CORREGIDOR
NO HAY
LÍMITE fijo entre las aguas de la bahía de Manila y el aire
húmedo que la cubre, sólo un sudario monótono gris y azul que
cuelga a unos kilómetros de distancia. Glory IV maniobra con
cuidado durante media hora por entre la inmensa extensión de
cargueros atracados, luego gana velocidad y se dirige al centro de
la bahía. El aire se hace un poco menos denso, lo que permite a
Randy apreciar una buena vista de Batan a estribor: montañas negras
en su mayoría cubiertas por la niebla y moteadas por nubes en forma
de champiñón, producto de corrientes ascendentes. En su mayor
parte, carece de playas, únicamente acantilados rojos que caen
durante los últimos metros hacia el mar. Pero a medida que recorren
el final de la península, el terreno se vuelve más suave y muestra
algunos campos verde pálido. En la misma punta de Batan hay un par
de peñascos de caliza que Randy reconoce por el vídeo de Avi. Pero
en ese momento, casi toda su atención se centra en Corregidor, que
se encuentra a unos kilómetros al final de la península.
America Shaftoe, o Amy como le gusta que la llamen, pasa la mayor parte del viaje ajetreada por la cubierta, comunicándose con los submarinistas filipinos y americanos en ráfagas de conversación seria, en ocasiones sentándose con las piernas cruzadas sobre la cubierta para repasar papeles y gráficos. Se ha puesto un sombrero de cowboy para protegerse la cabeza de la radiación solar. Randy no tiene prisa por exponerse al sol. Remolonea en el camarote con aire acondicionado, bebiendo café y contemplando las fotografías de las paredes.
Ingenuamente espera ver fotografías de submarinistas arrastrando cables submarinos por las playas. Semper Marine Services realiza muchas operaciones con cables —y lo hacen bien, había comprobado las referencias antes de contratarlos— pero aparentemente no consideran ese trabajo lo suficientemente interesante para fotografiarlo. En su mayor parte, las fotografías corresponden a operaciones de rescate submarino: submarinistas, con grandes sonrisas en sus rostros correosos, sosteniendo triunfantes un ánfora cubierta de percebes, como jugadores de hockey sosteniendo la Copa Stanley.
Desde la distancia, Corregidor es un arco de jungla sobresaliendo del agua con un saliente plano que se extiende a un lado. Sabe por los mapas que realmente tiene forma de espermatozoide. Lo que desde un ángulo parece un saliente es realmente la cola, que vira al este como si el espermatozoide intentase alejarse nadando de la bahía de Manila para impregnar Asia.
Amy abre la puerta de un golpe.
—Venga al puente —dice—, debería ver esto.
Randy la sigue.
—¿Quién es el tipo que aparece en la mayoría de las fotos? —pregunta.
—¿El de aspecto temible con corte militar?
—Sí.
—Mi padre —dice—. Doug.
—¿Quiere decir Douglas MacArthur Shaftoe? —pregunta Randy. Ha visto el nombre en algunos de los documentos que ha intercambiado con Semper Marines.
—El mismo.
—¿El que fuera SEAL?
—Sí. Pero no le gusta que se refieran a él de esa forma. Es un cliché.
—¿Por qué me resulta familiar?
Amy suspira.
—Tuvo sus quince minutos de fama en 1975.
—Tengo problemas para recordar.
—¿Conoce a Comstock?
—¿El Fiscal General Paul Comstock? ¿El que odia la criptografía?
—Me refiero a su padre. Earl Comstock.
—El tipo de la política de la Guerra Fría, el cerebro tras la guerra del Vietnam, ¿no?
—Nunca he oído que lo describan así, pero sí, hablamos del mismo tipo. Puede que recuerde que en 1975 Earl Comstock se cayó, o lo empujaron, de un telesquí en Colorado, y se rompió los brazos.
—Oh, sí. Empiezo a recordar.
