SEDUCCIÓN
UN PAR DE
PELOTONES de soldados nipones de las fuerzas aéreas,
armados con rifles y Nambus, persiguen a Bobby Shaftoe y su
conjunto de Huks hacia el malecón de la bahía de Manila. Si llega
el momento de ponerse a disparar, probablemente puedan matar a un
montón de nipos antes de que los superen. Pero están allí para
ayudar a los Altamira, no para morir heroicamente, así que
retroceden por el vecindario de Ermita. Uno de los Piper Cubs de
MacArthur ve a uno de esos pelotones nipones mientras avanza sobre
las ruinas de un edificio derribado y pide un ataque; proyectiles
de artillería llegan desde el norte como pases largos en un juego
de béisbol. Shaftoe y los Huks intentan calcular el tiempo de los
proyectiles, tratando de descubrir cuántos cañones les disparan
para intentar correr de un lugar a otro cuando creen que va a
producirse una pausa de algunos segundos en la metralla. Casi la
mitad de los nipos mueren o quedan heridos en esa barrera de fuego,
pero pelean tan de cerca que dos de los Huks de Shaftoe también
caen. Shaftoe intenta apartar del peligro a uno de ellos cuando
baja la vista y ve que camina sobre trozos de vajilla rota que está
marcada con el nombre de un hotel, el mismo hotel donde bailó
lentamente con Glory la noche en que comenzó la guerra.
Los Huks heridos todavía pueden moverse, así que continúan la retirada. Shaftoe se está calmando un poco, pensando en la situación con mayor claridad. Los Huks encuentran una buena posición defensiva y contienen a sus atacantes durante unos minutos mientras él recupera la compostura y prepara un plan. Quince minutos después, los Huks abandonan su posición presas del pánico, o eso parece. Algo así como la mitad del pelotón nipón corre en su persecución y se encuentran con que han sido atraídos a una zona de muerte, un callejón sin salida creado por el derrumbamiento parcial de un edificio en el callejón. Uno de los Huks abre fuego con una ametralladora mientras Shaftoe —quien se quedó detrás, oculto tras un coche incendiado— lanza granadas a la otra mitad del pelotón, deteniéndolo y evitando que vaya en ayuda de sus camaradas, que están siendo asesinados con mucho estruendo.
Pero estos nipos son implacables. Se reagrupan al mando de un oficial superviviente y siguen con la persecución. Shaftoe, ahora solo, acaba perseguido alrededor de la base de otro hotel, un lugar lujoso que se alza sobre la bahía, cerca de la embajada norteamericana. Tropieza con el cuerpo de una joven que aparentemente saltó, se cayó o la tiraron desde una de las ventanas. Oculto tras unos arbustos para tomar aliento, oye los gritos que salen de las ventanas del hotel. Comprende que el edificio está lleno de mujeres, y todas ellas lloran y gritan.
Sus perseguidores parecen haberle perdido la pista. También los Huks le han perdido. Shaftoe permanece oculto un rato, escuchando a todas esas mujeres y deseando poder entrar y hacer algo por ellas. Pero el edificio debe estar lleno de soldados nipones, o las mujeres no gritarían de semejante forma.
Escucha con atención durante un rato, intentando ignorar los lamentos de las mujeres. Una joven de catorce años vestida con un camisón ensangrentado cae en picado desde el quinto piso del hotel, golpea el suelo como un saco de cemento y rebota una vez. Shaftoe cierra los ojos y escucha hasta estar completamente seguro de no oír a ningún niño.
La imagen es cada vez más clara. A los hombres los llevan a otro lado y los ejecutan. A las mujeres las llevan a otro sitio. Las jóvenes sin hijos terminan en ese hotel. A las mujeres con niños las deben haber llevado a otro sitio. ¿Adónde?
Oye ruido de ametralladora al otro lado del hotel. Deben de ser sus camaradas. Se arrastra hasta una esquina del hotel y presta atención, intentando descubrir dónde se encuentran… en algún punto del parque Rizal, cree. Pero en ese momento la artillería de MacArthur se desencadena con furia y el mundo comienza a agitarse a sus pies como si fuese una alfombra de la que alguien tirase, y no puede oír disparos, mujeres gritando o cualquier otra cosa. Puede ver al este y al sur hacia las partes de Ermita y Malate de donde han venido, y puede ver grandes fragmentos que saltan del suelo en esos puntos, así como gotas de polvo. Ha visto guerra suficiente para saber lo que eso significa: los norteamericanos ahora avanzan también desde el sur, dirigiéndose hacia Intramuros. Shaftoe y su banda de Huks operaban por iniciativa propia, pero parece que inadvertidamente sirvieron de avanzadilla a una gran ofensiva de infantería.
