LA BATALLA DE MANILA
A BOBBY
SHAFTOE le despierta el olor a humo. No es el humo
de las galletas que se han quedado demasiado tiempo en el horno, de
un montón de hojas de otoño que arden, o de un fuego de campamento
de Boy Scouts. Es la mezcla de otro tipo de olores que ha
llegado a conocer muy bien en los últimos años: ruedas, combustible
y edificios, por ejemplo.
Se levanta apoyándose sobre un codo y ve que está tendido en el fondo de un bote largo y estrecho. Justo sobre su cabeza, una vela sucia de lona se agita bajo una brisa traicionera y maloliente. Es de noche.
Gira la cabeza para mirar al otro lado. A su cabeza no le gusta. Un dolor feroz intenta derribar las defensas de su mente. Pero el dolor no consigue entrar. Siente los golpes apagados de las botas de clavos del dolor contra la puerta principal, pero eso es todo.
¡Ah! Alguien le ha dado morfina. Shaftoe sonríe agradecido. La vida es buena.
El mundo es oscuro, un hemisferio negro mate invertido sobre el plano del lago. Pero hay una abertura horizontal alrededor del borde, hacia babor, por donde penetra una luz amarilla. La luz brilla tenuemente y centellea como las estrellas vistas a través de la onda de calor sobre el capó de un automóvil negro.
Se sienta, mira y gradualmente obtiene conciencia de la escala. El sendero irregular de luz amarilla se extiende desde las ocho en punto del bote hasta más allá de proa, como a la una en punto. Quizá sea alguna especie de extrañísimo fenómeno del amanecer.
—Myneela —dice una voz a su espalda.
—¿Eh?
—Es Manila —dice otra voz, más cerca, que le ofrece la versión inglesa del nombre.
—¿Por qué está encendida? —Bobby Shaftoe no ha visto una ciudad iluminada por la noche desde 1941 y ya había olvidado cómo era.
—Los japoneses la han incendiado.
—¡La perla del Oriente! —dice alguien, más lejos dentro del bote, y se produce una risotada triste.
A Shaftoe ya se le va aclarando la cabeza. Se frota los ojos y mira con más atención. A un par de millas a babor, un bidón de acero lleno de combustible se lanza al cielo como un cohete y desaparece. Comienza a distinguir las esqueléticas siluetas de las palmeras junto a la orilla del lago, recortándose sobre las llamas. El bote se mueve sobre el agua en silencio, con pequeñas olas golpeando el casco. Shaftoe se siente como si acabase de nacer, una nueva persona que llega al mundo.
Cualquier otro preguntaría por qué viajan hacia la ciudad en llamas, en lugar de alejarse de ella. Pero Shaftoe no lo pregunta, de la misma forma que un bebé recién nacido no haría ninguna pregunta. Ha nacido en este mundo, y lo observa con los ojos bien abiertos.
El hombre que le había estado hablando está sentado en la borda junto a él, un rostro pálido que flota sobre una tela negra, con una muesca blanca y rectangular en el cuello. La luz de la ciudad en llamas se refleja cálida sobre una sucesión de cuentas ámbar de la que cuelga un crucifijo. Shaftoe se recuesta sobre el fondo del bote y le mira durante un rato.
—Me dieron morfina.
—Yo le di morfina. Se volvió difícil de controlar.
—Mis disculpas, señor —dice Shaftoe con profunda sinceridad. Recuerda a esos marines de China que se volvieron asiáticos en el viaje desde Shanghai, y cómo se avergonzaron a sí mismos.
—No podíamos tolerar el ruido. Los nipones nos hubiesen descubierto.
—Lo comprendo.
—Ver a Glory fue una conmoción para usted.
—Sea sincero conmigo, padre —dice Bobby Shaftoe—. Mi chico. Mi hijo. ¿También es un leproso?
Los ojos oscuros se cierran y el rostro pálido se mueve de un lado a otro negando.
—Glory contrajo la enfermedad no mucho después del nacimiento del niño, trabajando en un campamento en las montañas. El campamento no era un lugar muy limpio.
Shaftoe suelta:
—¡No me digas, Sherlock!
Se produce un silencio largo e incómodo. Luego el padre dice:
—Ya he recibido confesión de los otros hombres. ¿Le gustaría confesarse ahora?
—¿Es eso lo que hacen los católicos cuando están a punto de morir?
—Lo hacen continuamente. Pero sí, es aconsejable confesarse antes de morir. Ayuda, cuál es la expresión, a engrasar los esquíes. En la otra vida.
