CUBRIR
¡SEÑOR!
¡Le importaría decirme a dónde vamos, señor!
El teniente Monkberg suelta un jadeo profundo y tembloroso, haciendo que su caja torácica se estremezca como un cobertizo de hojalata en medio de un ciclón. Se incorpora sin demasiada elegancia. Tiene las manos plantadas en el borde y, por tanto, la acción libera su cabeza de la taza del inodoro… o «cabecilla» como se llama en ese contexto: un carguero que corre a velocidad alarmante. Rompe una tira de europapel abrasivo y se limpia la cara antes de mirar al sargento Robert Shaftoe, que se agarra a la escotilla.
Y la verdad es que Shaftoe necesita apoyo, porque está cargando casi con su peso en material. Todo se le entregó cuidadosamente empaquetado.
Podía haberlo dejado así. Pero no es así como actúa un explorador. Bobby Shaftoe se había dedicado a desempaquetarlo todo, esparcirlo por el suelo, examinarlo y empaquetarlo de nuevo.
Eso le permitió sacar algunas conclusiones. Para ser específicos, ha llegado a la conclusión de que se espera que los hombres del Destacamento 2702 pasen las próximas tres semanas intentando no morir congelados. Situación que quedará interrumpida por diversos intentos de matar a un montón de hijos de puta bien armados. Muy probablemente alemanes.
—N-N-N-Noruega —dice el teniente Monkberg, que tiene un aspecto tan patético que Shaftoe considera la posibilidad de ofrecerle algo de m-m-m-morfina, que provoca una ligera náusea por sí misma, pero que refrena la náusea aún mayor del mareo. Luego recupera el sentido y recuerda que el teniente Monkberg es un oficial cuyo deber consiste en enviarle a morir, y decide que se vaya a tomar por culo.
—¡Señor! ¿Cuál es la naturaleza de la misión en Noruega, señor?
Monkberg descarga un sonoro eructo.
—Embestir y correr —dice.
—¡Señor! ¿Embestir qué, señor?
—Noruega.
—¡Señor! ¿Correr a dónde, señor?
—Suecia.
A Shaftoe le gusta como suena. El peligroso viaje por aguas infectadas de submarinos alemanes, la colisión con Noruega, la carrera desesperada por un territorio congelado y ocupado por alemanes… todo parece trivial en comparación con el reluciente fin de hundirse en la mayor y más pura reserva mundial de auténtico sexo sueco.
—¡Shaftoe! ¡Despierte!
—¡Señor! ¡Sí, señor!
—Ya ha notado cómo vamos vestidos. —Monkberg se refiere al hecho de que se han deshecho de las chapas de identificación y llevan todos ropas civiles o de la marina mercante.
—¡Señor! ¡Sí, señor!
—No queremos que los hunos, o cualquiera otros, sepan quiénes somos en realidad.
—¡Señor! ¡Sí, señor!
—Ahora bien, podría preguntarse por qué coño, si se supone que debemos parecer civiles, vamos cargados de subfusiles, granadas, cargas de demolición, etcétera.
—¡Señor! ¡Esa iba a ser mi siguiente pregunta, señor!
—Bien, tenemos una historia falsa para explicar ese detalle. Venga conmigo.
De pronto Monkberg parece entusiasmado. Se pone en pie y lleva a Shaftoe por entre varios pasillos y escaleras en dirección a la bodega del carguero.
—¿Sabe lo de los otros barcos?
Shaftoe se mantiene inexpresivo.
—¿Los otros barcos que nos rodean? Ya sabe que estamos en medio de un convoy.
—¡Señor! ¡Sí, señor! —dice Shaftoe, con algo menos de certidumbre. Ninguno de los hombres ha subido demasiado a cubierta en las horas que han pasado desde que les descargaron, por medio de un submarino, en esta chatarra bamboleante. Incluso si hubiesen subido a mirar, no habrían visto más que oscuridad y niebla.
—Un convoy a Murmansk —sigue diciendo Monkberg—. Todos esos barcos van a entregar armas y suministros a la Unión Soviética. ¿Comprende?
Han llegado a una bodega. Monkberg enciende una lámpara colgando, que revela… cajas. Muchas, muchas, muchas cajas.
—Llenas de armas —dice Monkberg—, incluyendo subfusiles, granadas, cargas de demolición, etcétera. ¿Me sigue?
—¡Señor, no señor! ¡No sigo al teniente!
Monkberg se le acerca más. Hasta estar inquietantemente cerca. Ahora habla empleando un tono conspiratorio.
—Ahora somos todos la tripulación de este barco mercante, en dirección a Murmansk. Hay niebla. Nos separamos de nuestro convoy. ¡Luego, bum! Chocamos con la jodida Noruega. Estamos atrapados en territorio controlado por los nazis. ¡Debemos llegar a Suecia! Pero un momento, nos decimos. ¿Qué ocurre con todos esos alemanes que están entre nuestra posición y la frontera sueca? Bien, mejor será armarse hasta los dientes. ¿Y quién está en mejor posición de armarse que la tripulación de un barco mercante que está repleto de armamento? Así que bajamos a la bodega y nos apresuramos a abrir algunas cajas para armarnos.
Shaftoe mira las cajas. Ninguna está abierta.
—Luego —sigue diciendo Monkberg—, abandonamos la nave y nos dirigimos a Suecia.
Se produce un largo silencio. Shaftoe se despierta para decir:
—¡Señor! ¡Sí, señor!
—Así que empiece a abrirlas.
—¡Señor! ¡Sí, señor!
—¡Y que parezca precipitado! ¡Rápido! ¡Vamos! ¡Mueva las piernas!
—¡Señor! ¡Sí, señor!
