ÍNDIGO
LAWRENCE PRITCHARD WATERHOUSE y el resto de la banda se
encuentran una mañana sobre la cubierta del Nevada, tocando
el himno nacional y contemplando cómo las Barras y Estrellas suben
por el asta, cuando se sobresaltan al encontrarse en medio de
ciento noventa aeroplanos de diseño no demasiado familiar. Algunos
de ellos vuelan bajo, moviéndose rasantes, y otros están en lo
alto, descendiendo casi en línea recta. Estos últimos van tan
rápido que parecen estar deshaciéndose: caen pequeños trozos. Se
trata de una escena atroz, algún ejercicio de entrenamiento está
saliendo deprimentemente mal. Pero salen de las trayectorias
suicidas con tiempo de sobra. Los trozos que se han caído
descienden con suavidad y determinación, sin dar volteretas o
revolotear como harían los restos. Están por todas partes. De forma
perversa, todos parecen dirigirse a los buques amarrados. Es
increíblemente peligroso, ¡podrían darle a alguien! Lawrence se
siente indignado.
En uno de los barcos situados al fondo se produce un fenómeno de corta vida. Lawrence se da la vuelta para mirar. Es la primera explosión de verdad que ha visto en su vida, así que le lleva algo de tiempo reconocerla como tal. Puede tocar los movimientos más difíciles de xilófono con los ojos cerrados, y The Star Spangled Banner es mucho más fácil de tocar que de cantar.
Sus ojos se centran, no en la fuente de la explosión, sino en un par de aeroplanos que se dirigen directamente hacia ellos, casi rozando el agua. Cada uno de ellos deja caer un largo huevo delgaducho y a continuación sus colas se mueven apreciablemente, viran hacia arriba y pasan por encima de sus cabezas. El sol naciente ilumina directamente el interior de las carlingas. Lawrence puede mirar de frente a los ojos de uno de los pilotos. Percibe que parece ser algún tipo de caballero asiático.
Se trata de un ejercicio de entrenamiento increíblemente realista, incluso hasta el punto de emplear pilotos étnicamente correctos, y hacer detonar explosiones falsas en los buques. Lawrence lo aprueba de todo corazón. Las cosas se habían relajado un poco últimamente.
Se siente una tremenda conmoción en la cubierta de la nave, que hace que sus pies y piernas parezcan haber saltado un precipicio de tres metros para caer sobre cemento sólido. Pero no ha sido así, sigue de pie. No tiene el más mínimo sentido.
La banda ha terminado de tocar el himno nacional y presta atención al espectáculo. Las sirenas y las bocinas se dejan oír por todas partes, en el Nevada, en el Arizona situado en el amarradero contiguo, en los edificios de tierra. Lawrence no aprecia fuego antiaéreo, no ve en el cielo ningún avión que pueda reconocer. Las explosiones se suceden. Lawrence se acerca a la baranda y atraviesa con la mirada los pocos metros de agua que les separan del Arizona.
Otro más de esos aeroplanos en picado lanza un proyectil que cae directamente sobre la cubierta del Arizona para a continuación, aunque parezca extraño, desaparecer. Lawrence parpadea y ve que ha dejado sobre la cubierta un perfecto agujero en forma de bomba, justo como si fuese un personaje de dibujos animados histéricos de la Warner Brothers atravesando a gran velocidad alguna estructura plana, como una pared o un techo. Durante unos microsegundos sale fuego de ese agujero antes de que toda la cubierta se hinche, desintegrándose, y se convierta en un floreciente globo de fuego y oscuridad. Waterhouse es vagamente consciente de que un montón de material se dirige hacia él a toda velocidad. Es tan enorme que más bien le da la impresión de que es él quien vuela hacia allí. Se queda congelado. Pasa a su lado, por encima, a través de él. Un sonido terrible le perfora el cráneo, una nota golpeada al azar, discordante pero no sin alguna especie de armonía. Calidades musicales a un lado, es tan jodidamente fuerte que casi le mata. Se pone las manos sobre los oídos.