Aterrorizados por el fuego, un grupo de soldados nipos usan la salida lateral del hotel, casi demasiado borrachos como para mantenerse en pie, algunos de ellos todavía subiéndose los pantalones. Shaftoe, asqueado, les arroja una granada y luego sale como un rayo sin molestarse en comprobar el resultado. Está llegando el momento en que matar nipos ya no es divertido. No hay sensación de haber conseguido nada. Es un trabajo tedioso y peligroso que jamás parece tener fin. ¿Cuándo van a rendirse esos estúpidos cabrones? Se están poniendo en evidencia frente al mundo entero.
Encuentra a sus hombres en el parque Rizal, bajo la cubierta de la antigua muralla española de Intramuros, disputándose la posesión de un campo de béisbol con lo que queda del pelotón nipón que les persiguió hasta aquí. El momento es bueno y malo. Un poco antes, y los refuerzos nipones en las vecindades hubiesen oído la escaramuza, hubiesen llegado hasta el parque y hubiesen acabado con ellos. Un poco más tarde, y la infantería norteamericana ya estaría ahí. Pero el parque Rizal está ahora mismo en medio de un desquiciado campo de batalla urbano, y ya nada tiene sentido. Deben imponer su voluntad sobre la situación, actividad en la que Bobby Shaftoe se ha vuelto muy bueno.
Lo que tienen a favor es que por ahora la artillería apunta a otra parte. Shaftoe se agacha tras un cocotero e intenta decidir cómo coño va a llegar a ese campo de béisbol, que se encuentra a un centenar de yardas sobre un territorio totalmente plano y abierto.
Conoce el lugar; el tío Jack lo llevó allí para un partido. Gradas de madera se elevan siguiendo las líneas izquierdas y derechas, y por tanto sabe que uno de esos banquillos está lleno de nipos y el otro lleno de Huks y que cada grupo está atrapado allí por el fuego del otro como tropas de la Gran Guerra en sus trincheras opuestas. Bajo las gradas hay algunos edificios, que contienen retretes y puestos de refrigerios. Ahora mismo los nipos y los Huks se arrastran alrededor de esos edificios, intentando alcanzar una posición que les permita disparar mejor.
Una granada nipona viene volando hacia él desde la grada del campo izquierdo, agitando las palmas al atravesar la copa de una palmera. Shaftoe oculta la cabeza tras otro árbol para no ver la granada. Estalla y le arranca la ropa, y una buena porción de piel, de sus brazos y de una de sus piernas. Pero como todas las granadas niponas, es de mala calidad y terriblemente ineficaz. Shaftoe se da la vuelta y lanza una ráfaga de calibre 45 en la dirección general del origen de la granada; eso debería dar al que la lanzó algo en que pensar mientras Shaftoe decide qué hacer.
Resulta ser una idea bastante estúpida, porque se le acaba la munición. Le quedan unos tiros en la Colt y eso es todo. También le queda una granada. Considera la idea de lanzarla hacia el campo de béisbol, pero ahora tiene en muy mala forma el brazo de lanzar.
Además… ¡Dios! El campo de béisbol está demasiado lejos, así de simple. Incluso en su mejor momento no podría lanzar una granada tan lejos.
Quizás uno de esos cadáveres sobre la hierba, entre aquí y allí, no sea en realidad un cadáver. Shaftoe se arrastra hacia ellos y concluye que efectivamente son muertos.
Dando un gran rodeo alrededor del campo, comienza a dirigirse tras la base meta hacia la línea exterior derecha donde está su gente. Le encantaría atacar a los nipos por detrás, pero el tío que lanzó la granada le ha asustado. ¿Dónde coño está?
