CALIFORNIA

PARECE QUE AHORA la mitad de las personas que trabajan en el Aeropuerto Internacional de San Francisco son filipinos, lo que ciertamente ayuda a reducir el impacto de la reentrada. A Randy le eligen, como siempre, para un examen exhaustivo de su equipaje por parte de los agentes de aduanas exclusivamente anglosajones. Parece que a las autoridades norteamericanas les irritan los hombres solos que viajan prácticamente sin equipaje. No es tanto que crean que eres un traficante de drogas sino que encajas, de la forma más esquemática posible, en el perfil del traficante de drogas más patológicamente optimista que pueda concebirse, y por tanto les fuerzas a investigarte. Irritados porque les hayas obligado de esa forma, quieren darte una lección: ¡la próxima vez viaja con mujer y cuatro hijos, o facturas algunas maletas enormes, o algo similar, tío! ¿Qué coño estabas pensando? No importa que Randy venga de un sitio donde el aeropuerto está cubierto de tantas señales de MUERTE A LOS TRAFICANTES DE DROGAS como aquí de CUIDADO: SUELO HÚMEDO.

El momento más kafkiano se produce, como siempre, cuando la agente de aduanas le pregunta qué hace para ganarse la vida, y tiene que inventar una respuesta que no suene como la improvisación frenética de un camello con el vientre lleno de condones ominosamente hinchados por la heroína.

—Trabajo para una compañía privada de telecomunicaciones. —Parece ser inocuo.

—Oh, ¿cómo una compañía de teléfonos? —responde la agente, como si no se lo creyese.

—Realmente no nos podemos meter en el mercado telefónico —dice Randy—, así que ofrecemos otros servicios de comunicación. En su mayoría datos.

—Por tanto, ¿debe viajar mucho de un sitio a otro? —pregunta la agente, repasando los coloridos sellos del pasaporte de Randy. La agente establece contacto visual con el agente de mayor graduación, que se acerca a ellos. Ahora Randy siente que empieza a ponerse nervioso, exactamente como le pasaría a un camello, y lucha contra el impulso de secarse las palmas húmedas contra los pantalones, lo que probablemente le conseguiría un viaje a través del túnel magnético de un escaner TAC, una dosis triple de laxante con sabor a metal y varias horas de esfuerzo sobre un cubo de pruebas de acero inoxidable.

—Sí, así es —dice Randy.

El agente de aduanas superior, que intenta ser discreto e informal de tal forma que Randy debe contener un ataque agudo y afligido de risa, comienza a ojear una revista malísima sobre la industria de la comunicación que Randy metió en la cartera al salir de Manila. La palabra INTERNET aparece en la portada al menos cinco veces. Randy mira directamente a los ojos de la agente de aduanas y dice: —Internet.

El rostro de la mujer se ilumina con una comprensión ficticia, y sus ojos amenazan con salirse de sus cuencas. El jefe, todavía profundamente inmerso en un artículo sobre la nueva generación de routers de alta velocidad, echa fuera el labio inferior y asiente, como cualquier otro norteamericano de los noventa que tiene la intuición de que saber de esas cosas es ahora tan intrínsecamente masculino como lo era cambiar ruedas pinchadas para Papá.

—He oído que es un negocio muy excitante —dice la mujer con un tono de voz completamente diferente, y comienza a reunir las pertenencias de Randy en una enorme pila para que pueda guardarlas de nuevo. De pronto se ha roto el maleficio, Randy vuelve a ser un miembro de pleno derecho de la sociedad norteamericana, habiendo superado con alegría el proceso de sufrir un registro ritual por parte del gobierno. Siente el fuerte impulso de dirigirse de inmediato a la armería más cercana y gastarse diez mil dólares. No es que quiera hacerle daño a nadie, es que ahora cualquier autoridad gubernamental le da pánico. Probablemente se ha relacionado demasiado con el ridículamente armado Tom Howard. Primero una hostilidad hacia la selva tropical, ahora el deseo de poseer armas automáticas; ¿dónde acabará todo eso? Avi le está esperando, una figura alta y pálida de pie junto a la cinta de terciopelo rodeada de un centenar de filipinas frenéticas, que portan gladiolos como si fuesen lanzas medievales. Avi tiene las manos metidas en los bolsillos de un abrigo que barre el suelo, y mantiene la cabeza en la dirección de Randy pero parece que se concentra en un punto a medio camino entre ellos, frunciendo el ceño como si fuese un búho. Era el mismo gesto que adoptaba la abuela de Randy cuando intentaba desenredar un trozo de cuerda sacado del cajón de los trastos. Avi la adopta cuando está haciendo básicamente lo mismo con alguna información nueva y compleja. Debe de haber leído el mensaje de correo electrónico de Randy sobre el oro. Ahora se le ocurre que ha perdido una gran oportunidad de gastarle una broma: podría haber cargado la bolsa con un par de lingotes de plomo y luego pasársela a Avi para dejarlo completamente anonadado. Demasiado tarde. Avi gira sobre el eje vertical cuando Randy se le acerca y luego se pone a andar igualando el paso de Randy. Hay una especie de protocolo inarticulado que dicta cuándo Randy y Avi se darán la mano, cuándo se abrazarán, y cuándo actuarán como si no hubiesen estado separados más que unos minutos. Un intercambio reciente de correos parece constituir una reunión virtual que obvia la necesidad de darse la mano o de abrazarse.

