BUEN JUICIO
UNOS AÑOS
ANTES, cuando Randy se cansó de la presión incesante en la
mandíbula inferior, fue al mercado de cirugía oral del centro norte
de California buscando a alguien que le sacase las muelas del
juicio. El dentista le tomó una de esas placas de rayos X totales
de la mandíbula inferior, de esas en las que te forran la boca con
medio rollo de película de alta velocidad, te fijan la cabeza y la
máquina de rayos X da vueltas a tu alrededor lanzando radiación a
través de una rendija, mientras todo el personal del dentista se
oculta tras una pared de plomo, lo que produce una imagen impresa
que es la distorsión no demasiado agradable de tu mandíbula en un
único plano. Mirándola, a Randy se le ocurrieron analogías groseras
como «cabeza de hombre aplastada varias veces por una apisonadora
mientras estaba tendido de espaldas» e intentó considerarla como
una transformación de cartografía, una más en la larga historia de
la humanidad de intentar descabelladamente representar cosas
tridimensionales sobre una superficie plana. Las esquinas de ese
plano de coordenadas estaban ancladas en las muelas del juicio, que
incluso para alguien con tan pocos conocimientos odontológicos como
Randy ofrecían un aspecto inquietante porque cada una tenía el
tamaño de un pulgar (aunque quizá se tratase de una distorsión de
la transformación de coordenadas, como la famosa Groenlandia
hinchada de Mercator) y estaban muy separadas de cualquier otro
diente, lo que (lógicamente) las situaría en partes de su cuerpo
que normalmente no se consideran territorio de un dentista, y el
ángulo no era el correcto; no es que estuviesen ligeramente
inclinadas, sino casi invertidas y hacia atrás. Al principio lo
atribuyó todo al fenómeno Groenlandia. Con el mapa de la mandíbula
en la mano, se echó a la calle del territorio de las Tres Hermanas
buscando un cirujano oral. Estaba empezando a ponerse nervioso.
¡Eran unas muelas enormes! Traídas por la acción de hebras de ADN
antiguas de la época de los cazadores recolectores. Diseñadas para
reducir la corteza de los árboles y el cartílago de mamut a una
pasta fácil de digerir. Ahora esos pedruscos de esmalte viviente
estaban horriblemente a la deriva en una grácil cabeza de cromagnon
que simplemente no tenía espacio para ellos. Sólo había que
considerar el peso extra que cargaba. Sólo había que considerar los
usos que se podían dar a ese espacio. Cuando hubiesen desaparecido,
¿qué llenaría el espacio de los enormes vacíos en forma de muela de
su melón? No tenía demasiada importancia hasta que no encontrase la
forma de deshacerse de ellas. Pero un cirujano oral tras otro lo
rechazó. Ponían la placa en las cajas de luz, la miraban y
palidecían. Quizá no fuese más que la luz pálida que salía de las
cajas pero Randy podría jurar que empalidecían. Falsos —como si las
muelas del juicio saliesen normalmente en otro sitio—, ellos
comentaban que las muelas del juicio estaban enterradas muy, muy,
muy profundamente en la cabeza de Randy. Las de abajo estaban tan
atrás que eliminarlas prácticamente rompería estructuralmente el
hueso en dos; en ese punto, un movimiento en falso haría que un
pico de demolición quirúrgico llegase a su oído medio. Las de
arriba estaban tan profundamente metidas en el cráneo que las
raíces estaban enroscadas en partes del cerebro que normalmente se
ocupaban de la percepción del color azul (a un lado) y la capacidad
de suspender la incredulidad en las películas malas (al otro), y
entre esas muelas y el aire, la luz y la saliva había muchos
niveles de piel, carne, cartílago, nervios importantes, arterias
que alimentaban el cerebro, abultados nodos linfáticos, vigas y
puntales de hueso, médulas que funcionaban perfectamente, algunas
glándulas de cuyo funcionamiento se conocía inquietantemente poco y
muchas de las otras cosas que hacían que Randy fuese Randy, todas
ellas pertenecientes definitivamente a la categoría de elementos
que es mejor no tocar.
