HOGAR

LA PESADILLA del deslizamiento termina y Randy abre los ojos. Se encontraba en su coche, recorriendo la autopista de la costa del Pacífico, cuando algo falló en la dirección. El coche empezó a derrapar, primero hacia el acantilado vertical de piedra a la izquierda y luego a la derecha, hacia la caída con enormes piedras dentadas al fondo que sobresalían entre las furiosas olas. Por la autopista se paseaban despreocupadamente enormes rocas. No podía virar; la única forma de dejar de moverse es abrir los ojos.

Está tendido sobre un saco de dormir que reposa sobre un suelo brillante de arce que no está horizontal, y es por eso que ha tenido ese sueño de deslizarse. El conflicto entre ojos y oído interno le hace sufrir un espasmo, lucha por plantar ambas manos contra el plano del suelo. America Shaftoe está sentada, con vaqueros y descalza, bajo la luz azul que entra por la ventana, con pasadores para el pelo sobresaliendo entre sus labios agrietados, mirándose la cara en un triángulo isósceles de espejo cuyos bordes afilados presionan pero no cortan la piel rosada de sus dedos. Una red de líneas de plomo cuelga en el marco vacío de la ventana, con algunos rombos de cristal tintado todavía atrapados en los intersticios. Randy levanta ligeramente la cabeza y mira hacia abajo, hacia una esquina de la habitación, y ve un gran montón de trozos de vidrio barridos hasta ese punto. Se da la vuelta, mira por la puerta más allá del pasillo hasta lo que solía ser la oficina de Charlene. Allí, Robin y Marcus Aurelius Shaftoe comparten un colchón doble, una escopeta y un rifle, un par de grandes linternas de policía, una Biblia y un libro de texto de cálculo matemático, todo bien dispuesto en el suelo junto a ellos.

La sensación de pánico de la pesadilla, la necesidad de ir a algún sitio y hacer algo, va decreciendo. Estar tendido allí, en los restos de su casa, oyendo el cepillo de Amy que recorre su pelo, lanzando chasquidos de electrostática, es uno de los momentos de más calma de los que ha disfrutado.

—¿Estás listo para enfrentarte a la carretera? —dice Amy.

Al otro lado del pasillo, uno de los chicos Shaftoe se sienta sin hacer ruido. El otro abre los ojos, levanta la cabeza, mira en dirección a las armas y el Buen Libro, y vuelve a relajarse.

—He encendido un fuego en el jardín —dice Amy—, y tengo agua hirviendo. No pensé que fuese seguro usar la chimenea.

Anoche todos durmieron vestidos. Lo único que tienen que hacer es ponerse los zapatos y mear por las ventanas. Los Shaftoe se mueven más rápido que Randy, no porque tengan mejor sentido del equilibrio, sino porque no habían visto la casa cuando estaba derecha y en buenas condiciones. Pero Randy había vivido allí durante años cuando sí lo estaba, y su mente está convencida de conocerla.

Al irse a dormir la noche anterior, su mayor temor era que fuese a levantarse adormilado por la noche y que intentase bajar las escaleras. La casa solía tener una hermosa escalera espiral que ahora llega hasta el sótano. La noche anterior, a fuerza de meter el camión de mudanzas en el jardín delantero y dirigir los faros directamente por las ventanas (cuyas puntas, fisuras y facetas presentaban magníficos reflejos), pudieron llegar al sótano y encontrar una escalera extensible de aluminio de diez pies que emplearon para subir al primer piso. Una vez que llegaron allí, subieron la escalera con ellos, como si fuese un puente levadizo, de forma que si entraban saqueadores en la planta baja, los muchachos Shaftoe podrían sentarse en lo que antes era la escalera y acabar con ellos usando las armas largas (a Randy ese escenario le parecía plausible la pasada noche, en medio de la oscuridad, pero ahora le suena a una fantasía de palurdos).

Amy convirtió varias balaustradas de la verja del porche en una hermosa hoguera en el jardín. Ahora devuelve la forma a una sartén aplastada por medio de una serie de golpecitos diestros con el tacón y prepara gachas. Los chicos Shaftoe meten en la parte de atrás del camión todo lo que parece potencialmente útil y comprueban el nivel de aceite.