Shaftoe intenta meterse en el espíritu de la misión. ¿Qué va a usar para abrir una caja? No hay palancas a la vista. Sale de la bodega y recorre un pasillo. Monkberg lo sigue de cerca, revoloteando, impulsándole a ir más rápido.
—¡Tiene prisa! ¡Los nazis se acercan! ¡Debe armarse! ¡Piense en su esposa y niños allá en Glasgow, Lubbock o de donde demonios sea!
—¡Oconomowoc, Wisconsin, señor! —dice Shaftoe indignado.
—¡No, no! ¡No en la vida real! ¡Es su papel como este hijo de puta de la marina mercante que ha quedado varado! ¡Mire, Shaftoe! ¡La salvación a mano!
Shaftoe se da la vuelta para ver a Monkberg señalando un anuario que dice FUEGO.
Shaftoe abre la puerta y encuentra, entre otros utensilios, una de esas hachas gigantes que los bomberos siempre llevan cuando entran en estructuras ardiendo.
Treinta segundos más tarde, vuelve a estar en la bodega, dándole como si fuese Paul Bunyan a una caja de munición del calibre 45.
—¡Más rápido! ¡Más improvisado! —grita Monkberg—. ¡No se trata de una operación precisa, Shaftoe! ¡Está aterrorizado! —Luego dice—: ¡Maldición! —Corre y le quita el hacha de Shaftoe de las manos.
Monkberg la agita con furia, fallando por completo mientras intenta ajustarse al tremendo peso y longitud del instrumento. Shaftoe se echa a tierra en busca de seguridad. Monkberg al fin consigue coordinar el alcance y el azimut y hace contacto con la caja. Las astillas saltan por todas partes.
—¡Ve! —dice Monkberg, mirando a Shaftoe por encima del hombro—. ¡Quiero astillas! ¡Quiero caos! —Agita el hacha mientras habla y mira a Shaftoe, y también mueve los pies porque el barco se bambolea, y en consecuencia la hoja falla por completo, se pasa y acaba justo en el tobillo de Monkberg.
—¡Caramba! —dice el teniente Monkberg, con tono tranquilo de conversación. Se mira el tobillo fascinado. Shaftoe se acerca a ver qué es tan interesante.
Un buen trozo de la parte baja de la pierna de Monkberg ha quedado bien cortado. Bajo la luz de la linterna es posible ver varios vasos sanguíneos cortados y ligamentos sobresaliendo en lados opuestos de la herida, como puentes saboteados y tuberías colgando a ambos lado de una garganta.
—¡Señor! ¡Está herido, señor! —dice Shaftoe—. ¡Déjeme ir en busca del teniente Root!
—¡No! ¡Quédese aquí a trabajar! —dice Monkberg—. Yo mismo puedo buscar a Root —baja ambas manos y aprieta la herida, haciendo que caiga sangre a borbotones al suelo—. ¡Es perfecto! —dice meditabundo—. Añade mucho realismo.
Después de repetir varias veces la orden, Shaftoe vuelve renuente a abrir cajas. Monkberg se pone en pie como puede y recorre la bodega durante varios minutos, sangrando sobre todo, luego se arrastra en busca de Enoch Root. Lo último que dice es:
—¡Recuerde! ¡Queremos que parezca un saqueo!
Pero lo de la herida en la pierna hace que Shaftoe comprenda mejor la idea que las palabras de Monkberg. La visión de la sangre le trae recuerdos de Guadalcanal y de aventuras más recientes. Su última dosis de morfina está perdiendo efecto, lo que le hace sentirse más atento. Y está empezando a sentirse muy mareado, lo que le hace desear luchar contra el mareo haciendo algún trabajo duro.
Así que más o menos se vuelve loco con el hacha. Pierde el sentido de lo que sucede.
Desea que el Destacamento 2702 se hubiese quedado en tierra seca… preferiblemente una tierra seca y cálida como aquel lugar en el que permanecieron, durante dos soleadas semanas, en Italia.
La primera parte de la misión había sido dura, con eso de cargar con barriles de mierda. Pero el resto (excepto las últimas horas) habían sido igual que un permiso, excepto que no había mujeres. Cada día se turnaban en el puesto de observación, observando la bahía de Nápoles con binoculares y prismáticos. Todas las noches, el cabo Benjamín se sentaba y enviaba más galimatías en código Morse.
Una noche, Benjamín recibió un mensaje que le llevó un buen rato descifrar. Anunció la noticia a Shaftoe:
—Los alemanes saben que estamos aquí.
—¿Qué quiere decir con que saben que estamos aquí?
—Saben que durante al menos seis meses hemos tenido un puesto de observación mirando a la bahía de Nápoles —dice Benjamín.
—Llevamos aquí menos de dos semanas.
—Mañana van a empezar a buscar en esta zona.
—Bien, entonces salgamos de aquí cagando leches —dijo Shaftoe.
—El coronel Chattan le ordena que espere —dijo Benjamín—, hasta que sepa que los alemanes saben que estamos aquí.
—Pero ya sé que los alemanes saben que estamos aquí —dice Shaftoe—, me lo acaba de decir.
—No, no no no —responde Benjamín—, espere hasta el momento en que sabría que los alemanes lo saben incluso aunque el coronel Chattan no se lo hubiese comunicado por radio.
—¿Te estás quedando conmigo?
—Son órdenes —dijo Benjamín, y le pasa a Shaftoe el mensaje descifrado como prueba.
Tan pronto como salió el sol pudieron oír a los aviones de observación cruzando el cielo. Shaftoe estaba listo para ejecutar el plan de huida, y se aseguró de que los hombres también lo estuvieran. Envió a algunos de los individuos del SAS a reconocer los puntos de obstrucción en la ruta de salida. Shaftoe en persona se limitó a tenderse de espaldas y mirar el cielo, observando los aviones.
¿Ya sabía que los alemanes lo sabían?