Parecía que a los cirujanos orales no les gustaba meterse en la cabeza más allá de los codos. Habían estado viviendo en grandes mansiones y conduciendo berlinas Mercedes-Benz al trabajo mucho antes de que Randy hubiese arrastrado su triste culo a sus consultas cargando con la placa de rayos X y no tenían absolutamente nada que ganar intentando sacarlas, no tanto muelas del juicio en el sentido normal sino presagios apocalípticos del Libro de las Revelaciones. La mejor forma de sacarlas era con una guillotina. Ninguno de esos cirujanos se plantearía siquiera proceder a la extracción hasta que Randy hubiese firmado una excepción de responsabilidad legal demasiado gruesa para ir grapada, algo que vendría en un archivador, cuyo contenido general sería más o menos que una de las consecuencias normales de la operación sería que la cabeza del paciente acabase flotando en un tarro de formaldehído en una atracción turística más allá de la frontera mejicana. De tal guisa vagó Randy de una consulta a otra durante unas semanas, como un descastado teratómico recorriendo un desierto pos-nuclear al que echaban de los pueblos las críticas de los desdichados y aterrorizados campesinos. Hasta un día en que entró en un despacho y la enfermera que le atendió casi parecía estar esperándole, y le llevó hasta una sala de examen para mantener una consulta privada con el cirujano, que en ese momento estaba muy ocupado, en algo que consistía en lanzar al aire un montón de polvo, en otra de las pequeñas salas. La enfermera le ofreció asiento, preparó café, luego encendió la caja de luz, cogió la placa de Randy y la colocó en su sitio. Dio un paso atrás, se cruzó de brazos y miró maravillada a la imagen.
—Bien —murmuró—. ¡Así que estas son las famosas muelas del juicio!
Ese fue el último cirujano oral que Randy visitó durante un par de años. Todavía tenía la inexorable presión veinticuatro horas al día en la cabeza, pero ahora había cambiado de actitud; en lugar de considerarla como una condición anómala de fácil remedio, se convertía en una cruz a soportar, y en realidad no tan dura considerando lo que otras personas tenían que sufrir. En ese caso, como en otras muchas ocasiones inesperadas, su extensa experiencia en los juegos de rol de fantasía le fue de ayuda, ya que mientras recorría diversos escenarios épicos había habitado las mentes, si no los cuerpos, de muchos personajes a los que les faltaban miembros o a los que el aliento de dragón o una bola de fuego de un mago había quemado una extensión de su cuerpo decidida de forma algorítmica, y parte de la ética del juego exigía que pensase profundamente en cómo sería vivir con tales heridas e interpretar al personaje en consecuencia. Según esos estándares, sentirte continuamente como si tuvieses un gato de coche metido en el cráneo, incrementando la presión un poquito cada pocos meses, ni siquiera merecía mención. Se perdía en el ruido somático.
Así que Randy vivió de esa forma durante varios años, mientras él y Charlene subían insensiblemente en la escala socioeconómica y se encontraban en las fiestas con personas que habían llegado en Mercedes-Benz. Fue en una de esas fiestas donde Randy oyó por casualidad a un dentista alabar a un joven cirujano oral que recientemente se había trasladado a la zona. Randy tuvo que morderse la lengua para no empezar a preguntar todo tipo de detalles sobre el significado exacto de «brillante» en el contexto de la cirugía oral, preguntas motivadas exclusivamente por la curiosidad pero que el dentista muy probablemente se tomaría mal. Entre los programadores era bastante evidente quién era brillante y quién no, pero ¿cómo se distinguía a un cirujano oral brillante de uno simplemente excelente? Te meterías con rapidez en una gran mierda epistemológica. Cada juego de muelas del juicio sólo se podía extraer una vez. No podías hacer que un centenar de cirujanos orales extrajesen las mismas muelas del juicio y comparar científicamente los resultados. Y sin embargo quedaba claro mirando la cara de ese dentista que ese cirujano en particular, ese chico nuevo, era brillante. Por tanto, más tarde, Randy se acercó sigilosamente al dentista y admitió que él podría tener un desafío —el mismo podría personificar un desafío— que daría buen uso a esas inefables cualidades de brillantez de cirugía oral, y si podría darle el nombre del tipo.
