EL GENERAL

DURANTE DOS MESES duerme en una playa de Nueva Caledonia, tendido bajo una cubierta antimosquitos, soñando con lugares peores, perfeccionando su historia.

En Estocolmo, alguien de la embajada británica le llevó a cierto café. Un caballero que conoció en el café le consiguió un coche. El coche le llevó a un lago donde daba la casualidad que había un hidroavión con los motores en marcha y las luces apagadas. El Servicio Aéreo Especial le llevó a Londres. La Inteligencia Naval le trasladó a D.C., le vació el cerebro y le entregó a los Marines con un enorme sello en los papeles que decía que jamás debía enviársele de nuevo al combate; Sabía Demasiado para arriesgarse a que fuese capturado. Los Marines descubrieron que Sabía Muy Poco para servir como Hijo de Puta del Escalafón en la Patria, y le dieron a elegir: un billete de ida a casa o educación superior. Eligió el billete a casa, luego convenció a un oficial novato de que su familia se había mudado, y que ahora residía en San Francisco.

Prácticamente puedes atravesar la bahía de San Francisco saltando de un barco de la Marina a otro. El puerto estaba cubierto de muelles de la Marina, depósitos, hospitales y prisiones. Todo ello protegido por los hermanos militares de Shaftoe. Los tatuajes de Shaftoe quedaban oscurecidos por ropas civiles y le había crecido el pelo. Pero le bastaría con mirar a un marine a los ojos desde una distancia de tiro de piedra y el marine le reconocería como un hermano necesitado y le abriría cualquier puerta, rompería cualquier regla y probablemente incluso arriesgaría su vida. Shaftoe acabó con tal rapidez de polizón en un barco en dirección a Hawai que ni siquiera tuvo tiempo de emborracharse. Desde Pearl, le llevó cuatro días meterse en un barco a Kwajalein. Allí era un héroe legendario. Su dinero no valía nada en Kwaj; fumó, bebió y comió durante una semana sin que se le permitiese gastar ni un centavo, y finalmente sus hermanos le metieron en un avión que le llevó un par de miles de millas más al sur hasta Noumea, en Nueva Caledonia.

Lo hicieron con bastante renuencia. Con toda alegría hubiesen asaltado una playa con él, pero esto era diferente: le estaban enviando peligrosamente cerca del SOWESPAC, el Teatro de Operaciones del Suroeste del Pacífico, el domino del General. Incluso ahora, un par de años después de que el General les hubiese enviado a la acción, mal armados y con mal apoyo, en Guadalcanal, los marines todavía pasaban la mitad de sus horas despiertos comentando lo mal tipo que era. En secreto era dueño de la mitad de Intramuros. Se había convertido en billonario gracias al oro español que su padre había desenterrado cuando fue gobernador de Filipinas. Quezón le había nombrado en secreto dictador del archipiélago cuando terminase la guerra. El General se presentaba a presidente, y para poder ganar iba a empezar a perder batallas sólo para que F.D.R. quedase mal, e iba acusar de todo a los marines. Y si eso no le salía bien, volvería a Estados Unidos y daría un golpe de estado. Que sería desarticulado, contra toda esperanza, por el Cuerpo de Marines de Estados Unidos. ¡Semper Fi!

En cualquier caso, sus hermanos le llevaron a Nueva Caledonia. Noumea es una bonita ciudad francesa de amplias calles y tejados de zinc, que da a un inmenso puerto cubierto de gigantescas montañas de mineral de níquel y cromo proveniente de las inmensas minas del interior. La población es un tercio Francia Libre (hay imágenes representando a De Gaulle por todas partes), un tercio soldados norteamericanos y un tercio caníbales. Los rumores de la calle son que los caníbales hace veintisiete años que no se comen a ningún blanco, así que Bobby Shaftoe, durmiendo en la playa, se siente casi tan seguro como en Suecia.

Pero cuando llegó a Noumea se topó con una barrera más impenetrable que cualquier muro de piedra: la línea imaginaria entre el teatro de operaciones del Pacífico (el territorio de Nimitz) y SOWESPAC. Brisbane, la central del General, está a poca distancia (según los estándares del Pacífico) casi directamente al oeste. Si puede llegar allí y contar su historia, todo saldrá bien.