Desde que se había despertado, un par de individuos del SAS habían estado siguiéndole a todas partes, observándole con atención. Por fin Shaftoe les devolvió la mirada y asintió. Salieron corriendo. Un momento más tarde oyó las llaves inglesas golpeando el interior de las cajas de herramientas.
Los alemanes tenían aviones de observación por todo el puto cielo. Se trataba de una prueba circunstancial bastante fuerte de que los alemanes lo sabían. Y Shaftoe veía los aviones con bastante claridad, por lo que se podía defender que él sabía que lo sabían. Pero el coronel Chattan le había ordenado quedarse «hasta que los alemanes les observasen con segundad», lo que significase eso.
Uno de los aviones, en particular, se acercaba cada vez más. Buscaba muy cerca del suelo, cortando pequeñas franjas en cada ocasión. Esperando a que pasase sobre su posición, Shaftoe quería gritar. Era demasiado estúpido para ser real. Quería lanzar una bengala y acabar de una vez.
Finalmente, a media tarde, Shaftoe, tendido de espaldas a la sombra de un árbol, miró directamente al aire y contó los remaches en el vientre de ese avión alemán: un Henschel Hs 126[15] con una única ala en forma de flecha montada sobre el fuselaje, para no bloquear la visión hacia el terreno, y con escalerillas, riostras y el enorme y tosco dispositivo de aterrizaje desplegado sobresaliendo por todas partes. Un alemán encerrado en la caja de vidrio pilotando el avión, otro en la parte abierta, mirando a través de las gafas y jugueteando con una ametralladora montada sobre una articulación. Ese vio a Shaftoe, tocó al otro piloto en el hombro y señaló hacia abajo.
El Henschel alteró la búsqueda, virando para sobrevolar la posición.
—Ya está —se dijo Shaftoe. Se levantó y se puso en marcha en dirección al desvencijado granero—. ¡Ya está! —gritó—. ¡Ejecutar!
Los individuos del SAS estaban en la parte de atrás del camión, bajo la lona, trabajando con las llaves. Shaftoe los miró y vio partes relucientes de la Vickers esparcidas sobre la tela blanca limpia. ¿De dónde coño habían sacado esos tipos tela blanca y limpia? Probablemente la habían estado guardando durante días. ¿Por qué no habían podido poner en marcha la Vickers antes? Porque tenían órdenes de montarla con rapidez, estrictamente en el último minuto.
El cabo Benjamín vaciló, con la mano apoyada sobre el interruptor de la radio.
—Sargento, ¿está completamente seguro de que saben que estamos aquí?
Todos se volvieron para ver cómo Shaftoe respondería a ese ligero desafío. Lentamente se había estado ganando la reputación de hombre al que era preciso vigilar.
Shaftoe se volvió, salió al medio del claro, unas yardas. Tras él podía oír como el resto de los hombres del Destacamento 2702 se posicionaban en la entrada, intentado verle con claridad.
El Henschel regresaba para otra pasada, ahora tan cerca del suelo que bien podría atravesarle el vidrio con una piedra.
Shaftoe sacó el subfusil, le dio al obturador, lo sujetó bien, lo movió de un lado a otro y abrió fuego.
Bien, algunos podrían quejarse de que el arma carecía de poder de penetración, pero estaba completamente seguro de que pudo ver cómo salían volando trozos del motor del Henschel. El Henschel perdió el control casi de inmediato. Se inclinó hasta tener las alas casi verticales, cambió de dirección, se inclinó más hasta quedarse boca abajo, perdió la poca altitud que tenía y aterrizó como un pastel boca abajo sobre los olivos a un centenar de yardas. No ardió de inmediato: qué chasco.
Los otros hombres guardaban un silencio perfecto. El único sonido eran los bip bip del cabo Benjamín, ahora que su pregunta ya había recibido respuesta, enviando el mensaje. Por una vez, Shaftoe podía comprender el código Morse… iba sin cifrar: «HEMOS SIDO DESCUBIERTOS STOP EJECUTAMOS PLAN TORUS».
Como su primera contribución al Plan Torus, los otros hombres subieron al camión, que salió del escondrijo en el granero y se acercó a los árboles. Cuando Benjamín hubo terminado, abandonó la radio y se unió a ellos.
Como su primera tarea en el Plan Torus, Shaftoe recorrió las instalaciones en una perfecta trayectoria zigzagueante que imitaba a los aviones de reconocimiento. Llevaba una lata de gasolina del revés y sin tapa.
Dejó la lata con un tercio de su contenido, de pie en medio del granero. Le quitó el seguro a una granada, la tiró sobre la gasolina y salió corriendo del edificio. El camión ya se alejaba cuando llegó hasta él y se lanzó a los brazos ansiosos de su unidad, que tiraron de él para subirlo. Se acomodó en la parte de atrás justo a tiempo para ver cómo el edificio se convertía en una satisfactoria bola de fuego.
—Vale —le dijo a los hombres—. Tenemos varias horas que matar.
Todos los hombres del camión, menos los individuos del SAS que estaban trabajando en la Vickers, se miraron unos a otros con cara de «¿realmente ha dicho eso?».
—Eh, sargento —dijo al fin uno de ellos—, ¿podría explicarnos la parte de matar el tiempo?
—Los aviones tardarán en llegar. Ordenes.
—Hubo un problema o…
—No. Todo va perfectamente. Ordenes.
Los hombres no deseaban quejarse más, pero se intercambiaron muchas otras miradas.
—Os estaréis preguntando por qué no podíamos matar el tiempo durante algunas horas primero, antes de alertar a los alemanes de nuestra presencia, y encontrarnos con el avión justo en el último momento.
—¡Sí! —dijeron un montón de tipos e individuos, asintiendo vigorosamente.
—Es una buena pregunta —dijo Enoch Root. Lo dijo como si ya conociese la respuesta, lo que hizo que los demás deseasen darle un puñetazo.
