Computador

EL TENIENTE CORONEL Earl Comstock de la Electrical Till Corporation y el Ejército de Estados Unidos, en ese orden, se prepara para el informe de rutina del día por parte de su subordinado, Lawrence Pritchard Waterhouse, de forma muy similar a como un piloto de pruebas se prepara para que le lancen a la estratosfera con un cohete bajo el culo. La noche antes se va a dormir pronto, se levanta tarde, habla con su asistente y se asegura de que (a) hay disponible mucho café caliente y (b) no se le dará ni una gota a Waterhouse. Hace que instalen dos grabadoras de alambre ferroso en la habitación, para el caso de que una de ellas falle, y trae un equipo de tres estenógrafos con amplios conocimientos técnicos. Tiene un par de colegas en su sección —también empleados de la ETC cuando no hay guerra— que son verdaderos genios matemáticos, así que también se los trae. Les ofrece una pequeña charla preparatoria:

—No espero que entendáis de qué coño habla Waterhouse. Voy a correr tras él todo lo rápido que pueda. Vosotros agarradle las piernas y por el amor de dios retenedlo para que yo pueda al menos verle la espalda todo lo que sea posible.

Comstock está orgulloso de esa analogía, pero los genios matemáticos parecen desconcertados. Algo irritado, les explica la siempre compleja dicotomía entre literal y figurativo. Sólo quedan veinte minutos hasta la llegada de Waterhouse; justo a tiempo, el asistente de Comstock entra por la puerta con una bandeja de pastillas de bencedrina. Comstock toma dos, intentando liderar dando ejemplo.

—¿Dónde está el maldito equipo de pizarra? —exige, a medida que el potente estimulante comienza a dispararle el pulso. En la habitación entran dos soldados cargando con borradores y gamuzas húmedas, además de un equipo fotográfico compuesto por tres hombres. Montan un par de cámaras apuntando a la pizarra, así como un par de flashes, y dejan en el suelo un buen montón de película.

Comprueba la hora. Van retrasados cinco minutos. Mira por la ventana y ve que su jeep ya está de regreso; Waterhouse debe de estar en el edificio.

—¿Dónde está el equipo de extracción? —exige.

Un momento más tarde el sargento Graves está allí.

—Señor, fuimos a la iglesia como nos indicó, y le localizamos, y, eh… —Tose contra el dorso de la mano.

—¿Y qué?

—Y estaba acompañado, señor —dice el sargento Graves, sotto voce—. Ahora mismo está en el baño, limpiándose, si sabe a qué me refiero —guiña el ojo.

—Ohhhh —dice Earl Comstock, dándose cuenta.

—Después de todo —añade el sargento Graves—, no puedes desatascar las tuberías oxidadas de tu órgano a menos que tengas un poco de asistencia agradable para realizar la operación de forma adecuada.

Comstock se pone tenso.

—Sargento Graves… es muy importante que lo sepa… ¿se realizó la operación de forma adecuada?

Graves arruga la frente, como si le doliese la pregunta.

—Oh, por completo, señor. Ni se nos ocurriría interrumpir semejante operación. Por eso llegamos tarde… con sus disculpas.

—No importa —afirma Comstock, golpeando a Graves con todo entusiasmo entre los hombros—. Por eso intento dar a mis hombres espacio para actuar según su criterio. Hace tiempo que opino que Waterhouse necesita relajarse. Se concentra un poco excesivamente en su trabajo. Para ser sincero, en ocasiones no sé si está diciendo algo muy brillante o totalmente incoherente. Y creo que usted, sargento Graves, ha realizado una contribución importante, importante, a la reunión de hoy al tener el sentido común suficiente para esperar a que los asuntos de Waterhouse quedasen en orden. —Comstock comprende que está respirando muy rápido, y su corazón late como loco. ¿Se habrá pasado con la bencedrina?

Waterhouse se arrastra a la habitación diez minutos más tarde sosteniéndose sobre piernas flácidas, como si, sin darse cuenta, se hubiese dejado el esqueleto en la cama. Apenas puede llegar al asiento que tiene asignado y se deja caer como un saco de tripas, haciendo saltar algunas tiras de mimbre. Respira por la boca y de forma entrecortada, parpadeando con frecuencia.

