EL PRIMARIO
EL SOL HA
EFECTUADO un largo aterrizaje forzoso sobre la península
malaya, a varios centenares de kilómetros en dirección oeste,
desgarrándose y derramando su combustible termonuclear sobre la
mitad del horizonte, dejando una estela de nubes salmón y magenta
que se han abierto camino a través de la atmósfera y han salido al
espacio. La montaña que contiene la Cripta no es más que un
fragmento de carbón resaltando contra el telón de fondo. Randy está
molesto con el crepúsculo por hacer difícil la visión del enclave
de construcción. A estas alturas, la cicatriz del oscuro bosque
está casi curada o, al menos, algún tipo de materia verde se ha
extendido sobre el barro desnudo del color de un lápiz de labios.
Unos cuantos contenedores GOTO ENGINEERING todavía
brillan amenazadores en torno a la entrada, bajo la luz deformadora
de las lámparas de vapor de mercurio, pero la mayoría se habían
trasladado al interior de la Cripta o habían regresado a Nipón.
Randy puede distinguir los faros de un camión Goto del tamaño de
una casa, descendiendo por la tortuosa carretera, probablemente
cargado de escombros para otro de los proyectos de recuperación de
terrenos del Sultán.
Sentado erguido en el morro del avión, Randy puede mirar directamente por la ventana y ver que están aterrizando sobre la nueva pista, construida en parte con ese relleno. Los edificios del centro son líneas de luz verde azulada a ambos lados del avión, con pequeñas figuras humanas oscuras congeladas en su interior: un hombre sujetando un teléfono entre su hombro y su oído, una mujer con falda sosteniendo una pila de libros contra su pecho pero con la mente muy lejos de allí. La visión desaparece y se vuelve de color índigo cuando el morro del avión se inclina hacia arriba para el aterrizaje, y Randy se encuentra mirando sobre el mar de Sulú al anochecer, con los barcos badjaos refugiándose en el puerto tras un día de pesca, repletos de pastinacas y con las colas de los tiburones ondeando al viento como banderas. No hace mucho le resultaba ridículamente exótico, pero ahora se siente más en casa aquí que en California.
Para los pasajeros de clase Sultán todo sucede a la velocidad de un cambio de escena cinematográfico. El avión aterriza, una hermosa mujer te ofrece la chaqueta y sales. Los aviones utilizados por las líneas aéreas asiáticas deben llevar unos conductos especiales en la cola por donde eyectan a las auxiliares de vuelo a la estratosfera cuando cumplen veintiocho años.
Un pasajero de clase Sultán suele tener a alguien esperándole. Esta noche se trata de John Cantrell, todavía con el pelo recogido en una coleta pero ahora bien afeitado; tarde o temprano el calor le afecta a todo el mundo. Incluso se ha afeitado la parte posterior del cuello, un buen truco para desprenderse de un par de unidades térmicas extra. Cantrell saluda a Randy con una torpe maniobra de apretón de manos y abrazo/chequeo simultáneos.
—Me alegro de verte, John —dice Randy.
—Lo mismo digo, Randy —dice John, y ambos desvían la mirada con timidez.
—¿Dónde está cada uno?
—Tú y yo estamos en el aeropuerto. Avi, por el momento, ha cogido habitación en un hotel del centro de San Francisco.
—Bien. No me parecía seguro que se quedase sólo en la casa.
Cantrell parece molesto.
—¿Por alguna razón en particular? ¿Ha habido amenazas?
—Ninguna que yo sepa. Pero es difícil ignorar el elevado número de gente ligeramente aterradora que está implicada en esto.
—No le afecta a Avi. Beryl está en un avión de regreso a SF desde Ámsterdam; en realidad, probablemente ya habrá llegado.
—Me dijeron que estaba en Europa. ¿Por qué?
—Un asunto raro relacionado con el gobierno. Te lo contaré después.
—¿Dónde está Eb?
—Eb lleva una semana encerrado en la Cripta con su equipo, haciendo un esfuerzo increíble, como el del día D, para terminar el sistema de identificación biométrica. No le molestaremos. Tom ha estado yendo y viniendo entre su casa y la Cripta, probando diferentes torturas en los sistemas de red internos de la Cripta. Examinando los límites internos de confianza. Ahí es adonde vamos.
—¿A los límites internos de confianza?
—¡No! Lo siento. A su casa. —Cantrell sacude la cabeza—. Es… bueno… No es la casa que yo construiría.
—Quiero verla.
—La paranoia se le está yendo un poco de las manos.
—Hablando de eso… —Randy se detiene. Está a punto de hablarle a Cantrell de Pontifex, pero están muy cerca del Dunkin’ Donuts halal, y hay gente mirándoles. No hay forma de saber quién podría estar escuchando—. Te lo contaré luego.