—Resulta que mi pa… —Amy inclina la cabeza hacia una de las fotografías— estaba sentado en ese momento justo a su lado.
—Por accidente, o…
—Puro azar. No estaba planeado.
—Es una forma de verlo —dice Randy—, pero por otra parte, si Earl Comstock esquiaba con frecuencia, la probabilidad de que «tarde» o «temprano» se encontrase sentado, a quince metros del suelo, junto a un veterano del Vietnam es bastante alta.
—Como sea. Lo único que digo es que… en realidad, no quiero hablar de ello.
—¿Llegaré a conocerle? —pregunta Randy, mirando la fotografía.
Amy se muerde el labio y mira el horizonte.
—El noventa por ciento de las veces su presencia es señal de que está sucediendo algo muy siniestro. —Abre la escotilla del puente y la sostiene para Randy, señalando un escalón alto.
—¿Y el diez por ciento restante?
—Está aburrido, o por ahí con su novia.
El piloto del Glory está intensamente concentrado y les ignora, lo que Randy considera señal de profesionalidad. El puente tiene muchas mesas fabricadas con puertas o contrachapado grueso, y todo el espacio disponible está cubierto con equipos electrónicos: un fax, una máquina más pequeña que vomita boletines meteorológicos, tres ordenadores, un teléfono por satélite, unos cuantos teléfonos GSM metidos en sus cargadores, aparatos de exploración del fondo. Amy lo guía hasta una máquina de gran pantalla que muestra lo que parece una fotografía en blanco y negro de un terreno accidentado.
—Sidescan sonar —le explica—, una de las mejores herramientas para este tipo de trabajo. Nos muestra lo que hay en el fondo. —Comprueba las pantallas de los ordenadores para obtener sus coordenadas actuales y realiza unos cálculos rápidos en la cabeza—. Ernesto, cambia el rumbo cinco grados a estribor, por favor.
—Sí, señor —dice Ernesto, y hace que suceda.
—¿Qué está buscando?
—Es gratis… como los cigarrillos en el hotel —le explica Amy—. Simplemente un extra por hacer negocios con nosotros. En ocasiones nos gusta hacer de guías. ¿Ve? Mire eso. —Usa el meñique para señalar algo que comienza a aparecer en la pantalla. Randy se inclina y lo mira con atención. Claramente es de fabricación humana: un conjunto de líneas rectas y ángulos rectos.
—Parece un montón de desechos —dice.
—Ahora lo es —dice Amy—, pero solía ser una buena parte del tesoro filipino.
—¿Qué?
—Durante la guerra —dice Amy—, después de Pearl Harbor, pero antes de que los japoneses ocupasen Manila, el gobierno se deshizo del tesoro. Metieron todo el oro y la plata en cajones y los enviaron a Corregidor para protegerlo… supuestamente.
—¿Qué quiere decir con supuestamente?
Ella se encoge de hombros.
—Estamos en Filipinas —dice—. Tengo la sensación de que buena parte acabó en otro sitio. Pero gran parte de la plata acabó allí. —Se pone recta y mueve la cabeza en dirección a Corregidor—. En aquella época pensábamos que Corregidor era inexpugnable.
—¿Cuándo fue eso, más o menos?
—Diciembre de 1941 o enero de 1942. En todo caso, quedó claro que Corregidor caería. Llegó un submarino y se llevó el oro a principios de febrero. Luego vino otro submarino y se llevó a los hombres cuya captura no podía permitirse, como los rompecódigos. Pero no tenían submarinos suficientes para llevarse toda la plata. MacArthur se fue en marzo. Empezaron a sacar la plata, en cajones, en medio de la noche, y la arrojaban al mar.
—¡Está de coña!
—Siempre podían regresar e intentar recuperarla —dice Amy—. Pero lo perderían todo si dejaban que los japoneses se apoderasen de ella, ¿no?
—Supongo.