—Padre, me parece a mí que nos faltan todavía una hora o dos para llegar a la playa. Si empezase a confesarle mis pecados ahora mismo, podría llegar a cuando robaba galletas del bote cuando tenía ocho años.
El padre ríe. Alguien le pasa a Shaftoe un cigarrillo, ya encendido. Da una buena calada.
—No tendríamos tiempo de llegar a lo realmente bueno, como tirarme a Glory y matar a un buen montón de nipos y teutones. —Shaftoe medita durante un minuto, disfrutando del cigarrillo—. Pero si estamos en una de esas situaciones en la que todos vamos a morir, y la verdad es que me lo parece, hay algo que tengo que hacer. ¿Este bote regresará a Calamba?
—Esperamos que el dueño pueda llevar a algunas mujeres y niños al otro lado del lago.
—¿Alguien tiene lápiz y papel?
Alguien le pasa un cabo de lápiz, pero no hay papel por ningún lado. Shaftoe busca en sus bolsillos y no encuentra nada más que una ristra de condones VOLVERÉ. Abre uno de ellos, apartando con cuidado las mitades del envoltorio y arroja la goma al lago. Luego extiende el envoltorio sobre una caja de pertrechos y comienza a escribir: «Yo, Robert Shaftoe, en plena posesión de mis facultades mentales, lego todas mis posesiones terrenales, incluyendo mi subsidio militar por fallecimiento, a mi hijo natural, Douglas MacArthur Shaftoe.»
Mira la ciudad en llamas. Considera añadir algo como «si sigue con vida», pero a nadie le gustan los lloricas. Se limita a firmar el jodido testamento. El padre añade su firma como testigo. Simplemente para dotarlo de algo de credibilidad extra, Shaftoe se quita sus placas de identificación y enrolla la cadena alrededor del papel. Lo pasa a la popa del bote donde el barquero acepta con alegría hacer lo correcto cuando regrese a Calamba.
El bote no es ancho, pero es muy largo y en él van una docena de Huks. Todo ellos están armados hasta los dientes con pertrechos que evidentemente han llegado hace poco en un submarino norteamericano. El peso de hombres y armas hace que el bote vaya tan bajo que en ocasiones el agua entra por la borda. Shaftoe busca en las cajas en plena oscuridad. No puede ver una mierda, pero sus manos identifican los componentes de algunos subfusiles Thompson.
—¡Piezas para armas! —le explica uno de los Huks—, ¡no las pierda!
—¡Nada de piezas! —dice Shaftoe, unos agitados segundos después. Saca de la caja un subfusil completamente montado. Las puntas rojas de media docena de cigarrillos VOLVERÉ de los Huks saltan a sus bocas dejando las manos libres para aplaudir. Alguien le pasa un cargador en forma de pastel, lleno de cartuchos del 45—. Sabéis que inventaron esta munición para poder derribar a los putos filipinos enloquecidos.
—Lo sabemos —dice uno de los Huks.
—Es demasiado para los nipos —sigue diciendo Shaftoe, uniendo el subfusil y el cargador. Todos los Huks ríen de forma desagradable. Uno de ellos se acerca desde popa, haciendo que el bote se agite de un lado a otro. Es un tipo muy joven y pequeño. Le alarga la mano a Bobby Shaftoe.
—Tío Robert, ¿me recuerda?
Que le llamen tío Robert no es ni de lejos lo más extraño que le ha sucedido a Shaftoe en los últimos años, así que lo deja pasar. Mira con atención el rostro del chico, débilmente iluminado por la combustión de Manila.
—Eres uno de los chicos Altamira —es su suposición.
El chico le saluda con presteza y sonríe.
Entonces es cuando Shaftoe recuerda. Tres años atrás, en el apartamento de la familia Altamira, llevando escalones arriba a la recién preñada Glory mientras las sirenas de ataque aéreo aullaban por toda la ciudad. Un apartamento repleto de Altamira. Un escuadrón de chicos con pistolas y rifles de madera, mirando sobrecogidos a Bobby Shaftoe. Shaftoe dedicándoles un saludo y luego huyendo a toda prisa de aquel lugar.
—Todos luchamos contra los nipos —dice el muchacho. Luego se le hunde el rostro y se persigna—. Dos están muertos.
—Alguno de vosotros erais muy jóvenes.
—Los más jóvenes todavía siguen en Manila —dice el muchacho. Él y Shaftoe miran en silencio más allá de las aguas hacia las llamas, que ahora forman un único muro.
