BARRENS

DEJANDO DE LADO el asunto de la existencia de Dios para un futuro volumen, nos limitaremos a estipular que de «alguna» forma los organismos auto-replicadores aparecieron en este planeta e inmediatamente intentaron eliminarse los unos a los otros, ya fuese ocupando todo el espacio disponible con copias aproximadas de ellos mismos o por medios más directos que no precisan mayores explicaciones. La mayoría falló, y su legado genético desapareció para siempre del universo, pero algunos encontraron la forma de sobrevivir y propagarse. Después de unos tres mil millones de años de una fuga estrafalaria y a menudo tediosa de carnalidad y carnicería, nació Godfrey Waterhouse IV, en Murdo, Dakota del Sur, hijo de Blanche, esposa de un predicador congregacionalista llamado Bunyan Waterhouse. Como cualquier otra criatura sobre la faz de la Tierra, Godfrey era, por derecho de nacimiento, un magnífico cabrón, aunque en el sentido técnico y restringido de que podía remontar su ascendencia a través de una larga línea de magníficos cabrones ligeramente menos evolucionados hasta el primer artefacto auto replicador… el cual, dado el número y variedad de sus descendientes, podría justificadamente describirse como el mayor de los magníficos cabrones de todos los tiempos. Todos y todo lo que no fuese un magnífico cabrón estaba muerto.

En lo que se refería a máquinas de matar aterradoramente letales y programadas meméticamenté, los Waterhouse eran de las más agradables que podrías llegar a encontrarte. En la tradición de su homónimo (el escritor puritano John Bunyan, que se pasó casi toda la vida en la cárcel o evitándola), el reverendo Waterhouse no predicaba durante demasiado tiempo en ningún sitio concreto. La iglesia lo trasladaba de una pequeña ciudad a otra de las dos Dakotas cada uno o dos años. Es posible que para Godfrey aquel estilo de vida fuese algo más que alienante porque, en algún momento de sus estudios en el Colegio Universitario Congregacionalista de Fargo, abandonó el rebaño y, para eterna agonía de sus padres, se dedicó a actividades mundanas y acabó, de algún modo, obteniendo un doctorado en clásicas en una pequeña universidad privada de Ohio. Al ser los académicos no menos nómadas que los predicadores, aceptó trabajar allí donde encontró trabajo. Se convirtió en profesor de griego y latín en el Colegio Universitario Cristiano de Bolger (322 estudiantes) en West Point, Virginia, donde se unían los ríos Mattaponi y Pamunkey para formar el estuario del James, y donde los repelentes vapores de la gran industria papelera impregnaban cada cajón, cada armario, incluso las páginas interiores de los libros. La joven prometida de Godfrey, de soltera Alice Pritchard, quien había crecido siguiendo a su propio padre predicador itinerante por entre las inmensidades del este de Montana —donde el aire olía a nieve y salvia—, vomitó durante tres meses. Seis meses más tarde dio a luz a Lawrence Pritchard Waterhouse.

El niño mantenía una peculiar relación con los sonidos. Cuando pasaba un camión de bomberos, el aullido de la sirena o el sonido de la campana no le producían ningún problema. Pero si un avispón entraba en la casa y volaba cerca del techo ejecutando una curva de Lissajous, zumbando de forma casi inaudible, lloraba de dolor por el ruido. Y si veía u olía algo que le asustaba, se tapaba las orejas con las manos.

Un sonido que no le molestaba en absoluto era el del órgano de la capilla del Colegio Universitario Cristiano de Bolger. La capilla en sí no era nada del otro mundo, pero el órgano había sido donado por la familia de la fábrica de papel y hubiese sido más que suficiente para una iglesia cuatro veces mayor. Era un adecuado complemento para el organista, un profesor de matemáticas de instituto ya retirado que creía que ciertos rasgos de la divinidad (la violencia y el capricho en el Antiguo Testamento, la majestad y el triunfo en el Nuevo) podían ser transmitidos directamente a las almas de los pecadores sentados en los bancos por medio de una especie de impregnación sónica frontal. Que corriese el riesgo de hacer estallar las vidrieras no tenía la menor importancia porque no gustaban a nadie y las emisiones de la fábrica de papel corroían el plomo. Pero después de que una viejecita, la última de muchas, recorriese a trompicones el pasillo, tambaleándose por el zumbido en los oídos, y se quejase de muy malos modos al sacerdote sobre la música excesivamente «dramática», se sustituyó al organista.

Sin embargo, siguió dando clases de ese instrumento. A los estudiantes no se les permitía tocar el órgano a menos que tocasen bien el piano, y cuando se lo explicaron a Lawrence Pritchard Waterhouse, aprendió por su cuenta, en tres semanas, a tocar una fuga de Bach, y se apuntó a las lecciones de órgano. Como en aquel momento sólo tenía cinco años, no podía alcanzar simultáneamente los controles manuales y los pedales, y tenía que tocar de pie… o más bien, paseándose de pedal en pedal.

Cuando Lawrence tenía doce años, el órgano se estropeó. La familia de la industria papelera no había dejado fondos para su reparación, así que el profesor de matemáticas se decidió a probar suerte él mismo. Sufría de mala salud y necesitaba un ayudante ágil: Lawrence, quien le ayudó a abrir la cubierta del artefacto. Por primera vez en todos aquellos años, el muchacho contempló lo que sucedía cuando pulsaba aquellas teclas.

Para cada registro —cada timbre, o tipo de sonido, que el órgano podía producir (por ejemplo, flauta dulce, trompeta, piccolo)— había una fila separada de tubos, dispuestos en línea de mayor a menor. Los tubos largos producían notas bajas, y los cortos altas. La parte superior de los tubos describía una gráfica: no se trataba de una línea recta sino de una curva que tendía a subir. El profesor de matemáticas y organista se sentó con algunos tubos sueltos, un lápiz y papel, y ayudó a Lawrence a deducir el motivo. Una vez que Lawrence lo comprendió, fue como si el profesor de matemáticas hubiese tocado de pronto las partes buenas de la Fantasía y fuga en sol menor de Bach en un órgano del tamaño de la galaxia espiral de Andrómeda; aquella parte en la que el Tío Johann disecciona la arquitectura del universo en un inflexible acorde descendente y siempre cambiante, como si hundiese el pie en capas cada vez más profundas de tierra hasta dar con la capa rocosa. En particular, los pasos finales en la explicación del organista fueron como si un halcón descendiese atravesando capa tras capa de fingimientos e ilusiones, pasos apasionantes, repugnantes o desconcertantes, dependiendo de tu carácter. Los cielos se habían abierto de golpe. Lawrence entrevió coros angelicales ordenándose en una infinitud geométrica.