Cantrell parece momentáneamente confuso y luego sonríe maliciosamente.
—Esa ha sido buena.
—¿Tenemos coche?
—He cogido prestado el coche de Tom. No uno de esos modelos civiles blandos. Uno militar auténtico.
—Vaya, genial —dice Randy—. ¿Viene completo, con el cañón en la parte posterior?
—Lo intentó, seguro que se puede conseguir una licencia para tener uno de esos en Kinakuta, pero su mujer puso el límite en tener una ametralladora pesada auténtica en casa.
—¿Y qué hay de ti? ¿Cuál es tu postura en este asunto de las armas?
—Las poseo y sé cómo utilizarlas, como ya sabes —dice Cantrell.
Recorren apresuradamente un pasillo de tiendas libres de impuestos; en realidad se trata más bien de todo un centro comercial de tiendas libres de impuestos. Randy no consigue imaginar quién compra en realidad todas esas enormes botellas de licor y esos cinturones tan caros. ¿Qué clase de estilo de vida apaciblemente orgiástico exige esa particular selección de artículos?
Mientras tanto, Cantrell evidentemente ha decidido que la pregunta sobre las armas que le ha hecho Randy merece una respuesta más amplia.
—Pero cuanto más practico con ellas más asustado me siento. O puede que más deprimido.
—¿Qué quieres decir? —Randy emplea un desacostumbrado estilo de caja de resonancia, incitando psicoterapéuticamente a Cantrell a expresar sus sentimientos. Debe de haber sido un día curioso para John Cantrell, y sin duda hay ciertos sentimientos que deben liberarse.
—Sostener uno de esos chismes en las manos, limpiando el cañón y cargando las balas, hace que te enfrentes a la medida tan desesperada y extrema que son en realidad. Es decir, si llegamos al punto de tener que ponernos a disparar y viceversa, es que lo hemos jodido del todo. Así que, en definitiva, sólo refuerzan mi interés en asegurarme de que no las necesitemos.
—¿Y la Cripta? —pregunta Randy.
—Podría argumentarse que mi implicación en la Cripta es un resultado directo de unas cuantas pesadillas que tuve sobre armas.
Es fantásticamente saludable estar hablando así, pero es una desviación portentosa de su habitual modo técnico hardcore. Se están preguntando si vale la pena haberse mezclado en ese asunto. Sin duda la certeza descuidada es más cómoda.
—Bien, ¿y qué hay de esos Adeptos al Secreto que se paseaban en el exterior de Ordo? —pregunta Randy.
—¿Qué pasa con ellos? ¿Me preguntas por su estado mental?
—Sí. De eso hablamos. De estados mentales.
Cantrell se encoge de hombros.
—No sé de quién se trataba concretamente. Imagino que habría uno o dos auténticos fanáticos de los que dan miedo. Aparte de esos, tal vez un tercio de los otros son simplemente demasiado jóvenes e inmaduros para entender lo que ocurre. No lo consideraron más que una travesura. Los otros dos tercios probablemente tenían las palmas de las manos empapadas de sudor.
—Tenían aspecto de estar esforzándose mucho por mantener un aspecto animado.
—Probablemente se alegraron de salir de allí e ir después a sentarse en algún lugar oscuro a beber cerveza. Desde luego un montón de ellos han estado enviándome correos sobre la Cripta desde entonces.
—Como alternativa a la resistencia violenta contra el gobierno de Estados Unidos, asumo y confío que quieres decir.
—Exacto. Claro. Quiero decir, eso es en lo que se está convirtiendo la Cripta, ¿no?
La pregunta le suena ligeramente lastimera a Randy.
—Exacto —responde. Se pregunta por qué está mucho más seguro del asunto de lo que lo está John Cantrell, y luego comprende que a él no le queda nada que perder.
Randy aspira una última bocanada de frío y seco aire acondicionado y lo mantiene refrescante en los pulmones mientras salen al calor de la tarde. Ha aprendido a relajarse ante el clima; no puedes luchar contra él. Hay una hilera de Mercedes-Benz ronroneantes esperando para recoger a los pasajeros de clase Sultán y clase Visir. En Kinakuta descienden muy pocos pasajeros de clase Wallah; la mayor parte de ellos están en tránsito a la India. Como es el tipo de lugar donde todo funciona a la perfección, Randy y John llegan al Humvee como veinte segundos después, y otros veinte segundos más tarde conducen a ciento veinte kilómetros por hora por un largo pozo horizontal de fantasmales luces de autopista verde azuladas.