Pero el sonido sigue ahí, como agujas al rojo vivo que le atravesasen los oídos. Las campanas del infierno. Gira para evitarlo, pero le sigue. Siente una correa enorme y gruesa alrededor del cuello, anudada a la altura de la entrepierna, donde lleva una base. Metido en la base está el soporte central del xilófono, que permanece frente a él como un peto en forma de lira, con enormes y esponjosas borlas colgando de los extremos superiores. Curiosamente, una de las borlas está ardiendo. No es lo único que está mal en el xilófono, pero no puede apreciarlo del todo porque se le oscurece la visión periódicamente por algo que pasa frente a él cada pocos momentos. Lo único que sabe es que el xilófono se ha tragado un enorme cuanto de pura energía y ha sido propulsado a un estado increíblemente superior nunca antes alcanzado por un instrumento similar; es un monstruo ardiente, brillante, gimiente, campaneante, radiactivo, un cometa, un arcángel, un árbol de magnesio en llamas, atado a su cuerpo, de pie en su entrepierna. La energía se transmite por su eje central zumbante, a la base y a sus genitales, lo que en otras circunstancias le hubiese producido una erección.
Lawrence pasa algo de tiempo vagando sin rumbo sobre la cubierta. A final tiene que ayudar a abrir una escotilla para algunos hombres y se da cuenta de que todavía lleva las manos sobre las orejas, y así ha sido durante mucho tiempo excepto cuando se limpiaba los ojos. Cuando las retira el ruido ha desaparecido, y ya no oye a los aviones. Pensaba que quería descender, porque el peligro venía del aire y le gustaría tener algo de aspecto permanente entre él y el peligro, pero muchos de los marineros mantienen la opinión contraria. Oye que han sido alcanzados por uno, o dos, de algo que rima con «torpedo», y que intentan ganar velocidad. Oficiales y suboficiales, teñidos de negro y rojo por el humo y la sangre, le ordenan continuamente que se encargue de tareas diferentes, y extremadamente urgentes, que no entiende del todo, porque continuamente se lleva las manos a los oídos.
Probablemente pasa otra media hora antes de que se le ocurra la idea de dejar el xilófono, que es, después todo, más un estorbo que otra cosa. Le fue entregado por la Marina con gran cantidad de advertencias sobre las consecuencias de un mal uso. Lawrence es muy consciente de ese tipo de cosas, desde la época en que le dieron por primera vez privilegios de órgano en West Point, Virginia. Pero en esta ocasión, por primera vez en su vida, mientras permanece de pie observando cómo el Arizona arde y se hunde, se limita a decirse a sí mismo: ¡Bien, a la mierda! Saca el xilófono del soporte y lo mira por última vez, será la última vez en su vida que toque un xilófono. De todas formas, comprende, ya no tiene sentido salvarlo; varias barras están dobladas. Le da la vuelta y descubre que trozos de metal ennegrecido y distorsionado han chocado con varias de las barras. Lanzando literalmente su precaución al viento, lo arroja por la borda, más o menos en la dirección del Arizona, una lira militar de acero bruñido que acompaña con su canto a un millar de hombres hasta su lugar de descanso en el fondo del puerto.
Mientras se desvanece en medio de una mancha de combustible ardiente, llega la segunda ola de aviones de ataque. La artillería antiaérea de la Marina finalmente abre fuego y comienzan a llover bombas sobre la zona circundante y a volar edificios ocupados. Puede ver llamas con forma humana corriendo por las calles seguidas de gente con mantas.
El resto del día se invierte, en el caso de Lawrence Pritchard Waterhouse y el resto de la Marina, aceptando el hecho de que muchas estructuras bidimensionales en aquel u otros barcos, que se colocaron para evitar la mezcla de diversos fluidos (por ejemplo, combustible y aire) tienen agujeros, y no sólo eso, sino que otras muchas cosas están ardiendo y que todo está algo más que un poco ahumado. Ciertos objetos que se supone deben (a) permanecer horizontales y (b) sostener cosas pesadas, han dejado de cumplir ambas tareas.
La sala de máquinas del Nevada consigue ganar velocidad con un par de calderas y el capitán intenta sacar la nave del puerto. Tan pronto como se mueve, sufre un ataque concertado, en su mayoría de bombarderos deseosos de hundirlo en el canal y bloquear el puerto por completo. Al final, el capitán da la vuelta antes de que suceda tal cosa. Por desgracia, lo que el Nevada tiene en común con otros buques de la Marina es que no está realmente diseñado para actuar a partir de una posición estacionaría y, en consecuencia, recibe tres impactos más. En conjunto, es una mañana muy emocionante. Como miembro de la banda que ya no tiene su instrumento, los deberes de Lawrence no están muy bien definidos, y pasa más tiempo del debido mirando los aviones y las explosiones. Ha retomado sus reflexiones anteriores con respecto a las sociedades y sus esfuerzos por superarse las unas a las otras.