—¡Parece que hoy va a ser un paseo, caballeros! —anuncia Comstock con alegría. Todos sonríen menos Waterhouse. Lleva en el edificio un cuarto de hora, y al menos le llevó el mismo tiempo al sargento Graves traerlo desde la iglesia, así que ha pasado al menos media hora. Y sin embargo, al mirarle, te da la impresión de que ha sucedido hace cinco segundos.

—¡Que alguien le sirva café a este hombre! —ordena Comstock. Alguien lo hace. Ser un militar es asombroso; das órdenes y las cosas pasan. Waterhouse no bebe, ni siquiera toca el café, pero al menos sus ojos tienen ahora algo que mirar. Esos globos vagan bajo los párpados arrugados como si fuesen cañones antiaéreos siguiendo una mosca, para finalmente centrarse en la taza de café. Waterhouse se aclara la garganta durante un buen rato, como si se preparase para hablar, y se hace el silencio en la habitación. Permanece en silencio durante treinta segundos. Luego murmura algo que suena como «cae».

Los estenógrafos lo registran al unísono.

—¿Perdone? —dice Comstock.

Uno de los genios matemáticos dice:

—Puede que esté hablando de las funciones Coy. Creo que las vi en una ocasión cuando repasaba un libro introductorio.

—Pensé que decía «cuántico» algo —dice otro hombre de la ETC.

—Café —dice Waterhouse, y lanza un largo suspiro.

—Waterhouse —dice Comstock—, ¿cuántos dedos le estoy mostrando?

Parece que ahora Waterhouse nota que hay otras personas en la habitación. Cierra la boca, y los agujeros de la nariz se abren como si ahora corriese el aire por ellos. Intenta mover una de las manos, comprende que se ha sentado encima, y se mueve de un lado a otro hasta liberarla. Abre los ojos por completo, lo que le ofrece una visión clara y completa de la taza de café. Bosteza, se estira y se tira un pedo.

—El criptosistema nipón que llamamos Azur es el mismo que el sistema alemán que llamamos Tetraodóntido —anuncia—. Los dos están de alguna forma relacionados con otro criptosistema más reciente que he denominado Aretusa. Todos ellos están relacionados con el oro. Probablemente operaciones mineras auríferas. En las Filipinas.

¡Buuuum! Los estenógrafos se ponen en marcha. El fotógrafo dispara los flashes, aunque no hay nada que fotografiar, son los nervios. Comstock mira con la frente llena de sudor las grabadoras, se asegura de que estén en funcionamiento.

Le pone un poco nervioso la rapidez de Waterhouse para recuperarse. Pero una de las responsabilidades del liderazgo es ocultar los temores personales, proyectar confianza en todo momento. Comstock sonríe y dice:

—¡Suena extremadamente seguro, Waterhouse! Me pregunto si puede hacerme sentir la misma confianza.

Waterhouse frunce el entrecejo en dirección a la taza de café.

—Bien, todo es matemático —dice—. Si la matemática es consistente, entonces debería sentirse seguro de sí mismo. Ese es el sentido último de la matemática.

—¿Tiene una razón matemática para realizar esa afirmación?

—Afirmaciones —dice Waterhouse—. La afirmación número uno es que Tetraodóntido y Azur son nombres diferentes para el mismo criptosistema. La afirmación dos es que Tetraodóntido/Azur son primos de Aretusa. Tres: todos esos criptosistemas están relacionados con el oro. Cuatro: minería. Cinco: Filipinas.

—Quizá podría escribir en la pizarra mientras habla —dice Comstock algo irritado.

—Un placer —dice Waterhouse.

Se pone en pie y se dirige hacia la pizarra, se queda inmóvil durante un par de segundos, luego se vuelve, agarra la taza de café y se la bebe antes de que Comstock o cualquiera de sus asistentes pueda quitársela de las manos. ¡Un error táctico! Luego Waterhouse escribe sus afirmaciones. El fotógrafo las registra. Los soldados masajean las gamuzas y miran nerviosos en dirección a Comstock.