—Hemos estado dando por supuesto que no hay micrófonos en el Humvee —dice Cantrell—; por tanto, si hay algo que te hayas estado guardando, ahora puedes hablar con libertad.
Randy escribe: Dejemos de asumir esas cosas en el bloc de notas y se lo enseña. Cantrell levanta ligeramente las cejas pero desde luego no parece especialmente sorprendido, se pasa el día alrededor de personas que intentan superarse las unas a la otras en paranoia. Randy escribe: Un antiguo empleado de la NSA que se ha pasado al negocio privado nos ha estado vigilando. Luego añade: Probablemente trabaje para 1 o más clientes de la Cripta.
¿Cómo lo sabes?, dice Cantrell formando las palabras con la boca.
Randy suspira y a continuación escribe: Un Mago habló conmigo.
Luego, mientras John se ocupa de esquivar un accidente en el carril izquierdo, añade: Considéralo diligencia exigible, al estilo del hampa.
Cantrell dice en voz alta:
—Tom ha sido muy escrupuloso asegurándose de que su casa no tiene micrófonos. Quiero decir que la ha construido él mismo, o la ha hecho construir, desde los cimientos. —Gira para meterse en una rampa de salida y se mete en la jungla.
—Bien. Allí podremos hablar —dice Randy—, luego escribe: Recuerda la nueva embajada de Estados Unidos en Moscú —los micrófonos estaban mezclados con el cemento— tuvieron que derribarla.
Cantrell coge el bloc y escribe a ciegas sobre el salpicadero mientras maniobra el Humvee sobre una sinuosa carretera de montañas para entrar en el bosque de nubes. ¿De qué quieres hablar que es tan secreto? ¿Aretusa? Dame los puntos del orden del día, pf.
Randy: (1) Demanda y si Epiphyte puede seguir existiendo. (2) Que el escucha de la NSA y el Mago, existen. (3) Quizás, Aretusa.
Cantrell sonríe y escribe: Tengo buenas noticias: Tombstone está /.
«/» en este contexto es la raíz del sistema de archivos UNIX, que en el caso de Tombstone es sinónimo del disco duro que Randy intentó borrar. Randy arquea las cejas con escepticismo y Cantrell sonríe, asiente y se pasa el pulgar por la garganta.
Chez Howard es una estructura de cemento de tejado plano que, desde algunos ángulos, tiene el aspecto de una tubería de alcantarilla colocada verticalmente sobre un montón de lechada en lo alto de una colina. Se hace visible desde uno de esos ángulos como diez minutos antes de que lleguen de verdad, porque la carretera debe realizar muchos cambios de rasante sobre la pendiente ancha de la colina, que el drenaje constante ha intrincado y fractalizado. Incluso cuando no llueve, la mera condensación de la humedad de los mares del sur se acumula en las hojas y cae continuamente desde sus puntas. Entre la lluvia y la vida vegetal, aquí la erosión es una fuerza violenta y voraz, lo que hace que Randy se sienta un poco incómodo con respecto a todas estas montañas, porque las montañas sólo pueden existir allí donde las fuerzas tectónicas subyacentes lanzaban rocas al aire a una velocidad que te haría estallar los oídos simplemente quedándote quieto. Pero claro, como acaba de perder una casa en un terremoto, está naturalmente inclinado a adoptar el punto de vista conservador.
Cantrell dibuja ahora un diagrama elaborado, e incluso ha reducido la marcha, casi hasta detenerse, para poder dibujarlo mejor. Se inicia con un rectángulo alto. En su interior hay un paralelogramo, del mismo tamaño, pero inclinado un poco hacia abajo, y con un pequeño círculo dibujado en medio de un borde. Randy comprende que está mirando una representación en perspectiva de un marco de puerta con la puerta ligeramente abierta, y el pequeño círculo es el pomo. MARCO DE ACERO, escribe Cantrell, canales metálicos huecos. Garabatos rápidos y serpenteantes sugieren la pared que lo rodea, y el piso que lo sostiene. Donde el marco se hunde en el suelo, Cantrell dibuja pequeñas elipses. Agujeros en el suelo. Luego rodea el marco de la puerta con un bucle continuo, que comienza en una de esas elipses y sube por el marco atraviesa la parte alta, desciende por el otro lado, pasa por la otra elipse en el suelo, la atraviesa y sale por la otra elipse completando así el bucle. Dibuja una o dos iteraciones cuidadosas de esa idea y luego un montón de ellas descuidadas hasta que el conjunto está rodeado por un tornado impreciso y alargado. Muchas vueltas de cable fino. Finalmente dibuja dos conductores que salen de esa espiral del tamaño de la puerta y la conectan a un sándwich de líneas largas y cortas alternas, que Randy reconoce como el símbolo de una batería. El diagrama se completa con una enorme flecha dibujada con vigor que atraviesa el centro de la puerta, como si fuese un ariete aéreo, marcado con la letra B, que significa campo magnético. Puerta de la sala de ordenadores de Ordo.