Tiene muy claro, a medida que ola tras ola de bombarderos nipones se lanzan con precisión caligráfica contra la nave sobre la que está de pie, y a medida que la flor y nata de la Marina de su país arde, estalla y se hunde, sin ofrecer prácticamente resistencia, que su sociedad va a tener que replantearse un par de cosas.
En algún momento se quema la mano con algo. Es la mano derecha, lo que es preferible: es zurdo. Además, le queda claro que una porción del Arizona ha intentado arrancarle el cuello cabelludo. Son heridas leves para los niveles de Pearl Harbor y no pasa mucho tiempo en el hospital. El doctor le advierte que la piel de la mano puede contraerse y limitarle los movimientos de los dedos. Tan pronto como puede soportar el dolor, Lawrence comienza a tocar el Arte de la fuga de Bach sobre el regazo si no tiene alguna otra ocupación. La mayoría de esas composiciones se inician con simplicidad; se puede imaginar con facilidad al viejo Johann Sebastian sentado en su banco una fría mañana de Leipzig, retirados uno o dos registros de flauta dulce, la mano izquierda en el regazo, un gordo niño del coro, o dos, en la esquina esforzándose en el doble fuelle, mientras apagados sonidos ansiosos surgen de todos los agujeros del mecanismo, y la mano derecha de Johann vagando sin rumbo sobre la prohibida simplicidad del Gran manual, acariciando los amarillentos y rotos colmillos de elefante, buscando alguna melodía que no haya inventado todavía. Ahora mismo es bueno para Lawrence, así que obliga a su mano derecha a realizar los mismos movimientos que Johann, aunque esté cubierta de vendas y emplee una bandeja virada como sustituto del teclado, y tenga que tararear la música. Cuando le coge el gusto, su pie se mueve y presiona bajo las sábanas, tocando sobre pedales imaginarios, y los vecinos se quejan.
Sale del hospital en unos días, justo a tiempo para que él y el resto de la banda de música del Nevada inicien su nueva tarea bélica. Esto debía ser, evidentemente, todo un problema para los expertos en personal de la Marina. Esos músicos eran (desde el punto de vista de matar nipos) completamente inútiles. Desde el 7 de diciembre no tienen ni siquiera un buque en funcionamiento y la mayoría de ellos han perdido los clarinetes.
Aun así, no todo es cargar obuses y darle a los gatillos. Ninguna gran organización puede matar nipos de forma sistemática sin realizar una cantidad casi increíble de labores de mecanografía y archivo. Es lógico suponer que hombres que pueden tocar el clarinete no realizarán ese trabajo peor que cualquier otro. Y por tanto Waterhouse y sus compañeros de banda reciben órdenes transfiriéndolos a lo que parece ser una de las ramas de mecanografía-y-archivo de la Marina.
Es un edificio, no un barco. Hay mucho personal en la Marina que desprecia la misma idea de trabajar en un edificio, y Lawrence y otros reclutas recientes, deseosos de encajar, han adoptado el hábito de imitar la misma actitud. Pero ahora que han visto lo que le sucede a un barco cuando detonas cientos de kilos de explosivos sobre, dentro, o alrededor de él, Waterhouse y muchos otros están reconsiderando esos prejuicios con respecto a trabajar en edificios. Se presentan en sus nuevos puestos con la moral muy alta.
Su nuevo oficial al mando no se siente tan feliz, y sus sentimientos parecen ser compartidos por toda la sección. A los músicos se les recibe sin darles la bienvenida y se les saluda sin honores. La gente que ha estado trabajando en este edificio —lejos de sentirse intimidados por tipos que no sólo han trabajado hasta hace poco en un barco de verdad sino que además han estado muy cerca de cosas que explotaban, ardían, etc., y no por fallos rutinarios sino porque los hombres malos lo causaron deliberadamente— no parecen considerar que Lawrence y los otros músicos merezcan que se les confíe aquel nuevo trabajo, lo que demonios sea.
Abatidos, casi con desesperación, el oficial al mando y sus subordinados instalan a los músicos. Incluso si no tienen escritorios suficientes para todos, cada hombre tendrá al menos una silla en una mesa o barra. Se demuestra bastante ingenio a la hora de encontrar sitio para todos los nuevos. Está claro que esa gente intenta hacer lo mejor posible lo que consideran una tarea inútil.