—¿En el apartamento? ¿En Malate?
—Eso creo. Mi nombre es Fidel.
—¿Mi hijo también está allí?
—Eso creo. Quizá no.
—Iremos en busca de esos chicos, Fidel.
La mitad de la población de Manila parece estar de pie junto al borde del agua, o directamente en el agua, esperando la llegada de botes como ese. MacArthur viene desde el norte, y la Fuerza Aérea nipona viene desde el sur, de tal suerte que el istmo entre la bahía de Manila y la laguna de Bay está limitado en ambos extremos por grandes fuerzas militares enzarzadas en una guerra total. Una evacuación desordenada al estilo Dunkerque se está produciendo en el lado del lago del istmo, pero el número de botes no es el adecuado. Algunos de los refugiados se comportan como seres humanos civilizados, pero otros caminan por el agua y nadan hacia los botes intentando ser los primeros en subir. Una mano mojada sale del agua y agarra la borda del bote hasta que Shaftoe la aplasta con la culata del subfusil. El nadador cae, agarrándose la mano y gritando, y Shaftoe le dice que es asqueroso.
Se produce media hora más de asquerosidades a medida que el bote se acerca y se aleja de la orilla mientras el padre elige a dedo un conjunto de mujeres que portan niños pequeños. Suben al bote uno a uno y los Huks bajan uno a uno, y cuando la operación ha terminado, el bote da la vuelta y desaparece en la oscuridad. Shaftoe y los Huks llegan a la orilla, cargando entre ellos cajas de munición. Para entonces, Shaftoe ya tiene granadas colgando del cuerpo por todas partes, como tetas de una vaca preñada, y la mayoría de los Huks caminan despacio y con las piernas rígidas, intentando no desmoronarse bajo el peso de las bandoleras con las que prácticamente se han momificado. Entran tambaleándose en la ciudad, resistiéndose a una horda de refugiados ahumados.
Esa tierra baja que sigue la costa del lago no es exactamente la ciudad, es un suburbio de edificios humildes edificados al estilo tradicional, mamparas de roten tejido y techos de paja. Arden sin el mayor esfuerzo, lanzando las hojas rojas de llamas que han visto desde el bote. Más al interior, y unas millas al norte, se encuentra la ciudad en sí, con muchos edificios de cemento y piedra. Los nipones también la han incendiado, pero arde esporádicamente, formando torres aisladas de llamas y humo.
Shaftoe y su banda esperaban llegar a la playa como marines y ser acribillados en el borde del agua. En lugar de eso, marchan durante una buena milla y media hacia el interior antes de ver al enemigo.
A Shaftoe en realidad le alegra ver a algunos nipos de verdad; se estaba poniendo nervioso, porque la falta de oposición hacía que los Huks se envalentonasen y se mostrasen demasiado confiados. Luego, media docena de soldados de las fuerzas aéreas niponas salen de una tienda que evidentemente asaltaban —todos cargan con botellas de licor— y se detienen en la acera para incendiar el local, improvisando cócteles molotov con botellas de licor robadas. Shaftoe le quita el seguro a una granada y la lanza sobre la acera, la ve dar unos saltitos y luego perderse en una puerta. Cuando oye la explosión y ve que la metralla rompe el parabrisas de un coche aparcado en la calle, salta a la acera dispuesto a acabar con ellos usando el subfusil. Pero no es necesario; todos los nipos han caído y se agitan débilmente en la cuneta. Shaftoe y los otros Huks se ponen a cubierto y esperan a que lleguen más soldados nipones, para ayudar a sus camaradas caídos, pero no sucede tal cosa.
Los Huks están encantados. Shaftoe permanece de pie en la calle reflexionando mientras el padre administra la extremaunción a los nipones muertos y moribundos. Evidentemente, la disciplina ha desaparecido. Los nipos saben que están atrapados. Saben que MacArthur está a punto de echárseles encima, como una segadora de césped que atacase un hormiguero. Se han convertido en una masa sin cerebro. Para Shaftoe, va a ser más fácil luchar contra muchedumbres de salteadores borrachos y enloquecidos, pero no hay forma de saber qué harán a los civiles que están más al norte.
—Estamos malgastando el puto tiempo —dice Shaftoe—, vayamos a Malate y evitemos otros encuentros.
—Tú no estás al mando de este grupo —dice uno de los otros—. Lo estoy yo.
—¿Quién eres? —pregunta Shaftoe, entrecerrando los ojos ante la luz de la tienda de licores que arde.