Todas las pertenencias de Charlene están ya en New Haven. Para ser exactos, en la casa del doctor G. E. B. Kivistik. Con gran generosidad se ha ofrecido para acogerla mientras busca otra casa; la predicción de Randy es que nunca se irá. Todas las pertenencias de Randy están en Manila o en el sótano de Avi, y todas las propiedades en disputa se encuentran en un almacén de las afueras de la ciudad.

Randy se pasó la mayor parte de la tarde de ayer recorriendo la ciudad, comprobando que distintos amigos de antaño estuviesen bien. Amy le acompañó, sintiendo un interés vouyerístico por su vida anterior, y, desde un punto de vista social, complicando las cosas más allá de lo calculable. En cualquier caso, no regresaron a la casa hasta después de que anocheciese, por lo que ahora Randy tiene la primera oportunidad de ver los daños a plena luz del día. Le da vueltas una y otra vez, con diversión, casi hasta el punto de reír, por lo perfectamente destruida que está, sacando fotos con una cámara desechable que le prestó Marcus Aurelius Shaftoe, intentando descubrir si queda algo que concebiblemente pudiese valer un poco de dinero.

La base de piedra de la casa sobresale tres pies sobre la base. Las paredes de madera de la casa se construyeron encima, pero realmente no estaban unidas al suelo (una práctica común en los viejos días que, para cuando salió de la ciudad, estaba en la lista de Randy de cosas que había que arreglar antes del siguiente terremoto). Cuando la tierra comenzó a oscilar ayer de un lado a otro a las 2.16 horas de la tarde, la base osciló con ella, pero la casa quería quedarse donde estaba. Al final, la base se salió de la parte de abajo de la casa, y una esquina de esta cayó desde una altura de tres pies. Probablemente Randy podría estimar la cantidad de energía cinética que la casa adquirió durante la caída, y convertirla al equivalente en kilos de dinamita o el golpe de una bola de demolición, pero sería un ejercicio de cerebrín, ya que puede ver los efectos por sí mismo. Digamos simplemente que, cuando toda la estructura golpeó el suelo, sufrió un impacto terrible. Las viguetas paralelas y verticales se volvieron horizontales, desmoronándose como fichas de dominó. Todos los marcos de ventanas y puertas se convirtieron instantáneamente en paralelogramos, de forma que todos los vidrios se rompieron y en particular todos los emplomados quedaron a trozos. La escalera cayó al sótano. La chimenea, que hacía tiempo necesitaba un acabado, esparció ladrillos por todas partes. Casi todas las tuberías quedaron rotas, lo que significa que ya no hay calefacción, porque la casa empleaba radiadores. En todas partes se cayó el yeso de los listones, de forma que toneladas acumuladas de viejo yeso de crin de caballo caído de paredes y techos se mezcló con el agua de las cañerías reventadas para formar una masa gris que se solidificó en las esquinas inclinadas de las habitaciones. Los azulejos italianos fabricados a mano que Charlene eligió para los baños están rotos en un setenta y cinco por ciento. La encimera de granito de la cocina parece ahora un sistema tectónico. Parte de los electrodomésticos tal vez se podrían reparar, pero de todas formas su propiedad ya estaba en disputa.

—Hay que derribarla, señor —dice Robin Shaftoe. Ha pasado toda su vida en un pueblo montañero de Tennessee, viviendo entre remolques y cabañas, pero incluso él tiene suficiente sentido de los bienes raíces como para saberlo.

—¿Hay algo que quiera sacar del sótano, señor? —pregunta Marcus Aurelius Shaftoe.

Randy ríe.

—Hay un archivador ahí abajo… ¡Espera! —Alarga la mano y la pone sobre el hombro de Marcus, para evitar que se meta en la casa y se sumerja en el hueco de la escalera como si fuese Tarzán—. Lo quería porque contiene hasta el último recibo de cada centavo que gasté en esta casa. Estaba hecha un desastre cuando la compré. Más o menos como ahora. Quizá no estuviese tan mal.

—¿Necesita esos papeles para su divorcio?

Randy se detiene y se aclara la garganta ligeramente irritado. Les ha explicado cinco veces que nunca estuvo casado con Charlene y que no se trata de un divorcio.