Los disparos desde los banquillos, que están por debajo del nivel del suelo, se han vuelto esporádicos. Ahora mismo están en punto muerto e intentan conservar la munición. Shaftoe se arriesga a ponerse en cuclillas. Corre como tres pasos antes de ver la puerta del baño de mujeres abrirse y a un hombre saltar de él, estirando el brazo como Bob Feller preparándose para lanzar una bola rápida justo al medio de la base. Shaftoe dispara su 45 una vez, pero el retroceso absurdamente violento del arma la hace saltar de su mano herida. La granada vuela hacia él, con puntería perfecta. Shaftoe se lanza al suelo y busca frenético su 45. La granada le rebota en el hombro y cae girando al polvo produciendo un ruido efervescente. Pero no estalla.
Shaftoe levanta la vista. El nipo está enmarcado en la puerta del baño de mujeres. Sus hombros le cuelgan tristes. Shaftoe le reconoce; sólo hay un nipo que podría lanzar una granada de semejante forma. Se queda tendido durante un momento, contando sílabas con los dedos, luego se pone en pie, hace bocina con las manos y grita:
Bola rápida…
Aplaude Manila…
¡Ganas la base!
Goto Dengo y Bobby Shaftoe se encierran en el interior del baño de señoras y comparten un trago de la botella de oporto que el primero había robado de una tienda. Pasan unos minutos en saber cada uno de la vida del otro. Goto Dengo ya está casi borracho, lo que hace que su habilidad para lanzar granadas sea aún más impresionante.
—Yo estoy hasta el culo de bencedrina —dice Shaftoe—. Te permite seguir en marcha pero te jode la puntería.
—¡Me he dado cuenta! —dice Goto Dengo. Está tan delgado y demacrado que se parece más a un hipotético tío enfermo de Goto Dengo.
Shaftoe finge ofenderse por el comentario y adopta una postura de judo. Goto Dengo se ríe incómodo y hace un gesto con la mano.
—No más peleas —dice. Una bala de rifle atraviesa la pared del lavabo de señoras y abre un cráter en el lavabo de porcelana.
—Se nos tiene que ocurrir un plan —dice Shaftoe.
—El plan: tú vives, yo muero —dice Goto Dengo.
—Una mierda —dice Shaftoe—. Eh, ¿sois unos idiotas que no tenéis ni idea de que estáis rodeados?
—Lo sabemos —dice Goto Dengo con cansancio—. Hace tiempo que lo sabemos.
—¡Pues rendíos, subnormales! Agitad una bandera blanca y todos volveréis a casa.
—No es la costumbre nipona.
—¡Pues inventaos otra puta costumbre! ¡Demostrad algo de adaptabilidad!
—¿Qué haces aquí? —pregunta Goto Dengo, cambiando de tema—. ¿Cuál es tu misión?
Shaftoe le explica que busca a su hijo. Goto Dengo le dice dónde están todas las mujeres con hijos: en la iglesia de San Agustín en Intramuros.
—Eh —dice Shaftoe—, si nosotros nos rindiésemos a vosotros, nos mataríais, ¿no?
—Sí.
—Si vosotros os rendís, no os mataremos. Lo prometo. Palabra de Boy Scout.
—Para nosotros, vivir o morir no es lo importante —dice Goto Dengo.
—¡Eh! ¡Cuéntame alguna mierda que no sepa ya! —dice Shaftoe—. Para vosotros ni siquiera ganar batallas es importante. ¿No es así?
Goto Dengo aparta la vista, avergonzado.
—¿Todavía no habéis comprendido que la carga banzai ES UNA PUTA MIERDA QUE NO SIRVE PARA NADA?
—Todas las personas que lo comprendieron murieron en cargas banzai —dice Goto Dengo.
Como si fuese una señal, los nipos del exterior izquierdo comienzan a gritar «¡Banzai!» y cargan, como un grupo, contra los del exterior derecho. Shaftoe pone el ojo en un agujero de bala y les ve avanzar por el diamante con las bayonetas caladas. Su líder se sube al montículo del pitcher como si fuese a plantar una bandera, y recibe un tiro en mitad de la cara. A su alrededor sus hombres son desmantelados por disparos de rifle juiciosamente administrados que vienen del banquillo hundido de los Huks. La guerrilla urbana no es el fuerte de los Hukbalahaps, pero masacrar con calma nipones en una carga banzai es algo que saben hacer. Uno de los nipos consigue arrastrarse hasta el banquillo del entrenador en primera base. Luego algunas libras de carne salen volando de su espalda y se relaja.
