YAMAMOTO
TOJO Y SU
CLAQUE de imbéciles del Ejército Imperial le dijeron
realmente: Podría ir y asegurar el océano Pacífico para nosotros,
porque necesitaremos un canal de navegación de, digamos, diez mil
millas de ancho, para poder ejecutar nuestro pequeño plan de
conquistar Suramérica, Alaska y toda Norteamérica al oeste de las
Rocosas. Mientras tanto, nosotros terminaremos de cargarnos China.
Por favor, ocúpese de ello lo antes posible.
Para entonces ya controlaban el país. Habían asesinado a todos los que se interponían en su camino, hablaban directamente al oído del emperador, y era difícil decirles que su plan era una mierda completa, que los norteamericanos iban a cabrearse y a aniquilarlos a todos. Por tanto, el almirante Isoroku Yamamoto, un obediente servidor del emperador, pensó un poco en el problema, preparó un pequeño plan, envió uno o dos barcos alrededor del puto planeta y borró Pearl Harbor del mapa. Lo preparó a la perfección, para que se produjese justo después de la declaración formal de guerra. No salió tan mal. Hizo su trabajo.
Uno de sus asistentes entró más tarde en su despacho arrastrándose —en la postura repugnantemente cobarde que los adláteres adoptan cuando están a punto de hacerte muy, muy infeliz— y le dijo que se había producido un problema en la embajada de Washington y que los diplomáticos no habían podido entregar la declaración de guerra hasta bastante después de que la Flota del Pacífico norteamericana acabase en el fondo.
Para esos gilipollas del ejército no es nada… un simple error, pasa continuamente. Yamamoto ha dejado de intentar hacer que entiendan que los norteamericanos son rencorosos hasta un punto que es inconcebible para los nipones, que aprenden a tragarse el orgullo antes de aprender a tragar alimento sólido. Incluso si consiguiese que Tojo y su muchedumbre de matones mezquinos e ignorantes comprendiesen lo cabreados que están los norteamericanos, se reirían. ¿Qué van a hacer para vengarse? ¿Lanzarles un pastel de nata a la cara como Charlot? ¡Ja, ja, ja! ¡Pasa el sake y que venga otra chica de servicio!
Isoroku Yamamoto pasó mucho tiempo jugando al póquer con los yanquis durante sus años en Estados Unidos, fumando como una chimenea para ocultar el olor de esas horrorosas lociones para después del afeitado. Los yanquis son brutos e ignorantes hasta lo risible, claro; no hay que ser un observador muy penetrante para darse cuenta. Yamamoto, en contraste, obtuvo una perspectiva propia como efecto secundario al hecho de que los yanquis le robasen hasta la camisa en la mesa de póquer, comprendiendo que esa masa pecosa podía ser fatalmente ingeniosa. Brutos y estúpidos está bien… perfectamente comprensible, de hecho.
Pero brutos e inteligentes resulta intolerable; eso es lo que hace que esos monos de pelo rojo sean extra doble súper odiosos. Yamamoto todavía sigue intentando meter esa idea en la cabeza de sus socios, en el gran plan nipón para conquistarlo todo entre Karachi y Denver. Le gustaría que pillasen el mensaje. Muchos de los hombres de la Marina han recorrido el mundo un par de veces y lo han visto por sí mismos, pero esos hombres de Infantería que han pasado sus carreras matando chinos y violando a sus mujeres creen sinceramente que los norteamericanos son iguales sólo que más altos y más apestosos. Vamos chicos, les dice continuamente Yamamoto, el mundo no es como un Nanjing muy grande. Pero no lo entienden. Si Yamamoto estuviese al cargo de las cosas, establecería una regla: cada oficial de Infantería tendría que dejar durante un tiempo de matar con bayoneta a salvajes del neolítico en la jungla, tendría que recorrer el amplio Pacífico en un barco e intercambiar durante un tiempo proyectiles de 16 pulgadas con una fuerza de ataque norteamericana. Quizá entonces comprendiesen que estaban metidos en un lío.