Durante el primer par de semanas en la playa, se manifiesta optimista hasta la estupidez. Posteriormente, se deprime durante un mes, pensando que nunca podrá salir de allí. Finalmente, empieza a recuperar el ánimo, a demostrar de nuevo algo de adaptabilidad. No tiene suerte en intentar subirse a un barco. Pero la cantidad de tráfico aéreo es increíble. Parece que al General le gustan los aviones. Shaftoe empieza a seguir a los aviadores. Los policías militares no le dan ni la hora, no podría entrar en un club de suboficiales ni para salvar la vida.

Pero un club de suboficiales ofrece un entretenimiento estrictamente limitado. Los clientes que buscan satisfacciones más profundas deben abandonar el perímetro definido por los cabrones de los policías militares y entrar en la economía civil. Y cuando aviadores norteamericanos cachondos y bien pagados caen en una cultura definida la mitad por caníbales y la mitad por franceses, obtienes una economía civil cojonuda. Shaftoe encuentra una posición estratégica en el exterior de una salida de una base aérea, se planta allí, con los bolsillos cargados de cajetillas de cigarrillos (los marines de Kwaj le suministraron un cargamento para toda la vida), y espera. Los aviadores salen en grupos de dos y tres. Shaftoe elige a los sargentos, los sigue a los bares y prostíbulos, se sienta en sus líneas de visión, comienza a fumar convulsivamente. No pasa mucho tiempo antes de que se acerquen y le pidan cigarrillos. Eso inicia la conversación.

Una vez que ha perfeccionado la rutina, aprende mucho y a toda velocidad sobre la Quinta Fuerza Aérea y hace muchos amigos. En unas semanas le toca el gordo. Va a la verja del campo de aviación a la 1.00 A.M. de una noche sin luna, se arrastra sobre el vientre durante una milla siguiendo el borde de una pista de aterrizaje y apenas llega a tiempo para encontrarse con la tripulación del Tipsy Tootsie, un B-24 Liberator en dirección a Brisbane. Inmediatamente se encuentra encajado en la esfera de vidrio a la cola del avión: la burbuja de artillería de atrás. Su propósito, claro, es derribar Zeros, que tienden a atacar por detrás. Pero la tripulación del Tipsy Tootsie parece opinar que allí tienen tantas probabilidades de encontrarse con un Zero como sobre los cielos de Missouri.

Le advirtieron que se pusiese ropa de abrigo, pero no tenía nada de esa naturaleza. Tipsy Tootsie apenas ha abandonado la pista cuando empieza a entender su error: la temperatura cae como una bomba de quinientas libras. Le resulta físicamente imposible abandonar la burbuja. Incluso si pudiese, le arrestarían; le han subido a bordo sin el conocimiento de los oficiales, que realmente son los que hacen volar el avión. Con calma decide añadir la hipotermia a su ya extenso conocimiento del sufrimiento humano. Después de un par de horas, o pierde la conciencia o se queda dormido, y eso ayuda.

Le despierta una luz rosa que viene de todas las direcciones. El avión ha perdido altitud, la temperatura ha subido y su cuerpo ha recuperado el calor suficiente para devolverle la conciencia. Después de unos minutos es incluso capaz de mover los brazos. Alarga la mano hacia la luz rosa y toca la condensación en el interior de la torreta. Saca un pañuelo, la limpia por completo y mira directamente un amanecer del Pacífico.

El cielo está rasgado y moteado por nubes negras, como chorros de un calamar en una cala del Caribe. Durante un rato, le parece que está sumergido junto con Bischoff.

Cicatrices arrugadas marcan el Pacífico formando bucles y líneas, y le recuerdan su propia piel desnuda. Pero formas duras e irregulares sobresalen de las cicatrices como si fuesen viejos trozos de metralla: arrecifes de coral que escapan del mar poco profundo. Cada vez hace más calor. Vuelve a temblar.

Alguien ha arrojado polvo marrón sobre el Pacífico, formando un gigantesco montón. En el borde del montón hay una ciudad. La ciudad gira, se acerca. Cada vez hace más calor. Se trata de Brisbane. Hay una pista de aterrizaje, y piensa que va rebajarle el culo como si fuese la tira de papel de lija más larga del mundo. El avión se detiene. Huele a gasolina.

El piloto le descubre, pierde los estribos y se dispone a llamar a la policía militar.

—Estoy aquí dispuesto a trabajar para el General —murmura Shaftoe por entre sus labios amoratados.

