EXCURSIONES
EL VESTÍBULO
DEL HOTEL MANILA tiene
aproximadamente las dimensiones de un campo de fútbol. Huele a
perfume del año pasado, raras orquídeas tropicales y spray
para bichos. Hay un detector de metales en la entrada principal,
porque resulta que el Primer Ministro de Zimbabwe se hospeda aquí
durante unos días. Enormes africanos ataviados con buenos trajes
están repartidos por todas partes en grupos de dos o tres. Una
pequeña multitud de turistas nipones, en bermudas, sandalias y
calcetines blancos, se ha acomodado en los profundos, gruesos y
anchos sofás, esperando con tranquilidad una señal preestablecida.
Niños filipinos de clase alta exhiben paquetes cilíndricos de
patatas fritas como si fuesen jefes tribales cargando con mazas
ceremoniales. Un botones solemne, ya mayor, circula alrededor del
perímetro defensivo portando un tanque con bomba manual y rociando
en silencio el insecticida contra el zócalo. Entra Randall Lawrence
Waterhouse con un polo turquesa bordado con el logotipo de una de
las compañías de alta tecnología en quiebra que él y Avi han
fundado, vaqueros flojos sujetos por tirantes y enormes zapatos
deportivos que en su día fueron blancos.
En cuanto terminó con las formalidades del aeropuerto, se dio cuenta de que Filipinas, como México, es uno de esos países en los que los Zapatos Importan. Se acerca con rapidez a recepción para que la hermosa joven ataviada con un uniforme azul marino no pueda verle los pies. Un par de botones se enzarzan en una lucha patética y digna de Sísifo con su equipaje, que aproximadamente tiene las dimensiones y la masa de un archivador de dos cajones.
—Allí no encontrarás libros técnicos —le había dicho Avi—, llévate todo lo que podrías llegar a necesitar.
La suite de Randy tiene un dormitorio y sala de estar, los dos con techos de más de cuatro metros de alto, y un pasillo a un lado con varios armarios y tecnologías relacionadas con la fontanería. Toda la habitación está recubierta de una madera tropical teñida de un encantador tono castaño reluciente que sería deprimente en latitudes del norte pero que, allí, ofrece una sensación acogedora y serena. Los dos cuartos principales tienen inmensas ventanas con pequeñas indicaciones junto a los cierres que advierten sobre los insectos tropicales. Cada habitación está defendida de su ventana por un sistema multicapa de barreras entrelazadas: contraventanas de madera increíblemente sólidas que resuenan sobre sus guías como si fuesen un tren de carga maniobrando en un cruce de vías; una segunda capa de contraventanas consistente en cuadrados de cinco centímetros de nácar engarzados en una rejilla de madera barnizada y que se mueven sobre sus propias guías, visillos, y finalmente, cortinas de gran calibre que no dejan pasar la luz, cada una de ellas suspendida de su propio juego de estruendosos rieles industriales.
Pide una enorme cafetera llena, que apenas sirve para mantenerlo despierto el tiempo justo para deshacer el equipaje. La tarde está terminando. Nubes púrpura caen de las montañas cercanas con el evidente impulso de la lava volcánica y convierten la mitad del cielo en una pared desnuda iluminada por las franjas verticales de luz de los relámpagos; las paredes de la habitación del hotel centellean como si un ejército de paparazzi estuviese actuando al otro lado de la ventana. En la calle, los vendedores de comida del parque Rizal recorren las aceras de arriba abajo intentando evitar la lluvia, que cae, como lleva haciéndolo desde hace medio milenio, sobre los inclinados paredones de Intramuros. Si esos muros no corriesen en línea recta podrían confundirse por un accidente natural de la geología: crestas desnudas de oscura roca volcánica que surgen de la hierba como los dientes de las encías. Los muros tienen muescas en forma de cola de paloma que convergen en antiguos emplazamientos de cañones, proporcionando campos de fuego superpuestos al otro lado de un foso desecado.
Viviendo en Estados Unidos nunca llegas a ver nada de mayor antigüedad que unos dos siglos y medio, y tienes que visitar la costa este del país para eso. El mundo de los viajeros de negocios, compuesto por aeropuertos y taxis, tiene el mismo aspecto en todas partes. Randy nunca se cree que está en un país diferente hasta que ve algo como Intramuros y, a continuación, debe quedarse allí mirando como un idiota durante un buen rato, cavilando.
Ahora mismo, al otro lado del océano Pacífico, en una pequeña y elegante ciudad victoriana situada a un tercio del camino de San Francisco a Los Angeles, hay ordenadores paralizándose, archivos cruciales están desapareciendo y los e-mail se pierden en el espacio intergaláctico, porque Randy Waterhouse no está allí para vigilar cómo van las cosas. La ciudad en cuestión presume de tres pequeñas universidades: una fundada por el Estado de California y dos fundadas por confesiones protestantes ahora activamente vilipendiadas por todo el cuerpo de profesores. Consideradas en conjunto, esas universidades —las Tres Hermanas— conforman un centro académico de mediana importancia. Los sistemas de ordenadores están conectados entre sí. Intercambian profesores y estudiantes. De vez en cuando organizan congresos académicos. Esa parte de California ofrece playas, montañas, bosques de secuoyas, viñedos, campos de golf y por todas partes instalaciones penitenciarias en crecimiento. Hay muchos hoteles de tres o cuatro estrellas, y las Tres Hermanas, consideradas en conjunto, poseen auditorios y salas de reuniones suficientes para organizar un congreso para miles de asistentes.