—Tenías razón con respecto a los diálogos malos —es lo primero que dice Avi—. Pasas demasiado tiempo con Shaftoe, viendo las cosas según su punto de vista. No se trataba de enviarte un mensaje, al menos no como lo interpreta Shaftoe.

—Entonces, ¿cómo lo interpretas?

—¿Qué te parecería establecer una nueva moneda? —pregunta Avi.

Con frecuencia, Randy oye fragmentos de conversaciones de negocios de la gente que pasea por los aeropuertos, y siempre van de cómo salió esa presentación tan importante, o quién está en la lista para reemplazar al jefe de administración, o similar. Se enorgullece de encontrarse en lo que cree un plano superior, o al menos discutir temas más extraños en sus intercambios con Avi. Caminan juntos por el arco del anillo interior del Aeropuerto de San Francisco. Un hálito de salsa de soja y jengibre salta de uno de los restaurantes y nubla la mente de Randy, haciendo que no esté seguro, por un momento, de en qué hemisferio se encuentra.

—Vaya, no es algo en lo que haya pensado mucho —dice—. ¿Es a lo que nos dedicamos ahora? ¿Vamos a establecer una nueva moneda?

—Bien, es evidente que alguien debe crear una que no sea una mierda —dice Avi.

—¿Estamos realizando un ejercicio para mantener la cara seria? —pregunta Randy.

—¿Nunca lees los periódicos? —Avi agarra a Randy por el hombro y lo arrastra hasta un puesto de prensa. Varios periódicos presentan en primera página informaciones sobre la caída de las monedas del sureste asiático, aunque tampoco es que sea noticia.

—Sé que las fluctuaciones monetarias son importantes para Epiphyte —dice Randy—. Pero por dios, es tan tedioso que me gustaría salir corriendo.

—Bien, no es tedioso para ella —dice Avi, sacando tres periódicos diferentes que han decidido imprimir la misma fotografía de agencia: una encantadora niñita tailandesa haciendo una cola de una milla de largo frente a un banco mientras sostiene un único billete de dólar norteamericano.

—Sé que para algunos de nuestros clientes es muy importante —dice Randy—. Simplemente no pensaba que fuese una oportunidad empresarial.

—No, piénsalo —dice Avi. Cuenta algunos dólares de los suyos para pagar los periódicos, luego vira hacia la salida. Penetran en un túnel que lleva hasta los aparcamientos—. El sultán opina que…

—¿Has estado pasando el tiempo con el sultán?

—Principalmente con Pragasu. ¿Vas a dejarme terminar? Decidimos establecer la Cripta, ¿no?

—Sí.

—¿Qué es la Cripta? ¿Recuerdas su función original?

—Almacenamiento de datos seguro, anónimo y sin regular. Un refugio de datos.

—Sí. Un pequeño cubo de agua. Y se nos ocurrieron muchas aplicaciones.

—Chico, vaya si lo hicimos —dice Randy, recordando las largas noches alrededor de mesas de cocina y en habitaciones de hotel, escribiendo versiones del plan de negocios que ahora son tan antiguas y están tan perdidas como los hológrafos de los Cuatro Evangelios.