Sólo hace que el piloto desee darle un porrazo. Pero después de que Shaftoe haya dicho esas palabras, todo cambia; los oficiales furiosos permanecen a uno o dos pasos de él, rebajan el lenguaje, retiran las amenazas. Al presenciarlo, Shaftoe descubre que el General hace las cosas de forma diferente.

Pasa un día recuperándose en una habitación de mala muerte, después se pone en pie, se afeita, bebe una taza de café y sale en busca de oficiales.

Para su total desesperanza, descubre que el General ha mudado su cuartel general a Jayapura, en Nueva Guinea. Pero su esposa e hijo, y gran parte de su personal, siguen en el Hotel Lennon. Shaftoe va allí y analiza la distribución de tráfico: para meterse en la entrada del hotel, los coches deben venir desde cierta esquina de la calle. Shaftoe encuentra un buen escondrijo cerca de esa esquina y espera. Mirando por las ventanillas de los coches que se acercan, puede ver las charreteras y contar estrellas y águilas.

Al ver dos estrellas, decide ponerse en marcha. Corriendo calle abajo, llega hasta el toldo del hotel justo cuando el chófer abre la puerta de ese general.

—¡Perdóneme, general, Bobby Shaftoe se presenta al servicio, señor! —suelta, realizando el saludo más perfecto de la historia militar.

—¿Y quién demonio eres, Bobby Shaftoe? —dice ese general, sin apenas parpadear. ¡Habla como Bischoff! ¡El tipo tiene acento alemán!

—He matado más nipos que la actividad sísmica. Me entrenaron para saltar de aeroplanos. Hablo un poco de nipo. Puedo sobrevivir en la selva. Conozco Manila como la palma de mi mano. Allí se encuentran mi esposa y mi hijo. Y estoy en una especie de callejón sin salida. ¡Señor!

En Londres, en Washington, nunca hubiese podido acercarse tanto, y de haberlo hecho le habrían pegado un tiro.

Pero esto es SOWESPAC y, a la mañana siguiente, está en un B-17 con destino a Jayapura, vestido con el verde del ejército de Tierra, sin rango.

Nueva Guinea tiene un aspecto terrible: un dragón gangrenoso con una columna vertebral rocosa y retorcida, cubierta de hielo. Sólo mirarlo hace que Shaftoe se estremezca por una combinación nauseabunda de hipotermia y malaria incipiente. Ahora todo eso pertenece al General. Para Shaftoe está claro que semejante país sólo podría conquistarlo un hombre que haya perdido completamente la cabeza. Un mes en Stalingrado sería preferible a veinticuatro horas allá abajo.

Jayapura se encuentra en la costa norte de la bestia, mirando, naturalmente, hacia Filipinas. Todos los marines saben perfectamente que el General se ha hecho construir un palacio para su persona. Algunos idiotas crédulos creen el rumor de que simplemente se trata de una réplica completa a escala 200% del Taj Mahal, construida por marines esclavizados, pero los cabrones con experiencia saben que en realidad se trata de un complejo mucho mayor construido con materiales robados en naves hospital de la Marina, salpicado de bóvedas de placer y casas de sexo para su serie de concubinas asiáticas, con cúpulas que se alzan tan altas que el General puede subir allá arriba y ver lo que los nipos le están haciendo a su extensa hacienda en Manila, 1.500 millas al noroeste.

Bobby Shaftoe no ve tal cosa por las ventanillas del B-17. Vislumbra una casa grande y de buen aspecto en la montaña junto al mar. Supone que no es más que un puesto de vigilancia, que marca el perímetro de los dominios del General. Pero casi de inmediato el B-17 aterriza. La carlinga queda invadida por un miasma ecuatorial. Es como respirar los vapores de una fábrica de cerveza. Shaftoe ya siente que sus intestinos van soltándose. Evidentemente, hay muchos marines que opinan que los pantalones del ejército de Tierra están mejor bien manchados de heces. Shaftoe debe dejar esas ideas de lado.

Todos los pasajeros (en su mayoría coroneles o mejores) se mueven como para evitar sudar, aunque están encharcados de píes a cabeza. A Shaftoe le gustaría patear sus culos gordos y arrugados para que bajen, tiene prisa por llegar a Manila.