Resulta ser un teniente filipino-norteamericano, que estaba sentado al fondo del bote, y que hasta ese momento no ha resultado ser de la más mínima utilidad. Shaftoe sabe en las entrañas que ese tipo no va a ser un buen líder en el combate. Inhala profundamente, intentando suspirar, y lo que consigue es tragar humo.
—¡Señor, sí señor! —dice y saluda.
—Soy el teniente Morales, y si tienes más sugerencias, dímelas a mí o guárdatelas.
—¡Señor, sí señor! —dice Shaftoe. No se molesta en memorizar el nombre del teniente.
Durante un par de horas se dirigen al norte atravesando calles estrechas y obstruidas. Sale el sol. Un pequeño aeroplano sobrevuela la ciudad, atrayendo fuego disperso por parte de las tropas niponas cansadas y borrachas.
—¡Es un P-51 Mustang! —exclama el teniente Morales.
—¡Es un jodido Piper Cub, maldita sea! —dice Shaftoe. Ha estado conteniendo la lengua hasta ese momento, pero ya no puede evitarlo—. Es un avión de reconocimiento de artillería.
—Entonces, ¿por qué está sobrevolando Manila? —pregunta con suficiencia el teniente Morales. Disfruta de ese triunfo retórico durante unos treinta segundos. Luego, la artillería comienza a disparar desde el norte convirtiendo en mierda varios edificios. Se encuentran con su primera batalla seria con fuego como media hora más tarde, contra un pelotón de soldados de las fuerzas aéreas niponas atrincherados en un banco de piedra situado en la uve formada por un par de avenidas en intersección. Al teniente Morales se le ocurre un plan muy complicado que consiste en dividirse en tres grupos más reducidos. Morales se adelanta con tres hombres a cubierto de una enorme fuente que hay en el centro de la plaza. Allí quedan atrapados de inmediato por el fuego pesado de los nipones. Permanecen agachados y ocultos bajo el refugio de la fuente como durante un cuarto de hora, hasta que un proyectil de artillería viene volando desde el norte, una bolita negra descendiendo siguiendo una trayectoria parabólica perfecta, y acierta de lleno a la fuente. Resulta ser un proyectil de explosivo potente, que no estalla hasta chocar contra algo, en este caso, la fuente. El padre da la extremaunción al teniente Morales y sus hombres desde una distancia de cien yardas, que es tan buen sitio como otro cualquiera considerando que no queda nada de sus cuerpos.
Bobby Shaftoe es elegido por aclamación como nuevo jefe. Les guía alrededor de la plaza, esquivando por completo toda la intersección. En algún lugar al norte, una de las baterías del general intenta obstinadamente darle al puto banco, volando medio vecindario en el proceso. Un Piper Cub se mueve en el aire trazando ochos con tranquilidad, ofreciendo sugerencias por la radio: «Ya casi está… un poco a la izquierda… no, demasiado lejos… entra ahora un poquito.»
El grupo de Shaftoe precisa todo un día para recorrer otra milla en dirección a Malate. Llegaría casi de inmediato limitándose a correr por la mitad de calles importantes, pero el fuego de artillería se va haciendo más intenso a medida que avanzan hacia el norte. Peor aún, en su mayoría consiste en proyectiles antipersona con disparadores de proximidad por radar que estallan cuando todavía están a varias yardas sobre el suelo para distribuir mejor la metralla. La explosión en el aire tiene el aspecto del follaje extendido de hojas de palma en llamas.
Shaftoe no cree que tenga sentido hacer que los maten a todos. Así que recorren las calles una a una, corriendo de puerta en puerta, y examinando los edificios con gran cuidado en caso de que haya nipos esperando a dispararles desde las ventanas. Cuando sucede tal cosa, tienen que agacharse, examinar todo el lugar, contar ventanas y puertas, hacer suposiciones sobre la distribución de la planta del edificio y enviar a varios hombres a comprobar las líneas de visión. Normalmente no es muy difícil acabar con esos nipos, pero lleva mucho tiempo.
Antes de la puesta de sol se ocultan en un edificio de apartamentos a medio quemar, y se turnan para dormir un par de horas. Luego se mueven durante la noche, cuando el fuego de artillería es menos intenso. Bobby Shaftoe lleva a lo que queda del pelotón, incluyendo al sacerdote, hasta Malate, como a las cuatro de la mañana. Para cuando amanece, han llegado a la calle donde viven los Altamira, o vivían. Llegan justo a tiempo para ver cómo todo el bloque de apartamentos es derribado sistemáticamente por disparo tras disparo de explosivos de alta potencia.