—Una idea era la banca electrónica. Demonios, incluso predijimos que podría ser una de las aplicaciones más importantes. Pero cuando un plan de negocios entra en contacto con el mercado real, el mundo real, de pronto muchas cosas quedan claras. Puede que hayas pensando en media docena de mercados potenciales para tu producto, pero tan pronto como abres las puertas, uno de ellos salta del grupo y se vuelve tan importante en un instante que el buen sentido empresarial te dicta que abandones los demás y concentres todos tus esfuerzos.

—Y eso es lo que ha sucedido con la banca electrónica —dice Randy.

—Sí. Durante nuestras reuniones en el palacio del sultán —dice Avi—. Antes de esas reuniones, supusimos… bien, ya sabes lo que supusimos. Lo que sucedió de verdad es que la sala estaba llena de tipos que sólo estaban interesados en la banca electrónica. Esa fue nuestra primera pista. Luego, ¡esto! —Levanta los periódicos y golpea a la niña del dólar con el revés de la mano—. Bien, ahora nos dedicamos a ese negocio.

—Somos banqueros —dice Randy. Tendrá que repetírselo a sí mismo durante una temporada hasta que llegue a creérselo, como «Luchamos con todas nuestras fuerzas por defender las metas del vigésimo tercer congreso del partido».

Somos banqueros. Somos banqueros.

—Antes los bancos emitían su propia moneda. En el Smithsonian pueden verse esos viejos billetes. «Primer Banco Nacional de South Bumfuck entregará diez entrañas de cerdo al portador», o similar. Eso tuvo que dejar de hacerse porque el comercio se volvió no local… era preciso que pudieses llevarte tu dinero contigo cuando ibas al oeste, o adónde fuese.

—Pero si estamos conectados, el mundo entero es local —dice Randy.

—Sí. Así que sólo precisamos algo para respaldar la moneda. El oro estaría bien.

—¿Oro? ¿Estás de broma? ¿No está pasado de moda?

—Así era, hasta que todas esas monedas sin respaldo del sureste asiático se fueron por el desagüe.

—Avi, para ser sincero, sigo bastante confundido. Parece que das vueltas para decirme que ese viajecito mío para ver el oro en la selva no ha sido una coincidencia. Pero ¿cómo podemos usar ese oro para respaldar nuestra moneda?

Avi se encoge de hombros como si fuese un detalle tan simple que ni siquiera se hubiese molestado en pensar en él.

—No es más que cuestión de llegar a un acuerdo.

—Oh, dios.

—Las personas que te enviaron el mensaje quieren hacer negocios con nosotros. Tu viaje a ver el oro ha sido una comprobación de crédito.

Recorren el túnel hacia el aparcamiento, atrapados tras los miembros de un clan extendido de asiáticos del sureste ataviados con peinados elaborados. Quizá todo el pool genético remanente de algún grupo minoritario de las montañas ya casi extinto. Sus pertenencias viajan en gigantescas cajas envueltas en cordón sintético de color rosa intenso que se balancean en lo alto de los carritos de equipaje.

—Una comprobación de crédito. —Randy odia cuando se queda tan atrás en una conversación con Avi que lo único que puede hacer es repetir frases sin convicción.

—¿Recuerdas que cuando tú y Charlene comprasteis esa casa el banco tuvo que mirarla primero?

—La compré al contado y en efectivo.

—Vale, vale, pero en general, antes de que un banco extienda la hipoteca de una casa, la inspecciona. No necesariamente con mucho detalle. Simplemente uno de los ejecutivos del banco pasa por allí para verificar que efectivamente existe y que está donde los documentos dicen, y demás.

—Bien, ¿así que eso fue mi viaje a la selva?

—Sí. Algunos de los, eh, participantes potenciales del proyecto querían dejar claro que, efectivamente, poseían el oro.

—Con sinceridad, debo preguntarme qué significa «posesión» en este caso.

—Yo también —dice Avi—. Lo he estado reflexionando. —De ahí, piensa Randy, el aspecto cansado que ofrecía en el aeropuerto.

—Simplemente pensé que querían venderlo —dice Randy.

—¿Por qué? ¿Por qué iban a venderlo?

—Para convertirlo en dinero líquido. De forma que puedan comprar tierras. O cinco mil pares de zapatos. O lo que sea.

Avi estruja la cara, decepcionado.

—Oh, Randy, no es digno de ti, aludir a los Marco. El oro que viste era calderilla comparado con lo que extrajo Ferdinand Marcos. La gente que planeó tu viaje a la selva son satélites de satélites de él.