Pronto está subido al parachoques trasero de un jeep lleno de peces gordos. El campo de aviación está rodeado de armas antiaéreas, y da señales de haber sido bombardeado y atacado no hace mucho. Algunas de esas señales son pruebas físicas evidentes, como agujeros en el suelo, pero Shaftoe obtiene la mayor parte de la información observando a los hombres: sus posturas, sus expresiones faciales al mirar el cielo le dicen exactamente cuál es el nivel de amenaza.

No es de extrañar, piensa, al recordar esa gigantesca casa blanca en la montaña. ¡Por amor de dios, probablemente puedas verla a la luz de la luna! ¡Debe de ser visible desde Tokio! Está pidiendo ser bombardeada. La subida a la montaña lleva un eón. Shaftoe salta y pronto ha adelantado al jeep quejumbroso, y al que va delante. Luego se queda solo, atravesando la selva. Se limitará a seguir los caminos hasta que le lleven directamente a los pozos hábilmente camuflados que descienden hasta el cuartel del General.

El paseo le da tiempo de sobra para fumarse un par de cigarrillos y saborear el absoluto horror de la selva de Nueva Guinea, comparada con la de Guadalcanal, que hasta ahora consideraba el peor lugar sobre la Tierra, y que ahora le parece un prado de hierba habitado por mariposas y conejitos. Nada le parece más satisfactorio que la idea de que los nipos y el ejército de Tierra de Estados Unidos lleven un par de años dándose de hostias en Nueva Guinea. Eso sí, pena de los australianos que tienen que ir allí.

Los senderos le llevan directamente a la casa blanca como la cal que se sienta en la ladera de la montaña. La verdad es que se han pasado haciendo que realmente parezca que allí vive alguien. Shaftoe puede ver incluso muebles. Las paredes están salpicadas de agujeros de bala. ¡Incluso han puesto un maniquí en el balcón, vestido con una toga rosa de seda, pipa «olote» y gafas de aviador que mira por unos binoculares! Por muy reacio que se sienta a aprobar cualquier cosa hecha por el ejército de Tierra, Shaftoe no puede evitar reírse ante esa muestra de ingenio. El humor militar es el mejor. No puede creer que les hayan dejado hacerlo. Un par de fotógrafos de prensa están abajo, tomando fotos de la escena.

De pie en medio del aparcamiento lleno de barro de la casa, se planta con los pies bien abiertos y le enseña el dedo medio al maniquí. ¡Eh, capullo, esto es por los marines en Kwajalein! Coño, le ha gustado.

El maniquí se gira y apunta los binoculares directamente a Bobby Shaftoe, quien se queda petrificado en la postura de enseñar el dedito como si le hubiese mirado un basilisco. Muy abajo empiezan a sonar las alarmas de ataque aéreo.

Los binoculares se separan de las gafas de sol. De la pipa sale un hálito de humo. El General le responde con un saludo sarcástico. Shaftoe recuerda guardarse el dedo, luego se queda plantado, como un árbol de caoba muerto.

El General se retira la pipa de la boca para poder decir:

—Magandang gabi.

—Quiere decir «magandang umaga» —dice Shaftoe—. Gabi significa noche y umaga significa mañana.

El zumbido de los aeroplanos va haciéndose cada vez más evidente. Los fotógrafos de prensa deciden guardar las cosas y meterse en la casa.

—Cuando sales de Manila por el norte en dirección a Lingayen, llegas al cruce de carreteras en Tarlac, tomas el camino de la derecha y te diriges atravesando las plantaciones de caña hacia Urdaneta, ¿cuál es el primer pueblo que te encuentras?

—Es una pregunta con trampa —dice Shaftoe—. Al norte de Tarlac no hay caña, sólo arrozales.

—Mmm. Muy bien —dice el General malhumorado.

Abajo, la artillería antiaérea comienza a disparar con un estruendo fantástico; en la distancia, suena como si la costa norte de Nueva Guinea estuviese siendo arrojada al mar a golpe de martillo neumático. El General lo ignora. Si estuviese fingiendo que lo ignora, al menos miraría los Zeros que se acercan, de forma que pudiese dejar de fingir en cuanto la situación se volviese demasiado peligrosa. Pero ni siquiera se molesta en mirar. Shaftoe se obliga a imitarle y no mirar. El General le hace una larga pregunta en español. Su voz es hermosa. Suena como si estuviese metido en un estudio de sonido anecoico en Nueva York o Hollywood, narrando un documental sobre su propia genialidad.

