R.I.P.

EL CLAMOR DE LOS RIFLES de los marines resuena en el cementerio, los disparos agudos rebotando de lápida en lápida como bolas en una máquina. Goto Dengo se inclina y mete la mano en un montón de tierra suelta. Es agradable. Coge un puñado; se le escapa por entre los dedos y recorre las perneras de su uniforme del Ejército de Tierra de Estados Unidos recién estrenado, quedando atrapado en la vuelta de los pantalones. Se acerca al borde preciso de la tumba y deja caer la tierra sobre el ataúd oficial que contiene a Bobby Shaftoe. Se persigna, mirando la tapa del ataúd manchada de tierra, y luego, con algo de esfuerzo, vuelve a levantar la cabeza, hacia el mundo iluminado por el sol de las cosas que están vivas. Aparte de algunas hojas de hierba y algunos mosquitos, la primera cosa viva que ve son un par de pies calzados con sandalias fabricadas con viejas ruedas de neumáticos, que dan soporte a un hombre blanco envuelto en un prenda informe de color marrón fabricada con una tela basta y que lleva una enorme capucha en la parte alta. Mirando desde las sombras de la capucha se encuentra la cabeza de aspecto extrañamente sobrenatural (por el hecho de tener un pelo gris y una barba roja) de Enoch Root, un personaje que choca continuamente con Goto Dengo mientras este intenta ejecutar sus obligaciones. Goto Dengo queda atrapado y paralizado por esa mirada salvaje.

Caminan juntos por el cementerio en expansión.

—¿Hay algo que te gustaría decirme? —dice Enoch.

Goto Dengo gira la cabeza para mirar a Root a los ojos.

—Me dijeron que un confesionario era un lugar de secreto perfecto.

—Lo es —dice Enoch.

—Entonces, ¿cómo lo sabes?

—¿Saber qué?

—Creo que tus hermanos de la Iglesia te dijeron algo que no deberías saber.

—Quítate esa idea de la cabeza. No se ha violado el secreto de confesión. No he hablado con el sacerdote que recibió tu primera confesión, y de haberlo hecho no me hubiese dicho nada.

—Entonces, ¿cómo lo sabes? —pregunta Goto Dengo.

—Dispongo de varios métodos para descubrir cosas. Una cosa que sé es que eres un excavador. Un hombre que diseña grandes agujeros en el suelo. Un amigo común, el padre Ferdinand, me lo dijo.

—Sí.

—Los nipones se dieron mucho trabajo para traerte aquí. No lo hubiesen hecho a menos que quisiesen que cavases un agujero muy importante.

—Hay muchas razones para hacerlo.

—Sí —dice Enoch Root—, pero sólo algunas tienen sentido.

Caminan en silencio durante un rato. Los pies de Root golpean el borde del hábito a cada paso.

—Sé otras cosas —continúa—. Al sur de aquí, un hombre llevó diamantes a un sacerdote. El hombre dijo que había atacado a un viajero en la carretera, y que le había quitado una pequeña fortuna en diamantes. La víctima murió por las heridas. El asesino entregó los diamantes a la Iglesia como penitencia.

—¿La víctima era china o filipina? —pregunta Goto Dengo.

Enoch Root le mira fijamente con frialdad.

—¿Un chino lo sabe?

Más paseo. Root iría andando con alegría de un extremo de Luzón al otro si ese fuese el tiempo que le llevase contestar a Goto Dengo.

—También tengo información de Europa —dice Root—. Sé que los alemanes han estado ocultando tesoros. Es de sobras conocido que el general Yamashita está enterrando más oro en las montañas del norte mientras hablamos.

—¿Qué quieres de mí? —pregunta Goto Dengo. No se le humedecen primero los ojos, las lágrimas saltan directamente y le corren por la cara—. Vine a la Iglesia a causa de unas palabras.

—¿Palabras?

—«Este es Jesucristo, que limpia los pecados del mundo» —dice Goto Dengo—. Enoch Root, nadie conoce mejor que yo los pecados del mundo. He nadado en esos pecados, me he ahogado en ellos, he ardido en ellos, he excavado en ellos. Yo era como un hombre nadando por una larga cueva llena de aguas oscuras y heladas. Al levantar la vista, vi una luz, y nadé hacia ella. Sólo deseaba encontrar la superficie, para volver a respirar el aire. Todavía inmerso en los pecados del mundo, al menos puedo respirar. Así estoy ahora.

Root asiente y aguarda.

—Tenía que confesar. Las cosas que vi, las cosas que hice, fueron tan terribles. Tenía que purificarme. Eso es lo que hice, en mi primera confesión. —Goto Dengo lanza un largo y vibrante suspiro—. Fue una confesión muy, muy larga. Pero terminó. Jesús se ha llevado mis pecados, o eso me dijo el sacerdote.