La llamada de teléfono de Avi, unas ochenta horas antes, llegó en medio de un importante congreso interdisciplinario llamado «La Fase Intermedia (1939-1945) del Esfuerzo por la Supremacía Global en el Siglo XX (Era Común)». Como es un poco trabalenguas, le han dado el conciso mote de «La Guerra como Texto».
Viene gente de sitios como Amsterdam y Milán. El comité organizador de la conferencia —que incluye a la novia de Randy, Charlene, que en realidad ahora mismo está dando muestras de ser su ex novia— contrató a un artista de San Francisco para el póster. Empezó con una fotografía de media tinta en blanco y negro de un macilento soldado de infantería de la Segunda Guerra Mundial con un cigarrillo colgándole del labio inferior. Trabajó sobre ella una y otra vez usando una fotocopiadora, ampliando los puntos del medio tono hasta convertirlos en grumos bastos, como bolas de goma mascadas por un perro, y sometiéndola a otras muchas distorsiones hasta tener una figura desolada, impresionante e irregular; los ojos pálidos del soldado se volvieron de un blanco fantasmagórico. Luego añadió algunos elementos en color: carmín rojo, sombra de ojos azul, y parte de un sujetador rojo sobresaliendo de la camisa desabrochada del soldado.
El póster ganó un premio casi en el momento de salir al público. Eso llevó a un comunicado de prensa, lo que a su vez llevó a que el póster fuese consagrado por los medios de comunicación como Objeto Oficial de Controversia. Un periodista decidido consiguió localizar al soldado de la fotografía original, un veterano de guerra condecorado y fabricante retirado de herramientas que, casualidades, no sólo estaba vivo sino que gozaba de excelente salud, y que, desde la muerte de su esposa de cáncer de pulmón, pasaba su jubilación vagando por el Sur Profundo en su camioneta ayudando a reconstruir iglesias negras que habían sido quemadas por salvajes borrachos.
El artista que diseñó el póster confesó luego que se había limitado a copiar la fotografía de un libro y no había realizado ningún esfuerzo en absoluto por obtener permiso: el mismo concepto de pedir permiso para hacer uso de la obra de otra persona era defectuoso, ya que toda obra de arte derivaba de otra obra de arte. Poderosos abogados de alto nivel convergieron, como bombarderos, sobre el pequeño pueblecito de Kentucky donde el agraviado veterano se encontraba en el techo de una iglesia negra con la boca llena de clavos, clavando planchas de contrachapado y murmurando «sin comentarios» a una horda de periodistas plantados en el césped. Después de una serie de conferencias en una sala del Holiday Inn del pueblo, el veterano surgió, acompañado por uno de los cinco abogados más famosos sobre la faz de la Tierra, y anunció que iba a presentar una demanda civil contra las Tres Hermanas, que si prosperaba las convertiría a ellas y a toda su comunidad en abrasión humeante sobre la superficie del planeta. Prometió compartir la indemnización con las iglesias negras, varios grupos de veteranos minusválidos y equipos para la investigación sobre el cáncer de pecho.
El comité organizador retiró el póster de la circulación, lo que dio lugar a que un millar de copias piratas apareciesen en la web y llamó la atención de millones de personas que no lo hubiesen visto en caso contrario. También presentaron una demanda contra el artista, cuyos recursos económicos podrían detallarse en el reverso de un billete de metro: poseía unos miles de dólares y deudas (en su mayoría préstamos para estudios) por unos sesenta y cinco mil dólares.
Todo aquello sucedió incluso antes de que comenzase el congreso. Randy estaba al corriente sólo porque Charlene le había puesto contra las cuerdas para que ofreciese infraestructura informática para el congreso, lo que significaba montar una sede web y acceso de correo electrónico para los asistentes. Cuando todo aquello se supo, los correos empezaron a llegar en torrente, y pronto bloquearon todas las líneas y llenaron toda la capacidad de disco que Randy había tardado meses en montar.
Los conferenciantes empezaron a llegar. Y muchos de ellos parecía que habían decidido acomodarse en la casa donde Randy y Charlene habían estado viviendo juntos durante siete años. Se trataba de una vieja casa victoriana con mucho espacio. Llegaron desde Heidelberg, París, Berkeley y Boston, y se sentaron a la mesa de la cocina de Randy y Charlene, bebiendo café y hablando durante horas sobre el Espectáculo. Randy infería que el Espectáculo se refería al escándalo del póster, pero a medida que lo discutían, comenzó a sentir que no empleaban la palabra en su sentido convencional sino como parte de la jerga académica; que conllevaba gran cantidad de grises y connotaciones, ninguna de las cuales Randy llegaría a comprender a menos que se convirtiese en uno de ellos.