Los alemanes habían desplegado tropas de tierra para asegurar los cruces de carretera de la zona. Cuando el Destacamento 2702 llegó al primer cruce, todos los alemanes estaban muertos, y todo lo que tuvieron que hacer fue reducir un poco la velocidad para que algunos marine raiders pudiesen salir de sus escondrijos y subir al camión.
Los alemanes del segundo cruce no tenían ni idea de lo que pasaba. Era evidentemente el resultado de alguna confusión interna de la Wehrmacht, claramente reconocible como tal incluso por encima de las barreras lingüísticas y culturales. El Destacamento 2702 pudo, simplemente, limitarse a abrir fuego por debajo de la lona y hacerlos pedazos, o al menos hacer que se escondiesen.
Los siguientes alemanes no estaban dispuestos a que los pillasen de esa forma; habían bloqueado el paso con un camión y dos coches, y se encontraban al otro lado, apuntándolas. Sus armas parecían ser pequeñas. Pero para entonces ya habían conseguido montar la Vickers, calibrarla, ajustaría, inspeccionarla y cargarla. La lona se abrió. El soldado Mikulski, un hombre polaco-británico miembro del SAS, hosco, pensativo y de doscientas cincuentas libras de peso, comenzó a operar con la Vickers aproximadamente justo cuando los alemanes lo hacían con sus rifles.
Cuando Bobby Shaftoe pasó por el instituto, le habían colocado un currículo vocacional y había acabado dando muchas clases de taller. Por tanto, parte de su tiempo estaba dedicado, naturalmente, a aserrar grandes piezas de madera o metal en piezas más pequeñas. Para ese propósito, había muchas sierras disponibles en el taller, algunas mejores que las otras. Un trabajo de aserrar que sería ridículamente duro y llevaría mucho tiempo con una sierra manual se podía realizar fácilmente con una sierra mecánica. De igual forma, ciertos cortes y materiales harían que las sierras mecánicas más pequeñas se recalentasen o se paralizasen por completo y por tanto exigían una sierra aún mayor. Pero incluso con la sierra más grande y potente del taller, Bobby Shaftoe siempre tuvo la sensación de que estaba forzando de alguna forma la máquina. La velocidad disminuía cuando la hoja entraba en contacto con el material, vibraba, se calentaba, y si empujabas con demasiada fuerza sobre el material, amenazaba con bloquearse. Pero un verano trabajó en un aserradero donde tenían una sierra de cinta. La sierra de cinta, el suministro de hojas, las piezas de repuesto, los suministros de mantenimiento, las herramientas especiales y los manuales ocupaban toda una habitación. Era la única herramienta que había visto con infraestructura. Tenía el tamaño de un coche. Las dos ruedas que movían la hoja eran gigantescas monstruosidades de ocho radios que parecían ser restos de una locomotora. Las hojas habían sido fabricadas empleando largos rollos de material para hojas, desenrollando como media milla de cinta con dientes, cortándolo, y soldando con cuidado los dos extremos para formar un bucle. Cuando le dabas al interruptor, no sucedía nada durante un rato excepto una vibración subsónica que surgía lentamente de la tierra, como si un tren de carga se estuviese acercando desde muy lejos, y finalmente la hoja comenzaba a moverse, ganando velocidad lenta pero inexorablemente hasta que los dientes desaparecían y se convertían en un rayo de pura energía extendido tenso entre la mesa y la máquina. Las anécdotas sobre accidentes relacionados con las sierras de cinta se contaban entre susurros y normalmente sin relacionarlas con otras anécdotas sobre accidentes industriales. En cualquier caso, lo más destacable de la sierra de cinta es que podías usarla para cortar cualquier cosa y no sólo lo haría con rapidez y calma, sino que aparentemente no notaría que estuviese haciendo nada. Ni siquiera parecería consciente de que un ser humano estaba deslizando un enorme trozo de material contra ella. Nunca perdía velocidad. Nunca se calentaba.
En la experiencia pos instituto de Shaftoe, había descubierto que las armas de fuego tenían mucho en común con las sierras. Disparaban balas, cierto, pero tenían retroceso y se calentaban, se ensuciaban y con el tiempo se atascaban. En otras palabras, podían disparar balas pero para ellas era una agonía, les producía cierto estrés y no lo podían soportar para siempre. Pero la Vickers de la parte posterior del camión era a las otras armas como la sierra de cinta era a otras sierras. La Vickers se enfriaba por agua. Tenía un puto radiador. Tenía infraestructura, al igual que la sierra de cinta, y exigía todo un equipo de hombres para atenderla. Pero una vez que estaba montada y en funcionamiento, podía disparar continuamente durante días siempre que la mantuviesen provista de munición. Después de que el soldado Mikulski abriese fuego con la Vickers, algunos de los otros miembros del Destacamento 2702, deseosos de entrar en acción y hacer su parte, dispararon a los alemanes con los rifles, pero hacerlo resultó tan ridículo y patético que pronto lo dejaron, se refugiaron en la cuneta, encendieron cigarrillos, y se dedicaron a contemplar el lento recorrido del chorro de balas de la Vickers por el bloqueo. Mikulski se dedicó a los vehículos alemanes durante un rato, moviendo la Vickers de un lado a otro como un hombre usando un extintor contra la base de un fuego. Luego se centró en determinadas zonas del bloqueo donde sospechaba que había gente escondida y se concentró en ellas durante un rato, abriendo túneles por entre los restos de vehículos hasta que pudo ver lo que había al otro lado, cortando los bastidores y partiéndolos por la mitad. Aserró como media docena de árboles tras los que sospechaba que había alemanes escondidos, y luego cortó como medio acre de hierba.