—Bien. Considera esto una petición de ayuda —dice Randy—. Parece que estamos intercambiando palabras, pero cada vez comprendo menos.

Avi abre la boca para responder, pero en ese momento los animistas disparan la alarma de su coche. Incapaces de interrumpirla, forman un círculo alrededor del coche y se sonríen los unos a los otros. Avi y Randy ganan velocidad y se adelantan.

Avi se detiene como en un frenazo y se endereza.

—Hablando de no entender —dice—, tienes que comunicarte con esa chica. Amy Shaftoe.

—¿Ha estado comunicándose contigo?

—Durante una conversación telefónica de veinte minutos, ha formado una relación profunda y eterna con Kia —dice Avi.

—Eso me lo creo sin vacilación.

—Ni siquiera es como si hubiesen llegado a conocerse. Es como si se hubiesen conocido en una vida anterior y se reencontrasen.

—Sí. ¿Y?

—Kia considera que ahora es parte de su deber y honor presentar un frente unido con America Shaftoe.

—Ahora empiezo a entender —dice Randy.

—Actuando como una especie de agente emocional o abogado de Amy, Kia me ha dejado claro que nosotros, Epiphyte Corporation, le debemos a Amy toda nuestra atención y preocupación.

—¿Y qué quiere Amy?

—Esa fue mi pregunta —dice Avi—, y se me hizo sentir muy mal por atreverme a plantearla. Lo que sea que nosotros, tú, debes a Amy es algo tan evidente que el simple hecho de manifestar la necesidad de expresarlo en palabras es… simplemente… terriblemente…

—Mezquino. Insensible.

—Grosero. Brutal.

—Un ejercicio bastante claro e infantil en la forma más rastrera de, de…

—De evadir la responsabilidad personal por los propios y terribles errores.

—Supongo que los ojos de Kia estaban en blanco. El labio doblado.

—Tomó aliento como para dejarme bien claro lo que pensaba, pero luego se lo pensó mejor.

—No porque seas su jefe. Sino simplemente porque nunca llegarías a comprenderlo.

—No es más que uno de esos males que cualquier mujer que haya vivido un poco debe aceptar y tragar.

—Las que conocen la injusta realidad. Sí —dice Randy.

—Eso.

—Vale, puedes decirle a Kia que las necesidades y exigencias de su cliente han sido debidamente comunicadas a la parte culpable…

—¿Así ha sido?

—Dile que el hecho de que su cliente tiene necesidades y exigencias se le ha insinuado con todo su peso y que ahora se entiende que me toca mover ficha a mí.

—¿Y que podemos instalarnos en una especie de distensión mientras se prepara la respuesta?

—Claro. Kia puede volver a sus funciones normales por el momento.

—Gracias, Randy.

El Range Rover de Avi está aparcado en la zona más remota del tejado de la rampa de aparcamiento, en el centro de unos veinticinco espacios vacíos que forman una especie de buffer de seguridad. Cuando han atravesado como la mitad del glacis, los faros del vehículo parpadean y Randy oye los chasquidos preparatorios de un sistema de sonido que está acumulando energía.

—El Range Rover nos ha detectado en su radar Doppler —dice Avi a la ligera.

El Range Rover habla con una ominosa voz similar a la del mago de Oz con el nivel de decibelios de la zarza ardiente.

—¡Cerbero les está siguiendo! ¡Por favor, alteren de inmediato su curso!

—No puedo creer que hayas comprado uno de esos —dice Randy.

—¡Se han detenido en el perímetro defensivo de Cerbero! Retrocedan. Retrocedan —dice el Range Rover—. Hay un destacamento armado en alerta.

—Es el único sistema de alarma criptográficamente seguro —dice Avi, como si eso explicase algo. Saca las llaves unidas a una pieza negra de policarbonato con las mismas dimensiones y número de botones que un control remoto de televisión. Teclea una larga serie de dígitos y corta la voz justo cuando está proclamando que Randy y Avi están siendo grabados por una cámara de vídeo digital sensible al infrarrojo cercano.

—Normalmente no hace esto —dice Avi—. Lo he puesto en la situación de alerta máxima.

—¿Qué es lo peor que podría pasar? ¿Que alguien te robara el coche y que la compañía de seguros tuviera que comprarte uno nuevo?

—Eso sería lo de menos. Lo peor que podría suceder es tener una bomba en el coche o, aunque eso no sería tan terrible, que alguien pusiese un micro y escuchase todo lo que digo.