Los tubos surgían en formaciones paralelas de una amplia caja plana de aire comprimido. Todos los tubos para una nota en particular —pero pertenecientes a juegos diferentes— se alineaban juntos sobre un eje. Todos los tubos de un juego —pero afinados a distintos timbres— se alineaban sobre el otro eje perpendicular. Por tanto, en la caja de aire plana había un mecanismo que llevaba aire al tubo correcto en el momento correcto. Cuando se pulsaba una tecla o pedal, todos los tubos capaces de hacer sonar la nota correspondiente hablaban, siempre que los registros estuviesen retirados.

Mecánicamente, se resolvía de una forma perfectamente clara, simple y lógica. Lawrence había supuesto que la máquina debía ser al menos tan complicada como la fuga más compleja que pudiese tocarse. Pero había descubierto que una máquina de diseño simple podía producir resultados de infinita complejidad.

Los registros rara vez se usaban solos. Solían estar situados unos encima de otros, formando combinaciones diseñadas para aprovechar los armónicos disponibles (¡otro delicioso detalle matemático!). Algunas combinaciones específicas se empleaban una y otra vez. Muchas flautas dulces, de longitudes variables, para el ofertorio, por ejemplo. El órgano incluía un ingenioso dispositivo llamado ajuste que permitía al organista seleccionar una combinación concreta de registros —registros que él había escogido previamente— de forma instantánea. Se limitaba a apretar un botón y varios registros saltaban de la consola, movidos por la presión neumática y, en un instante, el órgano se transformaba en un instrumento diferente con timbres completamente nuevos.

El verano siguiente Lawrence y Alice, su madre, fueron colonizados por un primo lejano, un virus que era un magnífico cabrón. Lawrence escapó de él con una casi imperceptible tendencia a arrastrar uno de los pies. Alice acabó en un pulmón de acero. Más tarde, incapaz de toser bien, pilló la neumonía y murió.

Godfrey, el padre de Lawrence, confesó con total sinceridad que no estaba capacitado para soportar el peso que había caído sobre sus hombros. Dimitió de su puesto en la pequeña universidad de Virginia y se trasladó, junto a su hijo, a una casita en Moorhead, Minnesota, justo al lado del hogar de Bunyan y Blanche. Más tarde consiguió trabajo de profesor en una escuela cercana.

En ese punto, todos los adultos responsables de la vida de Lawrence parecieron llegar al acuerdo tácito de que la mejor forma de educarle —y ciertamente, la más fácil— era dejarle en paz. En los raros momentos en que Lawrence solicitaba la intervención de un adulto en su vida era normalmente para plantear una pregunta que nadie podía responder. Al cumplir los dieciséis años, sin haber encontrado en el sistema educativo local nada que pudiese plantearle un desafío, Lawrence Pritchard Waterhouse fue a la universidad. Se matriculó en la Escuela Universitaria Estatal de Iowa, que entre otras cosas era la sede de un Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva Naval en el que fue alistado a la fuerza.

El CEORN de la Escuela Universitaria Estatal de Iowa tenía una banda, a la que le encantó descubrir que a Lawrence le interesaba la música. Como era extremadamente difícil entrenarse sobre la cubierta de un acorazado mientras se tocaba el órgano, le entregaron un xilófono y un par de pequeñas baquetas.

Cuando no marchaba de un lado a otro sobre la llanura del río Skunk emitiendo sonoros tintineos, Lawrence estudiaba ingeniería mecánica. Acabó teniendo malas notas en esa especialidad porque había conocido a un profesor búlgaro llamado John Vincent Atanasoff y a su estudiante graduado, Clifford Berry, que construían una máquina destinada a automatizar la resolución de algunas ecuaciones diferenciales extremadamente tediosas.

El problema principal de Lawrence era su vagancia. Había llegado a la conclusión de que todo era más simple si, como en el caso de la visión de rayos X de Superman, se limitaba a mirar más allá de las distracciones cosméticas y apreciaba el esqueleto matemático subyacente. Una vez que habías conseguido descubrir la matemática de una situación, ya lo sabías todo y la podías manejar para alegría de tu corazón simplemente con un lápiz y una servilleta. Había visto la matemática en la curva de barras plateadas del xilófono, en el arco catenario de un puente y en el tambor lleno de condensadores de la máquina computadora de Atanasoff y Berry.

Es más, darle al xilófono, construir el puente o intentar descubrir por qué la máquina computadora no funciona no le resultaban tareas interesantes.

Por tanto, recibió malas notas. Pero de vez en cuando, realizaba una proeza en la pizarra que dejaba a los profesores con las rodillas temblando y al resto de los estudiantes asombrados y hostiles. Pronto fue de dominio público.

Simultáneamente, su abuela Blanche hacía uso de sus amplias conexiones en el Congreso para beneficio de Lawrence, sin que este lo supiese. Sus esfuerzos acabaron en triunfo cuando a Lawrence se le concedió un beca desconocida, dotada por un heredero del manipulado de avena en St. Paul, que tenía como propósito enviar a un congregaciónalista del Medio Oeste a una de las ocho universidades privadas de mayor prestigio de Nueva Inglaterra, la Ivy League, durante un año, lo que (evidentemente) se consideraba tiempo suficiente para elevar el CI esos pocos puntos totalmente imprescindibles pero no tanto como para corromperle. Así fue como Lawrence acabó en Princeton.

Princeton era una institución Augusta y asistir a ella un gran honor, pero nadie le había mencionado ninguna de esas dos características a Lawrence, quien no tenía forma de saberlo. Eso tuvo sus buenas y sus malas consecuencias. Aceptó la beca con una falta de gratitud que enfureció al magnate de la avena. Por otra parte, se ajustó a Princeton con toda facilidad porque «no era más que otro lugar». Le recordaba los aspectos más bonitos de Virginia, y la ciudad tenía algunos espléndidos órganos, aunque no se sentía demasiado contento con los deberes sobre problemas del cálculo y diseño de puentes y recorte de ruedas dentadas. Como siempre, en su mayoría se reducían a matemáticas, que podía tratar con facilidad. Pero de vez en cuando se veía en un callejón sin salida, lo que le llevaba a Fine Hall: el cuartel general del Departamento de Matemáticas.