—Guau —dice Randy.
Cantrell acaba de dibujar un electroimán clásico de escuela elemental, de los que el joven Randy solía fabricar enrollando un cable alrededor de un clavo y conectándolo a una pila de linterna. Excepto que este está enrollado alrededor del marco de una puerta y, supone Randy, oculto en el interior de la pared y bajo el suelo de forma que nadie sabría que está allí a menos que derribasen el edificio. Los campos magnéticos son el método de escritura del mundo moderno, son los que escriben bits en los discos, o los borran. Las cabezas lectoescritoras del disco duro de Tombstone son exactamente iguales pero mucho más pequeñas. Si esas cabezas son plumas de dibujante de punta fina, lo que Cantrell acaba de dibujar es una manguera de incendios que lanza tinta china. Probablemente no tendría ningún efecto en un disco duro que se encontrase a unos metros de distancia, pero cualquier disco duro que atravesase la puerta quedaría completamente borrado. Entre el cañón de pulso que dispararon hacia el edificio desde fuera (destruyendo todos los chips en las inmediaciones) y ese truco del marco de la puerta (perdiendo todo bit en todos los discos) el asalto a Ordo no debe haber sido más que una operación de cargar con chatarra, lo organizase quien lo organizase, Andrew Loeb o (según los Adeptos al Secreto) las siniestras fuerzas federales del Fiscal General Comstock que empleaban a Andy como instrumento. Lo único que hubiese podido atravesar la puerta intacto hubiese sido la información almacenada en CD-ROM o cualquier otro soporte no magnético, y Tombstone no tenía de esos.
Finalmente llegan hasta lo alto de la colina, que Tom Howard ha despejado dejando la roca como si fuese una tonsura de monje. No es porque odie las cosas vivas, aunque probablemente no siente ningún afecto en particular por ellas, sino para mantener a raya la erosión y crear una zona defensiva sobre la cual los movimientos de serpientes increíblemente venenosas, insectos del tamaño de una ardilla, primates inferiores muy oportunistas y primates superiores con malas intenciones sean visibles en un conjunto de cámaras de vídeo que ha instalado en recovecos y hendiduras, razonablemente sutiles, de las paredes. Vista desde cerca, la casa sorprendentemente no tiene tanto aspecto hosco y de fortaleza como parecería al principio. No es una única tubería enorme sino un montón de ellas de diámetros y longitudes diferentes, como un haz de bambú. Hay un número decente de ventanas, especialmente en la parte norte, donde hay vista, bajando por donde John y Randy acaban de subir, hasta una playa en forma de creciente. Las ventanas están situadas muy en el interior de las paredes, en parte para protegerlas de los rayos casi verticales del sol y en parte porque cada una de ellas tiene una contraventana replegable de acero, oculta en la pared, que puede caer frente a ella. La casa está bien, y Randy se pregunta si Tom Howard estaría dispuesto a cedérsela al Dentista, cargar con su colosal juego de mobiliario Gomer Bolstrood y trasladar a su familia a un edificio de apartamentos atestado simplemente para mantener el control de Epiphyte Corporation. Pero quizá no sea necesario.
John y Randy bajan del Humvee oyendo disparos. Luz artificial radia hacia arriba de un zanja cuidadosamente cavada en la jungla cercana. Ahí la humedad y las nubes de insectos hacen que la luz sea una cosa casi sólida y palpable. John Cantrell guía a Randy a través de una zona de aparcamiento perfectamente estéril para llegar a un túnel protegido y delimitado que ha sido creado a hachazos en la vegetación negra. En el suelo hay una especie de rejilla plástica que impide que la tierra desnuda se convierta en una trampa para moscas. Caminan por el túnel, hasta que veinte o treinta pasos más tarde se abre a un claro extremadamente largo y estrecho: la fuente de la luz. Al otro extremo, el terreno se eleva abruptamente para formar una especie de reborde, en parte natural, es la opinión de Randy, y en parte incrementado con la tierra excavada de los cimientos de la casa. Allí hay dos grandes dianas de papel con la forma de siluetas humanas montadas sobre un soporte. En el extremo más cercano, dos hombres con protectores auditivos colgados de los cuellos examinan un arma. Uno de esos hombres es Tom Howard. A Randy le choca pero en realidad no le sorprende el hecho de que el otro hombre sea Douglas MacArthur Shaftoe, evidentemente recién llegado de Manila. El arma tiene exactamente el aspecto del modelo que algunos del pelotón de sombreros negros y pañuelos de cabeza llevaban ayer en Los Altos: una tubería larga con un cargador en forma de hoz sobresaliendo de un lateral, y una culata muy simple fabricada con algunas piezas de metal desnudas y soldadas entre sí.