Para entonces se había hecho evidente que algunos alemanes habían retrocedido hasta un ligero promontorio de tierra justo a un lado de la carretera y que disparaban desde allí, así que Mikulski levantó el cañón al aire en un ángulo inclinado y disparó un chorro de balas al cielo de forma que las balas cayesen como fuego de mortero al otro lado de la elevación. Le llevó un rato conseguir ajustar el ángulo, pero a continuación distribuyó pacientemente las balas por todo el campo, como un hombre que regase el césped. Uno de los individuos del SAS hizo algunos cálculos sobre la rodilla, para ver durante cuánto tiempo debería Mikulski seguir haciéndolo para asegurarse de que las balas quedasen distribuidas sobre el terreno en cuestión con la densidad correcta… digamos, una por pie cuadrado. Cuando el territorio quedó adecuadamente sembrado con plomo, Mikulski volvió a centrarse en el bloqueo y se aseguró de que el camión colocado sobre el pavimento estaba en piezas lo suficientemente pequeñas para ser retiradas a mano.
Y luego, por fin, dejó de disparar. Shaftoe se sintió como si debiese anotarlo en un cuaderno de bitácora, como lo hacen los capitanes cuando meten un buque de guerra en puerto. Al pasar junto a los restos, redujeron la velocidad durante un momento para mirar. El quebradizo hierro gris de los bloques de motor alemanes se había hecho añicos como el vidrio y podías mirar en el interior de los motores bien cortados y ver los relucientes pistones y cigüeñales expuestos al sol, sangrando aceite y refrigerante.
Pasaron junto a lo que quedaba del bloqueo y se dirigieron hacia una zona del interior escasamente poblada que resultaba un magnífico territorio de bombardeo para la Luftwaffe. Los dos primeros aviones de combate que se acercaron quedaron convertidos en chatarra en el aire cortesía de Mikulski y la Vickers. El siguiente par se las arregló para destruir el camión, el arma y al soldado Mikulski de una pasada. No hubo más heridos; estaban todos en una zanja, mirando cómo Mikulski, sentado plácidamente tras los controles del arma, jugaba a la gallinita con dos Messerschmidts y al final perdía.
Para entonces ya oscurecía. El destacamento empezó a avanzar campo a través, cargando con los restos de Mikulski en una camilla. Se encontraron con una patrulla alemana y lucharon con ella; dos de los hombres SAS resultaron heridos, y tuvieron que cargar con uno durante el resto del camino. Finalmente llegaron al punto de encuentro, un campo de trigo en el que tendieron bengalas de suelo para dibujar una pista de aterrizaje para un DC-3 del ejército norteamericano, que ejecutó un diestro aterrizaje, los subió a todos y los llevó hasta Malta sin mayor incidente.
Y allí fue donde conocieron al teniente Monkberg.
Tan pronto como le hubieron informado, se encontraron en otro submarino, con destino desconocido o al menos sin especificar. Pero cuando cambiaron el equipo para clima cálido por diez libras de suéteres de lana impermeabilizada, empezaron a pillar la idea. Unos pocos y claustrofóbicos días más tarde, fueron transferidos a un carguero.
La nave en sí es un montón tan patético que se habían estado divirtiendo sustituyendo la palabra «mierda» por «barco»[16] en diversas expresiones náuticas, por ejemplo: ¡Hagamos que esto parezca una mierda! ¿A dónde coño cree que nos lleva el capitán del mierda? Y demás.
Ahora, en la bodega del mierda, un desapasionado Bobby Shaftoe hace lo posible por crear un efecto de saqueo. Esparce rifles y subfusiles por el suelo. Abre cajas de munición de 45 y la lanza por todas partes. También encuentra esquís; necesitarán esquís, ¿no? Planta minas por aquí y por allá, más que nada para asustar a cualquier alemán que venga a investigar el naufragio. Abre cajas de granadas. No parecen muy saqueadas allí bien ordenadas, así que las saca a docenas, las lleva a cubierta y las arroja por la borda. También lanza algunos esquís, que quizá lleguen a la costa donde contribuirán al efecto general de caos que es tan importante para el teniente Monkberg.
Está de camino por cubierta, cargando con un montón de esquís, cuando ve algo entre la niebla. Se estremece, claro. Muchos bombardeos han enseñado a Bobby Shaftoe a estremecerse. Se estremece tanto que deja caer los esquís sobre la cubierta y está muy cerca de arrojarse junto a ellos. Pero se mantiene firme el tiempo justo para fijar la vista en la cosa entre la niebla. Está directamente frente a ellos, y algo más alto que el puente del carguero, y (al contrario que unos Zeros o Messerschmidts al ataque) no se mueve rápido… simplemente cuelga. Como una nube en el cielo. Como si la niebla se hubiese condensado en una masa densa, como el puré de patata de su madre. Mientras lo observa, se vuelve más y más brillante, y los bordes están cada vez más definidos, y empieza a ver más cosas a su alrededor.
Lo demás es verde.
¡Eh, un minuto! Está mirando a una montaña verde con un campo nevado en medio.
—¡Al suelo! —grita, y se lanza a cubierta.
Espera sorprenderse con la colisión gradual y lenta con la corteza terrestre. Tiene en mente la situación en la que chocas con una motora contra una playa de arena, apagas el motor y lo sacas del agua en el último minuto, y te desplazas lentamente sobre la arena.
Resulta ser una analogía muy pobre para lo que pasa a continuación. El carguero va mucho más rápido que el bote pesquero habitual. Y en lugar de deslizarse por la playa, sufren una colisión casi directa con una pared vertical de granito. Se produce un ruido impresionante, la proa del buque se inclina hacia arriba y de pronto, Bobby Shaftoe se encuentra deslizándose sobre el vientre a gran velocidad sobre la cubierta helada.