Shaftoe se vuelve para ver cómo Goto Dengo le apunta con un revólver. Decide ignorarlo por el momento.
—¿Ves a qué me refiero?
—Ya lo he Visto muchas veces antes.
—Entonces, ¿por qué no estás muerto? —Shaftoe plantea la pregunta con la falta de seriedad obligatoria, pero produce un efecto terrible en Goto Dengo. Su rostro se contrae y empieza a llorar—. Ah mierda. ¿Me apuntas con una pistola y simultáneamente comienzas a llorar a lágrima viva? ¿Puedes ser más tramposo? Ya que estás, ¿por qué no me arrojas un poco de polvo a los ojos?
Goto Dengo se lleva el revólver a su propia sien. Pero Shaftoe ya lo había visto venir desde hacía un rato. Conoce a los nipos lo suficiente para saber cuándo van a empezar con el asunto del hara-kiri Shaftoe salta tan pronto como el cañón del revólver comienza a moverse.
Para cuando ha llegado al cráneo de Goto Dengo, Shaftoe tiene el dedo metido en el espacio que hay entre el martillo y la aguja.
Goto Dengo se desmorona en el suelo sollozando lastimosamente. Lo que hace que Shaftoe desee darle una patada.
—¡Déjalo ya! —dice—. ¿Qué coño te pone tan triste?
—Vine a Manila a redimirme… ¡para recuperar mi honor perdido! —dice Goto Dengo—. Podría haberlo hecho aquí. Ahora podría estar muerto en ese campo, y mi espíritu habría ido a Yasukuni. Pero luego… ¡viniste tú! ¡Destrozaste mi concentración!
—¡Concéntrate en esto, gilipollas! —dice Shaftoe—. Mi hijo está en una iglesia al otro lado de esa muralla, con un montón de otras mujeres y niños indefensos. Si quieres redimirte, ¿por qué no me ayudas a rescatarlos con vida?
Ahora parece como si Goto Dengo hubiese entrado en trance. Su rostro, que hace un minuto estaba lloriqueando, se ha solidificado en una máscara.
—Me gustaría poder creer lo que tú crees —dice—. He muerto, Bobby. Me enterraron en una tumba de piedra. Si fuese cristiano, ahora podría nacer de nuevo, y ser un hombre nuevo. En lugar de eso, debo seguir viviendo y aceptar mi karma.
—¡Bien, mierda! Ahí fuera, en el banquillo, hay un sacerdote. Puede cristianizarte el culo en diez segundos. —Bobby Shaftoe atraviesa el baño y abre la puerta de un golpe.
Se sorprende al ver a un hombre de pie a unos pocos pasos. El hombre está vestido con un uniforme caqui viejo pero limpio carente por completo de insignia excepto un pentágono de estrellas en el cuello. Ha metido un fósforo de madera en la cazoleta de una pipa «olote» y chupa de ella inútilmente. Pero es como si todo el oxígeno del aire se hubiese consumido en el incendio de la ciudad. Arroja contrariado la cerilla y luego mira la cara de Bobby Shaftoe, mirándole a través de un par de gafas oscuras de aviador que le dan a su rostro demacrado la apariencia de un cráneo. Su boca forma una O durante un momento. Luego su mandíbula se ajusta.
—Shaftoe… ¡Shaftoe…! ¡Shaftoe! —dice.
Bobby Shaftoe siente cómo su cuerpo se pone firme. Incluso si llevase algunas horas muerto, su cuerpo lo haría por efecto de algún estúpido reflejo innato.
—¡Señor, sí señor! —dice con cansancio.
El general compone sus ideas durante medio segundo, y luego dice:
—Se suponía que debía estar en Concepción. No estaba allí. Sus superiores no sabían qué pensar. Estaban muy preocupados por usted. Y el Departamento de Marina se ha vuelto extremadamente insufrible desde que supieron que trabajaba para mí. Afirman, de la forma más despótica posible, que conoce secretos importantes y que nunca debería haber estado en peligro de ser capturado. En resumen, su paradero y su situación han sido objeto durante las últimas semanas de las más febriles, intensas y negativas elucubraciones. Muchos suponían que estaba muerto, o, peor, había sido hecho prisionero. No he apreciado esa distracción, en la medida que la planificación y ejecución de la reconquista de las islas Filipinas me han dejado poco tiempo para dedicarme a distracciones molestas. —Un proyectil de artillería atraviesa el aire y detona en las gradas, lanzando fragmentos rotos de madera, del tamaño de remos de canoa, al aire. Uno de ellos se clava como una jabalina en la tierra que separa al general de Bobby Shaftoe.