—Los japoneses recuperaron mucha plata; capturaron en Batan y Corregidor a un grupo de submarinistas americanos, y les obligaron a bajar, justo por debajo de donde nos encontramos ahora, para recogerla. Pero muchos de esos mismos submarinistas se las arreglaron para ocultar mucha plata y hacérsela llegar a filipinos, quienes la transportaron de contrabando a Manila, donde se volvió tan común que desvalorizó la moneda de ocupación japonesa.
—¿Qué vemos ahora mismo?
—Los restos de viejos cajones que se abrieron al dar con el fondo marino —dice Amy.
—¿Quedó algo de plata al final de la guerra?
—Oh, claro —responde Amy despreocupadamente—. La mayoría fue arrojada aquí, y los submarinistas la recuperaron, pero parte fue arrojada en otras zonas. Mi papá recuperó parte ya en los años setenta.
—Guau. ¡Eso no tiene sentido!
—¿Por qué no?
—No puedo creer que montones de plata permaneciesen en el fondo del océano durante treinta años para que cualquiera los recogiese.
—No conoce demasiado bien a los filipinos —dice Amy.
—Sé que es un país pobre. ¿Por qué no vino nadie a recoger la plata?
—La mayor parte de los cazadores de tesoros de esta parte del mundo van tras premios mayores —dice Amy—, o más fáciles.
Randy está perplejo.
—Un montón de plata en el fondo de la bahía me suena a grande y fácil.
—No lo es. La plata no vale tanto. Un jarrón de la dinastía Sung, limpio, puede superar su peso en oro. Oro. Y es más fácil encontrar el jarrón… sólo hay que examinar el fondo marino buscando algo con forma de junco chino. Un junco hundido produce una imagen característica en el sonar. Mientras que un viejo cajón, roto y cubierto de coral y percebes, tiene el aspecto de una piedra.
Al acercarse a Corregidor, Randy aprecia que la cola de la isla está llena de bultos, con grandes montones de roca sobresaliendo aquí y allá. El color de la tierra se difumina gradualmente del verde profundo de la selva al verde pálido y luego a un marrón rojizo chamuscado a medida que la cola se extiende desde el centro grueso de la isla hasta el final, y la tierra se vuelve más seca. La mirada de Randy está fija en uno de esos peñascos rocosos, que está coronado por una torre de acero nueva. En lo alto de la torre se encuentra un cuerno de microondas apuntando al este, hacia el edificio de Epiphyte en Intramuros.
—¿Ve esas cuevas a nivel del agua? —dice Amy. Parece lamentar haber mencionado los tesoros, y ahora quiere cambiar de tema.
Randy se obliga a dejar de admirar la antena de microondas, de la que es dueño en parte, y mira en la dirección que le indica Amy. El flanco de piedra caliza de la isla, que cae en vertical en los últimos metros hacia el agua, está lleno de agujeros.
—Sí.
—Fueron construidas por los americanos para contener cañones de defensa, y ampliadas por los japoneses como lugares para el lanzamiento de botes suicidas.
—Guau.
Randy nota un sonido profundo a gárgaras, y vuelve la mirada para ver un bote que se ha puesto a su lado. Tiene forma de canoa de quizás unos doce metros de largo, con largos estabilizadores a cada lado. Un par de banderas andrajosas ondean en lo alto del mástil corto, y la chillona colada flamea con alegría desde las líneas tendidas por aquí y por allá. Un enorme motor diesel descubierto se encuentra en medio del casco, llenando la atmósfera de un humo negro. Frente a él, varios filipinos, incluyendo a mujeres y niños, están reunidos bajo la sombra de una lona azul brillante, comiendo. A popa, un par de hombres manejan equipos de submarinismo. Uno de ellos sostiene algo a la altura de la boca: un micrófono. Una voz ladra desde la radio del Glory, en tagalo. Ernesto contiene la risa, coge el micrófono y contesta brevemente. Randy no sabe lo que dicen, pero sospecha que es algo como «hagamos el payaso más tarde, nuestro cliente está ahora mismo en el puente».
