos.

Los explosivos son cojonudos. No hay nada de malo en los explosivos. El problema está en el cerebro de Bobby Shaftoe.

Estaba justo allí. Waterhouse le envió a buscar un estetoscopio, y Shaftoe recorrió el submarino hasta encontrar una caja de madera. La abrió y vio de inmediato que estaba llena de material médico. Rebuscó en ella, buscando lo que Waterhouse quería, y allí estaba la botella, evidente, justo frente a sus ojos. Por amor de Dios, la rozó con la mano. Vio la etiqueta a la luz de la linterna:

MORPHIUM

Pero no la cogió. Si hubiese dicho MORFINA la hubiese cogido de inmediato. Pero decía MORPHIUM. Y pasaron unos treinta segundos hasta que comprendió que se trataba de un barco alemán y que las palabras serían diferentes, y que había como un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que MORPHIUM fuese, de hecho, exactamente lo mismo que MORFINA. Al comprenderlo, plantó los pies en el pasillo del oscuro submarino y dejó salir un largo y potente grito desde las entrañas. Nadie le oyó por el ruido de las olas. Luego siguió adelante y cumplió su deber, entregando el estetoscopio a Waterhouse. Cumplió con su deber porque es un marine.

Volar la puta caja fuerte no es su deber. No es más que una idea que se le ha metido en la cabeza. Le han entrenado para usar esos explosivos; ¿por qué no ponerlo en práctica? Va a volar la caja no por ser un marine, sino porque es Bobby Shaftoe. Y también porque es una excusa genial para regresar en busca de ese morphium.

El submarino se zarandea y Harvey acaba tirado por el suelo. Shaftoe espera a que el movimiento aminore, luego se contorsiona para asirse a algo y sale de debajo de la caja. La mayor parte de su peso se apoya sobre las piernas, pero sería incorrecto decir que está de pie. En este lugar, lo mejor que puedes esperar es alcanzar el equilibrio más rápido de lo que te caes de culo. Harvey acaba de perder la carrera y por el momento, Shaftoe la gana.

—¡Está prendida! —grita Shaftoe.

¡Harvey se pone en pie! Shaftoe le ayuda con un empujón a llegar al pasillo. Harvey gira a la izquierda y corre hacia la torrecilla y la salida. Shaftoe gira a la derecha. Va hacia abajo. Hacia proa. Hacia el fondo del océano. Hacia la caja con el MORPHIUM.

¿Dónde coño está la caja? La última vez se encontraba flotando en la sopa. Quizás —una idea horrible— se ha salido por el agujero practicado por el torpedo. Atraviesa un par de mamparas. El ángulo del submarino es cada vez más inclinado y acaba caminando hacia atrás, como si bajase por una escalera, sujetándose a las cañerías, a los cables eléctricos y a las cadenas que sostienen las literas del submarino. Es tan jodidamente largo.

Parece una forma muy extraña de matar gente. Shaftoe no está seguro de aprobar todo lo que implica este submarino. Shaftoe ha matado a bandidos chinos en las orillas del Yangtzé apuñalándoles en el pecho con la bayoneta. Cree que en una ocasión mató a uno con un solo golpe fuerte en la cabeza. En Guadalcanal mató a nipos disparándoles con armas diferentes, arrojándoles piedras, montando enormes hogueras en las entradas de las cuevas donde se escondían, acercándose por detrás y cortándoles la garganta, disparando mortero a sus posiciones, incluso levantando a uno de ellos y lanzándolo por un precipicio. Claro, hace mucho que sabe que esa forma de matar a los malos cara-a-cara es anticuada, pero no es como si hubiese invertido mucho tiempo pensando en ello. La demostración de la ametralladora Vickers que vio en Italia sí que le hizo pensar, y ahora está aquí, en el interior de la más famosa máquina de matar de toda la guerra, ¿y qué ve? Ve válvulas. O más bien las ruedas de hierro que se usan para abrirlas y cerrarlas. Hay mamparas enteras cubiertas de ruedas, con tamaños que van desde el par de pulgadas hasta el pie de diámetro, tan juntas como percebes sobre una roca, en lo que parece una disposición totalmente caótica e irregular. Están pintadas de rojo o de negro, y tan pulidas por el roce de las manos de los hombres que brillan. Y donde no hay válvulas, hay interruptores, enormes, como sacados de una película de Frankenstein. Hay un enorme interruptor rotatorio, medio verde y medio rojo, de unos buenos dos pies de diámetro. Y tampoco se puede decir que el submarino tenga muchas ventanas. No tiene ni una. Sólo un periscopio, cuyo uso está limitado a una sola persona. Por tanto, para esos tipos, la guerra se limita a estar encerrados en un barril hermético lleno de mierda, y a dar vueltas a válvulas-ruedas y apretar interruptores cuando se lo ordenen, y de vez en cuando se presenta algún oficial y les dice que acaban de matar a un montón de hombres.

Ahí está la caja… acabó en una litera. Shaftoe la acerca de un tirón y la abre. El contenido está todo revuelto, y hay más de una botella púrpura, y siente pánico durante un momento, pensando que tendrá que leerse todas las etiquetas escritas con esas escalofriantes letras germánicas, pero en unos segundos encuentra el morphium, lo coge y se lo mete en el bolsillo.