Para Charlene, y para todos los asistentes a «La Guerra como Texto», era una verdad evidente que el veterano que había presentado la demanda pertenecía a la peor especie de ser humano: justo el tipo de ser humano por el que se habían reunido, para desmitificarlo, quemar su efigie y tirar las cenizas al contenedor del discurso poshistórico. Randy había pasado mucho tiempo cerca de esa gente, y creía haberse acostumbrado a ellos, pero durante esos días tenía un dolor de cabeza constante de tanto mantener los dientes apretados, y continuamente se ponía en pie de un salto en medio de las comidas o las conversaciones y salía a dar paseos solitarios. En parte era para evitar decir algo poco diplomático, y en parte una táctica infantil e infructuosa para llamar la atención que deseaba de Charlene.
Sabía desde el principio que toda la saga del póster iba a ser un desastre. Continuamente prevenía a Charlene y a los otros. Le escuchaban con frialdad, con atención clínica, como si Randy fuese un sujeto de investigación situado en el lado incorrecto de un cristal de observación.
Randy se obliga a permanecer despierto el tiempo suficiente para que se haga de noche. Luego se tiende en la cama durante unas horas intentando dormir. El puerto de contenedores está justo al norte del hotel, y durante toda la noche, el Boulevard Rizal, a lo largo de la base de la antigua muralla española, resulta abarrotado de un lado a otro por vehículos de transporte de contenedores. Toda la ciudad es un caldero de combustión interna. Manila parece tener más émbolos y tubos de escape que todo el resto del mundo junto. Incluso a las dos de la mañana la masa aparentemente firme del hotel ronronea y vibra por efecto de la energía sísmica que surge de todos esos motores. El ruido hace saltar las alarmas de coches en el aparcamiento del hotel. El ruido de una alarma hace saltar otra, y así en cadena. No es tanto el ruido como la insensata estupidez de la reacción en cadena lo que mantiene a Randy despierto. Es una lección perfecta: el tipo de jodienda efecto bola de nieve tecnológica que mantiene a los hackers despiertos incluso cuando no pueden oír los resultados.
Abre una Heineken del minibar y se sitúa frente a la ventana, observando. Muchos de los camiones están adornados con brillantes despliegues de luces multicolores, no tan ostentosas como las de los típicos jeepneys filipinos que corretean y compiten entre ellos. Ver a tanta gente despierta y trabajando hace que resulte imposible dormir.
Sufre demasiado desajuste horario para hacer nada que exija pensar, pero hay una tarea importante que sí puede hacer, que no requiere pensar para nada. Vuelve a encender el portátil. Parece levitar en el centro de la habitación oscura, la pantalla convertida en un rectángulo perfecto de luz del color de la leche diluida, de un amanecer nórdico. La luz tiene su origen en pequeños tubos fluorescentes aprisionados en el ataúd de policarbonato de la pantalla del ordenador. Sólo puede escapar a través de una superficie de vidrio, frente a Randy, completamente cubierta de pequeños transistores dispuestos en una rejilla que permite el paso de los fotones, o no, o sólo permite el paso de aquellos con cierta longitud de onda, convirtiendo la pálida luz en colores. Activando y desactivando esos transistores según un plan sistemático, Randy Waterhouse recibe información. Un buen director de cine podría presentar toda una historia a Randy, tomando el control de esos transistores durante un par de horas.
Por desgracia, hay más portátiles flotando por ahí que directores a los que valga la pena prestar atención. Los transistores casi nunca caen en manos de seres humanos. En lugar de eso, los controla el software. Antes Randy estaba fascinado por el software, pero ya no. Ya es bastante difícil encontrar seres humanos interesantes.
Aparecen la pirámide y el ojo. Randy pasa tanto tiempo usando Ordo que ha hecho que la máquina lo arranque al empezar.
Hoy en día el portátil sólo tiene un propósito para Randy: lo usa para comunicarse con otra gente por medio del correo electrónico. Cuando se comunica con Avi debe emplear Ordo, que es una herramienta para recoger sus ideas y convertirlas en bits que son casi indistinguibles del ruido blanco, para poder enviárselos a Avi en privado. A cambio, recibe ruido de Avi que convierte en los pensamientos de Avi.
En estos momentos, Epiphyte no tiene más recursos que la información; no es más que una idea con algunos hechos y datos para sustentarla. Eso la convierte en fácilmente hurtable. Por tanto, lo del cifrado es una buena idea. La pregunta es: ¿qué nivel de paranoia es realmente el apropiado?
Avi le envió un mensaje de correo cifrado:
Cuando llegues a Manila me gustarla que generases un par clave de 4096 bits y lo guardes en un disco floppy que lleves encima todo el tiempo. No la conserves en tu disco duro. Cualquiera podría entrar en tu habitación cuando no estés y robar la clave.
Ahora Randy despliega un menú y elige el elemento etiquetado como «Nueva clave…».