—Bien, ¿tiene algún tipo de, eh, prueba matemática para esas afirmaciones? —pregunta Comstock. La matemática no es lo suyo, pero llevar reuniones sí lo es, y lo que Waterhouse acaba de escribir en la pizarra a él le parece el rudimento de un orden del día. Y Comstock se siente mucho mejor cuando dispone de un orden del día. Sin un orden del día, es como un soldado raso corriendo por la selva sin un mapa o un arma.

—Bien, señor, esa es una forma de verlo —dice Waterhouse después de pensarlo un momento—. Pero es mucho más elegante ver esas afirmaciones como corolarios producto de algunos teoremas subyacentes.

—¿Me está diciendo que ha tenido éxito en romper Azur? Porque si es así, ¡merece unas felicitaciones! —dice Comstock.

—No. Sigue intacto. Pero puedo extraer información de él.

Ese es justo el momento en el que el joystick se rompe en la mano de Comstock. Aún así, todavía puede golpear indefenso el tablero de control.

—Bien, ¿podría al menos discutirlas una a una?

—Bien, tomemos, por ejemplo, la Afirmación Cuatro, que es que Azur/Tetraodóntido está relacionado con la minería.

Waterhouse bosqueja un mapa a mano alzada del teatro de operaciones del Suroeste del Pacífico, desde Birmania hasta las Salomón, desde Nipón hasta Nueva Zelanda. Le lleva como unos sesenta segundos. Sólo porque sí, Comstock saca una mapa impreso de su cuaderno de notas y lo compara con la versión de Waterhouse. Básicamente son idénticos.

Waterhouse dibuja un círculo con la letra A en la entrada de la bahía de Manila.

—Esta es una de las estaciones que trasmiten los mensajes Azur.

—Lo sabe por el huffduff, ¿no?

—Exacto.

—¿Está en Corregidor?

—En una de las islas pequeñas cercanas a Corregidor.

Waterhouse dibuja otra A con círculo en la propia Manila, otra en Tokio, una en Rabaul, una en Penang, una en el océano Índico.

—¿Qué es esa? —pregunta Comstock.

—Recibimos una transmisión Azur desde un submarino alemán —dice Waterhouse.

—¿Cómo sabe que era un submarino alemán?

—Reconocí la letra —dice Waterhouse—. Bien, esta es la disposición espacial de los transmisores Azur… sin contar las estaciones en Europa que emiten Tetraodóntido y, por tanto, según la Afirmación Uno, forman parte de la misma red. En cualquier caso, digamos que un mensaje Azur se origina en Tokio en cierta fecha. No sabemos lo que dice, porque todavía no hemos roto Azur. Simplemente sabemos que los mensajes fueron a estos sitios. —Waterhouse dibuja líneas que salen desde Tokio y van a Manila, Rabaul, Penang—. Ahora bien, cada una de estas ciudades es una importante base militar. En consecuencia, cada una es fuente de un flujo continuo de datos, comunicándose con todas las bases niponas en la región. —Waterhouse dibuja líneas más cortas radiando desde Manila a varios puntos en Filipinas, y desde Rabaul a Nueva Guinea y las Salomón.

—Una corrección, Waterhouse —dice Comstock—. Ahora Nueva Guinea es nuestra.

—¡Pero estoy retrocediendo en el tiempo! —dice Waterhouse—. En 1943, cuando había bases niponas a lo largo de toda la costa norte de Nueva Guinea, y por las Salomón. Por tanto, digamos que durante una breve ventana de tiempo siguiendo el mensaje Azur desde Tokio, unos mensajes se transmiten desde lugares como Rabaul y Manila a bases más pequeñas en esas zonas. Algunos están cifrados con métodos que hemos roto. Ahora bien, es razonable suponer que algunos de esos mensajes se enviaron como consecuencia de las órdenes contenidas en el mensaje Azur.

—Pero esos lugares envían miles de mensajes cada día —protesta Comstock—. ¿Qué le hace pensar que puede elegir los mensajes que se derivan de las órdenes Azur?

