BUDA

SE APROXIMA UN COCHE. Han hecho lo posible por ahogar el ruido del motor, pero suena a diesel. Goto Dengo está despierto, esperándolo, así como lo está el resto del campamento. Ya nadie se mueve en Bundok de día, menos los encargados de la radio y los que se ocupan de la artillería antiaérea. No les han dicho que MacArthur está en Luzón, pero todos ellos sienten la presencia del general. Los aviones norteamericanos recorren el cielo durante todo el día, relucientes y orgullosos, como naves espaciales provenientes de un lejano futuro que ninguno de ellos verá jamás, y la tierra resuena como una campana por el impacto de los distantes cañones navales. Los envíos se han hecho más pequeños pero más frecuentes: uno o dos camiones medio rotos cada noche, con los guardabarros traseros prácticamente arañando el suelo por la carga de oro.

El teniente Mori ha situado otra ametralladora en la entrada principal, oculta entre el follaje, por si resulta que algún norteamericano recorre la carretera en un jeep. En algún lugar entre la oscuridad, el cañón del arma sigue el coche a medida que este salta por la carretera. Los hombres se conocen hasta el último altibajo del camino, y saben dónde se encuentra el vehículo escuchando el roce de la parte baja contra la capa dura, una firma de rayas y puntos metálicos.

Los faros del coche están apagados y los guardias de la entrada no se atreven a encender luces. Uno de ellos se arriesga a abrir una lámpara de queroseno y dirige el rayo a los visitantes. De entre la oscuridad salta el adorno de capó de un Mercedes, sostenido por una rejilla de radiador cromada. El rayo de la lámpara acaricia las defensas negras del coche, los amplios tubos de escape plateados, sus estribos, manchados de la carne de jóvenes cocos, debe de haber golpeado una pila de camino aquí. En la ventanilla del conductor está el rostro de un hombre nipón de unos cuarenta años, tan macilento y cansado que parece a punto de estallar en lágrimas. Pero no es más que un chofer. Junto a él hay un sargento con una escopeta recortada; los rifles nipones por lo general son demasiado largos para blandir en el asiento delantero de un coche de lujo. Tras él, una cortina cerrada oculta lo que haya o quién haya en el asiento de atrás.

—¡Abra! —le exige el guardia, y el chófer alarga la mano y abre la cortina. El rayo de la linterna atraviesa la abertura y se refleja con fuerza sobre un rostro pálido en el asiento trasero. Varios soldados gritan. Goto Dengo retrocede, nervioso, pero luego se adelanta para ver mejor.

El hombre en el asiento trasero tiene una cabeza muy grande. Pero lo más extraño es que su piel es de un amarillo vivo —no el amarillo asiático normal— y reluce. Viste un extraño sombrero en punta, y mantiene una sonrisa tranquila en el rostro, una expresión que Goto Dengo no ha visto desde el comienzo de la guerra.

Aparecen más rayos de lámparas, el círculo de soldados y oficiales se acerca al Mercedes. Alguien abre la puerta trasera y a continuación da un salto como si le hubiese quemado.

El pasajero está sentado con las piernas cruzadas sobre el asiento trasero, asiento que ha quedado convertido en una V amplia bajo su peso.

Es un Buda de oro macizo, saqueado en algún lugar en la Esfera de Co-Prosperidad de la Gran Asia Oriental, que ha venido para meditar en serena oscuridad en lo alto del tesoro del Gólgota.

Resulta ser lo suficientemente pequeño para encajar por la entrada, pero demasiado grande para ir en una de las pequeñas vagonetas, de forma que los filipinos más fuertes deben emplear una hora en moverlo por el túnel pulgada a pulgada.