Doug está en medio de una frase, y no es el tipo de hombre que interrumpa sus procesos mentales y se vuelva amistoso sólo porque Randy acabe de atravesar el Pacífico.
—Nunca conocí a mi padre —dice—, pero mis tíos filipinos me solían contar las historias que él había contado. Cuando estuvo en Guadalcanal, ellos, los marines, seguían usando los Springfield, el modelo cero tres, con ya unas cuatro décadas a su espalda, cuando aparecieron por fin los rifles M-1. Así que cogieron uno de cada y los arrojaron al agua, los hicieron rodar por la arena y le hicieron Dios sabe qué más… pero nada que no pudiese darse en una situación real de combate, para un marine… y luego los probaron y descubrieron que el cero tres seguía funcionando y el M-1 no. Así que se quedaron con los Springfield. Y yo diría que una prueba similar sería de rigor si de verdad pensáis que estáis diseñando un arma de insurgencia como decís. Buenas noches, Randy.
—Doug, ¿cómo estás?
—Estoy bien, gracias. —Doug es uno de esos tipos que siempre se toman un «¿cómo estás?» como una petición literal de información y no sólo como una formalidad sin sentido, y siempre parece ligeramente emocionado de importarle a alguien lo suficiente como para que se lo pregunten—. El señor Howard dice que cuando estabas sentado sobre el techo de tu coche tecleando en realidad hacías algo inteligente. Y peligroso. Al menos desde el punto de vista legal.
—¿Lo monitorizabas? —le pregunta Randy a Tom.
—Vi paquetes moviéndose por la Cripta, y luego te vi por la tele. Sumé dos y dos —dice Tom—. Buen trabajo, Randy. —Se acerca y le da la mano. Es casi una expresión vergonzosa de emociones en lo que se refiere a lo normal para Tom Howard.
—Lo que hice probablemente falló —dice Randy—. Si el disco de Tombstone quedó borrado, fue por la espiral de la puerta y no por lo que yo hice.
—Bien, mereces igualmente el reconocimiento, que es lo que tu amigo intenta darte —dice Doug, ligeramente irritado por la obtusidad de Randy.
—Debería ofrecerte una bebida, la posibilidad de relajarte y todo lo demás —dice Tom, mirando en dirección a la casa—, pero por otro lado, Doug dice que volabas en clase Sultán.
—Hablemos aquí fuera —dice Randy—. Pero sí hay algo que podrías ofrecerme.
—¿Qué es? —pregunta Tom.
Randy se saca del bolsillo el pequeño disco duro incorpóreo y lo levanta para que le dé la luz, con el cable colgando.
—Un portátil y un destornillador.
—Hecho —dice Tom, y desaparece por el túnel. Mientras tanto, Doug comienza a desmantelar el arma, como si quisiese mantener las manos ocupadas. Retira las piezas una a una y las observa con curiosidad.
—¿Qué opinas del rifle PEPH? —pregunta Cantrell.
—Creo que no es una locura tan grande como la primera vez que oí hablar de él —dice Doug—, pero si vuestro amigo Avi cree que la gente va a poder fabricar cañones estriados en el sótano para protegerse contra la limpieza étnica, va a llevarse una buena sorpresa.
—Los cañones estriados son complicados —dice Cantrell—. Eso no hay forma de evitarlo. Hay que almacenarlos o entrarlos de contrabando. Pero la idea es que cualquiera que se baje el PEPH, y que tenga acceso a algunas herramientas simples, pueda construir el resto del arma.
—Un día tengo que sentarme contigo y explicarte todo lo que está mal en esa idea —dice Doug.
Randy cambia de tema.
—¿Cómo está Amy?
Doug levanta la vista y examina a Randy detenidamente.
—¿Quieres mi opinión? Creo que se siente sola, y que precisa de apoyo y compañía segura.
Ahora que Doug ha alienado por completo tanto a John como a Randy, el campo de tiro permanece en silencio durante un rato, que probablemente es como a Doug le gusta que esté. Tom regresa con un portátil en una mano y, en la otra, media docena de botellas de agua de plástico unidas entre sí, ya dejando caer un rastro de condensación.
—Tengo un orden del día —dice Cantrell, mostrando el bloc.
—¡Guau! Sí que vais organizados —dice Tom.