Unos días más tarde ya estaba hablando con ese cirujano oral, quien era efectivamente joven y llamativamente brillante y que tenía más en común con otras personas brillantes que Randy había conocido —en su mayoría hackers— que con los otros cirujanos orales. Conducía una furgoneta y tenía ejemplares recientes de la revista TURING en su sala de espera. Llevaba barba, y disponía de un equipo de enfermeras y otras acólitas femeninas a las que se les aceleraba continuamente el corazón por su brillantez y que le seguían apartándole de los grandes obstáculos y recordándole que comiese. Ese tipo no empalideció al examinar el Mercator-roentgenograma. En realidad, se agarró la barbilla con la mano, se mantuvo algo más erguido y no habló durante varios minutos. De vez en cuando movía la cabeza, prestando atención a una esquina diferente del plano de coordenadas, y admiraba la situación exquisitamente grotesca de cada muela, su peso paleolítico y sus largas raíces retorcidas introduciéndose en partes de la cabeza jamás registradas por los anatomistas.
Cuando al final se volvió para encararse con Randy, estaba poseído por un aura sacerdotal, una especie de éxtasis santo, la revelación de un sentimiento de simetría cósmica, como si la mandíbula de Randy, y su brillante cerebro de cirujano oral, hubiesen sido concebidos por el arquitecto del universo, quince mil millones de años atrás, específicamente para que se encontrasen, aquí y ahora, frente a esa placa. No dijo nada del estilo «Randy, déjame mostrarte lo cerca que están las raíces de esta muela del conjunto de nervios que te distinguen de un tití», o «Mi agenda está increíblemente llena y en realidad estaba pensando pasarme al negocio de los bienes raíces», o «Déjame unos segundos mientras llamo a mi abogado». Ni siquiera dijo nada como «Guau, esas cabronas están bien hundidas». El joven y brillante cirujano oral simplemente dijo:
—Vale.
Permaneció en pie con incomodidad durante unos momentos, y luego salió de la habitación demostrando una ineptitud social que cementó totalmente la confianza de Randy en él. Una de sus adláteres hizo más tarde que Randy firmase un documento legal en el que se estipulaba que estaba bien si el cirujano oral decidía meter todo el cuerpo de Randy en una astilladora, pero en ese caso, y por una vez, parecía simplemente una mera formalidad y no el punto de partida en una saga de litigios al estilo Casa desolada.
Y finalmente llegó el gran día, y Randy se preocupó de disfrutar del desayuno porque sabía que, teniendo en cuenta los daños nerviosos que estaba a punto de sufrir, podría ser la última vez en la vida en que podría saborear la comida, o incluso masticarla. Las adláteres del cirujano oral parecían estar todas maravilladas cuando atravesó la puerta de la consulta como si pensasen «¡Dios mío, se ha atrevido a venir!», y luego se lanzaron tranquilizadoras a la acción. Randy se sentó en el sillón, le pusieron inyecciones y luego vino el cirujano y le preguntó cuál era la diferencia, si la había, entre Windows 95 y Windows NT.
—Esta es una de esas conversaciones que tiene como propósito dejar claro cuándo he perdido el conocimiento, ¿no? —dijo Randy.
—En realidad, hay un propósito secundario. Estoy considerando dar el salto y me gustaría conocer su opinión —dijo el cirujano.
—Bien —dijo Randy—. Tengo mucha más experiencia con UNIX que con Windows NT, pero por lo que he visto, parece que NT es un sistema operativo bastante decente, y ciertamente bastante más serio que Windows. —Hizo una pausa para tomar aliento y de pronto comprobó que todo era diferente. El cirujano oral y sus adláteres seguían allí y ocupaban más o menos las mismas posiciones en su campo de visión que cuando empezó a emitir la frase, pero ahora las gafas del cirujano estaban ladeadas y las lentes manchadas de sangre, y tenía el rostro completamente sudado, y su mascarilla estaba salpicada de trocitos que parecían haber salido muy del interior del cuerpo de Randy, y el aire de la sala estaba turbio por el hueso que flota en el aire convertido en aerosol, y las enfermeras parecían mustias y cansadas y tenían aspecto de necesitar un nuevo maquillaje, estiramientos de piel y unas cuantas semanas en la playa. El pecho y el regazo de Randy, así como el suelo, estaban cubiertos por algodones ensangrentados y suministros médicos arrancados a toda prisa. Le dolía la parte de atrás de la cabeza por los golpes contra el cabezal de la silla producidos por el retroceso del martillo neumático craneal del joven y brillante cirujano. Cuando intentó terminar la frase («así que si está dispuesto a pagar la diferencia, creo que el cambio es muy aconsejable») se dio cuenta de que tenía la boca llena de algo que le impedía hablar. El cirujano se bajó la mascarilla y se rascó la barba manchada de sudor. No miraba fijamente a Randy sino a un punto mucho más lejano. Lanzó un largo y lento suspiro. Le temblaban las manos.