Pero la idea de vivir con una mujer con la que uno no está casado es tan vergonzosa para la rama de Tennessee de los Shaftoe que simplemente no pueden procesarla, así que siguen hablando de «su ex mujer» y «su divorcio».

Al notar la vacilación de Randy, Robin añade:

—¿O para el seGUro?

Randy ríe con sorprendente cordialidad.

—Tenía seGUro, ¿no, señor?

—Por aquí es básicamente imposible obtener un seguro contra terremotos —dice Randy.

Es la primera vez que los Shaftoe llegan a comprender que a las 2.16 PM de ayer, en un instante, el valor neto de Randy descendió en algo así como trescientos mil dólares. Se alejan meditabundos y le dejan a solas durante un rato, tomando fotografías para documentar la pérdida.

Amy se acerca.

—Las gachas están listas —dice.

—Vale.

Permanece junto a él con los brazos cruzados. La ciudad se muestra extrañamente silenciosa: no hay corriente y hay pocos vehículos en la calle.

—Lamento haberte sacado de la carretera.

Randy mira su Acura: el golpe en lo alto del lado izquierdo de la defensa trasera, donde le golpeó el camión de Amy, y la estrujada defensa delantera donde chocó con un Ford Fiesta aparcado.

—No te preocupes.

—Si lo hubiese sabido… Jesús. Lo último que necesitas es una factura del chapista como guinda a todo lo demás. Yo lo pagaré.

—En serio. No te preocupes.

—Bien…

—Amy, sé perfectamente que mi maldito coche te importa una mierda, y cuando finges lo contrario tu intento queda en evidencia.

—Tienes razón. Pero lamento haber malinterpretado la situación.

—Fue culpa mía —dice Randy—. Debí haberte explicado por qué volvía aquí. ¿Por qué coño alquilaste un camión de mudanzas?

—Ya no les quedan coches normales en el aeropuerto de San Francisco. Hay algún congreso importante en el centro Moscone. Así que demostré adaptabilidad.[26]

—¿Cómo coño pudiste llegar tan rápido? Creía que había cogido el último vuelo que salía de Manila.

—Llegué a AINA sólo minutos después que tú, Randy. Tu vuelo estaba lleno. Me subí al siguiente vuelo a Tokio. Creo que el mío salió incluso antes que el tuyo.

—El mío se retrasó en tierra.

—Luego, desde Narita, cogí el siguiente vuelo a San Francisco. Aterricé un par de horas después que tú. Así que me sorprendió que tú y yo entrásemos en la ciudad al mismo tiempo.

—Me detuve en casa de un amigo. Y tomé la ruta panorámica. —Randy cierra los ojos durante un momento, recordando los pedruscos sueltos de la autopista de la costa del Pacífico, el firme agitándose bajo las ruedas del Acura.

—Cuando vi tu coche, sentí que Dios estaba conmigo o algo así —dice Amy—. O contigo.

—¿Dios estaba conmigo? ¿Y eso?

—Bien, primero de todo, tengo que confesarte que no salí de Manila porque estuviese preocupada por ti sino porque estaba loca de furia, y con el deseo de servirte tu culo en un plato.

—Me lo supuse.

—Ni siquiera tenía claro que tú y yo constituyésemos una pareja en potencia. Pero has empezado a actuar de una forma que indica algo de interés en ese sentido, así que tienes ciertas obligaciones. —Amy ya empieza a mostrarse cabreada y comienza a moverse por el jardín. Los muchachos Shaftoe la observan con cautela por encima de los cuencos humeantes de gachas, dispuestos a entrar en acción y reducirla en caso de que pierda el control—. Sería… totalmente… inaceptable que hicieses esos avances y luego te largases a reunirte con tu cariñito californiano sin hablar conmigo primero y cumplir ciertas formalidades, lo que sería incómodo, pero espero que serías hombre más que suficiente para soportarlo. ¿No?

—Completamente cierto. Nunca creí lo contrario.

—Así que puedes imaginarte lo que me pareció.

—Supongo que sí. Asumiendo que no tengas ninguna fe en mí.