—Si intenta descubrir si hablo español, la respuesta es un poquito[28] —dice Shaftoe.

El General irritado hace bocina con una mano sobre el oído. No puede oír nada, excepto el par de Zeros que convergen sobre él y Shaftoe más o menos a trescientas millas por hora, licuando toneladas de biomasa con densas ráfagas de munición de 12,7 milímetros. Mira fijamente a Shaftoe mientras una secuencia de balas recorre el aparcamiento, salpicando de barro los pantalones de Shaftoe. La misma línea de balas vira de pronto hacia arriba en ángulo recto cuando llega a la pared de la casa del General, trepa por la pared, arranca un trozo de la barandilla del balcón como a un pie de donde descansa la mano del General, maltrata algunos muebles en el interior y luego se desvanece por el tejado de la casa.

Ahora que los aviones han pasado por encima, Shaftoe puede mirarlos sin preocuparse de que el General crea que es una especie de afeminado. Las albóndigas de las alas se hacen más anchas y visibles al inclinarse de pronto, inclinarse más que cualquier avión norteamericano, y regresan para probar por segunda vez.

—Dije… —empieza a decir el General. Pero a continuación la atmósfera queda desgarrada por una serie de silbidos. Una de las ventanas de la casa salta de pronto del marco. Shaftoe oye un golpe dentro y algo de loza romperse. Por primera vez, el General muestra ser consciente de que se está produciendo una acción militar—. Caliente mi jeep, Shaftoe —dice—. Tengo un hueso que coger con mis chicos triple-A. —Luego se da la vuelta y Shaftoe puede ver la espalda de la toga de seda rosa. Lleva bordado, con hilo negro, un lagarto enorme, rampante.

De pronto el General se vuelve.

—¿Es usted al que oigo gritar ahí abajo, Shaftoe?

—¡Señor, no señor!

—Le he oído gritar claramente. —MacArthur le da la espalda a Shaftoe, ofreciéndole otra visión del lagarto (que pensándolo con calma parece más un dibujo chino de un dragón) y entra en la casa, murmurando con irritación.

Shaftoe se sube al vehículo indicado y arranca el motor.

El General sale de la sala y empieza a atravesar el aparcamiento acunando en los brazos un proyectil antiaéreo. El viento agita a su alrededor la toga de seda rosa.

Los Zeros regresan y acribillan de nuevo el aparcamiento, cortando un camión casi por la mitad. Shaftoe siente como si sus intestinos se hubiesen disuelto y estuviesen a punto de salir de su cuerpo a chorros. Cierra los ojos, contrae bien el esfínter y aprieta los dientes. El General se sienta a su lado.

—Colina abajo —ordena—. Hacia el sonido de artillería.

Apenas han llegado a la carretera cuando su avance queda bloqueado por los dos jeeps que traían a los peces gordos desde el campo de aviación. Ahora están abandonados en medio del camino, con las puertas abiertas, y los motores todavía en marcha. El General alarga la mano y le da a la bocina.

Coroneles y generales de brigada comienzan a salir de entre las sombras de la selva, como si formasen una tribu nativa particularmente rara, agarrando los maletines como si fuesen talismanes. Saludan al General, quien les ignora con irritación.

—¡Muevan los vehículos! —entona, señalándolos con la boquilla de la pipa—. Esto es la carretera. El aparcamiento está por ahí.

Los Zeros regresan por tercera vez. Shaftoe comprende ahora (como quizá ya lo había comprendido el General) que esos pilotos no son de los mejores; es un periodo tardío de la guerra y los buenos pilotos ya están muertos. En consecuencia, no ajustan sus trayectorias con la carretera; el bombardeo la corta diagonalmente. Aún así, una bala atraviesa el bloque del motor de uno de los camiones. De él saltan vapor y aceite caliente.

—¡Vamos, empújenlo! —dice el General. Instintivamente, Shaftoe empieza a bajar del jeep, pero el General le retiene con una palabra—. ¡Shaftoe! Le necesito para conducir este vehículo.

Agitando la pipa como la batuta de un director, el General consigue que los miembros de su personal salgan de nuevo a la carretera y comiencen a empujar el jeep destrozado hacia la selva. Shaftoe comete el error de inhalar por la nariz y percibe un intenso olor a diarrea; al menos uno de esos oficiales se ha cagado en los pantalones. Shaftoe intenta con todas sus fuerzas no cagarse él mismo, como probablemente habría hecho de haber empujado el jeep. Los Zeros intentan alinearse para dar otra pasada, pero ahora ya han aparecido en escena algunos aviones de combate norteamericanos, lo que complica las cosas.