Los primeros envíos eran cajas bien preparadas, y las cajas venían con indicaciones pintadas que identificaban el contenido como munición de ametralladora, proyectiles de mortero o similares. Las cajas que llegan después ya no traen indicaciones. En cierto momento, el oro comienza a llegar en cajas de cartón y baúles podridos. Se abren continuamente, y los trabajadores recogen pacientemente el oro y lo llevan hasta la entrada del túnel entre los brazos y lo arrojan en las vagonetas de mano. Los lingotes caen unos sobre otros y golpean las planchas de metal con un estruendo tan grande que hace huir bandadas de pájaros de entre los árboles. Goto Dengo no puede evitar examinar los lingotes. Vienen en diferentes tamaños, algunos de ellos tan grandes que se Precisan dos hombres para cargarlos. Vienen estampados con los nombres de bancos centrales de algunos lugares en los que Goto Dengo ha estado y muchos de los que sólo ha oído hablar: Singapur, Saigón, Batavia, Manila, Rangún, Hong Kong, Shanghai, Cantón. Hay oro francés que aparentemente se envió a Camboya, y oro holandés enviado a Yakarta, y oro británico enviado a Singapur, todo para mantenerlo alejado de manos alemanas.

Pero algunos envíos consisten por completo en oro enviado por el Banco de Tokio. Reciben cinco convoyes seguidos de esos. Según el recuento que Goto Dengo mantiene en la cabeza, dos tercios del tonelaje almacenado en el Gólgota viene directamente de las reservas centrales niponas. Todo él está frío al tacto y viene almacenado en cajones buenos pero viejos. Concluye que fue enviado a Filipinas hace mucho tiempo y desde entonces ha esperado en un sótano de Manila, aguardando este momento. Deben de haber sido enviados más o menos simultáneamente cuando Goto Dengo era rescatado de la playa en Nueva Guinea, ya en el remoto 1943.

Lo sabían. Sabían desde entonces que iban a perder la guerra.

Como a mediados de enero, Goto Dengo ha empezado a recordar la masacre de Navidad con algo similar a la nostalgia, echando de menos la atmósfera de inocencia ingenua que hizo necesarias esas muertes. Hasta esa mañana, incluso él había conseguido convencerse de que el Gólgota era una reserva de armas que los soldados del emperador usarían algún día para iniciar la gloriosa reconquista de Luzón. Sabe que los trabajadores también lo creían. Ahora todos saben lo del oro, y el campamento ha cambiado. Todos comprenden que no habrá salida.

A principios de enero, los trabajadores están compuestos por dos tipos: los resignados a morir aquí y los que no. Este último grupo realiza diversos intentos, desesperados y poco metódicos, por escapar y son derribados por los guardias. La era de reservar la munición parece haber acabado, o quizá los guardias están demasiado enfermos y hambrientos para bajar de las torres de vigilancia y clavar personalmente la bayoneta a toda la gente que se presenta para ser asesinada. Así que lo hacen con balas, y se deja que los cuerpos se hinchen y ennegrezcan. Bundok está embebido con su hedor.

Pero Goto Dengo apenas lo nota, porque el campamento está bañado por la tensión enfermiza y demente que siempre precede a una batalla. O eso supone; ha visto muchas cosas emocionantes en esta guerra, pero en realidad jamás ha estado en una batalla. Lo mismo es automáticamente cierto de la mayoría de los nipones estacionados aquí, porque esencialmente todos los nipones que van a una batalla acaban muertos. En este ejército o eres un novato o un cadáver.

En ocasiones, llega un maletín junto con el envío de oro. El maletín siempre está unido por unas esposas a la muñeca de un soldado que tiene granadas colgando por todo el cuerpo de forma que pueda volarse a sí mismo y al maletín a la estratosfera en caso de que el convoy fuese atacado por Huks. El maletín va directamente a la estación de radio de Bundok y su contenido se coloca en una caja fuerte. Goto Dengo sabe que deben contener códigos —no los libros normales, sino algún tipo de código especial que cambia cada día— porque cada mañana, después de la salida del sol, el oficial de radio realiza la ceremonia de quemar una única hoja de papel frente al barracón de transmisiones y destrozar luego la hoja quemada entre sus manos.