Se le ofrecen varias opciones para LONGITUD DE LA CLAVE: 768 bits, 1024, 1536, 2048, 3072, u Opcional. Randy elige la última opción y luego, con cansancio, teclea 4096.
Incluso romper una clave de 768 bits requiere vastos recursos. Si se añade un bit, para hacerla de 769 bits, el número de claves posibles se duplica, y el problema se vuelve mucho más difícil. Una clave de 770 es aún más difícil, y así sucesivamente. Usando claves de 768 bits, Randy y Avi podrían mantener sus conversaciones en secreto para casi todas las entidades del mundo durante los próximos años. Una clave de 1024 bits sería astronómicamente más difícil de romper.
Algunas personas llegan al punto de usar claves de 2048 e incluso 3072 bits de longitud. Eso detendría a los mejores descifradores del mundo durante periodos de tiempo astronómicos, excluyendo la invención de alguna tecnología fantástica como los ordenadores cuánticos. La mayor parte del software de cifrado —incluso el escrito por expertos criptográficos extremadamente preocupados por la seguridad— no puede siquiera manejar claves más largas. Pero Avi insiste en usar Ordo, que por lo general se considera el mejor software de cifrado del mundo, porque puede manejar claves de longitud ilimitada… siempre que no te importe esperar a que calcule todos los números.
Randy empieza a teclear. No se molesta en mirar a la pantalla; mira por la ventana los focos de los jeepneys y los camiones. Está empleando una única mano, limitándose a golpear ligeramente en el teclado.
En el interior del ordenador de Randy hay un reloj preciso. Cuando pulsa una tecla, Ordo usa ese reloj para anotar el momento exacto, con precisión de microsegundos. Pulsa una tecla a las 03:05:56,935788 y otra a las 03:05:57,290664, o 0,354876 segundos más tarde. Pulsa otra 0,372307 segundos más tarde. Ordo registra todos esos intervalos y elimina los dígitos más significativos (en este ejemplo, el 0,35 y el 0,37) porque esas partes tenderán a ser similares en una pulsación y la siguiente.
Ordo quiere azar. Sólo quiere los dígitos menos significativos, digamos, el 76 y el 07 justo al final de los números. Quiere un buen montón de números al azar, y quiere que haya mucho, mucho azar. Está tomando números más o menos al azar y pasándolos por una función hash que añade todavía más azar. Ejecuta rutinas estadísticas sobre los resultados para asegurarse de que no contienen estructuras ocultas. Su ansia de azar es asombrosamente alta, y no dejará de pedirle a Randy que pulse el teclado hasta que no esté satisfecho.
Cuanto más larga es la clave que quieres generar, más largo es el proceso. Randy intenta generar una ridículamente larga. Le ha comentado a Avi, por medio de un mensaje cifrado, que si cada una de las partículas de materia del universo pudiese emplearse para construir un único superordenador cósmico, y ese ordenador trabajase en intentar romper la clave de cifrado de 4096 bits, le llevaría más tiempo que toda la vida estimada del universo.
—Empleando la tecnología actual —le respondió Avi—, eso es cierto. Pero ¿qué hay de los ordenadores cuánticos? ¿Y si se desarrollan nuevas técnicas matemáticas que simplifiquen la factorización de grandes números?
—¿Cuánto tiempo quieres que sean secretos esos mensajes? —le preguntó Randy en el último mensaje antes de abandonar San Francisco—. ¿Cinco años? ¿Diez años? ¿Veinticinco años?
Después de llegar al hotel esa tarde, Randy descifró y leyó la respuesta de Avi. Todavía la tiene colgada frente a los ojos, como la imagen remanente de un flash.
Quiero que sigan siendo secretos mientras los hombres sean capaces del mal.
El ordenador lanza un pitido al fin. Randy deja descansar la mano cansada. Ordo le informa amablemente que puede que esté ocupado durante un rato, y luego se pone a trabajar. Está buscando en el cosmos de los números puros, buscando dos grandes primos que puedan multiplicarse entre sí para producir un número de 4096 bits de longitud.
Si quieres que tus secretos sigan siéndolo más allá del fin de tu vida, debes ser un futurista. Debes anticipar qué velocidad alcanzarán los ordenadores durante ese periodo. También debes estudiar la política. Porque si el planeta entero se convirtiese en un estado policial obsesionado con recuperar viejos secretos, puede que se dediquen vastos recursos al problema de factorizar grandes números compuestos.
Por tanto, en esencia, la longitud de la clave que empleas es por sí misma una especie de código. Un espía del gobierno que supiese de qué va el asunto, al darse cuenta de que Randy y Avi emplean una clave de 4096 bits, podría llegar a alguna de las siguientes conclusiones:
Avi no sabe lo que está haciendo. Esta conclusión puede desestimarse, investigando algunos de sus logros pasados. O,
Avi sufre paranoia clínica. También puede desestimarse con un poco de investigación. O,
Avi es extremadamente optimista en lo que respecta al desarrollo futuro de la tecnología de ordenadores, o pesimista en lo que respecta a la situación política, o ambas cosas. O,
Avi planifica con un horizonte que se extiende durante periodos de tiempo superiores al siglo.