A continuación les dan una pequeña charla sobre discreción. Una larga charla, en realidad. Realizan ejercicios para comprobar su habilidad para deshacerse de cosas de la forma correcta. Siguen así mucho tiempo, y cuanto más tiempo dedican a ello, sin explicaciones, más misterioso se vuelve. Los músicos, que al principio se sintieron un poco molestos por la frialdad de la recepción, comienzan a hacer cabalas entre ellos sobre en qué tipo de operación se han metido.
Por fin, una mañana, se les reúne en una clase frente a la pizarra más limpia que Waterhouse haya visto nunca. Los días pasados le han imbuido tal nivel de paranoia que sospecha que está limpia por una razón: borrar la tiza no se toma a la ligera en tiempo de guerra.
Están sentados en sillas pequeñas con pupitres unidos a ellas, pupitres diseñados para diestros. Lawrence se pone el cuaderno de notas sobre el regazo, luego apoya la mano derecha vendada sobre el pupitre y comienza a tocar una melodía del Arte de la fuga, haciendo muecas e incluso gimiendo de dolor a medida que la piel quemada se estira y se desliza sobre los nudillos.
Alguien le toca el hombro. Abre los ojos para ver que es la única persona en toda la habitación que está sentada; hay un oficial en la tarima. Se pone en pie y casi le falla la pierna débil. Cuando al final consigue ponerse por completo en pie, ve que el oficial (si «es» realmente un oficial) no lleva uniforme. No hay nada más diferente de un uniforme. Viste una bata y fuma en pipa. La bata está extraordinariamente gastada, pero no en el sentido, digamos, de una bata de hospital u hotel, que se lava mucho. Hace tiempo que no lavan aquella prenda, pero chico, vaya si le han dado uso. Los hombros están gastados casi por completo, y el extremo de la manga derecha es de color gris grafito, de arrastrarse de izquierda a derecha, decenas de miles de veces, sobre hojas de papel cubiertas de números escritos a lápiz. La felpa parece cubierta de caspa, pero no tiene nada que ver con la exfoliación del cuero cabelludo; esos copos son demasiado grandes y demasiado geométricos: restos rectangulares y circulares de cartulina, producto de perforar tarjetas y cinta respectivamente. La pipa se consumió hace mucho tiempo y el oficial (o lo que sea) ni siquiera finge preocuparse de encenderla de nuevo. Su única función es proporcionarle algo que morder, lo que hace vigorosamente como si fuese un soldado de la guerra civil al que le están cortando una pierna.
Otro tipo —uno que sí se ha molestado en afeitarse, ducharse y ponerse un uniforme— presenta al hombre de la bata como el capitán de fragata Shane, deletreado s-c-h-o-e-n, pero a Schoen eso no le interesa; les da la espalda, mostrándoles la parte de atrás de la bata, que alrededor del trasero es tan transparente como un salto de cama. Copiando de un bloc de notas, escribe lo siguiente:
19 17 17 19 14
20 23 18 19 8
12 16 19 8 3
21 8 25 18 14
18 6 3 18 8
15 18 22 18 11
Cuando aparece el cuarto o quinto número en la pizarra, Waterhouse siente cómo se le eriza el pelo de la nuca. Antes de que termine de escribir el tercer grupo de cinco números, ya ha percibido que ninguno de ellos es mayor que 26, el número de letras del alfabeto. Su corazón late con mayor fuerza que cuando las bombas niponas realizaban trayectorias parabólicas sobre la cubierta del Nevada. Se saca un lápiz del bolsillo. Como no tiene papel a mano, escribe los números del 1 al 26 sobre la superficie de la mesilla.
Para cuando el hombre de la bata ha terminado de escribir el último grupo de números, Waterhouse está inmerso en un recuento de frecuencia. Lo completa cuando el Hombre de la Bata está diciendo algo como: «Para ustedes esto podría parecer una secuencia sin sentido de números, pero para los oficiales navales nipos es algo completamente diferente.»
A continuación el hombre ríe nervioso, agita la cabeza con tristeza, cuadra la mandíbula con resolución y lanza una letanía de expresiones extremadamente emotivas ninguna de las cuales es apropiado reproducir aquí.