—No es más que un problema estadístico de fuerza bruta —dice Waterhouse—. Supongamos que Tokio envía un mensaje Azur a Rabaul el 15 de octubre de 1943. Ahora supongamos que cojo todos los mensajes enviados desde Rabaul el 14 de octubre y los clasifico de distintas formas: a qué destino se transmitían, qué longitud tenían y, si pudimos descifrarlos, de qué trataban. ¿Eran órdenes para movimientos de tropas? ¿Envío de suministros? ¿Cambios de tácticas o procedimientos? Luego, tomo todos los mensajes enviados desde Rabaul el 16 de octubre, el día después de la llegada del mensaje Azur desde Tokio, y realizo exactamente el mismo análisis estadístico.

Waterhouse se aleja de la pizarra y se vuelve para ser fusilado con flashes.

—En realidad, no es más que un problema de flujo de información desde Tokio a Rabaul. No sabemos cuál era la información. Pero, en cierta forma, influirá en los mensajes que Rabaul enviará posteriormente. Rabaul ha cambiado, de forma irrevocable, con la llegada de la información, y al comparar el comportamiento observado de Rabaul antes y después del cambio podemos realizar inferencias.

—¿Por ejemplo? —dice Comstock con cautela. Waterhouse se encoge de hombros.

—Las diferencias son muy pequeñas. Apenas destacan sobre el ruido. Durante el curso de la guerra, han salido treinta y un mensajes Azur desde Tokio, así que he tenido ese conjunto de datos para trabajar. Un conjunto de datos por sí mismo puede que no me diga nada. Pero cuando combino todos los conjuntos de datos, lo que me ofrece mayor profundidad, puedo ver estructuras. Y una de las estructuras que se ven más claramente es que el día después de que se enviase un mensaje Azur a, digamos, Rabaul, era más probable que Rabaul transmitiese mensajes relacionados con la ingeniería de minas. Eso tiene ramificaciones que pueden seguirse hacia atrás hasta cerrar el bucle.

—¿Cerrar el bucle?

—Vale. Empecemos desde arriba. Un mensaje Azur va de Tokio a Rabaul —dice Waterhouse mientras dibuja una línea gruesa que conecta esas dos ciudades—. Al día siguiente, un mensaje en otro criptosistema, que ya hemos roto, va desde Rabaul a un submarino que opera en una base de la zona, en las Molucas. El mensaje dice que el submarino debe dirigirse a un puesto de avanzada en la costa norte de Nueva Guinea y recoger cuatro pasajeros, a los que se identifica por su nombre. Por nuestros archivos sabemos quiénes son esos hombres: tres mecánicos de avión y un ingeniero de minas. Unos días después, el submarino transmite desde el mar de Bismarck diciendo que ha recogido a esos hombres. Unos días después, nuestros espías en Manila nos informan de que ese mismo submarino ha llegado allí. El mismo día, otro mensaje Azur se transmite desde Manila hasta Tokio —concluye Waterhouse, añadiendo una última línea al polígono—, cerrando el bucle.

—Pero podría tratarse de una serie de acontecimientos aleatorios sin ninguna relación —dice uno de los genios matemáticos de Comstock, antes de que Comstock pueda decirlo él mismo—. Los nipos buscan desesperadamente mecánicos de avión. No tiene nada de extraño ese tipo de mensajes.

—Pero la estructura tiene algo de extraño —dice Waterhouse—. Si, unos meses después, se envía otro submarino, de la misma forma, para recoger a un ingeniero de minas y un prospector atrapados en Rabaul, y si después de su llegada a Manila se envía otro mensaje Azur desde Manila hasta Tokio, empieza a parecer muy sospechoso.

—No sé —dice Comstock, agitando la cabeza—. No estoy seguro de poder venderle esto al personal del General. Parece más una salida a pescar.

—Una corrección, señor, era una salida de pesca. Pero ahora he regresado de esa salida, ¡y tengo el pescado! —Waterhouse sale volando de la habitación y recorre el pasillo hacia su laboratorio… al otro extremo de la puta ala. Está bien que Australia sea un continente tan grande, porque Waterhouse va a recorrerlo entero si alguien no le controla. Quince segundos más tarde está de vuelta con un montón de tarjetas ETC de un pie de alto, que deja caer sobre la mesa—. Todo está aquí.

Comstock jamás ha disparado a un tipo en su vida, pero conoce los perforadores de tarjeta y los lectores de tarjeta tan bien como un marine su rifle, y no le impresiona.