—¿Qué día es? —murmuró Randy a través del algodón.
—Como le dije antes —dijo el brillante y joven cirujano oral—, cobramos las extracciones de las muelas del juicio empleando una escala móvil, dependiendo del grado de dificultad. —Hizo una pausa momentánea, buscando las palabras—. En su caso, me temo que le cobraremos el máximo en las cuatro. —Luego se puso en pie y salió arrastrando los pies, con los hombros caídos, pensó Randy, no tanto por el estrés del trabajo como por la idea de que nadie iba a darle un premio Nobel por lo que acababa de lograr.
Randy se fue a casa y pasó una semana tendido en el sofá frente al televisor comiendo narcóticos orales como si fuesen gominolas y gimiendo de dolor, y luego se puso mejor. La presión del cráneo había desaparecido. Se había ido por completo. Ni siquiera podía recordar cómo era.
Ahora mientras va en el coche de policía hacia su nueva celda privada, recuerda toda la saga de la extracción de las muelas del juicio porque tiene muchos puntos en común con lo que acaba de pasar emocionalmente con la joven America Shaftoe. Randy ha tenido algunas novias en su vida —no muchas— pero todas ellas eran como cirujanos orales que no valían nada. Amy es la única con la habilidad y los cojones suficientes para mirarle, decir «vale», atravesarle el cráneo y volver con el tesoro. Probablemente para ella fuese agotador. A cambio le cobrará un precio muy alto. Y durante mucho tiempo va a dejar a Randy tendido de dolor. Pero ya nota que su presión interna se ha aliviado y se alegra, se alegra tanto de que ella haya entrado en su vida, y que al final haya tenido el sentido común y, posiblemente, las agallas de hacerlo. Olvida completamente durante unas horas que el gobierno filipino le ha marcado para morir.
Del hecho de estar en un coche, infiere que su nueva y privada celda se encuentra en un edificio diferente. Nadie le explica nada porque después de todo, no es más que un prisionero. Desde el arresto en el AINA ha estado encerrado en un edificio nuevo de cemento, al sur, en el borde de Makati, pero ahora le llevan al norte, a las partes antiguas de Manila, probablemente a unas instalaciones góticas anteriores a la guerra y con más estilo. El Fuerte Santiago, en las riberas del Pasig, tenía celdas que se encontraban en la zona entre mareas, de forma que los prisioneros allí encerrados durante la marea baja morían en la alta. Ahora es un lugar histórico, así que sabe que no le llevan allí.
La nueva celda está ciertamente en un enorme y terrorífico edificio viejo en algún lugar del toroide de importantes instituciones gubernamentales que rodean el agujero negro de Intramuros. No está en, pero se encuentra justo al lado de un tribunal. Atraviesan callejones durante un rato entre esos viejos edificios de piedra y luego presentan credenciales en una prisión y esperan a que abran una enorme portezuela de hierro, y luego atraviesan un patio pavimentado que hace tiempo que no limpian, enseñan más credenciales y esperan a que levanten una verja de hierro de verdad, dejando un orificio que desciende bajo el edificio. Luego el coche se detiene y de pronto están rodeados de hombres vestidos con uniformes.
El proceso se parece extrañamente a llegar a la entrada principal de un hotel de negocios de Asia, excepto que los hombres uniformados llevan pistolas y no se ofrecen a llevar la bolsa del portátil de Randy. Tiene una cadena alrededor de la cintura y esposas fijadas a esa cadena, y cadena en los pies que le acorta el paso. La cadena entre sus tobillos está sostenida en el medio por otra cadena que llega hasta la cintura de forma que no se arrastre por el suelo al caminar. Tiene la destreza manual justa para sostener el portátil y mantenerlo apretado contra la parte baja del abdomen. No es un simple granuja encadenado, es un granuja encadenado digital, el fantasma de Marley de la Superautopista de la Información. Que a un hombre en su situación se le permita tener un portátil es tan grotescamente inadmisible que le hace dudar de su valoración extremadamente cínica de la situación, es decir que Alguien —es de suponer, el mismo Alguien que le está Enviando un Mensaje— ya ha descubierto que todo lo que hay en su disco duro está cifrado, y ahora intenta engañarle para que encienda la máquina y la use de forma que… ¿qué? Quizás hayan instalado una cámara en su celda y miren por encima de su hombro. Pero eso sería fácil de evitar; simplemente no debe comportarse como un idiota total.