—Primero: la demanda y si Epiphyte podrá seguir existiendo. Randy coloca el portátil sobre la misma mesa en la que Doug trabaja con el rifle PEPH y comienza a desmontarlo.
—Doy por supuesto que sabéis lo de la demanda y que podéis deducir las implicaciones —dice—. Si el Dentista puede demostrar que Doug descubrió el naufragio como resultado del trabajo que realizó para nosotros, y si el valor del naufragio es lo suficientemente grande comparado con el valor de la compañía, entonces el Dentista nos posee, y a todos los efectos prácticos posee la Cripta.
—¡Guau! Espera un segundo. El Sultán posee la Cripta —dice Tom—. Si el Dentista controla Epiphyte, todo lo que tiene es un contacto para ofrecer ciertos servicios técnicos a la Cripta.
Randy siente que todos le miran. Saca tornillos del ordenador, negándose a estar de acuerdo.
—A menos que haya algo que yo no entiendo —dice Tom.
—Supongo que simplemente estoy siendo paranoico dando por supuesto que el Dentista colabora de alguna forma con las fuerzas del gobierno de Estados Unidos que se oponen a la intimidad y a la criptografía —dice Randy.
—En otras palabras, el grupo del fiscal general Comstock —dice Tom.
—Sí. Cosa de la que jamás he visto ninguna prueba. Pero después del asalto a Ordo es lo que todo el mundo opina. Si es así, y el Dentista acaba ofreciendo servicios técnicos a la Cripta, entonces la Cripta estará comprometida. En ese caso, debemos asumir que Comstock tiene un hombre dentro.
—No sólo Comstock —dice Cantrell.
—Vale, el gobierno de Estados Unidos.
—No sólo el gobierno de Estados Unidos —dice Cantrell—. La Cámara Negra.
—¿A qué te refieres con eso? —pregunta Doug.
—Hace un par de semanas tuvo lugar en Bruselas una conferencia de alto nivel. Creemos que se organizó a toda prisa. El presidente era el fiscal general Comstock. Había representantes de todos los países del G7 y algunos más. Sabemos que había gente de la NSA. Gente de Hacienda. Gente del Tesoro… El Servicio Secreto. Sus equivalentes en los otros países. Y un montón de matemáticos que se sabe trabajan para el gobierno. También estaba el vicepresidente de Estados Unidos. Básicamente creemos que planeaban alguna forma de organización internacional para poner freno a la criptografía y especialmente al dinero digital.
—La Organización Internacional de Regulación de la Transferencia de Datos —dice Tom Howard.
—¿La Cámara Negra es el apodo? —pregunta Doug.
—Así es como ha empezado a llamarla la gente en la lista de correo de los Adeptos al Secreto —dice Cantrell.
—¿Por qué formar ahora semejante organización? —comenta Randy.
—Porque la Cripta está a punto de ponerse en marcha, y lo saben —dice Cantrell.
—Se cagan de miedo pensando que no podrán cobrar impuestos cuando todo el mundo use sistemas como la Cripta —le explica Tom a Doug.
—Durante la última semana no se ha hablado de otra cosa en la lista de correo de los Adeptos al Secreto. Y cuando se produjo el asalto a Ordo dio en el nervio.
—Vale —dice Randy—. Me preguntaba cómo es que apareció gente tan pronto con rifles y cosas extrañas. —Ya tiene abierto el portátil y desmonta el disco duro.
—Nos hemos alejado del orden del día —dice Doug, pasando un trapo grasiento por el cañón del rifle PEPH—. La pregunta es, ¿el Dentista os tiene por las pelotas o sólo por los pelos? Y esa pregunta básicamente gira alrededor de vuestro seguro servidor. ¿No es así?
—¡Así es! —dice Randy, un poco con demasiada energía… desea desesperadamente cambiar de tema. El asunto Kepler/Epiphyte/Semper Marine ya le resulta lo suficientemente estresante, y lo último que necesita es relacionarse con gente que cree que no es más que una escaramuza en una guerra para decidir el destino del Mundo Libre… un ensayo preliminar del Apocalipsis. A Randy le parecía bien la obsesión de Avi con el Holocausto siempre que los Holocaustos sucediesen en el pasado o muy lejos… estar metido en persona en uno de ellos es algo que a Randy le gustaría evitar. Debería haberse quedado en Seattle. Pero no lo hizo, así que lo segundo mejor es limitar la conversación a temas simples como lingotes de oro.
—Para que pueda ganar, el Dentista debe demostrar que Semper Marine descubrió el naufragio cuando realizaba la exploración para el cable. ¿No? —pregunta Doug.
—Exacto —dice Cantrell, antes de que Randy pueda intervenir y decir que es un pelín más complicado.