El recuento de frecuencia de Waterhouse se limita simplemente a anotar el número de veces que cada cifra aparece en la pizarra. Tiene esté aspecto:
Lo más interesante del asunto es que diez de los posibles símbolos (es decir, 1, 2, 4, 5, 7, 9, 10, 13, 24 y 26) ni siquiera se usan. En el mensaje sólo aparecen dieciséis números diferentes. Dando por supuesto que cada uno de esos dieciséis representa una, y sólo una, letra del alfabeto, ese mensaje tiene (Lawrence lo calcula de cabeza) 111136315345735680000 posibles significados.
Es un número curioso porque empieza con cuatro unos y termina con cuatro ceros; Lawrence deja escapar una risita, se limpia la nariz y sigue con el asunto.
El número más repetido es 18. Probablemente representa la letra E. Si sustituye E en el mensaje cada vez que aparece un 18, entonces…
Bien, para ser sinceros, tendría que escribir otra vez todo el mensaje, cambiando los 18 por E, y le llevaría mucho tiempo, que podría ser tiempo perdido porque la suposición podría estar equivocada. Por otra parte, si «obliga» a su mente a interpretar los 18 como E —una operación que considera libremente análoga a cambiar los ajustes del cuadro de un órgano— entonces lo que ve en su ojo mental cuando mira a la pizarra es:
19 17 17 19 14
20 23 E 19 8
12 16 19 8 3
21 8 25 E 14
E 6 3 E 8
15 E 22 E 11
que sólo tiene 10103301395066880000 posibles significados. También se trata de un número curioso, por todos esos unos y ceros, pero se trata de una coincidencia sin la más mínima importancia.
—La ciencia de crear códigos secretos se llama criptografía —dice el capitán de fragata Schoen—, y la ciencia de romperlos criptoanálisis.
A continuación suspira, forcejea visiblemente con varios estados emocionales extremadamente divergentes y con resignación se entrega al inevitable ejercicio de dividir esas palabras en sus raíces, que son latinas o griegas (Lawrence no presta atención, ni le importa, sólo observa fijamente la pureza de la palabra CRIPTO escrita en enormes mayúsculas).
La secuencia inicial «19 17 17 19» es interesante. Junto con 8, 19 es el segundo número más común de la lista. El 17 es sólo la mitad de común. No pueden tener cuatro vocales o cuatro consonantes en fila (a menos que las palabras sean alemanas), por tanto o el 17 es una vocal y el 19 una consonante o viceversa. Como el 19 aparece con mayor frecuencia (cuatro veces) en el mensaje, es más probable que sea una vocal en lugar del 17 (que sólo aparece dos veces). A es la vocal más común después de la E, así que si asume que el 19 es una A, obtiene:
A 17 17 A 14
20 23 E A 8
12 16 A 8 3
21 8 25 E 14
E 6 3 E 8
15 E 22 E 11
La cosa se reduce mucho, a unas meras 841941782922240000 posibles respuestas. ¡Ya ha conseguido reducir el margen de soluciones en varios órdenes de magnitud!
Schoen está sudando profusamente, y está casi físicamente lanzándose a un repaso histórico de la ciencia de la CRIPTOLOGIA, como se llama la unión de la criptografía y el criptoanálisis. Habla un poco de un tipo inglés llamado Wilkins, y de un libro llamado Criptonomicón que se escribió hace unos cientos de años, pero (quizá porque no tiene en demasiada estima la inteligencia de su público) pasa con rapidez por las cuestiones históricas y salta de Wilkins al código «uno es tierra, dos es mar» de Paul Reveré. Incluso hace el chiste matemático de que esa es una de las primeras aplicaciones prácticas de la notación binaria. Lawrence resopla y bufa respetuosamente, recibiendo una mirada horrorizada del saxofonista sentado frente a él.
Al principio de la charla, Schoen mencionó que aquel mensaje estaba (en lo que evidentemente era un escenario ficticio creado para hacer interesante el ejercicio matemático a un conjunto de músicos para el que se suponía que la matemática les importaba una mierda) dirigido a un oficial naval nipo. Dado ese contexto, Lawrence no puede sino asumir que la primera palabra del mensaje es ATTACK. Eso significa que el 17 representa la T, el 14 la C y el 20 la K. Sustituyendo, obtiene:
A T T A C K
23 E A 8
12 16 A 8 3
21 8 25 E C
E 6 3 E 8
15 E 22 E 11
y el resto es tan evidente que ni se molesta en escribirlo. No puede evitar ponerse en pie. Está tan emocionado que se olvida de la pierna herida y tropieza con varias mesillas de sus compañeros, lo que causa mucho ruido.