Randy da vueltas por la habitación mientras el ordenador navega por el espacio numérico. Los contenedores que llevan los camiones exhiben los mismos logotipos que los que solían llenar las calles de South Seattle cuando descargaba un barco. Para Randy es extrañamente satisfactorio, como si, dando aquel alocado salto sobre el Pacífico, hubiese dotado a su vida de una especie de simetría antipodal. Había ido del lugar donde las cosas se consumen a donde son producidas, de la tierra donde el onanismo se venera en los más altos niveles de la sociedad a una donde los coches llevan en las ventanillas pegatinas que dicen «¡NO a los anticonceptivos!». Parece grotescamente adecuado. No se sentía de la misma forma desde que Avi y él iniciaron su primera aventura empresarial, malograda, doce años atrás.
Randy creció en una ciudad universitaria del este del estado de Washington, se graduó en la Universidad de Washington en Seattle, y acabó con un puesto de oficinista II en la biblioteca de la ciudad —para ser específicos, el Departamento de Préstamos Interbibliotecarios— donde su trabajo consistía en procesar las peticiones de préstamos que llegaban por correo desde bibliotecas más pequeñas de toda la región y, a la inversa, enviar peticiones a otras bibliotecas. Si el Randy Waterhouse de nueve años hubiese tenido la oportunidad de echar un vistazo al futuro para verse en aquel puesto, se habría sentido encantado más allá de lo posible: la principal herramienta del Departamento de Préstamos Interbibliotecarios era el saca grapas. El joven Randy había visto uno de esos dispositivos en las manos de su profesor de cuarto curso y había quedado cautivado por el ingenio que manifestaba y por el aspecto terrible que tenía, como si fuesen las mandíbulas de un dragón robot del futuro. Es más, deliberadamente había grapado mal para poder pedirle a su profesor que las desgrapase, para poder ver así esas terribles mandíbulas en acción. Había llegado hasta el extremo de robar un sacagrapas de un escritorio en la iglesia y lo había incorporado a un robot de mecano, un dispositivo asesino, con el que había aterrorizado a la mayor parte del vecindario; sus mandíbulas de víbora separaron muchas piezas de juguetes de plásticos y accesorios antes de que se descubriese el robo y Randy se convirtiese en un ejemplo ante Dios y ante los hombres. Ahora, en la oficina de Préstamos Interbibliotecarios, Randy no sólo tenía uno, sino varios saca grapas en su escritorio y se veía obligado a usarlos durante una o dos horas al día.
Como la biblioteca de la Universidad de Washington estaba bien dotada, normalmente no pedían libros a otras bibliotecas a menos que alguien los hubiese robado o se tratase de volúmenes, en algún sentido, peculiares. La oficina de PIB (como la llamaban con afecto Randy y sus colegas) tenía sus clientes regulares, gente con una larga lista de libros extraños entre sus preferencias. Esas personas tendían a ser tediosas o terroríficas, o ambas cosas a la vez. Randy siempre acababa tratando con el subgrupo de «ambas cosas», porque Randy era el único oficinista que no estaba allí de por vida. Parecía claro que él, con su licenciatura en astronomía y sus amplios conocimientos de ordenadores, se iría algún día, mientras que sus compañeros de trabajo no atesoraban tales ambiciones. Su más amplia esfera de intereses, su, en cierta forma, más amplio concepto de la normalidad, era útil cuando ciertas personas entraban en la oficina.
Desde el punto de vista de muchas personas, el propio Randy era un personaje tedioso, terrorífico y obsesivo. No sólo le obsesionaba la ciencia, sino también los juegos de rol de fantasía. La única forma en que podía soportar trabajar en un puesto tan estúpido durante un par de años era porque su tiempo libre estaba dedicado completamente a erigir escenarios de fantasía de tal profundidad y complejidad que ejercitaba todos los circuitos craneales que tan evidentemente se malgastaban en la oficina de PIB. Pertenecía a un grupo que se reunía cada viernes por la noche para jugar hasta bien entrado el domingo. Los otros incondicionales del grupo eran un doble licenciado en informática y música llamado Chester, y un estudiante de posgrado en historia llamado Avi.
Cuando un estudiante de máster llamado Andrew Loeb entró en la oficina PIB un día, con un cierto brillo en los ojos, y sacó de una sucia mochila un fajo de papeles de tres pulgadas de ancho consistente en formularios de petición cuidadosamente mecanografiados, fue reconocido inmediatamente como miembro de la especie «peculiar» y enviado en dirección a Randy Waterhouse. Era evidente que se trataba de espíritus afines, aunque Randy no lo comprendió por completo hasta que los libros solicitados por Loeb empezaron a llegar en el carrito desde la sala de correo.