—Bien, he estado dando vueltas por esta parte del mundo desde hace media vida, y siempre puedo testificar que encontré el naufragio en una exploración anterior. El hijo de puta jamás podría demostrar que miento —dice Doug.
—Andrew Loeb, su abogado, es lo suficientemente listo para saber tal cosa. No te hará subir al estrado —dice Randy, atornillando su propio disco duro.
—Vale. Entonces sólo tienen pruebas circunstanciales. Es decir, la proximidad del naufragio al corredor de la exploración del cable.
—Exacto. Lo que implica una correlación —dice Cantrell.
—Bien, tampoco está tan cerca —dice Doug—. En ese momento cubría una franja muy amplia.
—Tengo malas noticias —dice Randy—. Primero, se trata de un caso civil y sólo precisa de pruebas circunstanciales para ganar. Segundo, acabo de saber por Avi, en el avión, que Andrew Loeb va a presentar una segunda demanda, por incumplimiento de contrato.
—¿Qué jodido contrato? —exige Doug.
—Ya ha anticipado todo lo que acabas de decir —dice Randy—. Todavía no sabe dónde está el naufragio. Pero si resulta estar a millas y millas de distancia del corredor de exploración, dirá que al examinar una franja tan amplia estabas esencialmente arriesgando el dinero del Dentista para ir en busca de tesoros y que por tanto el Dentista merece una parte de las ganancias.
—¿Por qué querría el Dentista meterse conmigo? —dice Doug.
—Para presionarte para testificar en contra de Epiphyte. Podrás quedarte con el oro. El oro se convierte en perjuicio que el Dentista convierte en control de Epiphyte.
—¡Me cago en Dios! —exclama irritado Doug—. Puede besarme el culo.
—Eso ya lo sé —dice Randy—, pero si sabe de esa actitud, ya se le ocurrirá otra estrategia y presentará otra demanda.
—Eso es un poco derrotista… —empieza a decir Doug.
—A donde quiero llegar —dice Randy— es a que no podemos luchar contra el Dentista en su terreno, que es el tribunal, de la misma forma que el Viet Cong no hubiese podido librar una batalla frontal y abierta contra el ejército de Estados Unidos. Así que hay muy buenas razones para sacar el oro del submarino furtivamente antes de que el Dentista pueda demostrar que existe.
Doug adopta una expresión de indignación.
—Randy, ¿alguna vez has intentado nadar sosteniendo un lingote de oro en una mano?
—Debe de haber alguna forma de hacerlo. Pequeños submarinos o algo así.
Doug se ríe en voz alta y misericordiosamente decide no desenmascarar la idea de los pequeños submarinos.
—Supongamos que fuese posible. ¿Qué hago a continuación con el oro? Si lo deposito en una cuenta bancaria, o lo gasto en algo, ¿qué le impediría a ese Andrew Loeb tomarlo como prueba circunstancial de que el naufragio contenía una tonelada de dinero? Lo que dices es que me tengo que sentar sobre ese dinero durante el resto de mi vida para protegeros de la demanda.
—Doug, puedes hacer lo siguiente —dice Randy—. Sacas el oro. Lo metes en un barco. Mis amigos podrán explicarte el resto. —Randy vuelve a colocar la cubierta de plástico del portátil y comienza a meter con cuidado los tornillitos en sus huecos.
—Traes el barco hasta aquí —dice Cantrell.
—A esa playa, justo colina abajo. Yo te esperaré con el Humvee —continúa Tom.
—Y tú y Tom podréis ir al centro y depositar ese oro en lingotes en las bóvedas del Banco Central de Kinakuta —concluye Cantrell.
Al fin alguien ha dicho algo que descoloca a Doug Shaftoe.
—¿Y qué obtengo a cambio? —pregunta con suspicacia.
—Dinero electrónico de la Cripta. Anónimo. Imposible de seguir. Libre de impuestos.
Doug ya ha recuperado la compostura, y vuelve a reírse.
—¿Y qué podré comprar? ¿Fotografías de chicas desnudas en la World Wide Web?
—Pronto podrás comprar todo lo que se pueda comprar con dinero —dice Tom.
—Tendríais que informarme mejor —dice Doug—. Pero una vez más nos alejamos del orden del día. Dejémoslo en esto: necesitáis que vacíe el pecio, rápido y en secreto.
—No es sólo que nosotros lo necesitemos. También podría ser lo mejor para ti —dice Randy, buscando el interruptor en la parte de atrás del portátil.
—Punto dos: un antiguo agente de la NSA nos vigila… ¿y algo respecto a un Mago? —dice John.
—Sí.