—¿Tiene algún problema, marinero? —dice uno de los oficiales de la esquina, uno que se ha molestado en vestir el uniforme.
—¡Señor! El mensaje es: «Attack Pearl Harbor December Seven.» ¡Señor! —grita Lawrence y vuelve a sentarse. Todo su cuerpo se estremece de emoción. La adrenalina ha tomado el control de su cuerpo y mente. Podría estrangular allí mismo a veinte luchadores de sumo.
El capitán de fragata Schoen se muestra completamente impasible, excepto por un único parpadeo, muy lento. Se vuelve hacia uno de sus subordinados, que está de pie frente a la pared con las manos a la espalda, y dice:
—Déle a ese una copia del Criptonomicón. Y un escritorio… tan cerca como sea posible de la cafetera. Y ya que está en ello, por qué no asciende al hijo de puta.
Lo del ascenso resultó ser o una muestra de humor militar o una prueba más de la inestabilidad mental del capitán de fragata Schoen. Exceptuando ese pequeño detalle gracioso, la historia de Waterhouse a partir de ese punto, durante los siguientes diez meses, no es mucho más complicada que la historia de una bomba que acaba de ser lanzada desde un avión. Las barreras puestas en su camino (leer el Criptonomicón, romper el código meteorológico de las Fuerzas Aéreas Niponas, romper el Coral, el cifrado mecánico agregado naval, romper el código innominado 3A del transporte acuático del ejército nipón, romper el código del Ministerio de la Gran Asia Oriental) presentan tanta resistencia como sucesivas cubiertas de fragata fabricadas con madera comidas por los gusanos. En un par de meses está escribiendo nuevos capítulos para el Criptonomicón. La gente habla de él como si fuese un libro, pero no lo es. Básicamente es una recopilación de todos los artículos y notas que han pasado por una esquina en particular de la oficina del capitán de fragata Schoen en el periodo de más o menos dos años que lleva destinado en la Estación Hypo, como llaman a ese sitio[3]. Es todo lo que el capitán de fragata Schoen sabe sobre romper códigos que, a todos los efectos, es todo lo que saben los Estados Unidos de América. Podría resultar aniquilado en cualquier momento si a un conserje se le ocurriese entrar en la habitación durante unos minutos y hacer limpieza. Como comprendían esa posibilidad, los colegas del capitán de fragata Schoen entre los oficiales de la Estación Hypo habían diseñado enérgicas medidas para evitar cualquier limpieza u operación higiénica en toda el ala del edificio que contiene la oficina del capitán de fragata Schoen. En otras palabras, saben lo suficiente para comprender que el Criptonomicón es extremadamente importante, y tienen la inteligencia suficiente para adoptar las medidas necesarias con el propósito de mantenerlo seguro. Algunos de ellos incluso lo consultan de vez en cuando, y hacen uso de su sabiduría para romper los mensajes nipones, e incluso resolver criptosistemas enteros. Pero Waterhouse es el primero que aparece que es lo suficientemente bueno como para (al principio) señalar los errores en lo escrito por Schoen, y (pronto) reunir el contenido de la pila en algo que se parece a una obra ordenada, y (con el tiempo) añadirle material original.
Llegado un punto, Schoen lo lleva escaleras abajo, lo guía por un largo pasillo sin ventanas hasta una puerta imponente protegida por gruesos mirmidones y le permite ver lo segundo mejor que poseen en Pearl Harbor, una habitación llena de maquinaria de la Electrical Till Corporation que emplean especialmente para realizar recuentos de frecuencias en los mensajes interceptados a los nipos.
Sin embargo, la máquina más extraordinaria de la estación Hypo[4] —y lo más genial de Pearl Harbor— se encuentra en un nivel todavía más profundo de la cloaca del edificio. Está contenida en algo que podría ser considerado una cámara acorazada de banco si no fuese porque está llena de explosivos de forma que su contenido pueda vaporizarse en caso de una invasión total de los nipos.