Es por medio de la estación de radio por donde recibirán la orden final. Todo está listo, y Goto Dengo repasa el complejo una vez al día comprobándolo todo. El túnel diagonal llegó finalmente, hace un par de semanas, hasta el túnel truncado en el fondo del lago Yamamoto. El túnel truncado estaba lleno de agua que se había filtrado por el tapón de cemento durante los meses que había estado allí, de forma que cuando al fin se unieron los dos túneles, varias toneladas de agua recorrieron el túnel diagonal hasta el interior del Gólgota. Se esperaba así y estaba planeado; toda ella fue a un sumidero y de allí al río Tojo. Ahora es posible recorrer por completo el túnel diagonal y mirar el tapón de cemento desde abajo. El lago Yamamoto está al otro lado. Goto Dengo va allí cada dos días, supuestamente para examinar el tapón y sus cargas de demolición, pero en realidad para comprobar los progresos que, sin conocimiento del capitán Noda, están realizando las cuadrillas de Wing y Rodolfo. En su mayoría, perforan hacia arriba, creando más de esos pozos cortos, verticales y que no llevan a ningún sitio, y ampliando las cámaras que dejan arriba. El sistema (incluyendo los nuevos «pozos de ventilación» ordenados por el general y cavados desde la parte alta al este de la cresta) tiene ahora este aspecto:

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En el interior del complejo de almacenamiento primario hay una pequeña sala que el capitán Noda ha denominado Sala de la Gloria. Ahora mismo no tiene un aspecto demasiado glorioso. En su mayoría está ocupada por marañas de cables que llegan hasta allí desde todos los puntos del complejo Gólgota, y que cuelgan del techo o recorren el suelo con etiquetas de papel escritas a mano que dicen cosas como CARGAS DE DEMOLICIÓN DE LA ENTRADA PRINCIPAL. Hay varias cajas de baterías de plomo ácido para suplir la electricidad para las detonaciones, y para dar a Goto Dengo algunos minutos de luz eléctrica que le permitan leer esas etiquetas de papel. En un extremo de la Sala de la Gloria hay cajas extra de dinamita y detonadores en caso de que algunos túneles necesiten un poco de destrucción adicional, y rollos de mecha roja en caso de que el sistema eléctrico falle por completo.

Pero la orden de demolición no ha llegado todavía, así que Goto Dengo hace lo que hacen los soldados que esperan la muerte. Escribe cartas a su familia que nunca se entregarán o siquiera enviarán. Fuma. Juega a las cartas. Va y comprueba el equipo una vez, y luego otra. Pasa una semana sin recibir oro. Veinte prisioneros intentan escapar juntos. Los que no quedan destrozados por las minas quedan atrapados en el alambre de espino y reciben un tiro por parte de un equipo formado por dos guardias, uno que apunta la linterna y otro que apunta el rifle. El capitán Noda pasa toda la noche, todas las noches, paseándose de un lado a otro de la entrada principal fumando cigarrillos, luego, en la madrugada, bebe hasta quedarse dormido. Los responsables de la radio se quedan sentados frente a su aparato viendo cómo los tubos se iluminan, saltando como si fuesen ancas de rana electrificadas cada vez que una débil secuencia de bips viene por su frecuencia. Pero la orden no llega.

Una noche, como la primera vez, regresan los camiones. El convoy debe contener todos los vehículos a motor que les quedan a los nipones en Luzón. Llegan todos juntos, provocando un tumulto que puede oírse media hora antes de que alcancen la puerta. Después de que el contenido se haya descargado y colocado en el suelo, los soldados que guardan el convoy se quedan en Bundok. Los únicos que regresan son los conductores.