Está de camino hacia la torrecilla cuando una enorme ola golpea el exterior de la nave y le hace perder el equilibrio. Cae hacia abajo durante mucho, mucho tiempo, dando volteretas en medio del submarino antes de poder controlarse. Todo se ha vuelto negro; ha perdido la linterna.

Ahora está a punto de sufrir un ataque de pánico. No es que el pánico le llegue con facilidad, es que hace mucho que no toma morfina, y cuando se encuentra así, su cuerpo reacciona mal a los inconvenientes. Queda medio cegado por un potente destello azul que desaparece antes de que pueda parpadear. Abajo se oye un chisporroteo. Mueve la mano izquierda y siente un tirón en la muñeca: el cabo de la linterna, que tuvo presencia de menté suficiente para atarse. La luz rasga y resuena contra la reja sobre la que Shaftoe está extendido, como san Lorenzo sobre la parrilla. Se produce otro destello de luz azul, reticulada por líneas negras, acompañado de un crepitar. Shaftoe huele a electricidad. Golpea la linterna contra el enrejado un par de veces y vuelve a encenderse, parpadeando.

La rejilla está formada por varillas del grosor de un lápiz espaciadas a un par de pulgadas. Está boca abajo, mirando una bodega que si el submarino estuviese nivelado estaría justo debajo de él. La bodega es un desastre, todo su contenido cuidadosamente apilado y guardado en cajas está ahora machacado y mezclado como en un guiso de vidrios rotos, madera astillada, comida, explosivos potentes y minerales estratégicos, todo combinado con agua de mar que se agita de un lado a otro siguiendo los movimientos del submarino muerto. Un globo perfecto y tembloroso de plata cae a través de la rejilla muy cerca de su cabeza y desciende por el rayo de la linterna para chocar contra un resto. Luego otro. Mira hacia arriba y ve una lluvia de glóbulos plateados saltando y rodando por las mamparas hacia él: deben haberse roto las columnas de mercurio que servían para medir la presión. Se produce otro cegador destello azul: una chispa eléctrica con mucha potencia. Shaftoe vuelve a mirar por entre la rejilla y percibe que la bodega está llena de enormes armarios de metal de los que sobresalen gigantescos pernos. De vez en cuando, un resto húmedo hace de puente entre dos de esos pernos y una chispa ilumina el lugar: los anuarios son baterías, son lo que permite moverse bajo el agua al submarino.

Mientras el sargento Robert Shaftoe permanece allí tendido con el rostro pegado a la fría rejilla, respirando profundamente un par de veces e intentando recuperar la calma, una ola enorme mueve la parte de atrás del submarino con tanta fuerza que teme que va a caerse y hundirse en la proa sumergida. La porquería en la bodega de baterías corre hacia abajo, ganando potencia y velocidad al caer, y golpea la mampara frontal de la bodega con una fuerza aterradora; puede oír cómo los remaches ceden bajo el impacto. Cuando sucede, la mayor parte de la bodega de baterías queda expuesta al rayo de la linterna de Bobby Shaftoe, hasta el mismo fondo. Y entonces es cuando ve las cajas rotas allá abajo: cajas de madera muy pequeñas, como las que podrían usarse para guardar suministros muy pesados. Se han abierto de golpe. Por entre los fragmentos, Shaftoe ve ladrillos de color amarillo, que en su momento estuvieron cuidadosamente apilados y ahora están dispersos. Tienen exactamente el aspecto que él imaginaba que tendrían los lingotes de oro. Lo único malo de esa teoría es que allá abajo hay demasiados para que sean lingotes de oro. Es como cuando en Wisconsin daba la vuelta a los troncos podridos y se encontraba miles de huevos de insecto idénticos sobre la tierra oscura, brillando prometedores.

Por un momento, siente la tentación. La cantidad de dinero allá abajo debe ser incalculable. Si pudiese ponerle la mano encima a uno de esos lingotes.

La explosión debe haberse producido, porque Bobby Shaftoe acaba de quedarse sordo. Esa es su señal para salir por pies de aquí. Se olvida del oro; la morfina es buen botín para un día. Sube con dificultad por la rejilla y llega al pasillo, sigue por el camarote del capitán; sale humo de su escotilla, y las mamparas han sido combadas de forma extraña por la onda de la explosión.

¡La caja fuerte se ha soltado! Y el cable que él y Harvey le pusieron, aunque dañado, sigue intacto. Alguien debe estar tirando de él desde arriba porque está tenso de forma terca e irritante. Ahora mismo, la caja está atrapada en una obstrucción. Shaftoe tiene que liberarla. La caja salta hacia delante y hacia arriba, tirada por el cable tenso, hasta que se queda atrapada en otro sitio. Shaftoe sale del camarote siguiendo a la caja, por el pasillo, sube por la escalera de la torrecilla, y finalmente sale del submarino y penetra en la tormenta, para oír los gritos de júbilo de los marineros que esperan.

En menos de cinco minutos, el submarino desaparece. Shaftoe se lo imagina dando tumbos por el arrecife, directamente hacia un cañón submarino, desparramando lingotes de oro y glóbulos de mercurio a las aguas negras como si fuesen polvos mágicos. Shaftoe está de regreso en la corbeta y todos le dan palmadas en la espalda y le felicitan. Lo único que tiene que hacer es encontrar un lugar íntimo para abrir la botellita púrpura.