El general se aprovecha de ese suceso para tomar aliento y luego seguir hablando como si leyese un guión.
—Y ahora, cuando menos lo esperaba, me lo encuentro aquí, a muchas leguas de distancia del puesto que tenía asignado, sin uniforme, desarreglado, acompañado de un oficial nipón, ¡y violando la santidad de la sala de maquillaje de las damas! Shaftoe, ¿no tiene ningún sentido del honor militar? ¿No respeta el decoro? ¿No cree que un representante del estamento militar de Estados Unidos debería comportarse con mayor dignidad?
Las rodillas de Shaftoe se agitan incontrolables. Las entrañas se le han fundido, y siente un extraño proceso burbujeante en el recto. Sus molares chocan entre sí como si fuesen un teletipo. Siente a Goto Dengo a su espalda, y se pregunta qué podrá estar pensando el pobre cabrón.
—Le pido perdón, general, pero no es por cambiar de tema o nada similar, pero ¿está aquí completamente solo?
El general eleva la barbilla en dirección al baño de hombres.
—Mis asistentes están ahí, aliviándose. Tenían prisa por hacerlo, y es bueno que hayamos llegado a este lugar. Pero ninguno de ellos consideró ni por un momento asaltar el tocador de señoras —dice con severidad.
—Me disculpo por ello, señor —dice Bobby Shaftoe apresuradamente—, y por todas las otras cosas que ha mencionado. Pero todavía me considero un marine, y los marines no se excusan, así que no voy siquiera a intentarlo.
—¡No es satisfactorio! Necesito una explicación de dónde ha estado.
—He estado vagando por el mundo —dice Bobby Shaftoe—, dejando que la Fortuna me diese por el culo.
Se abre la puerta del baño de hombres y uno de los asistentes del general sale de él, aturdido y patizambo. El general le ignora; mira detrás de Shaftoe.
—Perdone mis modales, señor —dice Shaftoe, poniéndose de lado—. Señor, mi amigo Goto Dengo. Goto-san, di hola al general del Ejército de Tierra Douglas MacArthur.
Goto Dengo se había quedado de pie como una estatua de sal durante todo el rato, totalmente pasmado, pero ahora sale de la parálisis y se inclina. MacArthur asiente resueltamente. Su asistente mira mal a Goto Dengo y ya tiene la Cok fuera.
—Es un placer —dice el general con despreocupación—. Por favor, díganme, ¿a qué asuntos se dedicaban en el tocador de señoras?
Bobby Shaftoe sabe cómo aprovechar una oportunidad.
—Eh, es curioso que haga esa pregunta, señor —dice con despreocupación—, pero Goto-san acaba, ahora mismito, de ver la luz y convertirse al cristianismo.
Algunos nipos en lo alto de la muralla abren fuego con una ametralladora. La andanada ligera y picada atraviesa el aire y golpea el suelo. El general del Ejército de Tierra Douglas MacArthur permanece inmóvil durante mucho tiempo, con los labios apretados. Sorbe por la nariz una vez. A continuación se quita con cuidado las gafas de aviador y se limpia los ojos con la manga inmaculada del uniforme. Saca un pañuelo cuidadosamente doblado, se lo coloca alrededor de la nariz aguileña y se suena un par de veces. Lo dobla con cuidado y se lo vuelve a guardar en el bolsillo, cuadra los hombros, se acerca a Goto Dengo y lo envuelve en un enorme y varonil abrazo de oso. Los demás asistentes del general salen del cagadero en bloc y observan la escena con tensión y reticencia palpables en el rostro. Profundamente mortificado, Bobby Shaftoe se mira los pies, agita los dedos y se acaricia la costra lineal que le sube por la cabeza, allí donde el remo le golpeó hace unos días. Al grupo de la ametralladora allá en la muralla se lo están cargando uno a uno los francotiradores; se retuercen y gritan operísticamente. Los Huks han salido del banquillo hundido y se acercan a este pequeño retablo viviente; todos permanecen inmóviles con las mandíbulas colgándoles a la altura de los ombligos.