—Asociados mercantiles —le explica Amy con sequedad. Su lenguaje corporal dice que desea alejarse de Randy y volver al trabajo.
—Gracias por el tour —dice Randy—. Una pregunta.
Amy arquea las cejas, intentando parecer paciente.
—¿Qué parte de los ingresos de Semper Marine provienen de la búsqueda de tesoros?
—¿Este mes? ¿Este año? ¿En los últimos diez años? ¿Durante toda la vida de la empresa? —dice Amy.
—Lo que sea.
—Ese tipo de ingresos es esporádico —dice Amy—. El Glory quedó pagado, e incluso algo más, por la cerámica recuperada de un junco. Pero hay años en que todos nuestros ingresos provienen de trabajos como este.
—En otras palabras, ¿trabajos aburridos de mierda? —dice Randy. Lo suelta sin más. Normalmente controla la lengua un poco mejor. Pero afeitarse la barba ha distorsionado los límites de su yo, o algo así.
Espera que ella se ría o al menos guiñe un ojo, pero se lo toma con seriedad. Tiene una cara de póquer bastante buena.
—Considérelo como fabricar matrículas —dice.
—Por tanto, básicamente son un grupo de buscadores de tesoros —dice Randy—. Simplemente fabrican matrículas para estabilizar el flujo de capital.
—Llámenos buscadores de tesoros si quiere —dice Amy—. ¿Por qué hace usted negocios, Randy? —Se da la vuelta y sale de allí.
Randy sigue mirando su partida cuando oye a Ernesto jurar por lo bajo, no tanto enfadado como sorprendido. El Glory está ahora bordeando la punta de la cola de Corregidor y todo el lado sur de la isla se está haciendo visible por primera vez. El último kilómetro de la cola, más o menos, se curva para formar una bahía semicircular. Anclado en el centro de esa bahía hay un barco blanco que Randy identifica, en principio, como un pequeño trasatlántico de líneas desenfadadas y pícaras. Luego ve el nombre pintado en la popa: RUI FALEIRO - SANTA MONICA, CALIFORNIA.
Randy se acerca a Ernesto y los dos contemplan la nave blanca durante un rato. Randy ha oído hablar de ella, y Ernesto, como todo el mundo en Filipinas, la conoce. Pero verla es algo completamente diferente. Hay un helicóptero posado sobre la cubierta de popa como si se tratase de un juguete. Un bote en forma de daga cuelga de un pescante, listo para ser usado como bote de vela. Un hombre de piel morena vestido con un reluciente uniforme blanco está dando brillo a una baranda de metal.
—Rui Faleiro era el cosmógrafo de Magallanes —dice Randy.
—¿Cosmógrafo?
—El cerebro de la operación —dice Randy dándose un golpecito con el dedo en la cabeza.
—¿Vino aquí con Magallanes?
En casi todo el mundo, Magallanes se considera el primer tío que dio la vuelta al mundo. Aquí, todo el mundo sabe que no pasó de la isla de Mactán, donde los filipinos lo mataron.
—Cuando Magallanes partió en el barco, Faleiro se quedó en Sevilla —dice Randy—. Se volvió loco.
—Sabes mucho sobre Magallanes, ¿eh? —dice Ernesto.
—No —dice Randy—, sé mucho sobre el Dentista.
—No hables con el Dentista. Nunca. Sobre nada. Ni siquiera asuntos técnicos. Cualquier pregunta técnica que te haga no es más que un cebo para alguna táctica empresarial que está tan lejos de tu comprensión como la demostración del teorema de Gódel para el Pato Lucas —le dijo espontáneamente Avi una noche, mientras cenaban en un restaurante del centro de Makati. Avi se niega a discutir ningún asunto importante a menos de un kilómetro del Hotel Manila porque piensa que cada una de las habitaciones, y cada una de las mesas, está siendo vigilada.