—Muy bien. Me alegro que te fuese de ayuda.

—Ahora, ¿quieres que vuelva a hablar de esas cosas?

—Hay otros —dice Enoch Root. Se detiene, se vuelve e indica con la cabeza. Recortados en lo alto de una elevación, al otro lado de los varios millares de tumbas blancas, hay dos hombres vestidos de civil. Parecen occidentales, pero eso es todo lo que Goto Dengo puede saber a esa distancia.

—¿Quiénes son?

—Hombres que han viajado al infierno y han regresado, como tú. Hombres que saben lo del oro.

—¿Qué quieren?

—Desenterrar el oro.

La náusea rodea a Goto Dengo como una sábana mojada.

—Tendrían que cavar un túnel por entre un millar de cadáveres recientes. Es una tumba.

—El mundo entero es una tumba —dice Enoch Root—. Las tumbas pueden trasladarse, los cadáveres enterrarse de nuevo. De forma decente.

—¿Y luego? ¿Si consiguen el oro?

—El mundo está sangrando. Necesita medicinas y vendas. Cuestan dinero.

—Pero antes de esta guerra, todo ese oro estaba ahí fuera, bajo la luz del sol. En el mundo. Sin embargo, mira lo que sucedió. —Goto Dengo se estremece—. La riqueza almacenada en forma de oro está muerta. Se pudre y apesta. La verdadera riqueza la producen cada día hombres que salen de la cama y van a trabajar. Los niños que estudian sus lecciones, mejorando sus mentes. Dile a esos hombres que si lo que desean es riqueza, entonces deberían regresar conmigo a Nipón después de la guerra. Fundaremos negocios y construiremos edificios.

—Has hablado como un verdadero nipón —dice Enoch con amargura—. Nunca cambiáis.

—Por favor, explícame qué quieres decir.

—¿Qué hay del hombre que no puede salir de la cama y trabajar porque no tiene piernas? ¿Qué hay de la viuda que no tiene esposo ni hijos que la mantengan? ¿Qué hay de los niños que no pueden mejorar sus mentes porque carecen de libros y de escuelas?

—Podrás bañarlos en oro —dice Goto Dengo—. Pero pronto se agotará.

—Sí. Pero en parte se convertirá en libros y vendas.

Goto Dengo no tiene respuesta para esto último. No es tanto que carezca de inteligencia como que está triste y cansado.

—¿Qué quieres? ¿Crees que debería entregar el oro a la Iglesia?

Enoch Root parece ligeramente sorprendido, como si la idea no se le hubiese ocurrido.

—Supongo que podría ser peor. La Iglesia tiene dos mil años de experiencia en emplear sus recursos para ayudar a los pobres. No siempre ha sido perfecta. Pero ha construido su parte de escuelas y hospitales.

Goto Dengo mueve la cabeza.

—Sólo llevo en tu Iglesia unas pocas semanas y ya tengo mis dudas. Para mí ha sido bueno. Pero entregar tanto oro… no creo que sea una buena idea.

—No me mires a mí si esperas que defienda las imperfecciones de la Iglesia —dice Enoch Root—. Me han echado del sacerdocio.

—Entonces, ¿qué debo hacer?

—Quizás entregárselo a la Iglesia con ciertas condiciones.

—¿Qué?

—Si así lo decides, puedes estipular que sólo se emplee para educar a los niños.

Goto Dengo dice:

—Hombres con educación crearon este cementerio.

—Entonces elige alguna otra condición.

—Mi condición es que si ese oro sale alguna vez a la superficie, debe usarse para que no volvamos a tener guerras como esta.

—¿Y cómo podríamos conseguir tal cosa, Goto Dengo?

Goto Dengo suspira.

—¡Pones un gran peso sobre mis hombros!

—No. No puse ese peso sobre tus hombros. Siempre ha estado ahí. —Enoch Root mira sin misericordia al rostro atormentado de Goto Dengo—. Jesús borra los pecados del mundo, pero el mundo sigue siendo una realidad física en la que estamos condenados a vivir hasta que la muerte nos lleve. Te has confesado, y has sido perdonado, de tal forma que la gracia ha eliminado buena parte de tu carga. Pero el oro sigue allí, en un agujero en el suelo. ¿Creíste que el oro se había convertido en tierra cuando tragaste el pan y el vino? Ese no es el sentido de las transubstanciación. —Enoch Root le da la espalda y comienza a caminar, dejando a Goto Dengo sólo entre las grandes avenidas de la ciudad de los muertos.