Shaftoe maniobra a través del hueco entre el jeep restante y un enorme árbol, luego enfila carretera abajo. El General tararea para sí durante un raro y luego dice:

—¿Cómo se llama su esposa?

—Gorda.

—¿¡Qué!?

—Quiero decir Glory.

—Ah. Bien. Un bueno nombre de filipina. Las filipinas son las mujeres más hermosas del mundo, ¿no cree?

Como ha viajado por todo el mundo y tiene experiencia, Bobby Shaftoe tuerce el gesto y comienza a repasar sus experiencias de forma sistemática. Luego comprende que es probable que el General no quiera su opinión meditada.

Claro, la mujer del General es norteamericana, así que podría ser una pregunta con trampa.

—Supongo que la mujer que amas es siempre la más hermosa —dice Shaftoe al final.

El General parece ligeramente contrariado.

—Claro, pero…

—¡Pero si realmente no te importan nada, las filipinas son las más hermosas, señor! —dice Shaftoe.

El General asiente.

—Ahora, el chico. ¿Cómo se llama?

Shaftoe traga y piensa con rapidez. Ni siquiera sabe si tiene un niño —se lo inventó para que sonase mejor—, e incluso si lo tiene sólo hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que sea un chico. Pero si efectivamente tiene un chico, ya sabe cómo le llamaría.

—Su nombre es… bien, señor, su nombre… y espero que no le importe… pero su nombre es Douglas.

El General sonríe encantado y lanza una risotada, dándole una palmada al proyectil que lleva en el regazo para que quede claro el énfasis. Shaftoe se estremece.

Cuando llegan al campo de aviación, sobre sus cabezas se está produciendo un combate aéreo en toda regla. La instalación está abandonada, porque todos, excepto ellos, se ocultan tras sacos de arena. El General hace que Shaftoe conduzca de arriba abajo por toda la pista, deteniéndose tras cada pieza de artillería para mirar por encima de la barrera.

—¡Ahí está el tipo! —dice al fin el General, señalando con su fusta un cañón al extremo opuesto de la pista—. Le acabo de ver sacar la cabeza, hablando por teléfono.

Shaftoe atraviesa la pista con el jeep. Un Zero envuelto en llamas, que viaja quizá a la mitad de la velocidad del sonido, choca sobre la pista a unos cientos de pies y se desintegra en una rugiente nube de piezas ardientes que saltan, ruedan y rebotan sobre la pista más o menos en dirección a ellos. Shaftoe titubea. El General le grita. Admitiendo que no puede esquivar lo que no puede ver, Shaftoe se dirige hacia la tormenta. Como ya ha visto pasar esas cosas antes, sabe que lo primero que vendrá hacia ellos será el bloque del motor, una lápida al rojo vivo de buen hierro Mitsubishi.

Y allí está, arrastrando todavía uno de sus colectores de escape como si fuese un ala rota, girando y arrancando grandes terrones de la pista a cada salto. Shaftoe gira para esquivarlo. Identifica el fuselaje y comprueba que ya se ha detenido. Busca las alas; se han roto en algunos trozos grandes que pierden velocidad con rapidez, pero las ruedas se han soltado del tren de aterrizaje y vienen saltando hacia ellos, ardientes ruedas de fuego. Shaftoe maniobra el jeep entre ellas, atraviesa un pequeño charco de aceite en llamas, luego da otro giro brusco y sigue en dirección al objetivo.

La explosión del Zero hace que todos vuelvan tras los sacos de arena. El General tiene que bajarse del jeep y mirar por encima de la barrera. Levanta el proyectil antiaéreo sobre su cabeza.

—Dígame, capitán —dice con perfecta voz de locutor de radio—, esto llegó a mi mesilla sin remitente, pero creo que vino de su unidad.

La cabeza cubierta por un casco del capitán salta a la vista en lo alto de los sacos de arena, y se cuadra de inmediato. Mira boquiabierto el proyectil.

—¿Querría ocuparse de esto y asegurarse de que se lo desactiva adecuadamente?