Finalmente, MacArthur suelta el cuerpo rígido de Goto Dengo, retrocede dramáticamente y le presenta al personal.
—Conozcan a Goto-san —anuncia—. ¿Todos han oído la expresión «El único nipo bueno es el nipo muerto»? Bien, este joven es el contraejemplo, y como todos aprendimos en matemáticas, sólo es necesario un contraejemplo para demostrar la falsedad de un teorema.
El personal guarda un silencio cauto.
—Parece adecuado que llevemos a este joven a la iglesia de San Agustín, al interior de Intramuros, para que pueda realizar el sacramento del bautismo —dice el general.
Uno de los asistentes se adelanta, inclinado, porque espera recibir un disparo entre los hombros en cualquier momento.
—Señor, es mi deber recordarle que Intramuros sigue bajo el control del enemigo.
—Entonces, ¡ya es hora de que dejemos clara nuestra presencia! —dice MacArthur—. Shaftoe nos llevará allí. Shaftoe y estos amables caballeros filipinos. —El general pasa un brazo sobre el cuello de Goto Dengo en un gesto muy afectuoso de camaradería, y comienza a guiarle hasta la puerta más cercana—. Me gustaría que supiese, joven, que cuando establezca mi cuartel general en Tokio, que si Dios quiere será dentro de un año, ¡quiero que esté despierto y listo el primer día!
—¡Sí, señor! —dice Goto Dengo. Teniéndolo todo en cuenta, es poco probable que hubiese dicho otra cosa.
Shaftoe respira profundamente, echa la cabeza hacia atrás y mira el cielo lleno de humo.
—Dios —dice—, normalmente inclino la cabeza cuando Te hablo, pero he supuesto que era un buen momento para vernos las caras. Lo ves todo y lo sabes todo así que no voy a explicarle la situación. Simplemente me gustaría hacerte un ruego. Sé que recibes peticiones de soldados en todo el mundo y todo el tiempo, pero como está relacionada con un montón de mujeres y niños, y también con el general MacArthur, quizá me puedas poner en lo alto de la pila. Ya sabes lo que quiero. Vamos a hacerlo.
Toma prestado un cargador pequeño y recto de veinte de uno de sus camaradas y se dirigen hacia Intramuros. Es seguro que las entradas estarán protegidas, así que Shaftoe y los Huks suben por las murallas inclinadas, directamente bajo el nido de ametralladora ya eliminado. Giran la ametralladora hacia el interior de Intramuros, y plantan allí a uno de los Huks heridos para que la maneje.
La primera vez que Shaftoe mira la ciudad casi se cae del muro. Intramuros ha desaparecido. Si no supiese dónde está, no podría reconocerla. Esencialmente, todos los edificios han sido aplastados. La catedral de Manila y la iglesia de San Agustín siguen en pie, las dos muy dañadas. Algunas de las antiguas casas españolas siguen existiendo como bosquejos apresurados y a mano alzada de sus antiguas identidades, faltando tejados, alas o paredes. Pero la mayoría de las manzanas no son más que montones de cemento y tejas rojas destrozadas de los que sale humo.
Por todas partes hay cuerpos muertos, sembrados por el vecindario como semillas de fleo de los prados esparcidas sobre un terreno recién arado. La artillería ya ha terminado —ya no queda nada que destruir—, pero casi en cada calle se oyen disparos de armas pequeñas y ametralladoras.
Shaftoe está pensando que tendrán que asaltar una de las puertas. Pero antes incluso de que pueda ocurrírsele un plan, MacArthur está allí arriba con el resto de su grupo, habiendo trepado por la muralla. Evidentemente, esta es la primera vez que el general le ha dado un buen vistazo a Intramuros, porque queda aturdido y, por primera vez, sin habla. Permanece allí durante mucho tiempo, con la boca abierta, y comienza a atraer el fuego de algunos nipos ocultos entre las ruinas. La ametralladora los silencia.
