AVANZADA

CUANDO SU SARGENTO quedó convertido en aerosol por cortesía del australiano de la ametralladora, Goto Dengo y sus camaradas supervivientes se quedaron sin mapa, y estar sin mapa en las selvas de Nueva Guinea en medio de una guerra es malo, malo, malo.

En otro país, quizá hubiesen podido seguir descendiendo hasta llegar al océano, y luego seguir la costa hasta su destino. Pero recorrer la costa es casi aún más imposible que recorrer el interior, porque la costa es una cadena de pantanos pestilentes infestados de cazadores de cabezas.

Al fin, encuentran una avanzada nipona simplemente siguiendo las explosiones. Quizá ellos no tengan mapas, pero la Quinta Fuerza Aérea norteamericana sí que los tiene.

En cierta forma, para Goto Dengo, el bombardeo continuo es tranquilizador. Después del encuentro con los australianos, considera una idea que no se atreve a expresar: que para cuando llegasen a su destino podrían ya estar en manos enemigas. Que pueda siquiera concebir tal posibilidad demuestra más allá de toda duda que no está capacitado para ser un soldado del emperador.

En cualquier caso, el sonsonete de los motores de los bombarderos, el ruido titánico de las explosiones, los destellos sobre el horizonte nocturno les ofrecen muchas pistas útiles sobre la posición de los nipones. Uno de los camaradas de Goto Dengo es un granjero de Kyushu que parece capaz de sustituir el entusiasmo por comida, agua, sueño, medicinas y cualquier otra necesidad física. Mientras atraviesa penosamente la selva, este muchacho mantiene alto el espíritu pensando en el día en que estén lo suficientemente cerca para oír el sonido de las baterías antiaéreas y ver a los aviones norteamericanos, destrozados por los proyectiles, cayendo en espiral hacia el mar.

Ese día no llega nunca. Pero a medida que se acercan, pueden encontrar la avanzada con los ojos cerrados, simplemente siguiendo el olor a disentería y carne en descomposición. Justo cuando la fetidez está tan cerca como para ser insoportable, el chico entusiasta emite un extraño sonido gutural. Goto Dengo se vuelve para ver una peculiar entrada de forma oval en el centro de la frente del muchacho. El muchacho cae el suelo y se estremece.

—¡Somos nipones! —dice Goto Dengo.

La tendencia de las bombas a caer del cielo y estallar entre ellos cuando el sol está en lo alto dicta que es necesario cavar búnkeres y hoyos de protección. Por desgracia, el suelo coincide con el nivel freático. Las pisadas se llenan de agua incluso antes de que el pie haya tenido tiempo de separarse del lodo. Los cráteres de las bombas son perfectos charcos circulares. Las trincheras son canales en zigzag. No hay vehículos de ruedas ni bestias de carga, ni animales de corral ni edificios. Esos trozos de aluminio quemados deben haber sido aviones en otro tiempo. Hay algunas armas pesadas, pero los cañones están fracturados y deformados por las explosiones, y llenos de pequeños cráteres. Las palmeras no son más que tocones coronados por unas pocas esquirlas radiando desde la zona de explosión más reciente. La extensión de lodo rojo está salpicada por grupos aleatorios de gaviotas que arrancan trozos de comida; Goto Dengo ya sospecha lo que comen, y lo confirma cuando se corta el pie descalzo con los restos de una mandíbula humana. La cantidad brutal de explosivos potentes que han estallado en el campamento ha bañado hasta la última molécula de aire, agua y tierra con el olor químico de los residuos de TNT. Ese olor hace que Goto Dengo recuerde su hogar; ese mismo explosivo es adecuado para pulverizar cualquier roca que se interponga entre ti y cualquier veta de material.

Un cabo escolta a Goto Dengo y a los camaradas supervivientes desde el perímetro hasta una tienda levantada sobre el lodo. Las cuerdas no están atadas a estacas sino a segmentos dentados de troncos, y fragmentos pesados de armas estropeadas. En el interior, el lodo está cubierto con las tapas de cajones de madera. Un hombre sin camisa de quizá unos cincuenta años está sentado de piernas cruzadas en lo alto de una caja vacía de munición. Sus párpados están tan pesados e hinchados que resulta difícil decidir si está despierto. Respira de forma errática. Cuando inhala, la piel se retrae a los espacios entre las costillas, produciendo la ilusión de que el esqueleto intenta escapar a la desesperada de un cuerpo condenado. Hace mucho tiempo que no se afeita, pero no tiene pelo suficiente para producir una barba de verdad. Le murmura a un oficinista, sentado sobre una tapa que dice MANILA, que copia sus palabras.