—Sí, eso lo lamento, pero diré que durante el vuelo comencé a pensar que no era culpa tuya, que de alguna forma Charlene había llegado hasta ti.

—¿Qué quieres decir con haber llegado hasta mí?

Amy mira el suelo.

—No lo sé, debe conservar algún sentimiento hacia ti.

—No lo creo —suspira Randy.

—En cualquier caso, pensé que quizás ibas a cometer un error grande y estúpido. Así que cuando subí al avión en Tokio simplemente iba a localizarte y… —respira profundamente y cuenta mentalmente hasta diez—. Pero cuando bajé del avión estaba demasiado obsesionada con la idea de que volvieses con esa mujer que evidentemente no te convenía nada, y creía que sería un resultado desafortunado para ti.

»Y creía que era demasiado tarde para hacer nada. Por tanto, cuando llegué a la ciudad y giré la esquina y vi tu Acura justo en el carril delante de mí, y te vi hablando por el móvil…

—Estaba dejándote un mensaje en tu contestador en Manila —dice Randy—. Explicando que volvía a recoger algunos papeles y que se había producido un terremoto sólo minutos antes y que podría retrasarme.

—Bien, no tenía tiempo para comprobar mis mensajes, que llegaron a mi contestador demasiado tarde para lograr ningún resultado útil —dice Amy—, y por tanto tenía que guiarme por un conocimiento imperfecto de los hechos porque nadie se había molestado en explicármelos.

—Y…

—Pensé que las cabezas más frías deberían tomar el control.

—Y por tanto me sacaste de la carretera.

Amy parece ligeramente decepcionada. Adopta un tono de voz paciente de profesora de preescolar.

—Randy, considera durante un minuto las prioridades. Veía la forma en que conducías.

—Tenía prisa por descubrir si estaba en la indigencia total o sólo totalmente arruinado.

—Pero debido a mi conocimiento imperfecto de la situación creí que corrías para caer en los brazos de la pobrecita Charlene. En otras palabras, que el estrés emocional del terremoto podría inducirte a… quién sabe qué con tus relaciones.

Randy aprieta bien los labios y respira largamente por la nariz.

—Comparado con eso, un poco de lámina de metal no me resultaba tan importante. Evidente, sé que muchos tíos se limitarían a quedarse con los brazos cruzados mientras alguien al que quieren hace algo extremadamente tonto y dañino, sólo para que todos puedan adentrarse en un futuro desdichado y emocionalmente jodido en coches relucientes y perfectos.

Randy no puede más que poner los ojos en blanco.

—Bien —dice él—. Lamento haberme cabreado contigo cuando salí del coche.

—¿Lo lamentas? Exactamente ¿por qué? Deberías cabrearte cuando te sacan de la carretera.

—No sabía quién eras. No te reconocí en ese contexto. No se me ocurrió que hubieses podido hacer lo que hiciste con los aviones.

Amy ríe de una forma boba y malévola que en ese momento no parece adecuada. Randy se siente ligera e inquisitivamente irritado. Ella le mira con complicidad.

—Me apuesto a que nunca te cabreaste con Charlene.

—Es cierto —dice Randy.

—¿No? ¿En todos esos años?

—Cuando teníamos cuestiones, hablábamos de ellas.

Amy bufa.

—Apuesto a que eran aburridas las… —Se detiene.

—¿Las qué?

—No importa.

—Mira, creo que en una buena relación debe haber mecanismos para resolver cualquier cuestión que se presente —dice Randy de forma razonable.

—Y apuesto a que estrellar tu coche es una buena forma.

—Se me ocurren varios problemas con ese procedimiento.

—Y tenías formas de resolver tus problemas con Charlene que eran muy sofisticadas. No se alzaba la voz. No se intercambiaban palabras de furia.

—No se estrellaban coches.

—Sí. Y funcionaba, ¿no?

Randy suspira.

—¿Qué hay de lo que Charlene escribió sobre las barbas? —pregunta Amy.

—¿Cómo sabes eso?

—Lo busqué en Internet. ¿Es un ejemplo de cómo resolvíais vuestros problemas? ¿Publicando artículos académicos indirectos poniendo a parir al otro?

—Me apetecen algunas gachas.