Es la máquina que el capitán de fragata Schoen fabricó, más de un año antes, para romper el código nipón llamado índigo. Aparentemente, ya que eso sucedió a principios de 1940, Schoen era un joven equilibrado y de buena salud mental en cuyo regazo dejaron caer una larga lista de números compilados por las estaciones de interceptación del Pacífico (quizá, piensa Waterhouse, Alfa, Bravo, etc.). Aquellos números eran mensajes nipones que habían sido cifrados de alguna forma; las pruebas circunstanciales sugerían que se había hecho con alguna máquina. Pero no se sabía absolutamente nada sobre la máquina: si usaba engranajes, discos rotatorios o tableros de conexiones, o alguna combinación de esos elementos, o cualquier otro mecanismo que no se le hubiese ocurrido todavía a los blancos; «cuántos» de esos mecanismos usaba o no usaba; detalles específicos de cómo los usaba. Lo único claro era que esos números, que parecían completamente caóticos, habían sido transmitidos, quizás incluso de forma incorrecta. Aparte de eso, Schoen no tenía nada —nada— con lo que trabajar.
Y a continuación, a mediados de 1941, aquella máquina existía en aquella cámara, en la Estación Hypo. Existía porque Schoen la había fabricado. La máquina descifraba perfectamente todos los mensajes índigo que recibían las estaciones de intercepción y era, por tanto, por necesidad, una copia funcional exacta de la máquina de código índigo de los nipones, aunque ni Schoen ni ningún otro americano la hubiese visto jamás. Schoen la había construido simplemente mirando esa larga lista de números esencialmente caóticos, y empleando algunos procesos de inducción para deducir el sentido. En algún momento del camino se había quedado totalmente debilitado psicológicamente, y había empezado a sufrir crisis nerviosas a un ritmo de una cada semana o dos.
Cuando estalla realmente la guerra con Nipón, Schoen está discapacitado y toma mucha medicación. Waterhouse pasa todo el tiempo que le dejan con Schoen, porque está bastante seguro de que lo que sucedió en la cabeza de Schoen, fuese lo que fuese, entre el momento en que le pusieron entre las manos la lista de números aparentemente aleatorios y cuando terminó de construir la máquina, es un ejemplo de un proceso no computable.
La autorización de seguridad de Waterhouse sube de categoría al ritmo de una vez al mes, hasta que alcanza el nivel más alto concebible (o eso cree) que es Ultra/Magic. Ultra es como llaman los británicos a la información de inteligencia que obtienen por haber roto el código de la máquina alemana Enigma. Magic es como los yanquis llaman a la información de inteligencia que obtienen de índigo. En cualquier caso, a Lawrence le permiten ahora ver los resúmenes de Ultra y Magic, documentos encuadernados, con párrafos resaltados en rojo y negro impresos en la portada. El párrafo número tres dice:
NO SE EJECUTARÁ NINGUNA ACCIÓN SEGÚN LA INFORMACIÓN CONTENIDA EN ESTE DOCUMENTO, NO IMPORTA CUAL SEA SU VENTAJA TEMPORAL, SI TAL ACCIÓN PUDIESE TENER EL EFECTO DE REVELAR LA EXISTENCIA DE LA FUENTE AL ENEMIGO.
Bastante claro, ¿no? Pero Lawrence Pritchard Waterhouse no está tan jodidamente seguro.
… SI TAL ACCIÓN PUDIESE TENER EL EFECTO DE REVELAR…
Más o menos por la misma época, Lawrence ha comprendido algo sobre sí mismo. Ha descubierto que trabaja mejor si no está caliente, es decir, un día o dos tras la eyaculación. Por lo tanto, como parte de sus obligaciones con Estados Unidos, comienza a pasar mucho tiempo en burdeles. Pero no puede conseguir mucho sexo con lo que sigue siendo un sueldo de xilofonista, así que se limita a lo que eufemísticamente se llaman masajes.
… ACCIÓN… EFECTO… REVELAR…
Las palabras se fijan a él como la gonorrea. Se tiende de espaldas durante esos masajes, con los brazos cruzados sobre los ojos, murmurando las palabras entre dientes. Algo le preocupa. Con el tiempo ha aprendido que cuando algo le preocupa de esa forma en particular normalmente termina escribiendo un nuevo artículo. Pero primero tiene que realizar una dura labor intelectual de zapa.
Le viene a la cabeza, como una explosión, durante la batalla de Midway, mientras él y sus camaradas pasan veinticuatro horas al día entre las máquinas ETC, descifrando los mensajes de Yamamoto, diciéndole a Nimitz donde encontrarse con la flota nipona.
¿Cuáles son las probabilidades de que Nimitz localice la flota por accidente? Eso es lo que Yamamoto debe estar preguntándose.
Todo es cuestión (¡curiosamente!) de teoría de la información.