Durante un momento siente terror, temiendo caerse de la cubierta al agua, pero consigue dirigirse hacia la cadena de un ancla, que resulta ser un freno efectivo. Debajo, puede oír aproximadamente otros diez mil objetos, grandes y pequeños, chocando con obstáculos.
Lo siguiente es un breve y casi sosegado silencio casi total. Luego se produce un grito por parte de la terriblemente escasa tripulación del carguero:
—¡ABANDONEN EL MIERDA! ¡ABANDONEN EL MIERDA!
Los hombres del Destacamento 2702 se dirigen a los botes salvavidas. Shaftoe sabe que pueden ocuparse de sí mismos, así que se dirige al puente, buscando a los bichos raros que siempre encuentran la forma de hacer que las cosas sean interesantes: los tenientes Root y Monkberg, y el cabo Benjamín.
Al primero que ve es al patrón del carguero, sirviéndose una copa y con el aspecto de un tío que acaba de sangrar hasta morir. El pobre lleva toda la vida en la Marina y fue separado de su unidad habitual simplemente con el propósito de hacer lo que acaba de hacer. Está claro que no le sienta muy bien.
—¡Buen trabajo, señor! —dice Shaftoe, sin saber qué más decir. Luego sigue el sonido de una discusión hasta la cabina de señales.
Los personajes son el cabo Benjamín, sosteniendo un gran Libro, en una pose que recuerda a un predicador exasperado familiarizando sarcásticamente a sus feligreses revoltosos con la imagen de la Biblia; el teniente Monkberg, semireclinado en una silla, con su miembro dañado apoyado en una mesa; y el teniente Root, cosiendo el mismo.
—Es mi deber… —dice Benjamín.
Monkberg lo interrumpe.
—¡Cabo, es su deber cumplir mis órdenes!
Los suministros médicos de Root están esparcidos sobre el suelo por la colisión. Shaftoe comienza a recogerlos y ordenarlos, fijándose especialmente en cualquier botellita que pueda haberse perdido.
Benjamín está muy alterado. Está claro que no consigue llegar hasta Monkberg, así que abre el pesado Libro al azar y lo sostiene sobre la cabeza. Contiene línea tras línea, columna tras columna de letras aleatorias.
—Esto —dice Benjamín—, es el CÓDIGO ALIADO DE LA MARINA MERCANTE! ¡Un ejemplar de ESTE LIBRO se encuentra en TODOS LOS BUQUES DE TODOS LOS CONVOYES del Atlántico Norte! ¡Esos barcos lo usan para COMUNICAR SU POSICIÓN! ¿COMPRENDE lo que SUCEDERÁ si ESTE LIBRO cae en manos de LOS ALEMANES?
—Le he dado una orden —dice el teniente Monkberg.
Siguen así durante un par de minutos mientras Shaftoe busca restos médicos. Finalmente, ve lo que está buscando: ha caído bajo un armario y parece estar milagrosamente entero.
—¡Sargento Shaftoe! —dice Root perentorio. Es lo más cerca que ha estado nunca de sonar como un oficial militar. Shaftoe se pone firme por reflejo.
—¡Señor! ¡Sí, señor!
—La dosis de morfina del teniente Monkberg pasará pronto. Necesito que localice mi botella de morfina y me la traiga inmediatamente.
—¡Señor! ¡Sí, señor! —Shaftoe es un marine, lo que significa que es muy bueno siguiendo órdenes incluso cuando su cuerpo le dice que no lo haga. Aun así, sus dedos no quieren soltar la botella, y Root casi tiene que arrancársela.
Benjamín y Monkberg, enzarzados en su disputa, ignoran ese pequeño intercambio.
—Teniente Root —dice Benjamín, con una voz que es ahora aguda y temblorosa.
—Sí, cabo —dice Root como si no fuese con él.
—¡Tengo razones para creer que el teniente Monkberg es un espía alemán y debería ser apartado del mando y puesto bajo arresto!
—¡Hijo de puta! —grita Monkberg. Y bien que puede, porque Benjamín acaba de acusarle de traición, por lo que podría enfrentarse a un pelotón de ejecución. Pero Root tiene la pierna de Monkberg bien sujeta sobre la mesa y no puede moverse.
Root parece completamente sereno. Parece dar la bienvenida a esa acusación tan increíblemente seria. Es una oportunidad de hablar de algo con más sustancia que, por ejemplo, encontrar formas de sustituir la palabra «mierda» por «barco» en las expresiones náuticas.
—¡Le veré en una corte marcial por esto, cabrón! —aúlla Monkberg.
—Cabo Benjamín, ¿qué razones tiene para esa acusación? —dice Enoch Root con voz de nana.
—¡El teniente se ha negado a permitirme destruir los libros de códigos, cosa que he jurado hacer! —grita Benjamín. Ha perdido los nervios por completo.
—¡Tengo órdenes específicas y claras del coronel Chattan! —dice Monkberg, dirigiéndose a Root. Shaftoe se asombra. Monkberg parece reconocer la autoridad de Root en la cuestión. O quizás esté asustado y busca un aliado. Los oficiales conjurándose frente a los soldados. Como siempre.
—¿Tiene una copia impresa de esas órdenes que pueda examinar? —pregunta Root.
—No creo que sea apropiado que tengamos esta discusión ahora y aquí —dice Monkberg, todavía a la defensiva.
—¿Cómo sugiere que manejemos este asunto? —dice Root, pasando un poco de seda por la carne de Monkberg—. Estamos en tierra. Los alemanes llegarán pronto. O dejamos los libros de códigos o no. Tenemos que decidirlo ahora.
Monkberg se relaja sobre la silla y se queda pasivo.
—¿Puede mostrarme órdenes por escrito? —pregunta Root.
—No. Se me dieron verbalmente —dice Monkberg.
—¿Y esas órdenes mencionaban específicamente los libros de código? —pregunta Root.