—Así que no te disculpes por cabrearte conmigo.

—Las gachas me sentarían francamente bien.

—Por tener y manifestar emociones.

—¡Hora de comer!

—Porque en el fondo de eso se trata. Ese es el juego, muchachito —dice ella, dándole un buen golpe entre los omoplatos, un gesto heredado de su padre—. Eh, esas gachas huelen bien.

La caravana sale de la ciudad poco después del mediodía: Randy les guía montado en el Acura dañado; Amy va sentada en el asiento del pasajero apoyando en el salpicadero los pies desnudos y morenos marcados con líneas blancas producidas por las tiras de sus sandalias de alta tecnología, ajena al peligro (al que Randy ha aludido) de que se rompa las piernas si salta el airbag. El Impala trucado lo conduce su dueño oficial e ingeniero jefe, Marcus Aurelius Shaftoe. En la retaguardia, el casi vacío camión de mudanzas va conducido por Robin Shaftoe. Randy tiene esa sensación de moverse entre melaza que le asalta cuando realiza alguna transición vital enormemente emocional. Pone el Adagio para cuerdas de Samuel Barber en el estéreo del Acura y recorre muy lentamente la calle principal de la ciudad, mirando a su alrededor los restos de cafeterías, bares, pizzerías y restaurantes tailandeses donde, durante muchos años, ejercía su vida social. Debería haber realizado esa pequeña ceremonia la primera vez que partió hacia Manila, hace año y medio. Pero en aquella ocasión huyó como si escapase de la escena de un crimen o, al menos, de una grotesca vergüenza personal. Sólo tuvo un día o dos antes de subir al avión, y pasó la mayor parte del tiempo en el suelo del sótano de Avi, dictando secciones enteras del plan de negocio a una minigrabadora, en lugar de teclear, porque le dolían los carpos.

Ni siquiera se había despedido correctamente de toda la gente que conocía allí. No les había hablado, y apenas había pensado en ellos, hasta el día anterior por la tarde, cuando se plantó frente a sus hogares torcidos y en ocasiones humeantes subido a su coche estrujado y manchado del naranja del camión de mudanzas acompañado de una mujer extraña, nervuda y bronceada que, fuesen cuales fuesen sus puntos fuertes y sus limitaciones, no era Charlene. Por tanto, teniéndolo todo en consideración, no era exactamente la forma en que Emily Post en su manual de etiqueta hubiese orquestado una reunión con antiguos amigos. El tour de la tarde sigue siendo en su mente una ráfaga de imágenes extrañas y cargadas de emoción, pero empieza a ordenarlas, digamos que a repasar las cifras, y diría que tres cuartas partes de la gente con la que se encontró —gente con la que había intercambiado invitaciones para cenar y a la que había prestado herramientas, personas a las que había arreglado sus ordenadores personales a cambio de una jarra de buena cerveza, con quienes había visto películas importantes— no tenían ni el más mínimo interés en volver a ver la cara de Randy durante el resto de sus vidas, y se sentían extremadamente incómodos por su inesperada reaparición en sus jardines, donde daban fiestas improvisadas con la cerveza y el vino que habían podido recuperar. Randy concluye tristemente que esa hostilidad estaba muy correlacionada con el sexo. Muchas de las mujeres ni siquiera le hablaban, o simplemente se acercaban para poder dedicarle miradas heladas y evaluar a su supuesta nueva novia. Es simplemente razonable, porque antes de irse para Yale, Charlene había tenido buena parte de un año para divulgar su versión de los hechos. Ella había podido estructurar el discurso según sus intereses, presentándolo como un hombre blanco y muerto. Sin duda Randy había sido clasificado como un desertor, no mejor que un hombre casado que abandona a su mujer y a sus hijos, sin importarle que él fuese el que quería casarse y tener hijos con ella. Pero su alarma de lloriqueo empieza a sonar en cuanto lo piensa, así que retrocede y prueba otro camino.