Se precisan dos días para meter ese último cargamento en los túneles. Uno de los camiones de trasbordo se rompe definitivamente y se canibaliza para mantener el otro en marcha. Funciona con la mitad de los cilindros y está tan débil que los trabajadores deben empujarlo por la carretera del río y deben tirar de él con cuerdas para ayudarle en los momentos más difíciles. Finalmente ha empezado a llover y el río Tojo está subiendo.

La bóveda principal está casi completamente llena de tesoros, y también la bóveda de los tontos. El nuevo envío debe encajar allí donde pueda; lo sacan de las cajas y lo encajan entre los huecos. Las cajas vienen marcadas con águilas de dos cabezas y svásticas, y los lingotes que hay en su interior vienen de Berlín, Viena, Varsovia, Praga, París, Ámsterdam, Riga, Copenhague, Budapest, Bucarest y Milán. También hay cajas de cartón llenas de diamantes. Algunas de las cajas todavía están húmedas y huelen a mar. Al verlas, Goto Dengo sabe que un gran submarino debe haber llegado desde Alemania, cargado de tesoros nazis. Eso explica el recalmón de dos semanas: han estado esperando la llegada de ese submarino.

Goto Dengo trabaja en los túneles durante dos días, armado con una lámpara de minero, metiendo joyas y lingotes de oro en las grietas. Entra en una especie de trance que finalmente es interrumpido por un golpe grave que reverbera por la roca.

Artillería, piensa. O bombas de uno de los aviones de MacArthur.

Sale por el pozo de ventilación principal en lo alto de la cresta, donde es de día. Le entristece ver que no se está produciendo ninguna batalla. MacArthur no va a rescatarle. El teniente Mori ha llevado a casi todos los trabajadores hasta allí arriba, y tiran de cuerdas, arrastrando el pesado equipo de Bundok y arrojándolo al interior de los «pozos de ventilación» recién cavados. Los dos camiones están ahí arriba, y hombres con sopletes y almádanas los están convirtiendo en piezas lo suficientemente pequeñas para entrar por los pozos. Goto Dengo llega justo a tiempo para ver el bloque del motor del generador de la estación de radio caer por un pozo hasta la oscuridad. Inmediatamente le sigue el resto del equipo de radio.

En algún lugar cercano, oculto por los árboles, alguien gruñe con fuerza, realizando un trabajo físico. Es un gruñido de artes marciales, que viene directamente del diafragma.

—¡Teniente Goto! —dice el capitán Noda. Está atontado por el alcohol—. Sus obligaciones están abajo.

—¿Qué fue ese ruido?

Noda le indica que se acerque a un saliente desde el que pueden ver el valle del río Tojo. Goto Dengo, inestable por varias razones, sufre un ataque de mareo y casi se cae. El problema es la desorientación: no reconoce el río. Hasta ahora, ha sido siempre unos pocos hilillos de agua trenzados sobre un lecho rocoso. Incluso antes de que trazasen la carretera hasta aquí arriba, casi podías llegar hasta la cascada saltando de una roca seca hasta la siguiente.

Ahora, de pronto, el río es ancho, profundo y turbio. Aquí y allá sobresalen las puntas de algunas grandes rocas.

Recuerda algo que vio hace un centenar de años, en una encarnación anterior, en otro planeta: una sábana del Hotel Manila sobre la que había dibujado un mapa tosco. El río Tojo dibujado con una línea gruesa de tinta de estilográfica.

—Hemos dinamitado el deslizamiento de montaña —dice Noda—, según el plan.

Hace mucho tiempo, colocaron rocas sobre un estrechamiento del río, listas para crear una pequeña presa. Pero hacer estallar la dinamita se suponía que sería prácticamente lo último que harían antes de sellarse en el interior.

—Pero no estamos listos —dice Goto Dengo. Noda ríe. Parece estar muy animado.

—Lleva un mes diciéndome que estamos listos.

—Sí —dice el teniente Goto, lentamente y con voz poco clara—, tiene razón. Estamos listos.

Noda le da una palmada en la espalda.