—Así es —dice Monkberg, como si fuese un testigo en el estrado.
—¿Y esas órdenes manifestaban que se debía permitir que los libros de códigos cayesen en manos de los alemanes?
—Así fue.
Se produce un silencio durante un momento mientras Root ata una sutura y comienza con otra. Luego dice:
—Un escéptico, como el cabo Benjamín, podría pensar que todo eso de los libros de código es invención suya.
—Si falsificase mis propias órdenes —dice Monkberg—, podrían fusilarme.
—Sólo si usted, y algunos testigos de los hechos, regresan a territorio amigo, y comparan notas con el coronel Chattan —dice Enoch Root, con tranquilidad y paciencia.
—¿Qué coño pasa? —dice uno de los individuos del SAS, entrando por una escotilla de abajo y subiendo por la escalerilla—. ¡Estamos esperando en los putos botes! —Entra en la habitación, con el rostro rojo por el frío y la ansiedad, y mira a su alrededor.
—Jódase —dice Shaftoe.
El individuo del SAS se detiene.
—¡Vale, sargento!
—Baje y dígale al resto de los hombres que se jodan también —dice Shaftoe.
—¡Muy bien, sargento! —dice el hombre del SAS y desaparece.
—Como atestiguan todos esos hombres ansiosos en los botes —sigue diciendo Enoch Root—, la probabilidad de que usted y varios testigos regresen a territorio amigo se reduce por minutos. Y el hecho de que usted acabe de sufrir una terrible herida en la pierna por su propia mano, no hace sino unos minutos, complica tremendamente nuestra huida. O nos capturan juntos, o usted se ofrecerá voluntario para que le dejemos atrás y que le capturen. En cualquier caso, se salva, asumiendo que sea un espía alemán, del consejo de guerra y el pelotón de fusilamiento.
Monkberg no puede dar crédito a sus oídos.
—¡Pero… pero fue un accidente, teniente Root! Me di en la pierna con una puta hacha… ¿cree que lo hice deliberadamente?
—Es difícil para nosotros saberlo —dice Root lamentándolo.
—¿Por qué no nos limitamos a destruir los libros de códigos? Es lo más seguro —dice Benjamín—. Me limitaría a cumplir mis órdenes… no hay nada malo en ello. Nada de consejos de guerra.
—¡Pero eso arruinaría la misión! —dice Monkberg.
Root lo medita un momento.
—¿Ha muerto alguna vez alguien —dice— porque el enemigo robase uno de nuestros códigos secretos y leyese nuestros mensajes?
—Con segundad —dice Shaftoe.
—¿Ha muerto alguna vez alguien de nuestro bando —sigue diciendo Root— porque el enemigo no tenía uno de nuestros códigos secretos?
Es todo un dilema. Benjamín es el primero en contestar, pero incluso él debe pensarlo:
—¡Claro que no! —dice.
—¿Sargento Shaftoe? ¿Tiene alguna opinión? —le pregunta Root mientras le dedica una mirada sombría y seria.
Shaftoe dice:
—El asunto de los códigos es muy complicado.
El turno de Monkberg.
—Creo… creo… creo que podría ocurrírseme una situación hipotética en la que alguien podría morir, sí.
—¿Y usted, teniente Root? —pregunta Shaftoe.
Root no dice nada durante un buen rato. Se limita a coser y coser. Parece que pasan varios minutos. Quizá no sea tanto tiempo. Todos están nerviosos por los alemanes.
—El teniente Monkberg me pide que crea que evitaremos que soldados aliados mueran si hoy entregamos los códigos de la marina mercante aliada a los aliados —dice Root al fin. Todos saltan nerviosos al oír su voz—. En realidad, ya que debemos emplear una especie de cálculo de muertes para esta situación, la pregunta real es ¿salvará eso más vidas de las que perderemos?
—Allí me he perdido, padre —dice Shaftoe—. Ni siquiera pude aprobar álgebra.
—Entonces empecemos con lo que sabemos: entregar los códigos sacrificará vidas porque permitirá a los alemanes saber dónde se encuentran nuestros convoyes y hundirlos. ¿No?
—Exacto —dice el cabo Benjamín. Root parece inclinarse por su posición.
—Eso sería cierto —sigue diciendo Root—, hasta que los aliados cambien su sistema de códigos… lo que probablemente sucederá lo antes posible. Por tanto, en el lado negativo del cálculo de muertes, tenemos algunos convoyes hundiéndose en el futuro próximo. ¿Qué hay del lado positivo? —pregunta Root encarnando las cejas en meditación mientras sigue contemplando la herida de Monkberg—. ¿Cómo podría entregar los códigos salvar algunas vidas? Bien, es un imponderable.
—¿Un qué? —pregunta Shaftoe.
—Supongamos, por ejemplo, que hay un convoy secreto que viene desde Nueva York, y contiene miles de tropas y algunas nuevas armas que cambiarán el rumbo de la guerra y salvarán miles de vidas. Y supongamos que emplea un sistema de código diferente, de forma que incluso después de que los alemanes consiguen nuestros libros de códigos hoy no sabrán de él. Los alemanes concentrarán sus energías en hundir los convoyes de los que sí saben… matando, quizás, a unos pocos cientos de hombres. Pero mientras atienden a esos convoyes, el convoy secreto pasará sin problemas y entregará su importante carga y salvará miles de vidas.
Otro silencio largo. Ahora pueden oír los gritos del resto del Destacamento 2702, en los botes, probablemente manteniendo una detallada discusión propia: ¿se considera motín abandonar a todos los oficiales en un barco encallado?
—No es más que hipotético —dice Root—. Pero demuestra que es al menos teóricamente posible que haya un término positivo en el cálculo de muertes. Y ahora que lo pienso, es posible que no haya siquiera un término negativo.