Les lleva varias horas recorrer las calles hasta la iglesia de San Agustín. Un montón de nipos se han hecho fuertes en su interior junto con lo que parece cada niño pequeño hambriento e irritable de Manila. La iglesia no es más que un lado de un complejo que incluye un monasterio y otros edificios. El fuego de artillería ha fracturado muchas de las estructuras. A la calle han caído los tesoros acumulados por los monjes durante los últimos quinientos años. Desperdigadas como metralla por todo el vecindario, y mezcladas con los cadáveres atravesados por bayoneta de jóvenes filipinos, hay enormes pinturas al óleo de Cristo flagelado, fantásticas esculturas de madera de los romanos clavándole muñecas y tobillos, mármoles de María sosteniendo en su regazo a un Cristo muerto y maltratado, tapices del poste de los latigazos y el látigo de nueve colas en acción, sangre fluyendo de la espalda de Cristo a través de cientos de cortes paralelos.
Los nipos que siguen en el interior de la iglesia defienden sus puertas principales con una resolución suicida que a Shaftoe empieza a resultarle tediosa pero, gracias a la artillería del general, ahora hay muchas otras formas de entrar aparte de las puertas. Por tanto, mientras una compañía de infantería norteamericana monta un asalto frontal contra la entrada principal, Bobby Shaftoe, sus Huks, Goto Dengo, el general y sus asistentes ya están arrodillándose en una pequeña capilla de lo que solía ser el monasterio. El sacerdote les guía a través de un par de oraciones de agradecimiento, extremadamente truncadas, y bautiza a Goto Dengo con agua de una fuente, con Bobby Shaftoe interpretando el papel de sonriente papá y el general del Ejército de Tierra Douglas MacArthur sirviendo de padrino. Más tarde, Shaftoe sólo recuerda una línea de la ceremonia.
—¿Rechazas la seducción del mal, renuncias a todas sus obras? —dice el sacerdote.
—¡Sí! —dice MacArthur con tremenda autoridad mientras Bobby Shaftoe murmura:
—¡Coño, claro!
Goto Dengo asiente, se moja y se convierte en cristiano.
Bobby Shaftoe se excusa y va a dar vueltas por el complejo. Le parece tan grande y desquiciado como aquella casbah en Argel, todo lóbrego y polvoriento por dentro, y está lleno de más arte de La Pasión, ejecutado por artistas que evidentemente habían presenciado latigazos de primera mano, y que no necesitaban que ningún cura les lanzase homilías sobre la seducción del Mal. Sube y baja las grandes escaleras una vez, por los viejos tiempos, recordando la noche que Glory le llevó allí.
Hay un patio con una fuente en el centro, rodeado por una larga galería cubierta donde monjes españoles podían caminar a la sombra, mirar las flores y oír el canto de los pájaros. Ahora mismo, el único canto es el de las bombas que pasan volando. Pero niñitos filipinos hacen carreras por la galería, y sus madres, tías y abuelas acampan en el patio, sacando agua de la fuente y preparando arroz sobre una fogata de patas de silla.
Un niño de dos años de ojos grises con una cachiporra improvisada persigue a unos chicos mayores por un pasaje de piedra. Parte de su pelo es del color del de Bobby y parte del color del de Glory, y Bobby Shaftoe puede ver el reflejo de Glory reluciendo casi fluoroscópicamente en su rostro. El muchacho tiene la misma estructura ósea que Bobby vio en el banco de arena hace unos días, pero en esta ocasión está cubierta con carne roja y regordeta. La carne lleva magulladuras y contusiones. Sin duda, ganadas con honor. Bobby se agacha y mira al pequeño Shaftoe a los ojos, preguntándose cómo empezar a explicarlo todo. Pero el niño dice:
—Bobby Shaftoe, tienes pupitas. —Y deja caer su cachiporra para acercarse a examinar las heridas del brazo de Bobby. Los niños pequeños no se molestan en decir hola, simplemente empiezan a hablarte, y Shaftoe supone que es una buena forma de encargarse de una situación que de cualquier otra forma sería muy incómoda. Probablemente los Altamira le han estado diciendo al pequeño Douglas M. Shaftoe, desde el día que nació, que un día Bobby Shaftoe volvería lleno de gloria desde el otro lado del mar. Que ahora lo haya hecho es tan rutinario y tan milagroso como que el sol salga todos los días.
—Veo que tú y los tuyos habéis demostrado adaptabilidad, y eso es bueno —le dice Bobby Shaftoe a su hijo, pero ve inmediatamente que el niño no le comprende en absoluto. Siente la necesidad de transmitirle algo que recuerde, y esa necesidad es más intensa de lo que jamás fueron el deseo de morfina o sexo.