—Gracias por el voto de confianza —respondió Randy.
—Eh —dijo Avi—. Sólo intento defender mi territorio… justificar mi existencia en este proyecto. Yo me encargaré de los asuntos de negocios.
—¿No estás siendo un poco paranoico?
—Escucha. El Dentista posee al menos mil millones de dólares, y controla otros diez mil millones. La mitad de los putos odontólogos del sur de California se retiraron a los cuarenta porque él decuplicó sus fondos de pensiones en dos o tres años. No consigues esos resultados siendo un buen tipo.
—A lo mejor sólo tuvo suerte.
—Tuvo suerte. Pero eso no significa que sea un buen tío. Lo que quiero decir es que metió ese dinero en inversiones extremadamente arriesgadas. Jugó a la ruleta rusa con los ahorros de toda la vida de sus inversores, mientras mantenía en secreto lo que hacía. Vamos, que ese tipo invertiría en una mafia de secuestros de Mindanao si le ofreciesen una buena tasa de ganancias.
—Me pregunto si él mismo comprende que tuvo suerte.
—Eso me pregunto yo también. Mi suposición es que no. Creo que se considera a sí mismo un instrumento de la Providencia Divina, como Douglas MacArthur.
El Rui Faleiro es el orgullo de la industria de yates de Seattle, que últimamente está en crecimiento, aunque de forma discreta. Randy cosechó algunos datos repasando folletos que se publicaron antes de que el Dentista comprase el barco. Por tanto, sabe que el helicóptero y la lancha rápida venían incluidos en el precio de compra, que nunca se ha divulgado. La nave contiene, entre otras cosas, diez toneladas de mármol. El dormitorio principal tiene baños para él y para ella completamente equipados y recubiertos de mármol negro para él y mármol rosa para ella, de forma que el Dentista y la Diva no tengan que discutir por el espacio frente al lavabo mientras se acicalan para una de las grandes fiestas celebradas en el impresionante salón de baile del yate.
—¿El Dentista? —dice Ernesto.
—Kepler. Doctor Kepler —dice Randy—. En Estados Unidos, algunas personas le llaman el Dentista. —Personas en la industria de alta tecnología.
Ernesto asiente con complicidad.
—Un hombre así puede tener a cualquier mujer del mundo —dice—. Pero escogió a una filipina.
—Sí —dice Randy con cautela.
—¿En los Estados Unidos conoce la gente la historia de Victoria Vigo?
—Debo decirle que no es tan famosa en los Estados Unidos como aquí.
—Claro.
—Pero algunas de sus canciones fueron muy populares. Mucha gente sabe que salió de la pobreza.
—¿La gente en Estados Unidos conoce Smoky Mountain? ¿El vertedero en Tondo, donde los niños deben cazar para comer?
—Algunos lo saben. Será muy famoso cuando pasen por televisión la película sobre la vida de Victoria Vigo.
Ernesto asiente, aparentemente satisfecho. Todos allí saben que se está preparando una película sobre la vida de la Diva, con ella misma de protagonista.
Lo que normalmente no saben es que es un proyecto vanidoso, financiado por el Dentista, y que sólo se emitirá por televisión por cable en mitad de la noche.
Pero probablemente sí saben que omitirán las partes más interesantes.
—En lo que se refiere al Dentista —dijo Avi—, nuestra ventaja es que, cuando se trata de Filipinas, será predecible. Manso. Incluso dócil. —Le dedicó una sonrisa críptica.
—¿Y eso?
—Victoria Vigo recurrió a la prostitución para salir de Smoky Mountain, ¿no?
—Bueno, cuando sale el tema hay muchos codazos y guiños, pero nadie lo ha dicho claramente —dijo Randy, mirando nervioso a su alrededor.