—¿A qué se refiere? —dice Benjamín—. ¡Claro que hay un término negativo!
—Está asumiendo que los alemanes todavía no han roto ese código —dice Root, apuntando con un dedo ensangrentado y acusador al enorme tomo de galimatías de Benjamín—. Pero quizá sí lo han hecho. Han estado hundiendo nuestros convoyes por todas partes, ya lo sabe. En ese caso, no hay nada negativo en dejarlo caer en sus manos.
—¡Pero eso contradice la teoría del convoy secreto! —dice Benjamín.
—El convoy secreto no era más que un Gedankenexperiment —dice Root.
El cabo Benjamín pone los ojos eh blanco; aparentemente, sabe lo que significa ese término.
—Si ya lo han roto, entonces ¿por qué nos estamos tomando tanto trabajo, y arriesgando nuestras vidas, para DÁRSELOS?
Root lo medita durante un rato:
—No lo sé.
—Bien, ¿qué opina usted, teniente Root? —pregunta Bobby Shaftoe algunos minutos, atrozmente silenciosos, más tarde.
—Creo que a pesar de mi Gedankenexperiment, la explicación del cabo Benjamín, que el teniente Monkberg es un espía alemán, es la más plausible.
Benjamín lanza un suspiro de alivio. Monkberg, paralizado por el horror, mira el rostro de Root.
—Pero continuamente suceden cosas que parecen totalmente improbables —sigue diciendo Root.
—¡Oh, por el amor de dios! —grita Benjamín, y golpea el libro con la mano.
—¿Teniente Root? —dice Shaftoe.
—¿Sí, sargento Shaftoe?
—La herida del teniente Monkberg fue un accidente. Yo vi como se producía.
Root mira directamente a los ojos de Shaftoe. Le resulta interesante.
—¿De verdad?
—Sí, señor. Fue un total accidente.
Root abre un paquete de gasa estéril y comienza a enrollarla alrededor de la pierna de Monkberg; la sangre la empapa de inmediato, más rápido de lo que puede enrollarla. Pero gradualmente, Root comienza a ganar, y la gasa se queda blanca y limpia.
—Supongo que es hora de tomar una decisión de mando —dice—. Digo que dejemos los libros de códigos, justo como pide el teniente Monkberg.
—Pero si es un espía alemán… —empieza a decir Benjamín.
—Entonces acabará en un hoyo en cuanto regresemos a territorio amigo —dice Root.
—Pero usted mismo ha dicho que las posibilidades son remotas.
—No debí haber dicho tal cosa —dice Enoch Root disculpándose—. No fue un comentario sabio ni meditado. No reflejaba el verdadero espíritu del Destacamento 2702. Estoy convencido de que prevaleceremos frente a nuestro pequeño problema. Estoy convencido de que llegaremos a Suecia y que llevaremos al teniente Monkberg con nosotros.
—¡Ese es el espíritu! —dice Monkberg.
—Si en cualquier momento el teniente Monkberg muestra signos de fingirse enfermo o se ofrece para ser abandonado, o se comporta de cualquier forma que aumente el riesgo de que seamos capturados por los alemanes, podremos asumir con seguridad que es un espía alemán.
Monkberg parece imperturbable.
—Bien, ¡saquemos el culo de aquí! —suelta, se pone en pie, algo desequilibrado por la pérdida de sangre.
—¡Espere! —dice el sargento Shaftoe.
—¿Ahora qué, Shaftoe? —grita Monkberg, de vuelta al mando.
—¿Cómo vamos a saber que aumenta el riesgo de que seamos capturados?
—¿Qué quiere decir, sargento Shaftoe? —pregunta Root.
—Quizá no sea evidente —dice Shaftoe—. Quizás haya un destacamento alemán esperando a capturarnos en cierta posición del bosque. Y quizás el teniente Monkberg nos lleve directamente a la trampa.
—¡Así se habla, sargento! —dice el cabo Benjamín.
—Teniente Monkberg —dice Enoch Root—, como lo más cercano a un médico que tenemos a bordo, le relevo del mando por razones médicas.
—¿Qué razones médicas? —grita Monkberg horrorizado.
—Le falta sangre, y la que le queda está llena de morfina —dice el teniente Enoch Root—. Así que el segundo al mando tendrá que ocuparse y tomar la decisión de en qué dirección movernos.
—¡Pero usted es el otro oficial! —dice Shaftoe—. Exceptuando al patrón, y no se puede ser patrón sin barco.
—¡Sargento Shaftoe! —ladra Root, realizando una imitación tan efectiva de un marine que tanto Shaftoe como Benjamín se cuadran.
—¡Señor! ¡Sí, señor! —responde Shaftoe.
—¡Sargento Shaftoe, lléveme a mí y al resto de esta unidad a Suecia!
—¡Señor! ¡Sí, señor! —aúlla Shaftoe, y sale de la cabina, prácticamente derribando a Monkberg. Los otros le siguen pronto, dejando los libros de código en su sitio.
Después de media hora de tratar con los botes, el Destacamento 2702 vuelve a encontrarse en tierra, en Noruega. La línea de nieve se encuentra como a unos cincuenta pies por encima del nivel del mar; es una suerte que Bobby Shaftoe sepa manejar un par de esquís. Los individuos del SAS también poseen esa habilidad en especial, y saben también cómo improvisar una especie de trineo que emplean para cargar con el teniente Monkberg. En unas horas, ya están en lo profundo del bosque, en dirección al este, sin haber visto ni a un solo ser humano, alemán o noruego, desde que bajaron a tierra. Comienza a nevar, ocultando el rastro. Monkberg está comportándose… sin exigir que lo dejen atrás o lanzando bengalas. Shaftoe comienza a pensar que llegar a Suecia podría ser la misión más fácil del Destacamento 2702. Lo único difícil, como es habitual, es comprender qué coño está pasando.