Así que coge al pequeño y lo lleva por el complejo, recorren pasillos semiderruidos, atraviesan montones de escombros, esquivan cuerpos de muchachos nipones muertos hasta la gran escalera, y le muestra las grandes losas de granito, le cuenta cómo las colocaron en su sitio, una sobre la otra, año tras año, a medida que los galeones llenos de plata llegaban desde Acapulco. Doug M. Shaftoe ha estado jugando con bloques, así que comprende de inmediato el concepto básico. Papá lleva al hijo arriba y abajo por la escalera un par de veces. Permanecen al pie y miran hacia arriba. La analogía de los bloques ha calado. Sin tener que animarle, Doug M. levanta ambos brazos sobre la cabeza y grita:
—¡Taaaaan grande! —Y el sonido recorre los escalones.
Bobby desea explicarle al muchacho que así es como se hace, apilas una cosa sobre la siguiente y sigues y sigues; en ocasiones el galeón se hunde en un tifón, y ese año no tienes tu losa de granito, pero sigues con ello y con el tiempo acabas con algo taaaan grande.
Le gustaría poder hacer algún comentario sobre Glory y cómo ella ha estado muy ocupada construyendo su propia escalera. Quizá si fuese un hombre de palabras como Enoch Root podría explicarlo. Pero sabe que el renacuajo no acaba de entenderlo, al igual que Bobby no lo entendió cuando Glory le mostró los escalones por primera vez. Lo único que permanecerá con Douglas MacArthur Shaftoe es el recuerdo de que su padre le llevó allí y lo subió y bajó por la escalera, que si vive lo suficiente y medita lo suficiente también él llegará a comprenderlo, como lo hace Bobby. Es un buen comienzo.
Se ha corrido la voz, por entre las mujeres del patio, de que Bobby Shaftoe ha llegado —¡mejor tarde que nunca!—, por lo que de todas formas no tiene tiempo para discursos. Los Altamira le envían un recado: encontrar a Carlos, un niño de once años que fue acorralado hace unos días cuando los nipos atravesaron Malate. Shaftoe encuentra primero a MacArthur y a Goto Dengo, y se excusa. Los dos están profundamente absortos en una discusión sobre el conocimiento de Goto Dengo sobre cómo se cavan túneles, y cómo ese conocimiento podría usarse durante la reconstrucción de Nipón, un proyecto en el que el general desea embarcarse en cuanto haya terminado de convertir en escombros la cuenca del Pacífico.
—Tiene pecados que expiar, Shaftoe —dice el general—, y no podrá expiarlos poniéndose de rodillas y diciendo Ave María.
—Lo comprendo, señor —dice Shaftoe.
—Necesito un trabajito que es preciso hacer… precisamente el tipo de cosa para la que un marine raider con entrenamiento de paracaidismo está perfectamente capacitado.
—¿Qué opinará sobre eso el Departamento de Marina, señor?
—No tengo intención de hacerles saber que le he encontrado hasta que no haya completado la misión. Pero cuando haya terminado… todo habrá acabado.
—Volveré inmediatamente —dice Shaftoe.
—¿Adónde va, Shaftoe?
—Hay otras personas que tienen que perdonarme primero.
Se dirige en dirección al Fuerte Santiago con un pelotón reconstituido, rearmado y reforzado de Huks. Los norteamericanos han liberado, en el último par de horas, el viejo fuerte español. Han abierto de par en par las puertas de los calabozos y las cavernas subterráneas junto al río Pasig. En ese caso, encontrar al Carlos Altamira de once años se convierte en un problema de buscar entre varios miles de cadáveres. Casi todos los filipinos llevados como animales a ese lugar por los nipos murieron, ya fuese ejecutados, asfixiados en las mazmorras o ahogados cuando la marea subió por el río e inundó las celdas. Bobby Shaftoe no sabe en realidad cómo era Carlos, así que lo mejor que puede hacer es escoger los cadáveres que parecen más jóvenes y presentárselos a los miembros de la familia Altamira para su inspección. La bencedrina que tomó hace unos días ha dejado de hacer efecto, y él mismo se siente muerto. Camina con dificultad por las mazmorras españolas con una linterna de queroseno, iluminando con luz amarilla el rostro de los muertos, murmurando para sí como si fuese una plegaria:
—¿Rechazas la seducción del Mal, renuncias a todas sus obras?