PÁGINAS
HA
PASADO mucho tiempo desde que los caballos corrían en las
pistas de Ascot en Brisbane. El terreno es un amasijo color caqui.
La hierba se ha muerto por falta de sol y por los pisotones de los
soldados. El campo ha sido punteado por letrinas y se han montado
tiendas comunes. En tres turnos diarios, los residentes caminan por
la pista, alrededor de los establos silenciosos y vacíos. En la
zona donde los caballos solían estirar las patas, han crecido dos
docenas de cobertizos, como champiñones. Los hombres trabajan en
esos barracones, sentados durante todo el día frente a radios,
máquinas de escribir y archivadores, sin camisa bajo el calor de
enero.
Hace mucho que las putas no toman el sol sobre el gran porche de la casa de la calle Henry, y los caballeros de paso, en su camino de ida o vuelta al hipódromo, observaban sus encantos entre las verjas blancas, se quedaban sin aliento, miraban la cartera, olvidaban sus escrúpulos, se daban la vuelta y subían la escalinata frontal de la casa. Ahora está llena de oficiales masculinos y monstruos matemáticos: la mayor parte australianos en la planta baja, la mayor parte americanos en la planta superior, y algunos británicos afortunados que fueron sacados de Singapur antes de que el general Yamashita, el Tigre de Malaya y conquistador de la ciudad, pudiese capturarlos y sacarles datos cruciales.
Hoy el viejo burdel está patas arriba; todos los que tienen autorización Ultra están en el garaje que se estremece por el sonido de los ventiladores y virtualmente brilla por el calor contenido. En el garaje hay un arcón de metal oxidado, todavía con manchas de fango que ocultan parcialmente los caracteres nipones escritos a un lado. Si un espía nipón hubiese echado un vistazo al baúl durante su recorrido febril desde el puerto al garaje del burdel, lo hubiese reconocido como perteneciente al pelotón de radio de la 20 División, que en estos momentos anda perdido en la selva de Nueva Guinea.
El rumor, gritado por encima del ruido de los ventiladores, es que un excavador —un soldado australiano— lo encontró. Su unidad peinaba el cuartel abandonado de la 20 División en busca de trampas cuando su detector de metales se volvió loco en la ribera del río.
Los libros de códigos están colocados en su interior como lingotes de oro. Están mojados y mohosos, y faltan todas las portadas, pero para los estándares de la guerra, están en perfecto estado. Desnudos hasta la cintura y sudando a mares, los hombres sacan los libros uno a uno, como enfermeras alzando a un recién nacido de la mini cuna, y los llevan hasta grandes mesas donde cortan las encuadernaciones podridas y pelan una a una las páginas húmedas, colgándolas de líneas improvisadas. La fetidez y la humedad de Nueva Guinea saturan la atmósfera a medida que la brisa va haciendo ascender el agua de río atrapada en esas páginas; con el tiempo sale fuera y, a media milla de distancia en la dirección del viento, los peatones arrugan la nariz. Atacan los armarios del burdel —todavía con aroma a perfume francés, polvos, laca para el pelo y semen, pero ahora llenos hasta arriba de material de oficina— en busca de más cuerdas. La red de fibras aumenta, con capas nuevas cruzándose por encima y por debajo de las antiguas, cada pulgada de cuerda reclamada por alguna página húmeda en cuanto se estira. Cada página es una rejilla, una tabla con hiragana, katakana o kanji en uno de los recuadros, un grupo de dígitos o romanji en otro recuadro, y las páginas contienen referencias cruzadas a otras páginas siguiendo un esquema que sólo un criptógrafo disfrutaría.
Llega el fotógrafo, seguido de asistentes cargando con millas de película. Todo lo que sabe es que hay que fotografiar cada página a la perfección. El pestazo a malaria prácticamente lo deja inconsciente en cuanto atraviesa la puerta, pero al recuperarse examina el garaje con la mirada. Todo lo que puede ver, hasta el mismo infinito, son páginas chorreando y rizándose, volviéndose blancas al secarse, destacando claramente sus rejillas de información, como las retículas de otras tantas miras, las mirillas de otros tantos periscopios, atravesando nubes y niebla para enfocarse con claridad en el abdomen de un buque nipón preñado de combustible del norte de Borneo, resoplando de ardiente vapor.