Goto Dengo y sus camaradas permanecen de pie como durante media hora, intentando desesperadamente controlar su decepción. Esperaba a esas alturas encontrarse tendido en una cama de hospital bebiendo sopa de miso. Pero esa gente está todavía en peores condiciones que él; teme que ellos le pidan ayuda a él.

Aún así, es agradable simplemente estar bajo una lona, y frente a alguien con autoridad que va a ocuparse de todo. Los oficinistas entran en la tienda trayendo mensajes descifrados, lo que significa que en algún lugar cercano hay una estación de radio que funciona y personal con libros de código. No están desconectados del todo.

—¿Qué sabes hacer? —dice el oficial, una vez que a Goto Dengo se le ha ofrecido finalmente la oportunidad de presentarse.

—Soy ingeniero —dice Goto Dengo.

—Ah. ¿Sabes cómo construir puentes? ¿Pistas de aviación?

El oficial está fantaseando un poco; los puentes y las pistas de aviación están tan lejos de su comprensión y de sus hombres como las naves intergalácticas. Se le han caído todos los dientes, así que se le pegan las palabras, y en ocasiones debe detenerse dos o tres veces para tomar aliento durante una frase.

—Construiría tales cosas si fuese el deseo de mi comandante, aunque para tales cosas otros tienen mejores habilidades que yo. Mi especialidad es la ingeniería subterránea.

—¿Bunkeres?

Una avispa le pica en la nuca e inhala con fuerza.

—Construiría búnkeres si fuese el deseo de mi comandante. Mi especialidad son los túneles, en tierra o piedra, pero especialmente en piedra.

El oficial mira fijamente a Goto Dengo durante unos momentos, luego dirige una mirada al oficinista, que se inclina ligeramente y lo apunta.

—Aquí tus habilidades son inútiles —dice con desconsideración, como si fuese cierto para todos.

—¡Señor! También sé manejar la ametralladora ligera Nambu.

—La Nambu es mala arma. No es tan buena como lo que tienen norteamericanos y australianos. Aún así, es útil para la defensa en la jungla.

—¡Señor! Defenderé nuestro perímetro hasta el último aliento…

—Por desgracia, no nos atacan desde la selva. Nos bombardean. Pero la Nambu no puede alcanzar a un avión. Cuando lleguen, llegarán desde el océano. La Nambu es inútil frente a un ataque anfibio.

—¡Señor! He vivido en la selva durante seis meses.

—¿Oh? —Por un momento el oficial parece interesado—. ¿Qué has estado comiendo?

—¡Larvas y murciélagos, señor!

—Vete y búscame algunos.

—¡De inmediato, señor!

Desenrolla algo de cuerda vieja para hacer cordel, y teje el cordel en redes, y cuelga las redes de los árboles. Una vez que está terminado, su vida es simple: cada mañana trepa a los árboles y recoge los murciélagos atrapados en las redes. Luego pasa la tarde sacando larvas, usando una bayoneta, de los troncos podridos. El sol se pone y permanece en un hoyo de protección lleno de aguas residuales hasta que vuelve a salir. Cuando estallan bombas cerca, la concusión le produce una conmoción tan profunda que separa su cuerpo de su mente; durante las horas posteriores, su cuerpo se mueve haciendo cosas sin que él se lo diga. Desprovista de sus conexiones con el mundo físico, su mente va dando vueltas como un impulsor al que se le ha roto el árbol motor y va aullando a velocidad máxima, sin hacer trabajo útil pero consumiéndose. Normalmente no sale de ese estado hasta que alguien le habla. Luego caen más bombas.

Una noche nota que hay arena bajo sus pies. Extraño. El aire huele a limpio y fresco. Algo desconocido. Otros caminan por la arena con él.

Les escoltan un par de soldados tambaleantes, y un cabo encorvado por el peso de una Nambu. El cabo mira de forma extraña.

—Hiroshima —dice.

—¿Me ha dicho algo?

—Hiroshima.

—Pero ¿qué ha dicho antes de «Hiroshima»?

—En.

—¿En?

—En Hiroshima.

—¿Qué ha dicho antes de decir «en Hiroshima»?

—Tía.

—¿Me hablaba sobre su tía en Hiroshima?

—Sí. A ella también.

—¿Qué quiere decir con a ella también?

—El mismo mensaje.

—¿Qué mensaje?