—Debe ir a la entrada principal antes de que se inunde.

—¿Mi equipo?

—Su equipo le espera allí.

Goto Dengo comienza a recorrer el sendero que le llevará a la entrada principal. Por el camino, pasa junto a otro pozo de ventilación. Varias docenas de trabajadores hacen cola, con los pulgares atados a la espalda con alambre, vigilados por soldados con las bayonetas caladas. Uno a uno, los prisioneros se arrodillan en el borde del pozo. El teniente Mori golpea la nuca de cada cuello con su espada de oficial produciendo un sonido terrible. Cabeza y cuerpo caen por el pozo de ventilación y se oye, un par de segundos más tarde, el sonido de carne entrechocando al dar con los otros cuerpos que están allá abajo. Cada hoja y guijarro en un radio de tres metros de la abertura del pozo está saturado de brillante sangre roja, y también lo está el teniente Morí.

—No se preocupe por eso —dice el capitán Noda—. Me aseguraré de que el resto de los pozos se rellenen con escombros, como decidimos. La jungla crecerá sobre ellos mucho antes de que los norteamericanos encuentren este lugar.

Goto Dengo aparta la vista y se vuelve para seguir su camino.

—¡Teniente Goto! —dice una voz. Es el teniente Mori, deteniéndose un momento para recuperar el aliento. Un filipino se arrodilla frente a él, murmurando una oración en latín, agitando un rosario que cuelga de sus manos atadas.

—Sí, teniente Mori.

—Según mi lista, hay seis prisioneros asignados a usted. Los necesitaré.

—Esos seis prisioneros están abajo, ayudando a cargar el último envío.

—Pero todo el envío ya está en los túneles.

—Pero no está bien colocado. El propósito de la bóveda de los tontos pierde sentido si dejamos oro y diamantes por ahí de tal forma que guiemos a los ladrones a las cavernas más profundas. Necesito a esos hombres para continuar con el trabajo.

—¿Se responsabiliza por completo de ellos?

—Sí —dice Goto Dengo.

—Si son sólo seis —dice el capitán Noda—, entonces su equipo podrá mantenerlos bajo control.

—Le veré en Yasukuni, Goto Dengo —dice el teniente Mori.

—Eso espero —dice Goto Dengo. No añade que a esas alturas Yasukuni debe ser un lugar abarrotado, y que probablemente les resultará muy difícil dar el uno con el otro.

—Le envidio. El final será más largo y duro para los que permanezcamos fuera. —El teniente Mori golpea con la espada la nuca del filipino, cortándole entre Ave y María.

—Su heroísmo tendrá su recompensa —dice Goto Dengo.

El equipo del teniente Mori le espera abajo, frente a la ratonera que lleva al Gólgota: cuatro soldados escogidos a mano. Cada uno lleva su banda de mil puntadas, y por tanto cada uno lleva una bola naranja en el centro de la frente, que a Goto Dengo no le recuerda el Sol Naciente sino una herida producida por un proyectil al salir. El agua ya les llega a los muslos, y el túnel de entrada está medio lleno. Cuando llega Goto Dengo, seguido de cerca por el capitán Noda, los hombres vitorean educadamente.

Goto Dengo se agacha en la entrada. Sólo su cabeza y hombros permanecen sobre el agua. Frente a él el túnel es negro. Se requiere un poderoso esfuerzo de voluntad para entrar. Pero no es peor que lo que solía hacer en las minas abandonadas, en Hokkaido.

Claro está, las minas abandonadas no iban a ser derribadas por dinamita a su espalda.

Seguir significa su oportunidad de sobrevivir. Si vacila, Noda le matará allí mismo, y a toda su cuadrilla, y enviará a otros para dar por terminado el trabajo. Noda se aseguró de que otros supiesen cómo hacerlo.

—Le veré en Yasukuni —le dice al capitán Noda, y sin esperar respuesta, chapotea hacia la oscuridad.