El proyecto de Andy Loeb consistía en calcular el presupuesto energético de las tribus indias locales. Un cuerpo humano debe gastar una cierta cantidad de energía sólo para seguir respirando y mantener la temperatura corporal. La cifra aumenta cuando hace frío o el cuerpo en cuestión está realizando un trabajo. La única forma de obtener esa energía es comiendo alimentos. Algunos alimentos tienen un contenido energético más alto que otros. Por ejemplo, la trucha es muy nutritiva pero con un contenido de grasa y carbohidratos tan bajo que puedes morirte de hambre comiéndola tres veces al día. Otros alimentos pueden contener mucha energía, pero se requiere tanto trabajo para obtenerlos y prepararlos que comerlos produciría una pérdida, desde el punto de vista de la eficacia energética. Andy Loeb intentaba descubrir qué comían históricamente ciertas tribus indias del noroeste, cuánta energía gastaban para conseguir esos alimentos y cuánta obtenían comiéndolos. Quería hacer los cálculos para indios costeros como los Salish (que tenían acceso fácil al marisco) y para indios del interior como los Cayuse (que no lo tenían) como parte de un plan extremadamente complejo para demostrar una idea sobre los niveles de vida relativos de esas tribus y como eso afectaba a su desarrollo cultural (las tribus costeras realizaban un arte fantásticamente detallado y las de interior se limitaban a grabar ocasionalmente figuritas en las piedras).
Para Andrew Loeb era un ejercicio de erudición metahistórica. Para Randy Waterhouse sonaba como el inicio de un juego genial. Estrangula a una musaraña y ganas 136 Puntos de Energía. Pierde la musaraña y tu temperatura corporal baja otro grado.
Si algo caracterizaba a Andy era el ser metódico, y por tanto había buscado todos los libros escritos sobre el tema, y cada uno de los libros mencionados en las bibliografías de esos libros, incluso retrocediendo cuatro o cinco generaciones; sacó todos los disponibles localmente y pidió el resto al PIB. Estos últimos pasaron por el escritorio de Randy. Leyó algunos y ojeó otros. Aprendió cuánta grasa de ballena tenían que comer los exploradores árticos para evitar morir de hambre. Leyó detenidamente las especificaciones de las raciones del ejército. Pasado un tiempo, empezó a ir a la fotocopiadora para copiar algunos datos clave.
Para realizar un juego de rol de fantasía que fuese realista, debes llevar la cuenta de la comida que obtienen los personajes imaginarios y lo que les cuesta obtenerla. Los personajes que atravesasen el desierto de Gobi en noviembre del 5000 antes de Cristo tendrían que pasar mucho más tiempo preocupándose por la comida que, digamos, unos que viajasen por Illinois en 1950.
Randy no era el primer diseñador de juegos en darse cuenta de ese detalle. Había algunos juegos increíblemente estúpidos en los que no tenías que preocuparte por la comida, pero Randy y sus amigos los tenían en muy poca consideración. En todos los juegos en los que participaba, o que diseñaba él mismo, debía dedicar una cantidad de tiempo realista a conseguir comida para los personajes. Pero no era fácil determinar lo que era realista. Como la mayoría de los diseñadores, Randy superó el problema reuniendo algunas ecuaciones rudimentarias que básicamente se inventó. Pero en los libros, artículos y tesis que Andrew Loeb pedía a través del PIB, descubrió precisamente los datos en bruto que una persona con inclinación matemática podría usar para crear un sistema complejo de reglas basado en hechos científicos.
Quedaba descartado simular todos los procesos físicos que se producían en el cuerpo de los personajes, sobre todo si en el juego disponías de un ejército de cientos de miles. Incluso una simulación rudimentaria, que siguiese unas pocas variables y usase ecuaciones simples, requeriría una cantidad increíble de papel si lo hacías todo a mano. Pero todo eso sucedía a mediados de los ochenta, cuando los ordenadores personales se habían vuelto baratos y ubicuos. Un ordenador podría controlar automáticamente una gran base de datos y especificarte si cada personaje estaba bien alimentado o se moría de hambre. No había ninguna razón para no hacerlo con un ordenador.
A menos que, como en el caso de Randy Waterhouse, tuvieses un trabajo tan mierdoso que no pudieses permitirte un ordenador.
Evidentemente, había una forma de evitar el problema. La universidad poseía muchos ordenadores. Si Randy podía conseguirse acceso a uno de ellos, podría escribir el programa y ejecutarlo gratis.
Por desgracia, los accesos sólo estaban disponibles para los estudiantes o profesores, y Randy no era ninguna de esas cosas.
Por suerte, por esa época había empezado a salir con una estudiante de posgrado llamada Charlene.
¿Cómo demonios acabó un tipo con forma de barril, estudiante de ciencias, que trabajaba en un empleo sin futuro como administrativo, y que dedicaba todo su tiempo libre a un pasatiempo tan consumadamente friki como los juegos de rol de fantasía, embarcado en una relación con una esbelta y guapa estudiante de arte que pasaba su tiempo libre navegando en kayak y viendo películas extranjeras? Debía ser una de esas situaciones en las que los opuestos se atraen, una relación complementaria. Se conocieron, como es natural, en la oficina del PIB, donde el muy inteligente pero seguro y tranquilizador Randy ayudó a la muy inteligente pero dispersa y frivola Charlene a organizar un montón desordenado de peticiones de préstamo. Le hubiese pedido salir allí mismo, pero era tímido. La segunda y tercera oportunidad se presentaron cuando los libros que había pedido empezaron a salir del cuarto del correo, y al final le pidió salir y fueron a ver una película juntos. Los dos resultaron no sólo estar deseosos sino ansiosos, y posiblemente desesperados. Antes de que se diesen cuenta, Randy le había dado a Charlene una llave de su apartamento, y Charlene le había dado a Randy la clave de su cuenta gratuita en el ordenador de la universidad, y todo iba de maravilla.