El General le lanza el proyectil de lado, como si fuese un melón, y el capitán apenas tiene la presencia de ánimo suficiente para agarrarlo.

—Sigan con lo suyo —dice el General—, veamos si la próxima vez pueden realmente derribar a algún nipo. —Señala despectivamente los restos ardientes del Zero y se sube al jeep con Shaftoe—. ¡Muy bien, colina arriba, Shaftoe!

—¡Sí, señor!

—Bien, sé que debe odiarme porque es un marine.

A los oficiales les gusta cuando finges sincerarte con ellos.

—¡Sí, señor, le odio, señor, pero no creo que eso deba ser un impedimento para que juntos matemos a algunos nipos, señor!

—Estamos de acuerdo. Pero en la misión que tengo en mente para usted, Shaftoe, matar nipos no será el objetivo principal.

Ahora Shaftoe se siente un poco desequilibrado.

—Señor, con todos los respetos, creo que matar nipos es lo que mejor sé hacer.

—No lo dudo. Y es una buena característica en un marine. Porque en esta guerra, un marine es un guerrero de gran categoría bajo el mando de almirantes que no saben nada sobre la guerra en tierra, y que creen que la forma de conquistar una isla es lanzar a sus hombres directamente contra las defensas preparadas por los nipos.

El General hace una pausa, como si le diese a Shaftoe la oportunidad de responder. Pero Shaftoe no dice nada. Está recordando las historias que le contaron sus hermanos en Kwajalein, sobre todas las batallas que libraron en pequeñas islas del Pacífico, exactamente como las describe el General.

—En consecuencia, un marine debe ser muy bueno matando nipos, como sin duda lo es Shaftoe. Pero ahora, Shaftoe, está en el ejército de Tierra, y aquí tenemos algunas innovaciones maravillosas, como la estrategia y la táctica, que algunos almirantes harían bien en conocer. Y por tanto su nuevo trabajo, Shaftoe, no es simplemente matar nipos, sino emplear la cabeza.

—Bien, sé que probablemente piensa que soy un cabeza de chorlito estúpido, General, pero creo tener una buena cabeza sobre los hombros.

—¡Y sobre sus hombros es donde me gustaría que se quedase! —dice el General, dándole una animosa palmada en la espalda—. Lo que intentamos hacer es crear una situación táctica que nos sea favorable. Una vez que lo hayamos conseguido, lo de matar nipos puede realizarse con métodos más eficaces como el bombardeo aéreo, la inanición en masa o similares. No será necesario que corte personalmente la garganta de cada uno de los nipos con los que se encuentre, por extraordinariamente cualificado que esté para tal operación.

—Gracias, General, señor.

—Tenemos millones de guerrilleros filipinos, y cientos de miles de soldados, para ocuparse del asunto esencialmente cotidiano de convertir nipos vivos en nipos muertos, o al menos cautivos. Pero para poder coordinar sus actividades, necesito inteligencia. Esa será una de sus misiones. Pero el país ya está abarrotado de mis espías, por lo que será una misión secundaria.

—¿Y la misión principal, señor?

—Esos filipinos necesitan liderazgo. Necesitan coordinación. Y quizá más que nada, necesitan espíritu guerrero.

—¿Espíritu guerrero, señor?

—Hay muchas razones para que los filipinos estén bajos de moral. Los nipos no les han tratado bien. Y aunque yo estoy muy ocupado, aquí en Nueva Guinea, preparando el trampolín para mi regreso, los filipinos no saben nada de esto, y muchos de ellos probablemente piensen que los he olvidado por completo. Es hora de hacerles saber que voy de camino. De que volveré… ¡y pronto!

Shaftoe sonríe, creyendo que el General se está burlando un poco de sí mismo —sí, un poco de ironía—, pero luego se da cuenta de que no parece divertir especialmente al General.

—¡Pare el vehículo! —grita.

Shaftoe aparca el jeep en lo alto de un cambio de rasante, donde pueden mirar al noroeste, hacia las zonas más remotas del mar de Filipinas. El General extiende un brazo hacia Manila, con la mano ligeramente cerrada, la palma hacia arriba, gesticulando como un actor shakesperiano que posase para una fotografía.

—¡Vaya allí, Bobby Shaftoe! —dice el General—. Vaya allí y dígales que voy de camino.

Shaftoe sabe que esa es su entrada, y también sabe lo que debe decir.

—¡Señor, sí señor!