Nadie sale corriendo; no se oyen ni gritos ni lloros entre las explosiones. Está vacío.
Derriban la puerta atrancada de una farmacia al otro lado de la calle y mantienen una charla con sus únicos ocupantes con vida: una mujer de setenta y cinco años y un niño de seis años. Los nipones pasaron hace un par de días por el vecindario, dice ella, en dirección al norte, en dirección a Intramuros. Sacaron a las mujeres y niños de los edificios y se los llevaron en una dirección. Sacaron a todos los hombres y a los chicos mayores de cierta edad y se los llevaron en otra. Ella y su nieto escaparon ocultándose en la alacena.
Shaftoe y su pelotón salen a la calle, dejando al sacerdote detrás para que engrase algunas transiciones celestiales. Quince segundos más tarde, dos de ellos mueren por la metralla de una bomba antipersona que detona sobre una calle cercana. El resto del pelotón retrocede para dar con un grupo de nipones rezagados que doblan una esquina, y se produce un tiroteo a corta distancia que es una completa locura. Son más que los nipos, pero la mitad de los hombres de Shaftoe están demasiado aturdidos para luchar. Están acostumbrados a la jungla. Algunos de ellos jamás habían venido a una ciudad, incluso en tiempo de paz, y se limitan a quedarse boquiabiertos. Shaftoe se mete en un portal y comienza a causar un ruido fantástico con su subfusil. Los nipos empiezan a arrojar granadas como si fuesen petardos, causándose tanto daño a sí mismos como a los Huks. El enfrentamiento es una confusión ridícula, y realmente no acaba hasta que no se produce otro disparo de artillería, mata a varios nipos y deja al resto tan aturdido que Shaftoe puede salir al aire libre y encargarse de ellos con la Cok.
Arrastran a los dos heridos a la farmacia y los dejan allí. Hay otro hombre muerto. Se han quedado con cinco hombres capaces de luchar y un sacerdote cada vez más ocupado. El tiroteo ha provocado otro aluvión de fuego de artillería antipersona, y por tanto lo mejor que pueden hacer durante el resto del día es encontrar un sótano en el que ocultarse e intentar dormir algo.
Shaftoe apenas duerme, de tal forma que cuando cae la noche se toma un par de bencedrinas, se inyecta morfina para el efecto extra y lleva el pelotón a la calle. El siguiente vecindario al norte se llama Ermita. Tiene muchos hoteles. Después de Ermita está el parque Rizal. Los muros de Intramuros se elevan en el extremo norte del parque Rizal. Después de Intramuros se encuentra el río Pasig, y MacArthur está al otro lado del Pasig. Así que si el hijo de Shaftoe y el resto de los Altamira están vivos, deben encontrarse en algún lugar del par de millas entre este punto y Fuerte Santiago en esta orilla del Pasig.
Poco después de cruzar el vecindario de Ermita, se encuentran con un arroyo de sangre que sale de un portal, atraviesa la acera y va a dar a un canalón. Derriban a patadas la puerta del edificio y descubren que la planta baja está llena de cadáveres de hombres filipinos, varias docenas. A todos los han matado con bayoneta. Uno sigue con vida. Shaftoe y los Huks lo llevan a la acera y empiezan a buscar un lugar donde dejarle mientras el sacerdote circula por el edificio, tocando brevemente cada cadáver y murmurando algo en latín. Cuando sale, está manchado de sangre hasta las rodillas.
—¿Mujeres? ¿Niños? —le pregunta Shaftoe. El sacerdote niega con la cabeza.
Están a unas pocas manzanas del Hospital General de Filipinas, así que llevan al hombre herido en esa dirección. Al doblar la esquina descubren que el edificio del hospital ha sido medio destruido por la artillería de MacArthur, y el terreno está cubierto de seres humanos acostados sobre sábanas. A continuación se dan cuenta de que los hombres que circulan por la zona, cargando con rifles, son soldados nipones. Disparan un par de tiros en su dirección. Eso les obliga a ocultarse en un callejón y dejar al herido. Unos momentos después, aparece un trío de soldados nipones que les persigue. Shaftoe ha tenido tiempo de sobra para pensárselo, así que les deja entrar unos buenos pasos en el callejón. Luego él y los Huks los matan en silencio, usando los cuchillos. Para cuando han enviado refuerzos a buscarles, Shaftoe y su grupo han desaparecido entre los callejones de Ermita, que en muchos sitios está cubierto con la sangre roja de los hombres y muchachos filipinos asesinados.