Los guardias le llevan por un pasillo y algunos procedimientos para prisioneros que en realidad no se le aplican ya que ya ha rellenado todos los formularios y entregado los efectos personales en otra cárcel. Luego comienzan las grandes y terroríficas puertas de metal, y pasillos que no huelen tan bien, y escucha el bullicio generalizado de la cárcel, pero le llevan más allá del bullicio a otro corredor que parece ser más antiguo y tener menos uso, y finalmente atraviesan una puerta de cárcel pasada de moda con sus barras de hierro y que lleva a una larga habitación de piedra abovedada que contiene una fila única de como media docena de celdas, con un pasillo para los guardias que recorre las puertas de las jaulas de hierro. Como si fuese el simulacro de una cárcel en un parque temático. Le llevan hasta el final, hasta la última celda, y le dejan allí. Le aguarda un único jergón, un colchón delgado con sábanas manchadas pero limpias y una manta del ejército doblada y apoyada encima. Un viejo archivador de madera y una silla plegable están en una esquina, contra la pared al final de la larga habitación. Evidentemente se supone que el archivador debe servir como mesa de trabajo de Randy. Los cajones están cerrados con llave. De hecho, el archivador lo han fijado con algunas vueltas de una cadena pesada y un candado, por lo que queda muy claro que debe usar el ordenador allí, en esa esquina de la celda, y en ningún otro sitio. Como prometió el letrado Alejandro, han enchufado un alargador en una toma de la entrada del bloque, que corre por el pasillo, está atado alrededor de una tubería lejos del alcance de Randy y se le permite avanzar en la dirección del archivador. Pero no llega del todo a la celda de Randy, así que la única forma de enchufar el ordenador es colocarlo sobre el archivador, encajar el cable de corriente en la parte de atrás y luego lanzar el otro extremo más allá de las barras de hierro hacia el guardia, quien podrá ayuntarlo con el alargador.
Al principio parece la desquiciada obra de un loco del control, un ejercicio de poder simplemente por el placer sádico. Pero después de que le quiten las cadenas a Randy, le hayan encerrado en la celda y le dejen a solas para meditar durante unos minutos, piensa algo diferente. Es evidente que, normalmente Randy podría dejar el ordenador sobre el tapete mientras las baterías se cargan y luego llevárselo a la cama y usarlo allí hasta que se le agotase la batería. Pero quitaron las baterías de la máquina antes de que el letrado Alejandro se la entregase, y no parece haber ninguna batería de ThinkPad corriendo por la celda. Así que tendrá que mantenerlo enchufado todo el tiempo, y por la forma en que han dispuesto el archivador y el alargador, se ve obligado por ciertas propiedades inmutables del espacio-tiempo tridimensional euclídeo a usar la máquina en un único lugar: allí mismo, sobre el maldito archivador. No cree que sea un accidente.
Se sienta frente al archivador y examina la pared y el techo en busca de cámaras de vídeo ocultas, pero no se lo toma demasiado en serio y tampoco espera verlas. Para distinguir el texto sobre la pantalla tendrían que usar cámaras de alta resolución, lo que sería grande y evidente; las cámaras pequeñas no valdrían. Por aquí no hay ninguna cámara grande.
Randy está casi seguro de que si pudiese abrir el archivador, en su interior encontraría algún sistema electrónico. Probablemente justo debajo de su portátil hay una antena Van Eck para recibir la señal que emana de la pantalla. Por debajo, algún cacharro para traducir esas señales a forma digital y transmitir el resultado a alguna estación de escucha cercana, probablemente al otro lado de la pared. Al fondo de todo probablemente hay algunas baterías para que todo funcione. Mueve el archivador de un lado a otro todo lo que las cadenas le dejan, y descubre que efectivamente el fondo es muy pesado, como si hubiese una batería de coche allí metida. O quizá no sea más que su imaginación. Quizá le dejen tener el portátil porque son tipos simpáticos.