Había un colorido grupo de personajes vagando por Fine Hall, muchos de ellos con acento británico o europeo. Hablando administrativamente, muchos de esos personajes no pertenecían ni de lejos al Departamento de Matemáticas sino a algo llamado IEA, que significaba Instituto de Estudios Avanzados de una u otra cosa. Pero todos se encontraban en el mismo edificio y todos sabían bastante de matemáticas, así que para Lawrence no existía la distinción.

Muchos de aquellos tipos fingían timidez cuando Lawrence les pedía consejo, pero otros estaban más que dispuestos a ayudarle. Por ejemplo: había descubierto un método para resolver un difícil problema sobre la forma de las ruedas dentadas que, tal y como lo resolvían habitualmente los ingenieros, hubiese exigido una serie de aproximaciones razonables pero estéticamente desagradables. La solución de Lawrence ofrecía resultados exactos. La única pega se encontraba en que un quintillón de operadores con reglas de cálculo precisarían de un quintillón de años para encontrar dicha solución. Lawrence trabajaba en una aproximación completamente diferente que, si daba frutos, reduciría esas cifras a un trillón y un trillón, respectivamente. Por desgracia, Lawrence fue incapaz de interesar a nadie de Fine Hall en algo tan prosaico como las ruedas dentadas, hasta forjar una súbita amistad con un británico lleno de energía, cuyo nombre olvidó con rapidez, pero que recientemente se había dedicado mucho a la fabricación literal de engranajes. Ese tipo intentaba construir, de entre todas las cosas de este mundo, una máquina calculadora mecánica… para ser exactos, una máquina para calcular ciertos valores de la Función Zeta de Riemann

001-01.jpg

donde s es un número complejo.

Lawrence no encontró esa función zeta ni más ni menos interesante que cualquier otro problema matemático hasta que su nuevo amigo le aseguró que era terriblemente importante, y que algunos de los mejores matemáticos del mundo la habían estado atacando durante décadas. Los dos acabaron despiertos hasta las tres de la mañana enfrascados en el problema de engranajes de Lawrence. Lawrence presentó con orgullo sus resultados al profesor de ingeniería, quien los rechazó con desprecio argumentado cuestiones de índole práctica, y le puso una mala nota para compensar el trabajo que se había tomado.

Al final Lawrence recordó, después de varios contactos más, que el nombre de ese británico amistoso era Al no sequé. Como Al era un ciclista apasionado, él y Al dieron bastantes paseos en bicicleta por la campiña del Estado Jardín. Mientras pedaleaban por New Jersey hablaban de matemáticas, y especialmente de máquinas destinadas a eliminar los aspectos aburridos de las matemáticas.

Pero Al llevaba pensando en esas cosas mucho más tiempo que Lawrence, y había llegado a la conclusión de que las máquinas calculadoras eran mucho más que dispositivos para ahorrarse trabajo. Había estado trabajando en un tipo radicalmente diferente de mecanismo computacional que resolvería cualquier problema aritmético siempre que supieses como expresarlo. Desde un punto de vista puramente lógico ya había descubierto todo lo que era posible saber sobre esa (todavía hipotética) máquina, aunque aún le falta construir una. Lawrence comprendió que construir máquinas se consideraba poco digno en Cambridge (es decir, Inglaterra, donde ese Al tenía su base) o, ya puestos, en Fine Hall. Al estaba encantado de haber encontrado, en Lawrence, a alguien que no compartía ese punto de vista.

Con delicadeza, Al le preguntó un día si no le importaría demasiado llamarle por su nombre completo y correcto, que era Alan, y no Al. Lawrence pidió disculpas y dijo que intentaría recordarlo con todas sus fuerzas.

Un día, un par de semanas después, mientras estaban sentados junto a un riachuelo en los bosques del Delaware Water Gap, Alan le hizo a Lawrence una especie de propuesta descabellada que implicaba a los penes. La situación requirió gran cantidad de explicaciones metódicas, que Alan ofreció sonrojándose y tartamudeando. Fue siempre extremadamente correcto, y en varias ocasiones dejó bien claro que era enormemente consciente de que no todo el mundo estaba interesado en ese tipo de cosas.

Lawrence decidió que muy probablemente él era una de esas personas.

Alan pareció sentirse enormemente impresionado porque Lawrence se hubiese detenido siquiera a considerarlo y se disculpó por haber sacado el tema. Volvieron directamente a una discusión sobre máquinas calculadoras, y su amistad siguió sin variación. Pero en su siguiente paseo en bicicleta —una acampada nocturna en los Pine Barrens— se les unió otro tipo, un alemán llamado Rudy von algo.

Alan y Rudy parecían muy íntimos, o al menos parecían tener una relación con más niveles que la de Alan y Lawrence. Este llegó a la conclusión de que la idea de los penes de Alan había encontrado al fin un receptor.

Lawrence lo pensó un poco. Desde un punto de vista evolutivo, ¿cuál era el sentido de que hubiese gente sin inclinación hacia la reproducción? Debía haber alguna buena razón, y muy sutil.

Lo único que se le ocurría era que en ese momento eran los grupos de personas —sociedades— en lugar de las criaturas individuales los que intentaban reproducirse más que los demás y/o matar a los otros, y que, en una sociedad, había espacio de sobra para alguien que no tuviese hijos siempre que realizase una labor útil.

En todo caso, Alan, Rudy y Lawrence pedalearon hacia el sur en busca de los Pine Barrens. Después de un rato, las poblaciones se fueron espaciando mucho, y las granjas de caballos dieron paso a una espesura baja de árboles débiles y puntiagudos, que parecían extenderse hasta la mismísima Florida, bloqueando la vista, pero no el viento de cara.

—Me pregunto dónde estarán los Pine Barrens —dijo Lawrence un par de veces. Incluso se detuvo en una gasolinera para hacer esa misma pregunta. Sus acompañantes empezaron a burlarse de él.