—Créeme, es la única forma en que pudo salir de allí. Los Bolobolos se encargaban de hacer de proxenetas. Se trata de un grupo del norte de Luzón que llegaron al poder junto con Marcos. Controlan esa parte de la ciudad: policía, crimen organizado, política local, todo. En consecuencia, son sus dueños: tienen fotografías y vídeos de cuando era una prostituta menor de edad y estrella porno.
Randy niega con la cabeza por el asco y el asombro.
—¿Cómo demonios te las arreglas para conseguir esa información?
—No importa. Créeme, en algunos círculos es un hecho tan conocido como el valor de pi.
—No en mis círculos.
—En cualquier caso, lo importante es que los intereses de ella coinciden con los de los Bolobolos y siempre será así. Y el Dentista hará siempre obedientemente lo que su esposa le diga.
—¿Realmente puedes dar eso por seguro? —dijo Randy—. Es un tipo duro. Probablemente tiene más dinero y poder que los Bolobolos. Puede hacer lo que quiera.
—Pero no lo hará —dijo Avi, sonriendo de nuevo—. Hará lo que su mujer le diga.
—¿Cómo lo sabes?
—Mira —dijo Avi—. Kepler es un obseso del control; como la mayoría de los hombres ricos y poderosos. ¿Cierto?
—Cierto.
—Si eres un obseso del control, ¿en qué preferencia personal se traduce tal cosa?
—Espero no saberlo nuca. Supongo que querría dominar a una mujer.
—¡Falso! —dijo Avi—. El sexo es más complicado, Randy. El sexo es donde surgen los deseos reprimidos de las personas. Las gente se excita más cuando se revelan sus secretos más íntimos…
—¡Mierda! ¿Kepler es masoquista?
—Es tan jodidamente masoquista que era famoso por ello. Al menos en la industria del sexo del sureste asiático. Los proxenetas y madames de Hong Kong, Bangkok, Shenzhen, Manila, todos tienen informes sobre él; sabían exactamente lo que quería. Y así es como conoció a Victoria Vigo. Se encontraba en Manila negociando con FiliTel. Pasaba mucho tiempo aquí, hospedándose en un hotel, lleno de micrófonos ocultos, que es propiedad de los Bolobolos. Estudiaron sus hábitos de apareamiento como entomólogos observando los hábitos reproductivos de las hormigas. Prepararon a Victoria Vigo, su as, su bomba, su Terminator sexual, para que le diese a Kepler exactamente lo que Kepler quería. A continuación la enviaron hacia su vida como un puñetero misil teledirigido, y ¡pum!, amor verdadero.
—¿No crees que él sospecharía algo? Me sorprende que se implicase tanto con una puta.
—¡Él no sabía que era una puta! ¡Es la parte bonita del plan! ¡Los Bolobolos la plantaron como conserje en el hotel de Kepler usando una identidad falsa! ¡Una tímida chica de escuela católica! Todo empieza cuando ella le consigue entradas para una representación y, en un año, él está encadenado a su cama en ese puto megayate suyo con las marcas de azotes en el culo, y ella encima de él con un anillo de boda en el dedo del tamaño de un faro, la centesimo trigésimo octava mujer más rica del mundo.
—Centésimo vigésimo quinta —le corrigió Randy—, las acciones de FiliTel han subido últimamente.
Randy pasa todo el día siguiente intentado no cruzarse con el Dentista. Se hospeda en una pequeña posada privada en lo alto de la isla, tomando todas las mañanas un desayuno continental con un grupo variopinto de veteranos de guerra americanos y nipones que han venido con sus esposas para (supone Randy) enfrentarse con cuestiones emocionales un millón de veces más profundas que cualquiera con las que haya tenido que tratar Randy. El Rui Faleiro es de lo más evidente, y Randy se hace una idea de si el Dentista está a bordo observando los movimientos del helicóptero y la lancha rápida.