—El mensaje que memorizaste. Dáselo a ella también.

—Oh —dice Goto Dengo.

—¿Recuerdas la lista completa?

—¿La lista de personas a las que se supone que debo dar el mensaje?

—Sí. Vuelve a recitarla.

El cabo tiene acento de Yamaguchi, que es de donde vienen la mayoría de los soldados apostados allí. Parece más rural que urbano.

—Eh, su padre y su madre en la granja de Yamaguchi.

—¡Sí!

—Y su hermano que está en… ¿la Marina?

—¡Sí!

—Y su hermana que es…

—Profesora en Hiroshima, ¡muy bien!

—Así como a su tía que también vive en Hiroshima.

—Y no te olvides de mi tío en Kure.

—Oh, sí. Lo siento.

—¡No hay problema! Ahora repíteme el mensaje, sólo para asegurarme de que no lo olvidas.

—De acuerdo —dice Goto Dengo, y respira bien hondo. Ahora está empezando a entender su situación. Caminan hacia el mar: él y media docena más, desarmados y cargando pequeños paquetes, acompañados por el cabo y soldados. Abajo, sobre las olas, les espera una lancha de goma.

—¡Ya casi estamos! ¡Dime el mensaje! ¡Repítemelo!

—Querida familia —comienza a decir Goto Dengo.

—Muy bien… ¡perfecto hasta ahora! —dice el cabo.

—Siempre pienso en vosotros. —Es la suposición de Goto Dengo.

El cabo parece algo alicaído.

—Cerca… sigue.

Han llegado a la lancha. La tripulación la mete en la arena unos pocos pasos. Goto Dengo deja de hablar durante unos momentos mientras observa subir a los otros. Luego el cabo le da un golpecito en la espalda. Goto Dengo se mete en el océano. Nadie le grita todavía; de hecho, le ofrecen ayuda para subir. Cae en el fondo de la lancha y se pone de rodillas mientras la tripulación la saca de la playa. Mira a los ojos al cabo que se ha quedado en la playa.

—Este es el último mensaje que recibiréis de mí, porque ya hace tiempo que he encontrado mi descanso en la tierra sagrada del templo de Yasukuni.

—¡No! ¡No! ¡Todo mal! —aúlla el cabo.

—Sé que me visitaréis y me recordaréis con cariño, como yo os recuerdo a vosotros.

El cabo se mete en el agua, intentando alcanzar la lancha, y los soldados van tras él y lo agarran por los brazos. El cabo grita:

—¡Pronto inflingiremos a los norteamericanos una derrota total y regresaré a casa marchando por las calles de Hiroshima con mis compañeros! —recita como un escolar haciendo los deberes.

—¡Ahora he muerto con valor, en una magnífica batalla, y ni una vez eludí mi responsabilidad! —le grita Goto Dengo.

—¡Por favor, enviadme un cordón fuerte para que pueda arreglarme las botas! —grita el cabo.

—¡El ejército nos ha tratado bien, y hemos vivido nuestros últimos meses entre tantas comodidades y limpieza que uno apenas podría suponer que habíamos abandonado las islas natales! —grita Goto Dengo, sabiendo que el sonido de las olas debe estar dificultando la recepción—. ¡Cuando llegó la batalla final, fue rápida, y nos adentramos en la muerte en plena juventud, como las flores del cerezo de las que se habla en el rescripto del emperador, que todos llevamos junto al pecho! ¡Haber abandonado este mundo es un precio pequeño a pagar por la paz y la prosperidad que hemos traído a la gente de Nueva Guinea!

—¡No, está mal del todo! —gime el cabo. Pero sus compañeros le llevan hasta la playa, hacia la selva, donde su voz se pierde entre la cacofonía eterna de ululatos, alaridos, chillidos, gorjeos y otros gritos extraños.

Goto Dengo huele a diesel y aguas rancias. Se da la vuelta. Las estrellas a su espalda están bloqueadas por algo largo y oscuro, con forma similar a un submarino.

—Tu mensaje es mucho mejor —murmura alguien. Es un joven con una caja de herramientas: un mecánico de avión que no ha visto un avión nipón desde hace medio año.

—Sí —dice otro hombre, aparentemente también un mecánico—. A su familia ese mensaje le parecerá mucho más reconfortante.

—Gracias —dice Goto Dengo—. Por desgracia, no tengo ni idea de cuál es su nombre.

—Entonces vas a Yamaguchi —dice el primer mecánico—, y eliges al azar a una pareja anciana.