—¿Dónde están los Pine Barrenss? —preguntó Rudy. mirando burlonamente a su alrededor.

—Deberías buscar algo con aspecto árido y numerosos pinos —comentó Alan.

No había más tráfico, por lo que se habían extendido sobre la carretera para pedalear con libertad, con Alan situado en medio.

—Un bosque, imaginado por Kafka —murmuró Rudy.

Para entonces, Lawrence ya había deducido que se encontraban, efectivamente, en los Pine Barrens. Pero no sabía quién era Kafka.

—¿Un matemático? —fue su suposición.

—Esa idea da verdadero miedo —dijo Rudy.

—Es un escritor —dijo Alan—. Lawrence, no te ofendas por lo que voy a preguntarte, pero: ¿reconoces los nombres de otras personas? Me refiero a gente aparte de la familia y amigos cercanos.

Lawrence debió adoptar una expresión de asombro.

—Estoy intentando descubrir si todo sale de aquí —dijo Alan mientras alargaba la mano para golpear con los nudillos la cabeza de Lawrence— o en ocasiones tomas ideas de otros seres humanos.

—Cuando era un niño, vi ángeles en una iglesia de Virginia —dijo Lawrence—, pero creo que estaban en el interior de mi cabeza.

—Muy bien —dijo Alan.

Pero, más tarde. Alan lo intentó de nuevo. Habían llegado hasta la torre de vigilancia contra incendios y había sido una tremenda decepción: únicamente una escalera alienada que no llevaba a ninguna parte, y una pequeña explanada debajo que brillaba cubierta de fragmentos de botellas de bebidas alcohólicas. Montaron la tienda a un lado de un estanque que resultó estar lleno de algas de color óxido y que se pegaban al vello del cuerpo. No había nada más que hacer salvo beber Schnapps y hablar de matemáticas.

Alan dijo:

—Mira, es así: Bertrand Russell y otro tipo llamado Whitehead escribieron Principia Mathematica

—Ahora sé que te burlas de mí —dijo Waterhouse—. Incluso yo sé que sir Isaac Newton escribió ese libro.

—Newton escribió un libro «diferente», también llamado Principia Mathematica, que realmente no es sobre matemática, sino sobre lo que «hoy» llamaríamos física.

—Entonces, ¿por qué lo tituló Principia Mathematica?

—Porque en la época de Newton la distinción entre física y matemática no era extremadamente clara…

—O quizá incluso hoy en día —dijo Rudy.

—… lo que está directamente relacionado con lo que iba a decir —siguió Alan—. Hablo del P.M. de Russell, en el que él y Whitehead empezaron absolutamente de la nada, y quiero decir desde la nada, y la edificaron, toda la matemática, a partir de un número reducido de primeros principios. Y si te lo estoy contando, Lawrence, es porque… ¡Lawrence! ¡Presta atención!

—¿Hmm?

—Rudy, coge ese palo, sí, ese, y vigila atentamente a Lawrence, y cuando ponga esa mirada perdida, ¡dale un golpe!

—No estamos en un colegio inglés, no podemos hacer esas cosas.

—Estoy prestando atención —dijo Lawrence.

—Lo que surgió de P.M., lo extremadamente radical, fue la posibilidad de afirmar que, en realidad, toda la matemática puede expresarse como cierta ordenación de símbolos.

—¡Leibniz lo dijo mucho tiempo antes que ellos! —protestó Rudy.

—Eh, Leibniz inventó la notación que usamos para el cálculo, pero…

—¡No me refiero a eso!

—E inventó las matrices, pero…

—¡Tampoco me refiero a eso!

—Y realizó algunos trabajos sobre aritmética binaria, pero…

—¡Eso ess completamente diferente!

—Entonces, ¿a qué demonios te refieres, Rudy?

—Leibniz inventó el alfabeto básico… escribió una serie de símbolos para expresar afirmaciones lógicas.

—Bien, no era consciente de que Herr Leibniz tenía la lógica formal entre sus intereses, pero…

—¡Claro que ssí! ¡Quería hacer lo que hicieron Russssell y Whitehead, pero no sólo con la matemática si no con todo lo que hay en el mundo!

—Bien, teniendo en cuenta que tú pareces ser el único hombre en el planeta, Rudy, que conoce esa empresa de Leibniz, podemos asumir que fracasó?

—Puedes asumir lo que te dé la real gana. Alan —respondió Rudy—, pero yo soy matemático y no asumo nada.

Alan suspiró ofendido y le dirigió a Rudy una mirada que Waterhouse asumió que indicaba que más tarde habría problemas.

—Si puedo en ese caso continuar —dijo—, sólo intento que estés de acuerdo en que la matemática puede expresarse como una serie de símbolos —cogió el palo que apuntaba a Lawrence y empezó a escribir sobre el suelo cosas como + = 3) √-1π—, y sinceramente no podría importarme menos si resultan ser símbolos de Leibniz, de Russell o los hexagramas del I Ching

—¡A Leibniz le fascinaba el I Ching! —dijo Rudy.

—Deja de hablar de Leibniz por un momento, Rudy, porque mira: tú, Rudy, y yo vamos en un tren en el que, sentados en el vagón comedor, mantenemos una agradable conversación, y ese tren corre a gran velocidad tirado por ciertas locomotoras llamadas La Bertrand Russell, La Riemann, La Eider y otras. Y nuestro amigo Lawrence corre junto al tren, intentando mantenerse junto a nosotros. No es que necesariamente seamos más inteligentes que él sino simplemente que él es un «granjero» que no pudo comprar un billete. Y yo, Rudy, estoy simplemente sacando los brazos por la ventanilla con la intención de tirar de él y hacerle subir al puto tren, junto a nosotros, para que podamos mantener una deliciosa charla sobre matemáticas sin tener que oír cómo se queda sin aire y pierde fuelle a mitad de camino.

—Vale, Alan.

—No me llevará más de un minuto si dejas de interrumpirme.

—Pero también hay una locomotora llamada La Leibniz.

—¿Lo dices porque crees que no doy crédito suficiente a los alemanes? Porque estaba a punto de nombrar a un tipo con diéresis.

—Oh, ¿no se tratará de Herr Türing? —dijo Rudy sardónico.