—Waterhouse, ese montón de tarjetas contiene tanta información como una carta de su madre. Intenta decirme que…

—No, es sólo el resumen. El resultado de los análisis estadísticos.

—¿Por qué coño lo perforó en tarjetas ETC? ¿Por qué no entregar un informe mecanografiado como todo el mundo?

—No lo perforé yo —dice Waterhouse—. Lo hizo la máquina.

—Lo hizo la máquina —dice Comstock muy lentamente.

—Sí. Mientras realizaba el análisis. —De pronto Waterhouse se echa a reír—. No habrá pensado que estos eran los datos en bruto, ¿verdad?

—Bien, yo…

—Las entradas ocupan varias habitaciones. Tuve que someter a este análisis casi todos los mensajes que hemos interceptado durante toda la guerra. ¿Recuerda esos camiones que requisé hace unas semanas? Esos camiones eran simplemente para traer y llevar las tarjetas al almacén.

—¡Dios santo! —dice Comstock. Ahora recuerda los camiones, su incesante ir y venir, chocando entre sí, los vapores de los tubos de escape entrando por la ventana, los soldados moviendo carritos pesados por todo el pasillo, cargados de cajas. Pisando los pies de la gente. Asustando a las secretarias.

Y el ruido. El ruido, el ruido de la maldita máquina de Waterhouse. Las macetas cayéndose de los archivadores, las ondas estacionarias en las tazas de café.

—Espere un segundo —dice uno de los hombres de la ETC, con el escepticismo nasal de un hombre que acaba de comprender que se la están pegando—. Vi los camiones. Vi las tarjetas. ¿Intenta hacernos creer que realmente estaba realizando un análisis estadístico en todos y cada uno de esos mensajes descifrados?

Waterhouse parece un poco a la defensiva.

—Bien, ¡era la única forma de hacerlo!

El genio matemático de Comstock está ahora preparándose para matar.

—Estoy de acuerdo en que la única forma de conseguir el análisis implicado por ese diagrama —agita una mano en dirección al mandala de polígonos en intersección en el mapa de Waterhouse— es repasar uno a uno todos esos camiones de mensajes descifrados. Eso está claro. Esa no es nuestra objeción.

—Entonces, ¿cuál es su objeción?

El genio se ríe con furia.

—Me preocupa el detalle inconveniente de que no hay máquina en todo el mundo capaz de procesar todos esos datos con esa velocidad.

—¿No escuchó el ruido? —pregunta Waterhouse.

—Todos oímos el maldito ruido —dice Comstock—. ¿Qué tiene eso que ver?

—Oh —dice Waterhouse y pone los ojos en blanco ante su propia estupidez—. Tienen razón. Lo lamento. Quizá debí haberles explicado primero esa parte.

—¿Qué parte? —pregunta Comstock.

—El doctor Turing, de la Universidad de Cambridge, ha señalado que bublabadá bobadadá jua dadie yanga langa furyizama binbin gingle guau —dice Waterhouse, o algo que suena más o menos a eso. Se detiene para respirar, y se dirige aciago hacia la pizarra—. ¿Les importa si borro esto? —Un soldado armado con un borrador se adelanta. Comstock se hunde en la silla y se agarra los brazos. Un estenógrafo coge una pildora de bencedrina. Un hombre de la ETC mordisquea un lápiz del número dos como si fuese un perro con su hueso. El flash se dispara. Waterhouse coge una tiza nueva, la levanta y presiona la punta contra la pizarra inmaculada. El borde se fractura con un ligero chasquido, y un pequeño chorro de partículas de tiza cae hacia el suelo, abriéndose en una pequeña nube parabólica. Waterhouse inclina la cabeza durante un minuto, como un sacerdote preparándose para atravesar la iglesia, y luego respira profundamente.

El efecto de la bencedrina desaparece cinco horas más tarde y Comstock se encuentra echado sobre una mesa en una habitación llena de hombres agotados y ojerosos. Waterhouse y los soldados están cubiertos de polvo de tiza, lo que les da aspecto de zombies. Los estenógrafos está rodeados de cuadernos llenos, y con frecuencia dejan de escribir para agitar las manos flácidas en el aire como si fuesen banderas blancas. Las grabadoras giran inútiles, una bobina llena y la otra vacía. Solamente el fotógrafo mantiene el ritmo, dándole al flash cada vez que Waterhouse consigue llenar una pizarra.