El sistema informático de la universidad era mejor que no tener ordenador. Pero Randy se sentía humillado. Como toda otra red informática académica de alta potencia, aquella estaba basada en un potente sistema operativo llamado UNIX, que tenía una curva de aprendizaje tan empinada como el Matterhorn, y carecía de las encantadoras y elegantes características de los ordenadores personales que se estaban poniendo de moda. Randy lo había usado mucho como estudiante y sabía cómo manejarse con él. Aun así, aprender a escribir un buen código en aquella cosa requería mucho tiempo. Su vida había cambiado con la aparición de Charlene, y ahora cambió aún más: dejó por completo el circuito de juegos de rol, dejó de asistir a las reuniones de la Sociedad para el Anacronismo Creativo y empezó a pasar todo su tiempo libre con Charlene o frente a la Terminal del ordenador. Teniéndolo todo en cuenta, probablemente fue un cambio para mejor. Con Charlene hacía cosas que no hubiese hecho de otra forma, como hacer ejercicio, o ir a escuchar música en directo. Y frente al ordenador, aprendía habilidades nuevas, y creaba algo. Puede que fuese algo completamente inútil, pero al menos creaba.
Pasaba mucho tiempo hablando con Andrew Loeb, que era quien realmente iba por ahí y ponía en práctica las cosas sobre las que él escribía un programa; desaparecía durante unos días y regresaba cojeando y macilento, con escamas de pez en el pelo de la barba y sangre animal seca bajo las uñas. Se tragaba un par de hamburguesas, dormía veinticuatro horas y luego iba al encuentro de Randy en un bar (a Charlene no le gustaba la idea de tenerlo por la casa) y hablaba con conocimiento de causa sobre las dificultades de la vida diaria, al estilo aborigen. Discutían sobre si los aborígenes llegarían a comerse las partes más desagradables de los animales o las desecharían. Andrew votaba que sí. Randy estaba en desacuerdo; el hecho de que fuesen primitivos no quería decir que no tuviesen gusto. Andrew lo acusaba de ser un romántico. Al final, para acabar con la discusión, fueron juntos a las montañas, armados sólo con cuchillos y la colección de trampas para alimañas que Andrew había construido con suma exquisitez. A la tercera noche, Randy se descubrió considerando seriamente la posibilidad de comerse algunos insectos.
—Q.E.D —dijo Andrew.
En todo caso, Randy terminó el programa al cabo de un año y medio. Fue un éxito; Chester y Avi lo adoraban. Randy se sentía moderadamente alegre por haber construido algo tan complicado que realmente funcionase, pero no se hacía ilusiones sobre su utilidad práctica. Se sentía ligeramente avergonzado por haber malgastado tanto tiempo y energías mentales en el proyecto. Pero sabía que si no hubiese estado escribiendo un código, habría empleado la misma cantidad de tiempo jugando a algún juego o yendo a las reuniones de la Sociedad para el Anacronismo Creativo vestido como en la Edad Media, así que al final la cosa se compensaba. Además, podría argumentarse que pasar el tiempo delante de la pantalla era mejor porque así mejoraba sus conocimientos de programación, que ya eran buenos al empezar. Por otra parte, había realizado todo el trabajo en el sistema UNIX, que era para científicos e ingenieros; no parecía un movimiento muy inteligente en una época en la que todo el dinero estaba en los ordenadores personales.
Chester y Randy le habían puesto a Avi el mote de «Ávido», porque realmente, de verdad, le gustaban los juegos de fantasía. Avi siempre había dicho que los jugaba cómo una forma de comprender como era en realidad vivir en los tiempos antiguos, y era un fanático de la precisión histórica. No estaba mal; todos tenían sus ridiculas excusas, y la perspicacia histórica de Avi venía bien a menudo.
No mucho después, Avi terminó la carrera, desapareció, y reapareció meses más tarde en Minneapolis, donde había conseguido un trabajo en una importante editorial de juegos de rol de fantasía. Se ofreció a comprar el programa de Randy por la asombrosa cifra de mil dólares más un porcentaje sobre los beneficios futuros. Randy aceptó la oferta en líneas generales, le pidió a Avi que le enviase un contrato y luego salió y se encontró con Andrew hirviendo entrañas de pescado en un hervidor sobre una parrilla en el tejado del edificio de apartamentos en el que vivía. Quería darle a Andrew la buena noticia, y ofrecerle una parte de las ganancias. Lo que vino a continuación fue una conversación realmente desagradable, de pie allí arriba bajo una lluvia violenta y torrencial.