Herr Türing viene después. Realmente pensaba en Gódel.

—¡Pero no ess alemán! ¡Es ausstriaco!

—Me temo que ahora es lo mismo, ¿no?

—El Anschluss no fue idea mía, y no tienes que mirarme assí. Hitler me resulta penoso.

—He oído hablar de Gódel —dijo Waterhouse intentado ser de ayuda—. Pero ¿podríamos volver atrás un segundo?

—Claro, Lawrence.

—Por qué molestarse? ¿Por qué lo hizo Russell? ¿Había algo malo en las matemáticas? Es decir, dos y dos son cuatro, ¿no?

Alan cogió dos tapones de botella y los colocó en el suelo.

—Dos. Uno-dos. Más… —Puso dos más—. Otros dos. Uno-dos. Igual a cuatro. Uno-dos-tres-cuatro.

—¿Qué tiene de malo? —preguntó Lawrence.

—Pero Lawrence… cuando haces matemática de verdad no cuentas chapas, ¿verdad?

—No cuento «nada».

Rudy le ofreció la siguiente noticia:

—Esa es una posición muy moderna para ti.

—¿Lo es?

Alan dijo:

—Durante mucho tiempo se tuvo la creencia implícita de que la matemática era una especie de física de las chapas. Que cualquier operación matemática que pudieses realizar sobre el papel, sin que importase lo complicada que fuese, podía reducirse, al menos en principio, a mover contadores físicos, como las chapas, en el mundo real.

—Pero no se puede tener dos coma una chapas.

—Vale, vale, digamos que usamos las chapas para los enteros, y para números reales, como dos coma uno, usamos medidas físicas, como la longitud de este palo.

Alan lo arrojó junto a las chapas.

—Entonces, ¿qué hay de pi? No puedes tener un palo de longitud pi centímetros.

—Pi viene de la geometría… es el mismo cuento —añadió Rudy.

—Sí, se creía que la geometría euclidea era realmente un tipo de física, que sus líneas y demás representaban propiedades del mundo físico. Pero… ¿conoces a Einstein?

—No soy muy bueno con los nombres.

—¿El tipo de pelo blanco y grandes bigotes?

—Oh, sí —dijo Lawrence sombrío—. Intenté plantearle mi problema de engranajes. Dijo llegar tarde a una cita o algo así.

—Ese tipo inventó una teoría general de la relatividad, que es una especie de aplicación práctica no de la geometría de Euclides sino de la de Riemann…

—¿El mismo Riemann de tu función zeta?

—Mismo Riemann, tema diferente. Ahora, no nos perdamos, Lawrence…

—Riemann mostró que podía haber muchas geometrías diferentes, que no eran la geometría de Euclidess pero que mantenían la coherencia interna.

—Vale, volvamos entonces al P.M. —dijo Lawrence.

—¡Sí! Russell y Whitehead. La cosa es así: cuando los matemáticos empezaron a enredarse con cosas como la raíz cuadrada de menos uno y cuaterniones, ya no estaban tratando con cosas que podían traducirse a palos y chapas. Pero seguían obteniendo resultados razonables.

—O al menos, resultados internamente consistentes —dijo Rudy.

—Vale. Lo que significaba que la matemática era algo más que una física de las chapas.

—Así parecía, Lawrence, pero eso planteaba la pregunta de si la matemática era realmente «verdad» o no era más que un juego con símbolos. En otras palabras: ¿descubrimos la verdad o nos masturbamos?

—¡Debe ser verdad porque si la usas para hacer física todo sale bien! He oído hablar de la relatividad general, y sé que hicieron experimentos y salió que era cierta.

—La mayor parte de la matemática no se pressta a la comprobasión experimental —dijo Rudy.

—La idea central del proyecto era cortar los lazos con la física —dijo Alan.

—Pero no masturbarnos.

—¿Eso era lo que intentaban hacer con KM.?

—Russell y Whitehead desmenuzaron todos los conceptos matemáticos en cosas brutalmente simples como los conjuntos. De ahí llegaron los enteros y demás.

—Pero ¿cómo puedes descomponer algo como pi en un conjunto?

—No puedes —dijo Alan—, pero puedes expresarlo en una larga cadena de dígitos. Tres coma uno cuatro uno cinco nueve, y demás.

—Y los dígitos son enteros —dijo Rudy.

—¡Pero no es justo! ¡Pi en sí mismo no es un entero!

—Pero puedes calcular los dígitos de pi, uno cada vez, usando ciertas fórmulas. ¡Y la formula se puede escribir! —Alan lo hizo en el suelo:

00002.jpg

—He empleado la serie de Leibniz para aplacar a nuestro amigo. ¿Ves, Lawrence? Una cadena de símbolos.

—Vale. Veo la cadena de símbolos —dijo Lawrence renuente.

—¿Podemos seguir? Hace unos años, Gódel dijo: «¡Veamos! Si aceptas lo de que la matemática es sólo cadenas de símbolos, ¿sabes qué?». Y señaló que cualquier cadena de símbolos, como esta fórmula de aquí, puede traducirse en enteros.

—¿Cómo?

—No es un método complicado, Lawrence… un cifrado simple. Arbitrario. Se puede escribir el número 538 en lugar de esa enorme y fea ∑, y con los demás igual.

—Ahora sí que me parece que estamos muy cerca de la masturbación.

—No, no. ¡Porque a continuación Gódel hizo saltar la trampa! Las fórmulas se pueden aplicar a los números, ¿no?

—Claro. Como 2x.

—Sí. Puedes sustituir x por un número y la fórmula 2x lo doblará. Pero si otra fórmula matemática, como la que tenemos aquí mismo para calcular pi, se puede codificar en un número, puedes hacer que otra fórmula opere sobre ella. ¡Fórmulas operando sobre fórmulas!

—¿Eso es todo?

—No. A continuación demostró, por medio de un argumento muy simple, que si las fórmulas se pueden referir a sí mismas, es posible escribir una que diga «esta afirmación no puede demostrarse». Lo que fue una tremenda sorpresa para Hilbert y todos los demás, que esperaban el resultado opuesto.

—¿Ya habías mencionado a ese Hilbert?

—No, lo acabo de introducir en la discusión, Lawrence.