Todo huele a sudor de sobaco. Comstock se da cuenta de que Waterhouse le mira expectante.

—¿Comprende? —pregunta Waterhouse.

Comstock se sienta y mira furtivamente su propio cuaderno, donde tenía la esperanza de establecer un orden del día. Ve las cuatro afirmaciones de Waterhouse, que copió durante los cinco primeros minutos de la reunión, y luego nada más excepto un montón de dibujitos rodeando las palabras ENTERRAR y DESENTERRAR. Comstock tiene que decir algo.

—Esa cosa, el, eh, el procedimiento de enterrar, eso es el, eh…

—¡La característica principal! —responde Waterhouse con alegría—. Las máquinas de tarjeta de ETC son geniales para las entradas y las salidas. Eso lo tenemos cubierto. Los elementos lógicos son obvios. Lo que faltaba era una forma de dotar de memoria a la máquina, de suerte que pudiese, usando la terminología de Turing, enterrar datos con rapidez, y luego desenterrarlos con igual rapidez. Así que la fabriqué. Es un dispositivo eléctrico, pero los principios subyacentes serían familiares para cualquier fabricante de órganos.

—¿Podría, eh, verla? —pregunta Comstock.

—¡Claro! Está en mi laboratorio.

Ir a verlo es más complicado. En primer lugar, todo el mundo debe usar el baño, luego hay que trasladar las cámaras y los flashes al laboratorio y montarlos de nuevo. Cuando todo está listo, Waterhouse está de pie junto a un gigantesco conjunto de tuberías del que cuelgan miles de cables.

—¿Es eso? —dice Comstock, una vez que ha llegado todo el grupo.

Por todo el suelo hay dispersas gotitas de mercurio del tamaño de guisantes como si fuesen esferas de cojinetes. Las suelas planas de los zapatos de Comstock las hacen estallar y correr en todas direcciones.

—Eso es.

—Otra vez, ¿cómo lo llama?

—La RAM —dice Waterhouse—. Memoria de Acceso Aleatorio. Iba a ponerle el dibujo de un carnero.[27] Ya sabe, una de esas ovejas con grandes cuernos enroscados.

—Sí.

—Pero no tuve tiempo, y no soy muy bueno dibujando.

Cada tubería tiene diez centímetros de diámetro y nueve metros de largo. Debe de haber al menos un centenar. Comstock intenta recordar la orden de requisición que firmó hace meses. Waterhouse pidió tuberías suficientes para equipar a toda una maldita base militar.

Las tuberías están dispuestas horizontalmente, como una fila de tubos de órgano que alguien hubiese tumbado. Pegado al extremo de cada una de las tuberías hay un pequeño altavoz arrancado de una vieja radio.

—El altavoz toca una señal… una nota… que resuena en la tubería, y crea una onda estacionaria —dice Waterhouse—. Eso significa que, en algunas partes de la tubería, la presión de aire es baja, y en otras partes alta. —Está recorriendo una tubería a todo lo largo, golpeándola con la mano—. Esos tubos en U están llenos de mercurio. —Señala uno de los diversos tubos de vidrio en forma de U que están unidos a la parte posterior de la larga tubería.

—Eso lo veo muy bien, Waterhouse —dice Comstock—. ¿Podría retirarse hasta el siguiente? —le solicita, mirando por encima del hombro del fotógrafo y por la mira—. Está bloqueando la visión… mejor… un poco más… un poco más. —Porque todavía puede ver la sombra de Waterhouse—. Así está bien. ¡Ahora!

El fotógrafo dispara la cámara, y los flashes se iluminan.