… ACCIÓN…
¿Qué es acción? Puede ser cualquier cosa. Puede ser algo evidente, como bombardear una instalación militar nipona. Todos estarían de acuerdo en que eso constituiría una acción. Pero también podría ser algo como cambiar el rumbo de un portaaviones en cinco grados… o no hacerlo. O tener exactamente el conjunto adecuado de fuerzas en Midway para aplastar a la flota nipona. Podría ser algo mucho menos dramático, como cancelar los planes de acción. Una acción, en cierto sentido, podría ser incluso la total ausencia de actividad. Cualquiera de ellas podría ser la respuesta racional por parte de algún comandante a LA INFORMACIÓN CONTENIDA EN ESTE DOCUMENTO. Pero cualquiera de ellas podría ser observable para los nipones… y por tanto, cualquiera de ellas podría dar información a los nipones. ¿Qué tal será la habilidad de esos nipos para extraer información de un canal ruidoso? ¿Tienen algún Schoen?
… EFECTO…
¿Y qué pasaría si los nipos lo observasen? ¿Cuál sería exactamente el «efecto»? ¿Y bajo qué circunstancias el efecto REVELARÍA LA EXISTENCIA DE LA FUENTE AL ENEMIGO?
Si la acción fuese tal que nunca se hubiese producido a menos que los americanos pudiesen romper índigo, eso constituiría una prueba para los nipones de que los americanos lo habían roto. La existencia de la fuente —la máquina construida por el capitán de fragata Schoen— quedaría revelada.
Waterhouse confía en que ningún americano sea tan estúpido. Pero ¿y si no está tan claro? ¿Y si la acción fuese simplemente «muy improbable» a menos que los americanos conociesen el código? ¿Qué pasa si los americanos, a la larga, simplemente tienen una suerte de cojones? ¿Y hasta dónde puedes jugar ese juego? Un par de dados cargados que muestran siete cada vez que los lanzas serán detectados en unas pocas tiradas. Un par que sólo muestra siete un uno por ciento más de lo normal es más difícil de detectar; tendrías que arrojar el dado muchas veces para que tu oponente pudiese demostrarlo.
Si los nipos caen continuamente en emboscadas —si sus propias emboscadas no funcionan—, si sus barcos mercantes se cruzan con los submarinos americanos más de lo que la pura probabilidad sugeriría, ¿cuánto tiempo pasará antes de que se den cuenta?
Waterhouse escribe artículos sobre ese tema, los usa para dar la lata. Entonces, un día, recibe nuevas órdenes.
Las órdenes llegan codificadas en un grupo de cinco cartas aparentemente aleatorias, impresas en el papel azul que se usa para los cablegramas de alto secreto. El mensaje ha sido cifrado en Washington empleando un cuaderno de uso único, lo que es lento e incómodo pero, en teoría, ofrece un cifrado perfectamente inviolable, utilizado para los mensajes más importantes. Waterhouse lo sabe porque es una de las dos únicas personas en Pearl Harbor con permiso para descifrarlos. El otro es el capitán de fragata Schoen, y él está sedado. El oficial de guardia abre la caja fuerte adecuada y le entrega el cuaderno de uso único del día, que es básicamente un trozo de papel cuadriculado cubierto de números impresos en grupos de a cinco. Los números han sido escogidos por secretarias en un sótano de Washington revolviendo cartas o sacando notas de un sombrero. Son ruido puro. Una copia del ruido puro está en manos de Waterhouse, y la otra copia es usada por la persona que ha cifrado el mensaje en Washington.
Waterhouse se sienta y se pone a trabajar, sustrayendo el ruido del texto cifrado para obtener el texto llano.
Lo primero que ve es que la clasificación del mensaje no es simplemente alto secreto, o siquiera Ultra, sino algo completamente nuevo: ULTRA MEGA
El mensaje afirma que después de destruir en su totalidad el mensaje, él —Lawrence Pritchard Waterhouse— se dirigirá a Londres, Inglaterra, por el método más rápido posible. A su disposición estarán todos los barcos, trenes, aviones e incluso submarinos. Por medio de un miembro de la Marina de los Estados Unidos, se le hará entrega de un uniforme extra —un uniforme del Ejército de Tierra de los Estados Unidos— en caso de que eso le simplifique la operación.
Lo único que no debe hacer, nunca jamás, es encontrarse en una posición en la que pueda ser capturado por el enemigo. En ese sentido, la guerra ha terminado repentinamente para Lawrence Pritchard Waterhouse.