—¿Quién es?

—Un hombre que hace preguntas difíciles. En una ocasión hizo toda una lista entera. Gódel contestó a una de ellas.

—Y Türing respondió a otra —dijo Rudy.

—Quién es ese?

—Soy yo —dijo Alan—. Pero Rudy bromea. «Turing» no lleva diéresis.

—Essta noche ssí que va a tener diéresis —dijo Rudy mirando a Alan de una forma que, años más tarde, Lawrence comprendería que era pasión.

—Bien, no me tengas en vilo. Qué pregunta respondiste?

—El Entscheidungsproblem —dijo Rudy.

—¿Qué es?

Alan lo explicó.

—Hilbert quería saber si una afirmación dada podía, en principio, demostrarse verdadera o falsa.

—Pero después de Gódel, la cosa cambió —comentó Rudy.

—Es cierto… después de Gódel se convirtió en «¿Podemos determinar si una afirmación dada es demostrable o no?». En otras palabras, ¿hay algún tipo de proceso mecánico que podamos usar para separar las afirmaciones demostrables de las indemostrables?

—Se supone que «proceso mecánico» es una metáfora. Alan…

—¡Oh, cállate, Rudy! Lawrence y yo nos sentimos bien cómodos con las máquinas.

—Lo comprendo —dijo Lawrence.

—¿Qué quieres decir con que lo comprendes? —preguntó Alan.

—Tú máquina… no la calculadora de la función zeta, sino la otra. Esa que dices que vas a construir…

—Sse la llama Máquina Universal de Turing —dijo Rudy.

—El propósito de ese dispositivo sería distinguir lo que se puede probar de lo que no se puede probar, ¿no?

—Por eso se me ocurrió el concepto básico —dijo Alan—. Por tanto, la pregunta de Hilbert ha quedado contestada. Ahora sólo quiero construir una máquina que pueda derrotar a Rudy al ajedrez.

—¡Todavía no le has revelado la respuesta al pobre Lawrense! —protestó Rudy.

—Lawrence puede descubrirla por sí mismo —les respondió Alan—. Así tendrá algo que hacer.

Pronto quedó claro lo que Alan había pretendido decir: «así tendrá algo que hacer mientras nosotros follamos». Lawrence se metió una libreta de notas en los pantalones y recorrió en la bicicleta el centenar de yardas hasta la torre de vigilancia de incendios, subió los escalones hasta la plataforma que había en lo alto y se sentó, de espaldas al sol de la tarde, con el libro sobre las rodillas para que le diese la luz.

No podía concentrarse y al final se distrajo por una falsa salida del sol que iluminó las nubes del noroeste. Al principio pensó que algunas nubes bajas reflejaban en su dirección la luz de la puesta de sol, pero se trataba de una luz demasiado concentrada y parpadeante para ser eso. A continuación se le ocurrió que podía ser un rayo. Pero la luz no era lo suficientemente azulada. Fluctuaba muchísimo, modulada (era de suponer) por los asombrosos y grandes sucesos que se ocultaban tras el horizonte. A medida que el sol se ocultaba al otro lado del mundo, la luz en el horizonte de New Jersey se convirtió en un resplandor continuo y apacible del color de una linterna cuando iluminas con ella la palma de tu mano bajo las sábanas.

Lawrence descendió, fue hasta la bicicleta y marchó hacia los Pine Barrens. No tardó mucho en llegar a una carretera que iba más o menos en dirección hacia la luz. La mayor parte del tiempo no podía ver nada, ni siquiera la carretera, pero después de un par de horas el resplandor que se reflejaba en la capa de nubes bajas iluminó las piedras planas de la carretera, y convirtió los sinuosos riachuelos de los Barrens en brillantes hendiduras.

La carretera comenzaba a desviarse en dirección opuesta, así que Lawrence atajó directamente por medio del bosque, ya que ahora estaba muy cerca y la luz del cielo era lo bastante fuerte como para que pudiese verla a través del escasamente poblado tapiz de pinos maltrechos, troncos negros que parecían haber sido pasto del fuego, aunque no era así. El terreno se había convertido en arena, pero estaba húmeda y compacta, y la bicicleta tenía neumáticos gruesos que rodaban bastante bien sobre esa superficie. Llegado a un punto tuvo que detenerse y alzar la bicicleta sobre una valla alambrada. A continuación salió de entre los troncos a una extensión perfectamente llana de arena blanca, salpicada de penachos de hierba de playa y al momento quedó deslumbrado por una barrera baja de llamas silenciosas y estables que atravesaba parte del horizonte, aproximadamente del ancho de la luna llena del equinoccio de otoño cuando se hunde en el mar. La intensidad de su brillo hacía difícil que pudiese ver ninguna otra cosa. Lawrence seguía pedaleando, tropezando con las pequeñas zanjas y riachuelos que serpenteaban por el llano. Aprendió a no mirar directamente las llamas. En cualquier caso, mirar hacia ambos lados era más interesante: la meseta estaba delimitada a intervalos amplios por los edificios más grandes que había visto nunca, estructuras de caja de galletas construidas por faraones, y en las plazas de una milla de ancho que había entre ellos, gnómones de acero triangulado se asentaban sobre bases amplias: los esqueletos internos de pirámides. El mayor de ellos perforaba el centro de una línea férrea perfectamente circular de varios centenares de pies de diámetro: dos curvas plateadas marcadas sobre el monótono suelo, interrumpidas en el punto donde la sombra de la torre, un reloj de sol parado, marcaba el tiempo. Se acercó a un edificio más pequeño que el resto, con tanques de forma ovalada junto a él. Salían murmullos de vapor desde las válvulas que estaban en la parte superior de los tanques, pero en lugar de elevarse en el aire goteaba por los laterales, golpeaba el suelo y se extendía, recubriendo la hierba con un manto plateado.

Mil marinos de blanco formaban un anillo en torno a las llamas. Uno de ellos alzó la mano y le hizo una señal para que se detuviera. Lawrence se paró junto al marino y puso un pie en la arena para estabilizarse. Ambos se contemplaron mutuamente durante unos segundos y a continuación, Lawrence, al que no se le ocurría nada más, dijo:

—Yo también estoy en la Marina.