En eso piensa Yamamoto, poco antes del amanecer, cuando se sube al bombardero Mitsubishi G4M en Rabaul, mientras la vaina de la espada choca contra el marco de la estrecha portezuela. Los yanquis llaman a este tipo de avión «Betty», un gesto afeminado que realmente le molesta. Pero claro, los yanquis incluso ponen nombre de mujer a sus propios aviones, ¡y pintan damas desnudas en sus sagrados instrumentos de guerra! Si tuviesen espadas de samurai, los norteamericanos muy probablemente pintarían las hojas con esmalte de uñas.
Como el avión es un bombardero, el piloto y el copiloto están apiñados en una cabina sobre el tubo principal del fuselaje. El morro del avión, por tanto, es una cúpula despuntada de barras curvas, como los meridianos y paralelos de un globo, los trapezoides rellenos por rígidas láminas de vidrio. El avión ha sido aparcado señalando al este, por lo que la nariz de vidrio irradia un amanecer desigual, con los tonos irreales de un producto químico que arde en el laboratorio. En Nipón, nada sucede por accidente, por lo que asume que se trata de un visión del Sol Naciente deliberada para incrementar la moral. Acercándose al invernadero, se pone las correas allí donde puede mirar por las ventanillas mientras este Betty y el del admirante Ugaki despegan.
En una dirección está la bahía de Simpson, uno de los mejores puntos de atraque del Pacífico, una U asimétrica rodeada por una precisa red de calles, ¡claramente manchada por un puto campo de criquet británico! En la otra dirección, sobre el puente, se encuentra el mar de Bismarck. En algún punto de ese mar yacen los cadáveres de varios miles de soldados nipones entre los cascos arrugados de los transportes. Unos miles más escaparon en botes salvavidas, pero todas las armas y suministros se fueron al fondo, así que los hombres ahora no son más que bocas inútiles.
Ha sido así durante casi un año, desde Midway, cuando los norteamericanos se negaron a caer en las trampas y fintas cuidadosamente preparadas por Yamamoto cerca de Alaska, y enviaron todos los portaaviones que les quedaban para que se añadieran a la fuerza de invasión de Midway. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Yamamoto se muerde las uñas, con los guantes puestos.
Ahora esos torpes y apestosos granjeros están hundiendo todos los transportes que la Marina envía a Nueva Guinea. ¡Doble mierda! Sus aviones de reconocimiento están por todas partes —apareciendo siempre en el sitio justo en el momento justo— señalando los convoyes furtivos del emperador con el resonar entrecortado de sangrientos Confederates. Sus observadores costeros infestan las montañas de esas islas olvidadas de dios, a pesar de los esfuerzos del Ejército por localizarlos y eliminarlos. Conocen todos sus movimientos.
Los dos aviones vuelan hacia el sureste sobre la punta de Nueva Irlanda y entran en el mar de las Salomón. Las islas Salomón se extienden frente a ellos, cresposos montículos de jade sobresaliendo de un océano hirviente a 6.500 pies más abajo. Un par de jorobas más pequeñas y luego una mucho mayor, el destino de hoy: Bougainville.
Hay que enseñar la bandera, salir en uno de esos tours de inspección, dar algo de moral a las tropas del frente. Francamente, Yamamoto tiene cosas mejores que hacer con su tiempo, así que intenta encajar en un día todos los paseos obligatorios que puede. Dejó la ciudadela naval de Truk y voló a Rabaul la semana pasada para supervisar la última gran operación: una oleada de grandes ataques aéreos sobre bases norteamericanas desde Nueva Guinea hasta Guadalcanal.
Los ataques aéreos se consideraron un éxito: más o menos. Los pilotos supervivientes informaron de gran número de hundimientos, grandes flotas de aviones norteamericanos destruidas en las embarradas pitas de despegue. Yamamoto sabe perfectamente que esos informes resultarán ser tremendamente exagerados. Más de la mitad de los aviones no regresó… los norteamericanos, y sus primos casi igualmente ofensivos, los australianos, estaban preparados para recibirlos. Pero la Infantería y la Marina están llenas por igual de hombres ambiciosos que harán todo lo posible por canalizar buenas noticias hacia el emperador, incluso si no son exactamente ciertas. En esa línea, Yamamoto ha recibido un telegrama personal de felicitación no de cualquiera sino del soberano en persona. Ahora es su deber volar por varios puntos, saltar de su Betty, agitar el telegrama sagrado en el aire y transmitir la bendición del emperador.