Así que es eso. Ese es el montaje. Ese es el trato. Todo muy limpio y simple. Randy enciende el portátil para comprobar que todavía funciona. Luego se hace la cama y se tiende, simplemente porque le hace sentirse bien el estar tendido. Es la primera vez que ha tenido algo parecido a intimidad en al menos una semana. A pesar de la estrafalaria admonición de Avi contra el autoabuso en la playa de Pacifica, es hora de que Randy se ocupe de un asuntillo. Ahora necesita concentrarse, y hay que eliminar cierta distracción. Repasando su última conversación con Amy es más que suficiente para provocarle una erección. Mete la mano en los pantalones y de pronto se queda dormido.
Se despierta al oír que se abre la puerta del bloque. Traen a otro prisionero. Randy intenta sentarse y descubre que todavía tiene la mano metida en los pantalones, habiendo fracasado en su misión. La saca renuente y se sienta. Retira los pies de la cama y los apoya sobre el suelo de piedra. Ahora da la espalda a la celda adyacente, que es una imagen especular de la suya; es decir, las camas y los retretes de ambas celdas están juntos siguiendo la partición compartida. Se pone en pie, se da la vuelta y observa cómo llevan al otro prisionero a la celda junto a la suya. El tipo nuevo es un blanco, probablemente de unos sesenta y tantos años, quizá setenta y tantos, aunque podría defenderse la idea de cincuenta y tantos y ochenta y tantos. En cualquier caso, muy vigoroso. Viste un mono de prisionero como el de Randy, pero con otros accesorios: en lugar de un portátil, lleva un crucifijo colgando de un rosario de grandes cuentas de ámbar, y alguna especie de medallón que cuelga de una cadena de plata, y sostiene varios libros contra el vientre: una Biblia y algo enorme en alemán, y una novela best seller actual.
Los guardias le tratan con extrema reverencia; Randy asume que el tipo es un sacerdote. Le hablan en tagalo, haciéndole preguntas —preocupándose, cree Randy, por sus necesidades y deseos— y el hombre blanco les responde en un tono tranquilizador e incluso cuenta un chiste. Realiza una petición cortés; un guardia sale corriendo y regresa momentos después con un mazo de cartas. Finalmente los guardias se alejan de la celda, prácticamente haciendo reverencias, y le encierran entre disculpas que ya se están volviendo un poco monótonas. El hombre blanco dice algo, primero para perdonarles y luego algo ingenioso. Ellos se ríen nerviosos y se van. El hombre blanco se queda de pie en medio de la celda durante un minuto, contemplando el suelo, quizá rezando o algo así. Luego entra en acción y empieza a mirar a su alrededor. Randy se inclina sobre la partición y pasa la mano por entre los barrotes.
—Randy Waterhouse —dice.
El hombre blanco lanza sus libros sobre la cama, se desliza en su dirección y le responde dándole la mano.
—Enoch Root —dice—. Un placer conocerte en persona, Randy. —Su voz es inconfundiblemente la de Pontifex… root@eruditorum.org.
Randy se queda inmóvil durante mucho tiempo, como un hombre que comprende que le están gastando una broma colosal, pero no cuán colosal es, o de qué va. Enoch Root ve que Randy está paralizado, y se traslada con tranquilidad. Flexiona el mazo de cartas con una mano y las lanza a la otra; la columna de cartas aéreas permanece colgada durante un momento entre sus manos, como un acordeón.
—No son tan versátiles como las tarjetas ETC, pero sí son sorprendentemente útiles —comenta—. Con suerte, Randy, tú y yo podremos establecer un puente… siempre que estemos simplemente pontificando.
—¿Establecer un puente? —repite Randy, sintiéndose y probablemente sonando bastante estúpido.
—Lo lamento, mi inglés está un poco oxidado… me refiero al bridge, el juego de cartas. ¿Sabes jugar?
—¿Al bridge? No. Pero pensaba que hacían falta cuatro personas.
—Me he inventado una versión a la que pueden jugar dos. Sólo espero que el mazo esté completo… el juego exige cincuenta y cuatro cartas.
—Cincuenta y cuatro —comenta Randy—. ¿Tu juego se parece a Pontifex?
—Son uno y el mismo.
—Creo que tengo las reglas de Pontifex metidas en algún lugar del disco duro —dice Randy.
—Entonces juguemos —dice Enoch Root.