Entonces el marino pareció tomar una decisión respecto a algo. Saludó a Lawrence y le indicó que se dirigiera a un pequeño edificio apartado del fuego.

El edificio parecía tan sólo un muro brillante a la luz del fuego, pero cada cierto tiempo una salva de luz azul magnesio hacía que los marcos de las ventanas resaltasen en la oscuridad, un relámpago rectangular que se repetía muchas veces a lo largo de la noche. Lawrence comenzó a pedalear de nuevo y avanzó hasta superar el edificio: una bandada de periodistas en alerta daba vueltas punteando sobre finos cuadernos con imponentes lápices marca Ticonderoga, fotógrafos moviéndose como cangrejos haciendo girar sus enormes margaritas cromadas, filas retorcidas de gente durmiendo con mantas sobre sus cabezas, un hombre sudoroso con el pelo engominado trazando nombres con diéresis sobre una pizarra. Finalmente, al dar la vuelta al edificio, percibió el olor a combustible caliente, sintió el calor de las llamas en el rostro y vio arena cristalizada curvada sobre sí misma y desecada.

Contempló el globo del mundo, no el globo recubierto de continentes y océanos sino tan sólo su esqueleto: un puñado de meridianos, curvándose hacia atrás para encerrar una bóveda interior de llamas color naranja. Contra la luz del aceite ardiendo esas longitudes se veían finas y retorcidas, como los trazos de tinta de un dibujante. Pero al acercarse las vio convertirse en inteligentes composiciones de anillos y travesaños, huecos como los huesos de un pájaro. Al alejarse del polo antes o después empezaban a desviarse, a torcerse o simplemente se rompían y colgaban entre el fuego, oscilando como tallos secos. La perfecta geometría también se veía manchada, aquí y allá, por redes de cable y arneses de tendido eléctrico. Lawrence estuvo a punto de pisar una botella de vino rota y decidió que sería mejor caminar, para preservar los neumáticos de la bicicleta, así que apoyó la bici en el suelo, con la rueda delantera tapando un jarrón de aluminio al que parecían haber hecho girar en un torno, con unas cuantas rosas carbonizadas colgando de él. Varios marinos habían juntado sus manos para formar una especie de trono y transportaban un trozo de carbón con forma humana, cubierto con una manta de asbesto inmaculado. Mientras caminaban, las puntas de sus zapatos tropezaban en las extensas marañas ramificadas de sogas, cuerdas de piano, cables y alambres, creativos movimientos furtivos sobre la hierba y la arena, docenas de yardas en cada dirección. Lawrence comenzó a pisar cuidadosamente, un pie delante del otro, intentando estimar la enormidad de lo que estaba viendo. Una vaina en forma de cohete estaba clavada torcida en la arena, sosteniendo un paraguas de hélices dobladas. Los travesaños y pasarelas de duraluminio se extendían sobre él a lo largo de millas. Había una maleta abierta, mostrando un par de zapatos de mujer como si se tratase del escaparate de una tienda del centro, y un menú que se había carbonizado hasta convertirse en un óvalo blanco, y a continuación varias láminas de pared arrugadas, como si una habitación completa se hubiese caído del cielo. Estaban decoradas, una con un mapa gigante del mundo, enormes círculos formando un arco desde Berlín hasta ciudades aquí y allá, y otra con una fotografía de un alemán gordo y famoso vestido de uniforme, sonriendo sobre una plataforma llena de flores, con el enorme horizonte de un zeppelín nuevo a su espalda.

Pasado un rato dejó de ver cosas nuevas. Se subió a la bicicleta y regresó a través de los Pine Barrens. Se perdió en la oscuridad y no encontró el camino de vuelta a la torre de vigilancia de incendios hasta el amanecer. Pero no le importó perderse porque mientras pedaleaba en la oscuridad estuvo pensando en la máquina de Turing. Finalmente llegó a la orilla del estanque donde habían acampado. La luz del amanecer brillando sobre el platillo de agua rojiza y tranquila hacía que pareciese una piscina de sangre. Alan Mathison Turing y Rudolf von Hacklheber estaban tendidos uno junto a otro, como cucharillas sobre la orilla, todavía algo manchados por el baño del día anterior. Lawrence encendió una pequeña hoguera, preparó té y finalmente se despertaron.

—¿Resolviste el problema —le preguntó Alan.

—Bueno, puedes convertir esa máquina universal de Turing tuya en cualquier otra máquina cambiando los ajustes…

—¿Ajustes?

—Perdona, Alan, me imagino tu M.U.T. como si fuese una especie de órgano.

—Oh.

—Una vez que hayas hecho eso, en cualquier caso, puedes hacer cualquier cálculo que desees, si la cinta es lo bastante larga. Pero caray. Alan, hacer una cinta que sea lo bastante larga, y sobre la que puedas escribir símbolos y borrarlos va a ser bastante complicado… el tambor de condensadores de Atanasoff sólo funcionaría hasta un cierto tamaño… tendrías que…

—Te estás desviando —dijo Alan con amabilidad.

—Sí, está bien, bueno… si tuvieses una máquina como esa, entonces cualquier ajuste dado podría representarse por un número… una serie de símbolos. Y la cinta que introducirías para comenzar los cálculos contendría otra serie de símbolos. Así que volvemos a empezar con la prueba de Gódel… Si cualquier posible combinación de máquina y datos pueden representarse como una serie de símbolos, entonces puedes colocar todas las series posibles de números en una gran tabla, y entonces se convierte en un argumento del estilo de la diagonal de Cantor, y la respuesta es que deben existir algunos números que no pueden ser computados.

—¿Y el Entscheidungsproblem? —le recordó Rudy.

—Probar o refutar una fórmula, una vez que has cifrado la fórmula en números, quiero decir, es simplemente un cálculo sobre ese número. Por lo tanto eso significa que la respuesta a la pregunta es ¡no! ¡Ciertas fórmulas no pueden probarse o refutarse por ningún proceso mecánico! ¡Así que supongo que ser humano tiene algún sentido después de todo!

Alan parecía satisfecho hasta que Lawrence hizo este último comentario, y entonces su expresión se derrumbó.

—Eso es una suposición injustificada.

—¡No le escuches, Lawrense! —dijo Rudy—. Va a decirte que nuestros cerebros son máquinas de Turing.