Avi lleva a Randy por la falla de San Andrés hasta su casa en Pacifica, que es donde Randy deja el coche cuando está fuera del país. La esposa de Avi, Devorah, está en el médico por un examen prenatal de rutina y los chicos en el colegio o paseando por el vecindario de la mano de las dos duras israelíes expertas en lucha libre que tienen por niñeras. Las niñeras de Avi tienen las almas de veteranos soldados de elite soviéticos contenidas en los cuerpos de núbiles muchachitas de dieciocho años. La casa está por completo dedicada a la crianza de niños. El comedor formal ha sido transformado en un barracón con camastros montados a mano con tableros sin barnizar, el salón está lleno de capazos y mesitas y cada centímetro cuadrado de la moqueta barata ha sido poblado por un par de docenas de escamas brillantes, de diversos colores festivos, que si alguien quisiese eliminar sólo podría hacerlo por medio de una extracción microquirúrgica directa, escama a escama. Avi entrega a Randy un sándwich de pavo boloñés y ketchup sobre pan común Wonderoid. Todavía es demasiado temprano en Manila para que Randy llame a Amy y arregle lo que haya hecho mal. Debajo de ellos, en la oficina del sótano de Avi, un fax chilla y cruje como un pájaro atrapado en una lata de café. Sobre la mesa está extendido un mapa laminado de la CIA que muestra Sierra Leona, sobresaliendo por aquí y por allá bajo numerosos estratos superpuestos de platos sucios, periódicos, libros de colorear y borradores del plan de negocio de Epiphyte(2).

En algunos puntos del mapa hay Post-it con notas en las que la letra reconocible de Avi cuando usa una pluma de dibujo Rapidograph triple cero hace una latitud y una longitud con muchas cifras significativas, y una especie de resumen de lo sucedido allí: «5 mujeres, 2 hombres, 4 niños, con machetes - fotos:» y un número de serie de la base de datos de Avi.

Randy se sintió algo grogui durante el camino y algo irritable por que fuese de día a una hora tan inapropiada, pero después del sándwich su metabolismo intenta conectar con el espíritu de la situación. Ha aprendido a hacer surf sobre esos misteriosos oleajes endocrino-lógicos.

—Voy a empezar a ponerme en marcha —dice, y se pone en pie.

—Una vez más, tu plan general.

—Primero voy al sur —dice Randy, no queriendo dar, por superstición, el nombre del lugar donde solía vivir—. Espero no estar allí más de un día. Luego el desfase horario me golpeará como una caja fuerte caída del cielo, así que me encerraré en algún sitio y veré baloncesto a través de la V de mis pies quizá durante un día. Luego me dirigiré al norte, al condado de Palouse.

Avi arquea las cejas.

—¿A casa?

—Sí.

—Eh, antes de que me olvide… ¿cuando estés allí podrías buscarme información sobre los Whitman?

—¿Te refieres a los misioneros?

—Sí. Fueron a Palouse a convertir a los indios Cayuse, que eran magníficos jinetes. Tenían las mejores intenciones, pero por accidente les contagiaron las paperas. Otra tribu aniquilada por entero.

—¿Realmente cae dentro de los límites de tu obsesión? ¿Genocidio involuntario?

—Los casos anómalos son muy útiles para ayudarnos a delimitar los límites del estudio.

—Veré qué puedo encontrar sobre los Whitman.

—¿Puedo preguntar —dice Avi— por qué vas allí? ¿Visita familiar?

—Mi abuela va a trasladarse a un centro de cuidados. Sus hijos se reúnen para dividirse el mobiliario y demás, lo que me resulta un poco macabro, pero no es culpa de nadie y debe hacerse.

—¿Y vas a participar?

—Voy a evitarlo en la medida de lo posible, porque probablemente será una carnicería. En años por venir, los miembros de la familia no se hablarán porque no recibieron el aparador Gomer Bolstrood de mamá.

—¿Qué les pasa a los anglosajones con los muebles? ¿Podrías explicármelo?

—Yo voy porque encontramos un trozo de papel, en un maletín que había en un submarino nazi hundido en el pasaje de Palawan en el que se lee: «WATERHOUSE - LAVENDER ROSE

Ahora Avi parece perplejo, lo que a Randy le resulta muy satisfactorio. Se pone en pie y sube al coche, y comienza a conducir en dirección sur por la costa, el camino más hermoso.