Cuando cree que es seguro, baja a la playa bajo la antena de microondas y ve trabajar a los submarinistas de Amy en la instalación de cable. Algunos trabajan en la zona de olas, atornillando piezas de hierro alrededor del cable. Otros trabajan varios kilómetros mar adentro, en coordinación con una gabarra que inyecta el cable directamente sobre el fondo marino con un gigantesco apéndice en forma de cuchilla.
El extremo del cable en la orilla penetra en un nuevo edificio reforzado con cemento situado a un centenar de metros del nivel más alto de la marea. Es básicamente una enorme habitación llena de baterías, generadores, unidades de aire acondicionado y conjuntos de equipos electrónicos. El software que corre en ese equipo es responsabilidad de Randy, por lo que pasa la mayor parte del tiempo en el edificio, mirando una pantalla de ordenador y tecleando. Desde allí, las líneas de transmisión van colina arriba hasta la torre de microondas.
El otro extremo lo están llevando hasta una boya que se agita en el mar de China Meridional, a unos kilómetros de distancia. Unido a esa boya está el extremo del festón costero del norte de Luzón, un cable, propiedad de FiliTel, que llega hasta la costa de la isla, donde llega un enorme cable de Taiwán. Taiwán, a su vez, está fuertemente conectado a la red submarina mundial; es fácil y barato mover datos dentro y fuera de Taiwán.
Sólo hay un hueco en la cadena privada de transmisión que Epiphyte y FiliTel están intentando establecer desde Taiwán al centro de Manila, y ese hueco es más pequeño cada día, a medida que la gabarra de cable se acerca a la boya.
Cuando finalmente llega allí, el Rui Faleiro leva el ancla y se desliza a su encuentro. El helicóptero y la lancha rápida, así como la flotilla de barcos de alquiler, se ponen en acción para llevar dignatarios y periodistas desde Manila. Avi se presenta con dos esmóquines nuevos de un sastre de Shanghai («Todos esos famosos sastres de Hong Kong eran refugiados de Shanghai»). Él y Randy rompen el papel, se los ponen y luego descienden la colina en un jeepney con aire acondicionado hasta el muelle, donde les espera el Glory.
Dos horas más tarde, Randy puede ver al Dentista y a la Diva por primera vez… en el gran salón de baile del Rui Faleiro. Para Randy esa fiesta es como cualquier otra: da la mano a algunas personas, olvida sus nombres, encuentra un sitio para sentarse y disfruta del vino y de la comida en dichosa soledad.
El aspecto especial de esa fiesta son esos dos cables cubiertos de alquitrán, cada uno del espesor de un bate de béisbol, que llegan hasta el alcázar. Si te diriges a la baranda y miras abajo puedes ver como desaparecen en el agua salada. Los extremos de los cables se encuentran sobre una mesa en medio de la cubierta, a la que hay sentado un técnico, que han traído volando desde Hong Kong y al que le han puesto un esmoquin, intentando unirlos con sus herramientas. También intenta superar una tremenda resaca, pero a Randy no le importa ya que sabe que todo es una farsa; los cables no son más que trozos sueltos y que los extremos se hunden en el agua junto al yate. La verdadera unión se realizó ayer y ya se encuentra en el fondo del océano transmitiendo bits.
Hay otro hombre en el alcázar, la mayor parte del tiempo contemplando Batan y Corregidor pero también vigilando a Randy. En cuando Randy se da cuenta, el hombre asiente, como si marcase algo en una lista de su cabeza, se pone en pie, camina y se acerca a él. Viste un uniforme muy ornamentado, el equivalente de una corbata para la Marina de los Estados Unidos. Está casi calvo, y el poco pelo que le queda es de un gris acorazado; está trasquilado hasta una longitud de cinco milímetros. Al acercarse a Randy, varios filipinos le observan con evidente curiosidad.