Para empezar, Andrew se tomó el asunto bastante más en serio que Randy. Randy lo veía como una suerte inesperada, una lotería. Andrew, que era hijo de un abogado, lo trataba como si fuese una importante fusión comercial, e hizo muchas preguntas tediosas e insistentes sobre el contrato, que todavía no existía y que cuando existiese probablemente ocuparía una única hoja. Randy no lo comprendió en ese momento, pero al hacer tantas preguntas para las que Randy no tenía respuesta, Andrew estaba, a todos los efectos, asignándose el papel de Administrador General. Implícitamente estaba formando con Randy una sociedad mercantil que, de hecho, no existía.
Además, Andrew no tenía ni idea del tiempo y el esfuerzo que Randy había dedicado a escribir el código. O (como comprendió Randy más tarde) quizá sí. En cualquier caso, Andrew asumía desde el inicio que la participación con Randy sería al cincuenta por ciento, lo que era extremadamente desproporcionado con respecto al trabajo que había realizado en el proyecto. Básicamente, Andrew actuaba como si todo el trabajo que hubiese realizado sobre los hábitos alimenticios de los aborígenes fuese parte de la empresa, y que eso le daba derecho a una parte igual.
Para cuando Randy pudo librarse de esa conversación, la cabeza le daba vueltas. Había llegado con una visión de la realidad y había sufrido el desafío radical por parte de otra claramente absurda; pero al cabo de una hora de intimidación por parte de Andrew empezaba a dudar de sí mismo. Después de dos o tres noches sin dormir, decidió cancelar todo el asunto. Unos pocos cientos de dólares no valían toda aquella agonía.
Pero Andrew (que para entonces estaba representado por un asociado del bufete de su padre en Santa Bárbara) se opuso con vehemencia. Él y Randy habían, según el abogado, creado conjuntamente algo con valor económico, y la incapacidad de Randy para venderlo al valor de mercado equivalía a robarle el dinero del bolsillo a Andrew. Se había convertido en una pesadilla increíble digna de Kafka, y Randy sólo podía retirarse a una mesa en la esquina de su pub favorito, beber jarras de cerveza negra (normalmente en compañía de Chester) y observar cómo se desarrollaba aquel fantástico psicodrama. Ahora comprendía que había tropezado con la peligrosa extravagancia de la familia de Andrew. Resultaba que los padres de Andrew se habían divorciado hacía mucho tiempo, y habían luchado ferozmente por su custodia, su único hijo. Mamá se había vuelto hippie y se había unido a un culto religioso en Oregón, llevándose a Andrew con ella. Se rumoreaba que esa secta se dedicaba a abusar sexualmente de los niños. Papá había contratado a detectives privados para secuestrar a Andrew y traerlo de vuelta. A continuación, lo había obsequiado con posesiones materiales para demostrarle que él lo quería más. Luego se había producido una interminable batalla legal en la que papá había contratado a algunos psicoterapeutas marginales para hipnotizar a Andrew y recuperar recuerdos reprimidos de horrores inexpresables e improbables.
Ese era sólo el sumario ejecutivo de una extraña vida que Randy fue descubriendo poco a poco a lo largo de los años siguientes. Más tarde, llegó a la conclusión de que la vida de Andrew era fractalmente extraña. Es decir, se podía tomar una parte pequeña de ella, y al examinarla en detalle resultaría ser tan complicada y extraña como el todo. En todo caso, Randy se había metido en esa vida y estaba rodeado de su peculiaridad. Uno de los jóvenes ansiosos del bufete del padre de Andrew decidió, como movimiento preventivo, obtener copias de todos los archivos informáticos de Randy, que seguían almacenados en el sistema informático de la UW. No hace falta decir que lo hizo de la forma más torpe posible, y cuando el departamento legal de la universidad comenzó a recibir sus ariscas cartas, respondió informando al abogado de Andrew y a Randy de que cualquiera que usase el sistema informático de la universidad para crear un producto comercial debía compartir los beneficios con la universidad. De esa forma, Randy recibía cartas amenazadoras no de uno sino de dos grupos de temibles abogados. A continuación Andrew amenazó con demandarle por haber cometido ese error, ¡que había reducido a la mitad el valor de la parte de Andrew!
Al final, sólo para poder salir con bien de todo aquello, Randy tuvo que contratar a su propio abogado. El coste final para él estuvo ligeramente por encima de los cinco mil dólares. El programa nunca llegó a venderse, y tampoco hubiese sido posible venderlo: para entonces estaba tan legalmente enmarañado que hubiese sido como intentar vender a alguien un Volkswagen corroído que hubiese sido desmontado y sus partes escondidas en el interior de jaulas de perros de ataque en diferentes zonas del planeta.
Fue la única ocasión en su vida en la que consideró el suicidio. No lo pensó demasiado en serio, o durante mucho tiempo, pero sí que lo pensó.
Cuando todo pasó, Avi le envió una carta escrita a mano que decía: «Disfruté mucho haciendo negocios contigo y espero tener la oportunidad de continuar con nuestra relación, tanto como amigos y, si se presenta la oportunidad, como socios creativos.»