—Gracias, Rudy —dijo Alan pacientemente. Lawrence, yo planteo que nuestros cerebros son máquinas de Turing.

—¡Pero has demostrado que existe un montón de fórmulas que una máquina de Turing no puede procesar!

—Y tú también lo has demostrado, Lawrence.

—¿Pero no crees que podemos hacer algunas cosas que una máquina de Turing no podría.

—Gódel está de acuerdo contigo, Lawrence —intervino Rudy—, y también Hardy.

—Dame un ejemplo —dijo Alan.

—De una función no computable que un humano puede hacer y una máquina de Turing no?

—Sí. Y no me cuentes ninguna tontería sentimental sobre creatividad. Yo creo que una máquina universal de Turing podría mostrar comportamientos que interpretaríamos como creativos.

—Bueno, entonces no sé… Intentaré mantenerme alerta sobre ese tipo de cosas en el futuro.

Pero después, mientras pedaleaban de vuelta a Princeton, dijo:

—¿Y qué hay de los sueños?

—¿Cómo esos ángeles de Virginia?

—Supongo.

—Se trata simplemente de ruido en las neuronas, Lawrence.

—También soñé ayer por la noche que había un zeppelín ardiendo.

Al poco tiempo, Alan obtuvo su doctorado y volvió a Inglaterra. Le escribió un par de cartas a Lawrence. La última señalaba, simplemente, que no podría escribirle más cartas con «sustancia» y que Lawrence no debía tomárselo como algo personal. Este comprendió de inmediato que la sociedad de Alan le había puesto a trabajar en algo útil, probablemente resolviendo cómo evitar que se los comiese vivos uno de sus vecinos. Lawrence se preguntó qué uso le encontraría a él América. Regresó a la Escuela Universitaria Estatal Iowa, se planteó cambiar su especialidad a matemáticas pero no lo hizo. Todos aquellos a los que consultó coincidían en que las matemáticas, al igual que la restauración de órganos, estaban bien, pero que uno necesitaba algo con lo que llevar pan a la mesa. Se quedó en ingeniería y fue obteniendo peores y peores resultados hasta mediados de su último año, cuando la universidad le sugirió que comenzase una línea provechosa de trabajo, como arreglar tejados. Salió directamente de la universidad a los brazos expectantes de la Marina.

Le hicieron una prueba de inteligencia. La primera pregunta de la parte de matemáticas tenía que ver con botes en un río: Port Smith está a cien millas corriente arriba de Port Jones. El río fluye a cinco millas por hora. El bote surca el agua a diez millas por hora. ¿Cuánto tiempo lleva ir desde Port Smith hasta Port Jones? ¿Cuánto tiempo lleva regresar?

Lawrence vio inmediatamente que se trataba de una pregunta con trampa. Tendrías que ser un idiota para hacer la fácil suposición de que la corriente añadiría o sustraería cinco millas por hora a la velocidad del bote. Claramente, cinco millas por hora no era nada más que la velocidad media. La corriente sería más rápida en el medio del río y más lenta en los laterales. Se podrían esperar variaciones más complicadas en las curvas del río. Básicamente, era una cuestión de hidrodinámica que podría abordarse utilizando ciertos sistemas de ecuaciones diferenciales muy conocidos. Lawrence se sumergió en el problema cubriendo rápidamente (o eso le pareció) ambos lados de diez hojas de papel con sus cálculos. A medio camino se dio cuenta de que una de sus suposiciones, en combinación con las ecuaciones Navier-Stokes simplificadas, le había conducido a la exploración de una familia particularmente interesante de ecuaciones diferenciales parciales. Antes de darse cuenta había demostrado un nuevo teorema. Si eso no demostraba su inteligencia, ¿qué lo haría?

Entonces sonó el timbre y se recogieron los exámenes. Lawrence se las arregló para quedarse con su hoja borrador. Se la llevó de vuelta a su dormitorio, la reescribió y se la envió por correo a uno de los profesores de matemáticas más accesibles de Princeton, quien enseguida consiguió que fuese publicada en una revista de matemáticas de París.

Lawrence recibió dos ejemplares gratis y recién impresos de la revista unos cuantos meses más tarde, en San Diego, California, durante la entrega del correo a bordo de un gran barco llamado U.S.S. Nevada. El barco tenía una banda, y la Marina le había asignado a Lawrence el puesto de xilofonista, ya que su examen había demostrado que no era lo bastante inteligente para hacer alguna otra cosa.

El saco con el correo que llevaba la contribución de Lawrence a la literatura de las matemáticas llegó justo a tiempo. El barco de Lawrence, y unos cuantos de sus hermanos, habían tenido hasta ese momento su base en California. Pero justo entonces, todos fueron transferidos a un lugar llamado Pearl Harbor, Hawai, para enseñarles a los nipones quién era el jefe.

Lawrence nunca había sabido realmente qué quería hacer con su vida, pero enseguida decidió que ser un xilofonista en un barco de guerra en Hawai en tiempos de paz estaba a mucha distancia de ser la peor vida que uno podría tener. La parte más dura del trabajo era tener que sentarse o desfilar en ocasiones en condiciones muy calurosas, y soportar ocasionales notas falsas por parte de otros miembros de la banda. Tenía abundante tiempo libre, que pasaba trabajando en una serie de nuevos teoremas en el campo de la teoría de la información. El campo había sido inventado y abarcado en su mayor parte por su amigo Alan, pero había mucho trabajo de detalle por hacer. Él, Alan y Rudy habían bosquejado un plan general de lo que era necesario probar o refutar. Lawrence abordó la lista. Se preguntaba qué estarían haciendo Alan y Rudy en Inglaterra y Alemania, pero no podía escribirles y descubrirlo, así que guardó su trabajo para sí. Cuando no estaba tocando el xilófono o resolviendo teoremas había bares y bailes a los que acudir. Waterhouse llevó a cabo algunas labores de pene por su cuenta, pilló una enfermedad venérea, se curó[1] y compró condones. Todos los marinos hacían lo mismo. Eran como niños de tres años que se clavan lápices en las orejas, descubren que duele y dejan de hacerlo. El primer año de Lawrence pasó casi instantáneamente. El tiempo se desvaneció sin más. Ningún lugar podía ser más soleado y relajante que Hawai.