Él personifica (comprende ahora) el conjunto de las peores pesadillas, para muchas mujeres, de lo que podría suceder en sus vidas. En cuanto a los hombres que vio por la noche, estaban muy dispuestos a apoyar la posición de sus mujeres. Aparentemente, algunos de ellos opinaban realmente igual. Otros le miraban con evidente curiosidad. Algunos eran abiertamente amables. Curiosamente, los que adoptaban el tono moral más severo del Viejo Testamento eran los del tipo Modern Language Association, que creían que todo era relativo y que, por ejemplo, la poligamia era tan válida como la monogamia. La bienvenida más sincera y acogedora que había recibido fue la de Scott, profesor de química, y Laura, pediatra, quienes, después de conocer durante muchos años a Randy y a Charlene, un día le habían confiado a Randy, en total confianza, que, sin que lo supiese la comunidad académica en general, todos los domingos por la mañana habían estado enviando a sus hijos a la iglesia, e incluso los habían bautizado a todos.

En una ocasión, Randy había ido a su casa para ayudar a Scott a trasladar una bañera antigua recién reacondicionada, y había visto con sus propios ojos la palabra DIOS escrita en hojas de papel colgadas en la casa, en la puerta de la nevera y en las paredes de los dormitorios de los niños, donde tiende a depositarse el arte juvenil. Pequeños proyectos para pasar el tiempo que habían realizado en la escuela dominical, páginas arrancadas de libros de colorear, mostrando a un Jesús algo más multicultural del que Randy había conocido en su infancia (pelo rizado, por ejemplo) hablando con niños bíblicos o asistiendo al desorientado ganado de Tierra Santa. La visión de ese material por la casa, mezclado con el arte normal (es decir, secular) juvenil de la escuela elemental, pósteres de Batman, etc., hizo que Randy se sintiese tremendamente azorado. Era como ir a la casa de gente supuestamente sofisticada y encontrarse una pintura de un Elvis en terciopelo neón sobre negro colgando sobre el modernísimo y exclusivo tresillo de diseño italiano. Definitivamente un asunto de clases sociales. Y no es que Scout y Laura fuesen del tipo estricto, y tampoco tenían los ojos vidriosos y echaban espuma por la boca. Después de todo, se las habían arreglado para pasar por miembros perfectamente normales de la sociedad académica decente durante muchos años. Eran un poco más tranquilos que muchos otros, ocupaban menos espacio en la sala, pero era normal tratándose de personas que criaban tres niños, así que pasaban desapercibidos.

La pasada noche, Randy y Amy hablaron durante toda una hora con Scott y Laura; fueron los únicos que se esforzaron en hacer que Amy se sintiese como en casa. Randy no tenía ni la más remota idea de lo que esos dos pensaban de él y de lo que había hecho, pero apreciaba inmediatamente que, en esencia, eso no era lo importante, porque incluso si creyesen que había hecho algo malvado, ellos al menos tenían una estructura, una especie de manual de procedimiento, para tratar con las transgresiones. Traduciéndolo en términos de administración de sistemas UNIX (la metáfora fundamental de Randy para más o menos todo), los ateos postmodernos y políticamente correctos eran como personas que se hubiesen encontrado de pronto al cargo de un inmenso e insondablemente complejo sistema informático (a saber, la sociedad) sin documentación ni instrucciones de cualquier tipo, y cuya única forma de hacer que las cosas siguiesen funcionando era inventar e imponer ciertas reglas con una especie de rigor neopuritano, porque se perdían en cuanto tenían que tratar con cualquier desviación de lo que consideraban la norma. Mientras que las personas conectadas a una iglesia eran como administradores de sistema UNIX que, aunque puede que no lo comprendan todo, al menos disponen de documentación, algunos archivos FAQ, How-to y LÉEME, lo que les ofrecía algo de guía sobre qué hacer cuando las cosas empezaban a ir mal. En otras palabras, eran capaces de demostrar adaptabilidad.

—¡Eh! ¡Randy! —dice America Shaftoe—. M.A. está tocándote la bocina.

—¿Por qué? —pregunta Randy. Mira por el retrovisor, ve el reflejo del techo del Acura y comprende que está completamente hundido en el asiento. Se sienta recto y localiza el Impala.

—Creo que es porque vas a diez millas por hora —dice Amy—, y a M.A. le gusta ir a noventa.

—Vale —dice Randy y, así de simple, aprieta el acelerador y sale de la ciudad para siempre.