—Randy —dice. Al darle la mano resuenan las medallas. Parece tener unos cincuenta años, pero tiene la piel de un beduino de ochenta años. Tiene un montón de cintas en el pecho, y muchas son rojas y amarillas, que son colores que Randy vagamente asocia con Vietnam. Sobre el bolsillo lleva una plaquita que dice SHAFTOE—. No se deje engañar, Randy —dice Douglas MacArthur Shaftoe—, no estoy en el servicio activo. Me retiré hace eones. Pero todavía tengo derecho a llevar el uniforme. Y es mucho más fácil que intentar encontrar un esmoquin que me siente bien.
—Encantado de conocerle.
—El placer es mío. Por cierto, ¿dónde ha conseguido el suyo?
—¿Mi esmoquin?
—Sí.
—Mi compañero hizo que lo confeccionasen.
—¿Su compañero de negocios o su compañero sexual?
—Mi socio de negocios. En este momento no tengo compañera sexual.
Doug Shaftoe asiente impasible.
—Es extraño que no la haya obtenido en Manila. Como, por ejemplo, hizo nuestro anfitrión.
Randy mira el salón de baile donde se encuentra Victoria Vigo, quien, si fuese aún más radiante, haría que la pintura se cayese de las paredes y que el vidrio se curvase como caramelo.
—Supongo que soy tímido o algo así —dice Randy.
—¿Es demasiado tímido para prestar atención a una propuesta de negocios?
—En absoluto.
—Mi hija afirma que usted y nuestro anfitrión podrían tender más cables por aquí en los próximos años.
—Cuando se trata de negocios, la gente rara vez planea hacer las cosas una única vez —dice Randy—. Estropea las hojas de cálculo.
—Ya sabe, a estas alturas, que las aguas de la zona son poco profundas.
—Ya sabe que no se pueden tender cables en aguas poco profundas sin realizar análisis extremadamente detallados con sonar de Sidescan de alta resolución.
—Sí.
—Me gustaría realizar esos análisis para usted, Randy.
—Comprendo.
—No, no creo que comprenda. Pero quiero que comprenda, y por eso voy a explicárselo.
—Muy bien —dice Randy—. ¿Debo llamar a mi socio?
—El concepto que voy a exponerle es muy simple y no requiere de dos mentes de alto nivel para procesarlo —dice Doug Shaftoe.
—Vale. ¿Cuál es el concepto?
—El análisis detallado estará lleno de información nueva sobre lo que hay en el fondo del océano en esta parte del mundo. Parte de esa información podría tener mucho valor. Más valor del que imagina.
—Ah —dice Randy—. Quiere decir que podría ser el tipo de cosa que su empresa sabe cómo convertir en dinero.
—Exacto —dice Doug Shaftoe—. Ahora bien, si contrata a uno de mis competidores para realizar el análisis, y consiguen esa información no se lo dirán a usted. La explotarán ellos solos. Usted no se enterará de que hayan encontrado nada y no recibirá ningún beneficio. Pero si contrata Semper Marine Services, le diré todo lo que encuentre, y le daré a usted y a su compañía una parte de los beneficios.
—Miran —dice Randy. Intenta decidir cómo poner cara de póquer, pero sabe que para Shaftoe es como un libro abierto.
—Con una condición —dice Doug Shaftoe.
—Sospechaba que habría una condición.
—Todo anzuelo efectivo tiene una púa. Esta es la púa.
—¿Cuál es?
—Que lo mantengamos en secreto frente a ese hijo de puta —dice Doug Shaftoe, señalando con el dedo a Hubert Kepler—. Porque si el Dentista lo descubre, entonces él y los Bolobolos se lo repartirán entre ellos y nosotros nos quedaremos sin nada. Incluso cabría la posibilidad de que acabásemos muertos.
—Bien, ciertamente tendremos que meditar sobre la parte de acabar muertos —dice Randy—, pero le transmitiré su propuesta a mi socio.