—Si la presión del aire en la tubería es alta, empuja el mercurio un poco. Si es baja, tira un poco del mercurio. Puse un contacto eléctrico en cada tubo en U… no más que un par de cables separados por el aire. Si esos cables están altos y secos (porque la alta presión del aire en la tubería está empujando el mercurio alejándolo de ellos), no fluye corriente. Pero si están inmersos en mercurio (porque la presión baja en la tubería tira del mercurio para cubrirlos), entonces fluye corriente entre ellos, ¡porque el mercurio conduce la electricidad! De esa forma, los tubos en U producen un conjunto de dígitos binarios que son como una imagen de la onda estacionaria… un gráfico de los armónicos que forman la nota musical que se oye en los altavoces. Volvemos a enviar ese vector al circuito oscilador que controla el altavoz, de forma que el vector de bits se refresque continuamente, a menos que la máquina decida escribir una nueva serie de bits.

—Oh, ¿así que la maquinaria ETC puede controlar esta cosa? —pregunta Comstock.

Waterhouse ríe de nuevo.

—¡Esa es precisamente la idea! ¡Aquí es donde los circuitos lógicos entierran y desentierran los datos! —dice Waterhouse—. ¡Se lo demostraré!

Y antes de que Comstock pueda ordenarle que no lo haga, Waterhouse le ha hecho una señal al cabo de pie al otro extremo de la habitación, el que lleva las orejeras protectoras que se entregan generalmente a los hombres que disparan los cañones más grandes. El cabo asiente y le da a un interruptor. Waterhouse se lleva las manos a las orejas y sonríe, mostrando más encía de la que a Comstock le gustaría ver, y a continuación el tiempo se detiene, o algo así, y todas esas tuberías cobran vida tocando variaciones del mismo do grave.

Es todo lo que Comstock puede hacer para no caer de rodillas; tiene las manos sobre las orejas, claro, pero el sonido realmente no penetra por el oído, entra directamente por el torso, como los rayos X. Pinzas al rojo sónico recorren sus vísceras, gotitas de sudor saltan de su cráneo por la vibración, sus pelotas botan como judías saltarinas. Las medialunas de mercurio en todos esos tubos U suben y bajan, abriendo y cerrando los contactos, pero de forma sistemática: no es un agitar turbulento, sino una progresión coherente de cambios discretos y controlados, guiados por algún programa.

Comstock sacaría su arma y atravesaría la cabeza de Waterhouse con un tiro, pero para hacerlo tendría que quitarse las manos de las orejas. Al final termina.

—La máquina acaba de calcular los primeros cien términos de la serie de Fibonacci —dice Waterhouse.

—Por lo que entiendo, esta RAM no es más que la parte donde se entierran y desentierran los datos —dice Comstock, intentando controlar los armónicos altos de su propia voz, intentando sonar y actuar como si viese esas cosas todos los días—. Si tuviese que dar un nombre para todo el aparato, ¿cómo lo llamaría?

—Mmm —dice Waterhouse—. Bien, su tarea básica es realizar cálculos matemáticos… como un computador.

Comstock bufa.

—Un computador es un ser humano.

—Bien… esta máquina emplea dígitos binarios para realizar sus cálculos. Supongo que podríamos llamarlo computador digital.

Comstock lo escribe en letras mayúsculas en su cuaderno: COMPUTADOR DIGITAL.

—¿Esto lo pondrá en el informe? —pregunta Waterhouse con alegría.

Comstock está a punto de responder: ¿Informe? ¡Este es mi informe! Luego le asalta el recuerdo nebuloso. Algo relacionado con Azur. Algo relacionado con minas de oro.

—Oh, sí —murmura. Oh, sí, estamos en una guerra. Lo piensa—. No. Ahora que lo menciona, esto ni siquiera es una nota al pie. —Observa a los genios matemáticos que ha escogido personalmente, quienes miran la RAM como un par de esquiladores de ovejas de una provincia de Judea que viesen por primera vez el Arca de la Alianza—. Probablemente conservaremos esas fotos en el archivo. Ya sabe cuánto les gustan los archivos a los militares.

Waterhouse vuelve a manifestar su risa maniaca.

—¿Tiene algo más de lo que informar antes de que suspendamos la reunión? —dice Comstock, desesperado por silenciarle.

—Bien, este trabajo me ha dado algunas ideas nuevas en teoría de la información que podrían resultarle interesantes…

—Escríbalas. Envíemelas.

—Hay algo más. No sé si realmente es relevante aquí, pero…

—¿De qué se trata, Waterhouse?

—Eh, bien… ¡parece que me he comprometido para casarme!