Doug le dirige a Randy miradas raras, por lo que Randy debe lanzarse a un breve resumen de su sistema de clasificación en Magos, Elfos, Enanos y Hombres, por no hablar de Gollum, lo que para Doug casi carece por completo de sentido porque no ha leído El señor de los anillos.
Randy les relata su conversación con Pontifex por el teléfono del avión. John Cantrell y Tom Howard se muestran interesados, como Randy esperaba, pero lo que le sorprende es la intensidad con la que Doug presta atención.
—¡Randy! —dice Doug casi gritando—. ¿En algún momento le preguntaste a ese tipo por qué el viejo Comstock estaba tan interesado en los mensajes de Aretusa?
—Qué coincidencia, es el punto tercero del orden del día —dice Cantrell.
—¿Por qué no se lo preguntaste en el telesilla? —bromea Randy.
—Le estaba ofreciendo un razonamiento pormenorizado de por qué estaba a punto de cortar la unión entre su cuerpo deforme y perfumado y su alma eterna y condenada —dice Doug—. ¡En serio! Conseguiste los mensajes de entre los recuerdos de guerra de tu abuelo. ¿No?
—Así es.
—Y tu abuelo, Waterhouse, ¿dónde los consiguió?
—A juzgar por las fechas, debía de estar en Manila.
—Bien, ¿qué te supones que pudo pasar en Manila en esas fechas que fuese tan importante para Earl Comstock?
—Ya te lo dije, Comstock pensó que era un código comunista.
—¡Eso es una puta mierda! —dice Doug—. ¡Por Dios! ¿No os habéis relacionado nunca con gente como Comstock? ¿No podéis reconocer una puta mierda? ¿No creéis que sería una herramienta útil a añadir a vuestro equipo intelectual el ser capaces de decir, cuando un chorro de puta mierda os cae encima: «Por Dios, esto parece ser una puta mierda»? Ahora, ¿cuál crees que es la verdadera razón por la que Comstock quería romper Aretusa?
—No tengo ni idea —dice Randy.
—La razón es oro —dice Doug.
Randy bufa.
—Tienes el cerebro lleno de oro.
—¿Te llevé o no te llevé a la jungla y te mostré algo? —pregunta Doug.
—Lo hiciste. Lo siento.
—El oro es lo único que podría explicarlo. Porque por lo demás en los años cincuenta Filipinas no era tan importante como para justificar tal esfuerzo por parte de la NSA.
—Se estaba produciendo una insurrección Huk —dice Tom—. Pero tienes razón. Lo importante, al menos en esta zona, era Vietnam.
—¿Sabes algo? —le responde Doug—. Durante la guerra de Vietnam, que fue la genial idea del viejo Comstock, la presencia militar norteamericana en Filipinas era enorme. Ese hijo de puta tenía soldados y marines arrastrándose por Luzón, supuestamente para entrenarse. Pero creo que buscaban algo. Creo que buscaban el Primario.
—¿Como en el depósito de oro primario?
—Acertaste.
—¿El que al final encontró Marcos?
—Las opiniones difieren —dice Doug—. Mucha gente cree que el Primario todavía aguarda ser descubierto.
—Bien, no hay ninguna información sobre el Primario o cualquier otra cosa en estos mensajes —dice Randy. El portátil ya ha arrancado en modo UNIX, con un torrente de mensajes de error producidos al no encontrar diversos elementos de hardware que estaban presentes en el portátil de Randy (que se encuentra en el cubo de la basura de un concesionario Ford en Los Altos) pero no en el de Tom. Y sin embargo, el núcleo básico se ejecuta hasta el punto de que Randy puede comprobar el sistema de archivos y asegurarse de que está intacto. El directorio Aretusa sigue ahí, con su larga lista de pequeños archivos, cada uno resultado de pasar un montón diferente de tarjetas por el lector de tarjetas de Chester. Randy abre el primero y se encuentra con varias líneas aleatorias de letras mayúsculas.
—¿Cómo sabes que en esos mensajes no hay información sobre el Primario, Randy? —pregunta Doug.
—Durante diez años la NSA no pudo descifrar esos mensajes —dice Randy—. Resultó ser un fraude. El resultado de un generador de números aleatorios.
Randy regresa a la lista de archivos y teclea:
grep AADAA *
y le da a la tecla de retorno. Es un comando para encontrar el conjunto inicial de letras en los mensajes de las tarjetas ETC, ese famoso al que aludió Pontifex. La máquina responde casi de inmediato sin mostrar nada, lo que significa que la búsqueda ha fallado.
—¡Mierda! —dice Randy.
—¿Qué pasa? —dicen todos a la vez.
Randy respira larga y profundamente.
—Estos no son los mismos mensajes que Earl Comstock intentó descifrar durante diez años.