Los pies le duelen como si estuviese en el infierno. Como todos en mil millas a la redonda, padece una enfermedad tropical; en su caso, beriberi. Es el azote de los nipones, especialmente de la Marina, porque comen demasiado arroz descascarillado, y no suficiente pescado ni verduras. Sus largos nervios han sido corroídos por el ácido láctico, y le tiemblan las manos. Su débil corazón no puede bombear fluido suficiente a las extremidades, así que se le hinchan los pies. Tiene que cambiar los zapatos varias veces al día, pero allí no tiene espacio; no sólo le estorba la curvatura de invernadero del avión, sino también la espada.
Están acercándose a la base Naval Imperial de Bougainville, justo a tiempo, 9.35. Una sombra pasa por encima y Yamamoto mira para ver la silueta de un escolta, muy lejos de su posición, peligrosamente cerca de ellos. ¿Quién es ese idiota? Luego la isla verde y el océano azul aparecen a la vista cuando el piloto hace descender el Betty en picado. Por encima aparece otro avión con un estruendo que supera al rugido de los motores del Betty, y aunque no es más que un destello negro, su mente registra la extraña silueta de cola hendida. Era un P-38 Lightning, y la última vez que el almirante Yamamoto lo comprobó, la Fuerza Aérea Nipona no los empleaba.
Desde el otro Betty le llega por radio la voz del almirante Ugaki, justo detrás de Yamamoto, ordenando al piloto de Yamamoto que permanezca en formación. Yamamoto no puede ver nada más que las olas golpeando Bougainville, y el muro de árboles, que parecen hacerse más y más altos, a medida que desciende el avión; ahora tienen la cubierta arbórea por encima. Es un hombre de la Marina, no de la Fuerza Aérea, pero incluso él sabe que cuando no puedes ver a los aviones frente a ti en un combate aéreo es que tienes problemas. Ráfagas rojas llegan desde atrás, enterrándose en la jungla al frente, y el Betty comienza a agitarse violentamente. Luego, una luz amarilla llena de refilón sus ojos: los motores están ardiendo. Ahora el piloto se dirige directamente a la selva; o el avión está fuera de control, y el piloto ya está muerto, o es un movimiento de desesperación atávica: ¡corre, corre hacia los árboles!
Entra en la selva volando plano, y Yamamoto se asombra de la distancia que recorren sin golpear nada grande. Luego el avión es aporreado por troncos de caoba, como bates de béisbol golpeando un gorrión herido, y sabe que todo ha acabado. El invernadero se desintegra a su alrededor, los meridianos y paralelos estrujándose y desgarrándose, lo que no resulta tan malo como suena porque el cuerpo del avión está repentinamente lleno de llamas. Mientras el asiento sale despedido al espacio, agarra la espada, no deseando deshonrarse dejando caer el arma sagrada, bendecida por el emperador, incluso en el último instante de su vida. Tiene las ropas y el pelo en llamas, y vira como un meteoro sobre la jungla sin soltar nunca la hoja ancestral.
Comprende algo: los norteamericanos deben haber hecho lo imposible: romper todos sus códigos. Eso explica Midway, explica el mar de Bismarck, Jayapura, todo. Explica especialmente por qué Yamamoto —que debería estar bebiendo té verde y practicando caligrafía en un jardín neblinoso— está, de forma más que evidente, ardiendo y volando por una selva a cien millas por hora pegado a una silla, seguido de cerca por toneladas de despojos en llamas. ¡Debe informar! ¡Hay que cambiar todos los códigos! En eso piensa cuando choca de cabeza contra un Octomelis sumatrana de cien pies de alto.